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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (23 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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En cuanto sus pies tocaron el suelo del apartamento de los Siracusa, Montalbano experimentó una especie de sacudida eléctrica que le subió por las piernas, le trepó por la columna vertebral y le llegó al cerebro. Y entonces comprendió que los radiestesistas, cuando captaban una vena de agua a centenares de metros bajo tierra, debían de experimentar la misma sensación. Allí, le decía su cuerpo, estaba la mina de oro, el agua, el tesoro escondido. Caminó como un sonámbulo, echando un breve vistazo a los dos dormitorios, el de los propietarios y el de invitados, a los dos cuartos de baño, la cocina, el comedor, el salón, una especie de vestuario habilitado para el revelado y la impresión de fotografías, y llegó finalmente al lugar a donde lo llevaban las piernas: el estudio, o lo que fuera, del doctor en Química Antonio Siracusa. Mientras recorría las estancias, se había dado cuenta de que el apartamento parecía haber sido desvalijado por unos ladrones, armarios abiertos, vestidos tirados por el suelo, cajones medio abiertos, desorden por doquier. Pero todo aquello era la evidente señal de una huida repentina, lo sabía. En cambio, en el estudio del
dottor
Siracusa no había nada fuera de su sitio. Un escritorio de gran tamaño, cuatro sillas, una pared de estanterías llenas de botellas, frascos, tarros de polvos de distintos colores. Pegado a una pared, una especie de armario alto y estrecho, limpio y reluciente, cerrado bajo llave. En un rincón había una especie de archivador metálico semiabierto, lleno de fichas. Montalbano se sentó detrás del escritorio; encima había una lámpara de sobremesa, una cámara fotográfica en el interior de su estuche y, a la izquierda, muchos papeles con fórmulas químicas. A la derecha, en cambio, sólo había tres o cuatro hojas. Una petición para la conexión de otra línea telefónica, el resultado clínico de un análisis de sangre, una carta del
commendator
Papuccio, propietario del chalet, en la cual decía que el arreglo de las goteras del techo no le correspondía a él, y finalmente una instancia. Una instancia que hizo saltar literalmente de la silla a Montalbano. Era el borrador de una solicitud para una visita a un recluso. El recluso era Giuseppe Cusumano y la peticionaria, Rosanna Monaco. Por consiguiente, el que había presentado la petición en nombre de la analfabeta Rosanna y estampado la firma como fiador era el
dottor
Siracusa.

Pero eso no bastaba para justificar la fuga. Tenía que haber necesariamente algo más. El comisario abrió el cajón de la derecha del escritorio: fórmulas, correspondencia con la Montedison, el permiso de la Jefatura Superior de Policía de Palermo para la tenencia de armas en casa en calidad de coleccionista, otra hoja igual pero con el membrete de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, la lista de las armas que obraban en su poder y que el comisario dejó aparte encima de una mesita. En cambio, el cajón de la izquierda estaba cerrado. El comisario lo abrió con la ayuda de un abrecartas. Lo primero que vio fue una llave. La cogió, se levantó y se acercó al armario: la llave giró, era la de allí, pero Montalbano no abrió las hojas, regresó al escritorio. En el cajón había dos sobres de gran tamaño de papel tela, uno lleno hasta reventar y el otro con muy poca cosa dentro, hasta el punto de que parecía vacío. Abrió el primero, lo invirtió, y toda la superficie del escritorio se llenó literalmente de fotografías. Todas en color. Todas del mismo formato. Todas sobre el mismo tema: mujeres desnudas. Desde los quince a los cincuenta años, tumbadas de distintas maneras sobre la misma cama deshecha. El
dottor
Siracusa no sólo coleccionaba armas. Evidentemente tenía por costumbre inmortalizar
post coitum
a sus aventuras. Y después las revelaba e imprimía en su laboratorio privado. A escondidas, sin miradas indiscretas. Llevando consigo una foto, el comisario se dirigió al dormitorio matrimonial: la cama era la misma de las imágenes. Una pareja muy abierta la de los Siracusa. Probablemente, mientras el
dottore
utilizaba el lecho conyugal, su señora ocupaba el de la habitación de invitados. Regresó al estudio, volvió a guardar las fotografías en el primer sobre, tomó el otro y lo vació. Contenía tres fotografías sobre el mismo tema: una mujer desnuda primero boca arriba, después boca abajo y finalmente con las piernas separadas. La mujer era una chica que el comisario conocía: Rosanna. Pero una relación entre amo y criada tampoco justificaba la huida. La cuestión debía de ser mucho más complicada. El comisario se guardó en el bolsillo la fotografía de Rosanna boca arriba y guardó las demás en el sobre y el sobre en el cajón. Tomó la lista de las armas y abrió el armario. El mueble construido a medida estaba interiormente forrado por entero de terciopelo azul claro. Sólo pistolas y revólveres de todo tipo, tamaños y épocas. Nada de carabinas. Nada de fusiles. Las armas estaban dispuestas en cuatro hileras de diez, tres en la parte interior de la hoja izquierda, cuatro en la pared del fondo, otras tres en la parte interior de la hoja derecha. Cada una estaba colgada con tres clavos de cabeza de plástico dorado. Una auténtica exposición. Eran cuarenta y cuarenta se habían declarado. No faltaba ni una. En el armario quedaba espacio para otras cuarenta armas cortas. En la parte inferior había un cajón que el comisario abrió. No había municiones de ningún tipo, sólo pistoleras, escobillas, aceites especiales. Cerró el armario, y estaba a punto de ordenar el escritorio cuando algo le produjo una sensación de malestar, algo que guardaba relación con el armario de las armas. Volvió a abrirlo y también el cajón. Y entonces se dio cuenta de que entre el plano de la base del armario y el cajón había una distancia excesiva, por lo menos de unos veinte centímetros. Allí debía de haber con toda seguridad un cajón secreto. Pero ¿dónde estaba escondido el sistema para abrirlo? A través de la persiana se filtraba suficiente luz. Cogió una silla, se sentó delante del armario y se encendió un cigarrillo. De tanto mirar, los ojos empezaron a cerrársele. ¿Y si se tratara simplemente de un error de construcción? No, imposible. Y de pronto comprendió que había resuelto el enigma. Cada arma era mantenida en posición horizontal gracias a tres clavos, ¿por qué la última de la pared del fondo tenía en cambio cuatro? Se levantó, y con el dedo índice apretó las tres primeras cabezas doradas. No ocurrió nada. Al apretar la cuarta se oyó una especie de «clic» y luego salió disparado hacia delante un cajón plano oculto entre la superficie del fondo y la parte superior del cajón, justo donde Montalbano había intuido. Terminó de abrirlo. En su interior había una pistola y un revólver sujetos con el sistema de los clavos para que no se movieran cuando se abría o cerraba el cajón. Al lado de las dos armas había tres clavos colocados como si tuvieran que sujetar otra, que, sin embargo, no estaba allí. Quedaba la huella sobre el terciopelo. Montalbano cogió la pistola americana de aspecto letal. Pero sólo el aspecto, porque enseguida se dio cuenta de que la habían convertido en inservible; el muelle del percutor se había aflojado. El mismo trabajito que le habían hecho al revólver de Rosanna. Y, además, la pistola también tenía el número de serie limado. Volvió a colocarla en su sitio. Había también tres cajas de cartuchos. Una de ellas estaba abierta y faltaban tres.

Lo dejó todo en orden. Se dirigió al recibidor. La señora Bufano le estaba atronando la cabeza con «Mira, mira cómo me balanceo con el
twist»
. Había un taburete providencial, lo colocó bajo la ventana, abrió, subió, saltó, volvió a cerrar, bajó y salió. ¡Olé! He aquí el comisario Salvo Montalbano: para los amigos, el acróbata.

Lo primero que le dijo el encargado de la centralita fue que desde primera hora de la mañana, el honorable Torrisi no había parado de llamar. Necesitaba urgentemente, es más, urgentísimamente, hablar con él.

—Cuando vuelva a llamar, pásamelo.

Fazio se presentó inmediatamente después.

—¿Cómo ha ido con Rosanna?

—Bien,
dottore
. Ella y mi mujer parece que se llevan bien. Pero me ha preguntado por lo menos cuatro veces cuándo vamos a arrestar a Pino Cusumano. Está obsesionada, se muere de ganas de verlo en la cárcel. Qué extraño, ¿verdad,
dottore
?

—¿Qué tiene de extraño?

—Pero ¿cómo,
dottore
? Esta chica primero está dispuesta a matar a alguien sólo para complacer a su enamorado y al cabo de pocos días quiere verlo pudrirse en la cárcel.

—Se siente traicionada, nos ha dicho que Cusumano la libraría de las trampas y, en cambio, la dejó metida en ellas.

—En fin. ¿Sabe una cosa? A mí más bien me hace recordar lo de aquella ópera.

—¿
La donna è mobile qual piuma al vento
, la mujer es tan variable como una pluma al viento?

—Ésa,
dottore
.

Sin decir nada, Montalbano se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la fotografía de Rosanna desnuda boca arriba y se la tendió a Fazio. El cual la cogió, la miró y la arrojó sobre la mesa cual si fuera veneno.

—¡Madre santa! —Se sentó, estupefacto—. ¿Cómo la ha conseguido,
dottore
?

—La he cogido. Había otras dos, he elegido ésta porque es la más presentable.

—¿Y dónde la ha cogido?

—He registrado la casa del
dottor
Siracusa.

—¿Y cómo ha hecho para entrar?

—A través de una ventana.

—¿Como un ladrón,
dottore
?

—Como un ladrón, Fazio.

—Pues entonces se equivoca; registrar no es el verbo adecuado. —Se enjugó el sudor de la frente con un enorme pañuelo a cuadros—.
Dottore
, yo se lo digo con toda sinceridad, cualquier día de éstos acaba en la cárcel. Y hasta puede que sea yo el que tenga que colocarle las esposas. Usted ha corrido un grave peligro, ¿lo sabe?

—Lo sé, pero merecía la pena.

Fazio, como policía nato que era, plantó las orejas.

—Cuénteme.

Y el comisario se lo contó todo.

—¿Qué piensas? —le preguntó al final.


Dottore
, primero una pregunta. ¿Por qué Siracusa guardaba escondidas armas prohibidas?

—Forma parte de la mentalidad de ciertos coleccionistas. Mira, esas armas seguramente habían pertenecido al mundo del hampa e incluso puede que hubieran servido para cometer algún homicidio. Él debió de comprarlas muy caras. Y cada vez que abría el cajón secreto experimentaba como una especie de estremecimiento de placer. Bueno, ¿qué piensas de estas novedades?


Dottore
, ¿qué quiere usted que piense? Siracusa se derrite delante de una mujer, pierde la cabeza por Rosanna. Presume de armas, es posible que se las muestre y le explique cómo funcionan. Rosanna se acuesta con él, pero empieza a exigir cosas. Por ejemplo, que Siracusa redacte la petición para que ella pueda visitar a Cusumano en la cárcel. Y él lo hace. Y ella hasta le pide el revólver.

—No. El revólver no se lo pediría. Se apoderó de él y ya no volvió a aparecer por la casa de los Siracusa. Cuando se divulgó nuestro anuncio a través de Retelibera, Siracusa fue a echar un vistazo, vio que faltaba uno de sus revólveres, comprendió, no hacía falta ser muy listo, que Rosanna se lo había birlado, y se fue, presa del pánico.

—Después Rosanna fue a visitar a Pino y le dijo que estaba en posesión de un arma. Pero ¿por qué nos contó que el revólver se lo había dado el mismo hombre que le entregaba las notas?

Montalbano estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono.

—Le paso al honorable Torrisi —anunció el encargado de la centralita.

Antes de contestar, el comisario le dijo a Fazio:

—Es el honorable Torrisi. ¿Qué te decía yo? El que tenía que enterarse de la detención de Brucculeri ya se ha enterado y ahora trata de ponerle un buen remiendo. Se dan perfecta cuenta de que Cusumano ha cometido una equivocación descomunal.

»Montalbano al habla —dijo, levantando el auricular.

—¡Mi queridísimo comisario! ¡Estoy verdaderamente encantado de poder hablar de nuevo con usted, puede creerme!

—Dígame, honorable.

—Acabo de llegar de Roma y estoy en el aeropuerto. Dentro de una hora y media como máximo estaré en Vigàta. ¿Demasiado tarde para ir a almorzar juntos?

—La verdad es que ya tengo un compromiso.

—¿Lo dejamos entonces para la cena?

—Lo siento, pero llega un amigo mío. —Ni siquiera después de un mes de ayuno en una isla desierta habría compartido un trozo de pan con aquel hombre.

—¿Pues entonces voy a verlo sobre las cinco de la tarde?

—Si quiere, voy yo a verlo a usted a su estudio.

Se hizo el silencio. El comisario comprendió lo que estaba pasando por la cabeza del otro: Torrisi se lo estaba jugando a pares y nones. Por su dignidad de honorable diputado, era más correcto que Montalbano fuera a visitarlo a él. Pero ¿qué habría pensado la gente? Si en cambio se dirigiera él a la comisaría, podría decir que había querido informarse acerca de la situación del orden público. Montalbano se lo estaba pasando en grande al pensar en la apurada situación del honorable. Decidió rematar la faena.

—Por otra parte, se trata de una charla amistosa, ¿no?

El otro dudó todavía un instante y después terminó diciendo:

—Le agradezco su exquisita amabilidad, comisario. Pero me es más cómodo ir a verlo a usted.

—De acuerdo, honorable, como usted quiera. Hasta luego. —Y colgó.

—Hay unos papeles para firmar —dijo Fazio.

—Pues fírmalos, ¿quién te lo impide?

—¡Pero,
Dottore
, es usted quien tiene que firmarlos!

—Ah, ¿sí? Pues entonces quiero que sepas una cosa. De esa manera estaremos de acuerdo. Debes decírmelo por lo menos con veinticuatro horas de antelación.

—¿Qué debo decirle,
dottore
?

—Que hay papeles para firmar. Tardo mucho en acostumbrarme, ¿comprendes? Si me lo dices todo de golpe, es un trauma.

10

Como entremés un pulpito a la sal de lo más tierno, seguido de una fritura de chanquetes, de primero pasta con tinta de jibia, de segundo dos sargos asados de considerable tamaño. Le urgía un paseo digestivo-meditativo por el muelle. Lo empezó de muy buen humor. El honorable abogado Torrisi había regresado a toda prisa de Roma, llamado al servicio por la familia Cuffaro, alarmada sobre todo por la cabronería del adorado retoño Pino, y por eso a las cinco él iba a pasarlo en grande. Sin embargo, cuando se sentó en la aplanada roca que había bajo el faro, poco a poco el humor le cambió. Puede que fuera por la monótona y regular música de fondo del chapoteo del agua entre las rocas, pero el caso es que volvió a experimentar aquella desagradable sensación de ser un pelele en manos de un titiritero. De ser alguien que creía caminar libremente con sus propias piernas, sin saber que existían unos hilos invisibles que lo empujaban hacia delante. «Somos marionetas...» ¿Quién lo había escrito? Ah, sí, Pirandello. Por cierto, tenía que comprar el último libro de Borges. Misteriosamente, el nombre del escritor, tras haber penetrado en su cabeza, ya no quería volver a salir. «Borges, Borges», repetía una y otra vez. Y de pronto le acudió a la memoria una media página, o todavía menos, del autor argentino leída tiempo atrás. Borges contaba el argumento de una novela de intriga en la que todo nacía del encuentro absolutamente casual en un tren entre dos jugadores de ajedrez que no se conocían de nada. Ambos jugadores organizaban un delito, lo llevaban a término casi con pedantería y lograban que nadie sospechara de ellos. Borges escribía en suma un tema muy verosímil y lógicamente concatenado, sin la menor resquebrajadura. Sólo que, al final, añadía una posdata, una pregunta que era la siguiente: ¿y si el encuentro en el tren entre los dos jugadores no hubiera sido casual? Resulta que en la investigación que él estaba llevando a cabo, semejante pregunta ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Aquellas pocas líneas de Borges eran una inmensa lección acerca de la manera de llevar a cabo una investigación. Y por consiguiente, también en ese caso convenía hacerse una pregunta capaz de ponerlo todo patas arriba y someterlo a debate. Por ejemplo: ¿por qué Cusumano quería que mataran al juez Rosato? El cual, pobrecito, ya había llamado un par de veces para saber cómo iba el asunto. Fue un relámpago muy rápido. Comprendió que precisamente el juez Rosato era el punto débil de toda la historia. O, mejor dicho, el punto que él no había entendido. O, todavía mejor, el punto que él había dado inmediatamente por sentado. Respiró hondo, y de repente el aire del mar le penetró en el cerebro y le limpió todo el polvo, las telarañas y la suciedad que había dentro. Ahora, con la cabeza lúcida y despejada, podría empezar a razonar como era debido.

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