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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (27 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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Dottore
, ¿es usted? Menos mal, lo estaba llamando. Acaban de encontrar ahora mismo a la chiquilla.

—¿Viva?

—Sí, señor
Dottore
, gracias a Dios.

—¿Está herida?

—No, señor.

—¿Ha sido...?


Dottore
, a mi juicio está sólo asustada.

—¿Dónde estás?

—En el chalet del doctor Riguccio. ¿Lo conoce?

—Sí. ¿Los padres están ahí?

—No, señor
dottore
. Los hemos avisado, se habían ido a buscarla por otra zona. Ya vienen para acá.

El chalet del doctor Riguccio se hallaba a unos seis kilómetros de Piano Torretta.

En coche se tardaba diez minutos. Un adulto caminando despacio habría tardado menos de una hora. Pero una chiquilla de tres años, ¿cómo había podido recorrer seis kilómetros sin que ni siquiera un automóvil de paso la viese bajo aquel diluvio? Y, por encima de todo, ¿cómo había tardado tan poco tiempo?

Había aproximadamente diez coches aparcados delante de la verja del chalet, que daba justo a la carretera. Fazio le salió al encuentro.

—Los padres acaban de llegar.

Desde el interior del chalet se oían risas y llantos. Debía de haber un follón tremendo.

—¿Dónde están Gallo y Galluzzo?

—Les he comunicado que Laura, la niña, había sido localizada, y han regresado a Vigàta. Mi mujer también se ha ido con ellos.

—Quisiera ver a la niña, pero no me apetece mezclarme con el jolgorio de toda esta gente.

—Espere un momento.

Regresó al cabo de un rato con un caballero sexagenario, calvo y distinguido: el doctor Riguccio. Él y Montalbano ya se conocían.

—Comisario: he mandado instalar a la niña en mi dormitorio y sólo he permitido que entraran sus padres.

—¿Ha tenido ocasión de examinarla?

—Sólo un vistazo superficial. Pero no creo que haya sufrido abusos sexuales. Lo que ha sufrido, eso sí, es un trauma muy fuerte. No consigue hablar, no consigue llorar. Le he administrado un sedante y ahora ya estará durmiendo.

—¿Quién la ha encontrado? —le preguntó Montalbano a Fazio.

Pero quien contestó fue el médico:

—No la ha encontrado nadie, comisario. Se ha presentado ella sola delante de la verja. Mi mujer la ha visto, la ha tomado en brazos y la ha llevado dentro. Hemos pensado que se había perdido, no sabíamos que la estaban buscando. Entonces he llamado a su comisaría.

—Y Catarella, que sabía que yo estaba por esta zona, me ha llamado al móvil —terminó Fazio.

—Si quiere ver a la niña, hay una escalera posterior que conduce directamente al piso de arriba —dijo el médico—. Acompáñeme.

Montalbano pareció dudar un poco...

—Si usted dice que duerme... Una pregunta, doctor. ¿Presentaba señales evidentes de golpes?

—Tenía la mejilla derecha muy hinchada y enrojecida, puede haberse golpeado contra...

—Perdone, ¿una violenta bofetada tendría el mismo efecto?

—Bueno, ahora que me hace usted pensar, pues... sí.

—Otra pregunta, la penúltima. Para acostarla, la ha desnudado, ¿verdad?

—Sí.

—En los zapatos no había mucho barro, ¿verdad? Apenas nada.

—Tiene usted razón. Ahora que lo pienso...

—Y ya que estamos, piense también en esto otro: ¿el vestidito no estaría, por casualidad, absolutamente seco?

—¡Dios mío! —exclamó el médico—. Ahora que lo pienso... pues sí, estaba seco.

—Gracias, doctor, me ha sido usted muy útil. No quiero entretenerlo más. Fazio, ¿puedes decirle al padre de la niña que necesito hablar con él?

Se había fumado medio cigarrillo cuando Fazio regresó acompañado de un cuarentón rubio, vestido con unos vaqueros y un jersey inicialmente elegantes pero ahora sucios y mojados, y calzado con unos zapatos carísimos en principio pero ahora convertidos en los zapatones gastados y cubiertos de barro de un mendigo.

—Soy Fernando Belli, comisario.

Montalbano lo situó enseguida. Era un romano casado con una mujer de Vigàta. Dos años atrás se había convertido en el más destacado comerciante de pescado al por mayor de todo el pueblo: propietario de camiones frigoríficos y hombre de gran empuje, en poco tiempo se había hecho con el monopolio del mercado. Sin embargo, raras veces se lo veía por Vigàta, pues sus negocios más importantes los hacía en Roma, donde vivía, mientras que del negocio del pescado se encargaba el hermano de su mujer. Tenía fama de hombre serio y honrado.

Estaba todavía visiblemente trastornado por lo ocurrido. Temblaba a causa de los nervios y el frío. Montalbano se compadeció de él.

—Señor Belli, sólo unos minutos y después lo dejo regresar junto a su hija. ¿Cuándo se han dado cuenta de su desaparición?

—Pues... muy poco tiempo antes de que se pusiera a llover, íbamos con tres coches, mis suegros, mi cuñado y la familia de un amigo. Acabábamos de cargarlo todo para regresar a Vigàta cuando hemos reparado en que Laura, a la que hasta cinco minutos antes habíamos visto jugar con la pelota, ya no estaba con nosotros. Hemos comenzado a llamarla, a buscarla... Otras personas a las que no conocíamos se han unido a la búsqueda... Ha sido terrible.

—Comprendo. ¿Dónde estaban ustedes?

—Habíamos preparado la mesa un poco hacia el borde del prado... cerca de las plantas que lo rodean.

—¿Tiene usted idea de lo que ha ocurrido?

—Creo que Laura, quizá persiguiendo la pelota, dio a parar al otro lado del seto, a la carretera, y ya no ha sabido cómo regresar. A lo mejor la ha recogido algún automovilista que la ha acompañado a la primera casa que ha visto.

Ah, ¿conque eso era lo que pensaba el señor Belli? ¡Pero si entre Piano Torretta y el chalet del médico había por lo menos unas cincuenta casas! Sin embargo, mejor no insistir.

—Oiga, señor Belli, ¿mañana por la mañana podría pasar por la comisaría? Una simple formalidad, puede creerme. —Y en cuanto el hombre se fue, añadió—: Fazio, manda que te entreguen la ropa de la chiquilla y llévala a la Policía Científica. Y averigua la vida y milagros del señor Belli. A mí esta historia no me convence. Nos vemos.

* * *

—¿
Dottor
Montalbano? Soy Fernando Belli. Esta mañana tenía que ir a verlo tal como acordamos, pero, por desgracia, no podré.

—¿La niña se encuentra mal?

—No, la niña está relativamente bien.

—¿Ha conseguido decir algo?

—No, pero hemos llamado a una psicóloga que está tratando de ganarse su confianza. Soy yo el que tiene mucha fiebre. Debe de ser una reacción natural al susto que me llevé y a toda la lluvia que me cayó encima.

—Mire, vamos a hacer una cosa: si puedo y usted se siente con ánimos, voy yo a su casa por la tarde; en caso contrario, lo dejamos todo para más adelante.

—De acuerdo.

En el despacho, mientras Montalbano atendía la llamada, estaban también presentes Fazio y Mimì, que ya había sido informado del asunto. El comisario les contó lo que el hombre acababa de decirle.

—Bueno pues, ¿qué me cuentas de Belli? —le preguntó a continuación a Fazio.

Éste se introdujo una mano en el bolsillo.

—¡Alto! —exclamó en tono amenazador Montalbano—. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Sacar un papelito y darme a conocer el nombre y los apellidos de los abuelos de Belli? ¿El apodo de su primo hermano? ¿En qué barbería se afeita?

—Perdone —dijo Fazio en tono abatido.

—Cuando te jubiles, te juro que moveré cielo y tierra para que puedas trabajar en el registro civil de Vigàta. De esa manera, podrás desahogarte a tu gusto.

—Perdone —repitió Fazio.

—Adelante. Dime lo esencial.

—Belli, su mujer que se llama Lina y la niña llegaron a Vigàta desde Roma hace cuatro días para pasar las fiestas de Pascua con los padres de la señora Lina, los Mongiardino. De quienes son huéspedes. Lo hacen siempre así por Navidad y por Pascua.

—¿Cuánto tiempo llevan casados?

—Cinco años.

—¿Cómo se conocieron?

—Gerlando, el hermano de la señora Lina, y Belli se conocieron en la mili y se hicieron amigos. De vez en cuando Gerlando iba a ver a Belli a Roma. Pero hace siete años fue Belli quien vino a Vigàta. Conoció a la hermana de su amigo y se enamoró de ella. Se casaron dos años después, aquí en Vigàta.

—¿Qué hace Belli en Roma?

—En Roma también es mayorista de pescado. Está al frente de una empresa que le dejó su padre, pero que él supo ampliar. Sin embargo, tiene otros negocios, hasta parece que de vez en cuando se dedica a la producción cinematográfica o, por lo menos, invierte dinero en ello. De la empresa de aquí se encarga el cuñado Gerlando, pero...

—¿Pero?

—Por lo visto Belli no está muy contento con la manera en que su cuñado lleva el negocio. De vez en cuando viene a pasar media jornada en Vigàta y siempre acaba peleándose con Gerlando.

—¿Está casado?

—¿Gerlando? Es un mujeriego del copón,
dottore
.

—No te he preguntado si es un putero, te he preguntado si está casado.

—Sí, señor, está casado.

—¿Y el motivo de las disputas entre los cuñados lo has averiguado?

—No, señor.

—Por consiguiente —terció Mimì—, creo que se puede llegar a la conclusión de que Belli es un hombre muy rico.

—Por supuesto —asintió Fazio.

—En cuyo caso la hipótesis de un secuestro de la niña con fines de extorsión no es tan descabellada.

—Es tan descabellada —replicó Montalbano— que se pierde en la estratosfera. Explícame entonces por qué la dejaron en libertad.

—¿Y quién dice que la dejaran en libertad? Pudo haber escapado.

—¡Anda ya!

—O, en determinado momento, los secuestradores no tuvieron valor.

—Mimì, ¿por qué esta mañana te apetece tanto decir chorradas? Quien hace ciento hace quinientos.

—También podría haber sido un pedófilo —sugirió Fazio.

—¿Que, en determinado momento, tampoco tuvo el valor de aprovecharse de la niña? ¡Quita, Fazio, por Dios! ¡Un pedófilo habría tenido todo el tiempo que hubiera hecho falta para hacer las guarradas que hubiera querido! Y no me vengáis ahora con la historia de que la niña fue secuestrada para venderla. De acuerdo con que hoy en día los críos son una mercancía muy valiosa, en Nueva York parece que los roban en los hospitales, en Irán después del terremoto arramblaron con todos los que se habían quedado sin familia para venderlos, en Brasil ya no digamos...

—Perdona, pero ¿por qué lo excluyes tan taxativamente? —preguntó Mimì.

—Porque quien roba niños para comerciar con ellos es peor que la mierda. Y la mierda no se arrepiente de sus actos. No vuelve a poner en libertad a una criatura tras haberla capturado. En caso de que tenga alguna dificultad, la mata. Recordad que nosotros aquí en Vigàta tuvimos un ejemplo con el chiquillo inmigrante ilegal al que atropellaron.

—Yo me pregunto —añadió Mimì— por qué la dejaron delante del chalet del doctor Riguccio.

—Ésa no es la pregunta, Mimì. La pregunta es: ¿por qué el que se llevó a la niña la mantuvo dos horas en el interior de su automóvil?

—Pero, según usía, ¿qué es lo que ocurrió? —terció Fazio.

—Por lo que nos ha dicho Belli, habían preparado la mesa junto al borde del prado, es decir, muy cerca de los matorrales que lo rodean. Al ver que está a punto de desencadenarse un temporal, lo cargan todo precipitadamente en los coches y se dan cuenta de que Laura, que estaba jugando con una pelota allí cerca, ha desaparecido. Empiezan a buscarla pocos minutos antes de que llegue la tormenta, pero no la encuentran. En mi opinión, la chiquilla lanzaría de alguna manera la pelota al otro lado de los arbustos, hacia la carretera. Para recuperarla, descubre un pequeño hueco y lo cruza. Recobra la pelota, pero no consigue hallar el camino de regreso. Se echa a llorar. En ese momento, alguien que está subiendo a su coche o que pasa casualmente por allí o que estaba deliberadamente apostado a la espera de la ocasión propicia se apodera de la niña. Sólo entonces empieza a llover a cántaros. Recordemos que la ropa de Laura estaba seca. Por cierto, ¿la has llevado a la Científica?

—Sí, señor. Confían en poder decirnos algo a partir de mañana.

—El hombre se aleja de Piano Torretta en su coche —prosiguió Montalbano—. Sabe que ya están buscando a Laura y el hecho de permanecer en la zona es peligroso. La niña está aterrorizada, tal vez grita, y entonces el hombre la aturde soltándole un bofetón. Después se detiene y permanece una hora y media o dos horas bajo la lluvia sin salir del coche. Cuando escampa, vuelve a ponerse en marcha y deja en libertad a Laura delante de un chalet donde observa que hay gente. Quiere que la descubran de inmediato. De otro modo, la habría soltado por el campo. Y regreso a la pregunta: ¿por qué la ha retenido todo ese tiempo sin hacerle nada?

—A lo mejor se excitaba viéndola tan asustada, puede que se estuviera masturbando —apuntó Fazio, poniéndose tan colorado como un tomate.

—Tú te has emperrado con el pedófilo y has descubierto una nueva variedad: el pedófilo tímido. Pero como todo es posible, también por eso te he mandado llevar la ropa a la Científica.

—Perdonadme, pero ¿y si la persona que se llevó a Laura fuera una mujer? —preguntó Mimì.

Montalbano y Fazio lo miraron perplejos.

—Explícate mejor —dijo el comisario.

—Suponed que quien ve a la niña llorando es una mujer. Una mujer casada que no puede tener hijos. Ve a una niña extraviada que llora. Su primer instinto es acogerla, llevarla consigo. La mete en su coche y la mira, debatiéndose entre la idea de secuestrarla y la de devolverla a sus padres. Su maternidad frustrada...

—Pero ¿por qué no te vas a tomar por el culo? —saltó Montalbano, asqueado—. ¡Tú nos estás contando una película lacrimógena que ni siquiera Belli el pescadero se atrevería a producir! ¿Sabes que desde que te casaste te has echado a perder? ¡Me preocupas muy en serio, Mimì!

—¿En qué sentido me he echado a perder?

—En el sentido de que has mejorado.

—¿Ves como dices bobadas?

—No. En otros tiempos palabras como «maternidad frustrada» ni siquiera se te habrían pasado por la cabeza. En otros tiempos, si una mujer te hubiera confesado que no conseguía tener hijos, tú le habrías dicho: «¿Quiere probar conmigo?» Ahora, en cambio, tienes en cuenta la situación, te compadeces de ella... has sentado la cabeza, te has vuelto mejor. A los ojos de todo el mundo. Pero no a los míos. Corres el riesgo de caer en la trivialidad y por eso digo que te has echado a perder.

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