El primer hombre de Roma (129 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Y descendió de la tribuna en medio de una tempestad de vítores, con los brazos alzados y aquella deforme sonrisa a modo de adiós; el lado sano y el lado tullido.

Catulo César estaba paralizado de asombro.

—Pero ¿habéis oído? —musitó a Escauro—. ¡Acaba de regalar en su nombre diecinueve días de trigo! ¡Al Tesoro le costará miles de talentos! ¿Cómo se atreve?

—¿Vais a subir a la tribuna a desmentirle, Quinto Lutacio? —inquirió sonriente Sila—. ¿Teniendo a todos vuestros leales boni jóvenes en libertad?

—¡¡Maldito sea!! —exclamó Catulo César casi al borde de las lágrimas.

Escauro soltó una carcajada.

—¡Nos la ha vuelto a jugar, Quinto Lutacio! —pudo decir a duras penas, sacudido por la hilaridad—. ¡Ah, qué terremoto es ese hombre! ¡Bien que nos la ha jugado dejándonos la factura! ¡Le detesto, pero, por todos los dioses, que me encanta!

Y volvió a desternillarse de risa.

—¡Hay veces, Marco Emilio Escauro, en que realmente no os entiendo! —comentó Catulo César, alejándose con su mejor paso de camello.

—En cambio yo, Marco Emilio Escauro, os entiendo perfectamente —dijo Sila, y soltó una carcajada más fuerte que la del portavoz de la cámara.

 

Cuando Glaucia se arrojó sobre su espada y Mario amplió la amnistía a Cayo Claudio y sus compañeros, Roma respiró con alivio, y todos pensaron que habían acabado los disturbios del Foro, pero no fue así. Los jóvenes hermanos Lúculo procesaron a Cayo Servilio el Augur por traición y volvió a estallar la violencia. Los senadores estaban con el ánimo exaltado porque el caso afectaba a los boni; Catulo César, Escauro y los suyos se pusieron totalmente de parte de los Lúculo, mientras que el pontífice máximo Ahenobarbo y Craso Orator se hallaban obligados por vínculos de clientela y amistad con Servilio el Augur.

Aquella multitud sin precedentes que había invadido el Foro Romano durante los disturbios provocados por Saturnino, había desaparecido, pero los que ahora se congregaban masivamente eran los habituales que acudían a presenciar el juicio, atraídos por el carisma de los Lúculos, que eran conscientes de ello y estaban dispuestos a aprovecharlo al máximo. Varro Lúculo, el más joven de los hermanos, se había revestido de su toga viril pocos días antes de comenzar el juicio, pero ni él ni su hermano de dieciocho años se afeitaban aún. Sus agentes, mañosamente mezclados entre la multitud, difundieron el rumor de que aquellos dos pobres muchachos acababan de recibir la noticia de que su padre había muerto en el exilio y de que a la noble y antigua familia de Licinio Lúculo no le quedaba más que aquellos dos pobres muchachos para defender su honor, su dignitas.

El jurado, formado por caballeros, había decidido de antemano ponerse de parte de Servilio el Augur, que era un caballero que había accedido al Senado de la mano de su patrón, el pontífice máximo Ahenobarbo. Ya al elegirse aquel jurado se habían producido violencias, porque los ex gladiadores pagados por Servilio el Augur habían tratado de interrumpir el juicio; pero los jóvenes nobles, encabezados por Cepio hijo y Metelo Pío, los habían expulsado, matando a uno de ellos. El jurado tomó buena nota y se resignó a escuchar a los hermanos Lúculo con mayor interés del previsto.

—Declararán culpable al Augur —dijo Mario a Sila, mientras asistían de cerca al juicio sin perderse un solo detalle.

—Efectivamente —contestó Sila, que estaba fascinado por el mayor de los Lúculo—. ¡Magnífico! —exclamó cuando el joven concluyó su requisitoria—. ¡Me gusta ese muchacho, Cayo Mario!

—Es altanero y frío como su padre —replicó Mario, impasible.

—Bien se ve que estás de parte del Augur —añadió Sila, muy serio.

Mario encajó sonriente la puya.

—Me pondría de parte de un mono africano si les hiciera la vida imposible a los conservadores partidarios del ausente Meneitos, Lucio Cornelio.

—Servilio el Augur sí que es un mono africano —replicó Sila.

—No te digo que no. Va a salir perdiendo.

Fue una predicción que se cumplió cuando el jurado (al ver a la pandilla de jóvenes nobles de Cepio hijo) dictó el veredicto unánime de DAMNO, aun después de haberse enternecido con las apasionadas defensas de Craso Orator y Mucio Escévola.

No constituyó sorpresa que el juicio concluyera con una reyerta, que Mario y Sila contemplaron desde una prudencial distancia, y con gran alborozo en el momento en que el pontífice máximo Ahenobarbo propinó un puñetazo en la boca al insufriblemente eufórico Catulo César.

—¡Por Pólux y Linceo! —exclamó Mario, encantado al ver que los dos se disponían a enfrentarse a puñetazos—. ¡Vamos, dale, Quinto Lutacio Pólux! —gritó.

—No es mala alusión clásica, dado que los Ahenobarbos perjuran que fue Pólux quien les concedió el rojo de sus negras barbas —dijo Sila cuando un directo de Catulo César tiñó de rojo el rostro de Ahenobarbo.

—Esperemos —añadió Mario, girando sobre sus talones en cuanto la pelea concluyó, con la derrota de Ahenobarbo— que esto ponga fin a los acontecimientos del Foro este año aciago.

—Oh, no lo sé, Cayo Mario. Aún tenemos que aguantar las elecciones consulares.

—Afortunadamente no se celebran en el Foro.

 

Dos días después, Marco Antonio celebraba su triunfo, y dos días más tarde era elegido primer cónsul para el año en puertas; su colega consular fue nada menos que Aulo Postumio Albino, aquel cuya invasión de Numidia diez años atrás había precipitado la guerra contra Yugurta.

—¡Los electores son unos perfectos asnos! —dijo, algo exaltado, Mario a Sila—. ¡Han elegido de segundo cónsul a uno de los mejores ejemplos que conozco de ambición unida a nulo talento! ¡Bah, tienen una memoria tan efímera como su mierda!

—Es que dicen que el estreñimiento causa torpeza mental —comentó Sila, sonriendo pese a que un nuevo temor le asaltaba. Esperaba presentarse a pretor en las elecciones del año siguiente, pero aquel día había captado una mala disposición en la Asamblea centuriada por los candidatos partidarios de Mario. Sin embargo, ¿cómo distanciarse de aquel hombre que tanto le había ayudado?, se preguntaba acongojado.

—Afortunadamente, pienso que va a ser un año de poca imaginación y Aulo Albino no tendrá ocasión de estropear las cosas —prosiguió Mario, ignorante de las reflexiones de Sila—. Por primera vez en mucho tiempo, Roma no tiene enemigos importantes. Podemos descansar y Roma podrá respirar.

Sila hizo un esfuerzo y apartó de su mente la idea de aquel pretorado que sabía iba a costarle.

—¿Y la profecía? —inquirió de improviso—. Marta dijo claramente que serías cónsul de Roma siete veces.

—Seré cónsul siete veces, Lucio Cornelio.

—Lo dices convencido.

—Sí.

—Yo me contentaría con ser pretor —añadió Sila con un suspiro.

La hemiparesia facial hizo que el afectado profiriese un increíble bufido desdeñoso.

—¡Tonterías! —añadió en tono enérgico—. Eres cónsul en esencia, Lucio Cornelio. De hecho, llegarás a ser el primer hombre de Roma.

—Gracias por tu fe en mí, Cayo Mario —respondió Sila con una sonrisa casi tan retorcida como la de Mario en aquellos días—. Pero, teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad, no tendré que competir contigo en las elecciones.

—¡Qué combate de titanes! —replicó Mario riendo—. Pero no hay peligro —añadió con absoluta convicción.

—Ahora, dejando la silla curul y no proyectando entrar en el Senado, ya no serás el primer hombre de Roma, Cayo Mario.

—Cierto, cierto, pero mira, Lucio Cornelio, he tenido una buena carrera. Y en cuanto se me pase esta horrenda enfermedad, volveré.

—Y, entretanto, ¿quién será el primer hombre de Roma? —inquirió Sila—. ¿Escauro? ¿Catulo?

—¡¡Nemo!! —tronó Cayo Mario, acompañándolo de una carcajada—. ¡Nadie! ¡Ahí está la gracia, porque ninguno de ellos me llega a la altura del zapato!

Sila le secundó echándose a reír, le pasó el brazo por los togados hombros y le dio un afectuoso apretón, mientras se alejaban de la saepta camino de casa. Ante ellos se alzaba el monte Capitolino; un amplio haz de sol invernal iluminaba la cuadriga argéntea de la Victoria en el frontón del templo de Júpiter Optimus Maximus, bañando la ciudad de Roma con un fulgor dorado.

—¡Hace daño a los ojos! —gimió Sila. Pero era incapaz de apartar la vista.

NOTA DE LA AUTORA

Este libro es fundamentalmente obra de una sola mano. Yo misma he realizado la investigación, dibujado los mapas y redactado el glosario. Por consiguiente, cualquier error o falta debe serme imputado estrictamente a mí. Sin embargo, hay dos personas a las que quiero citar en prueba de mi profundo agradecimiento. La primera es el doctor Alanna Nobbs, de la Universidad de Macquarie, en Sydney, Australia, que se ha prestado a ser mi editor clásico; la segunda es la señorita Sheelah Hidden, quien viajó por todo el mundo en busca de materiales y obras originales, hablando con numerosas autoridades en la materia, localizando bustos, etc. El resto ha de quedar en el anonimato por falta de espacio, aunque no por ello sea menor mi estimación. Para ellos también mi más cálido y sincero agradecimiento. Gracias también a mi esposo, a mi agente literario, Fred Mason, a mi editor, Carolyn Reidy, a Joe Nobbs y a su equipo.

Mejor que añadir una larga disertación erudita en defensa de mis hipótesis, he optado por incorporar un somero corpus de la misma al glosario. Los que cuenten con una formación sólida que les incline a ser escépticos en cuanto al tratamiento que he dado a la relación entre Mario y Sila en los primeros años de la misma, a la identidad de la primera mujer de Sila y en lo relativo al número de hijas de Cayo Julio César, les sugiero que consulten el término Julilla del glosario, en el que podrán hallar mis hipótesis al respecto. Para verificar los datos a propósito de las profecías de Marta la siria sobre Mario, consúltese igualmente el glosario. Y si se pone en duda que los antiguos supiesen lo que eran vinos de calidad, léase el término vino. La polémica sobre la localización del Forum Piscinum y el Forum Frumentarium figura también en dichos artículos. El glosario es lo más amplio y detallado que el espacio permite.

No se cita bibliografía porque no es habitual en el caso de una novela y, además, ocuparía numerosas páginas. Los ciento ocho volúmenes de la Loeb Classical Library que poseo serían un modesto punto de partida. Sólo añadiré que, siempre que ha sido posible, he recurrido a las fuentes antiguas y he consultado la obra de muchos historiadores modernos famosos, entre ellos Pauly Wissowa, Broughton, Syme, Mommsen, Münzer, Scullard... Aun sin bibliografía, mi erudición resultará evidente a quienes tengan capacidad para juzgar.

Pido disculpas a los lectores que sepan latín por algunas palabras latinas usadas en caso nominativo cuando debería emplearse el vocativo, el dativo u otros casos; de este modo se ha pretendido facilitar la lectura a la mayoría del público lector.

Unas palabras a propósito de los dibujos. Estoy tan harta de que la gente piense que Cleopatra se parecía a Elizabeth Taylor, Marco Antonio a Richard Burton, etc., que he optado por presentar a los lectores rostros romanos genuinos de tiempos de la república. Siempre que ha sido posible, se trata de parecidos autentificados, y cuando no he podido autentijicarlos he elegido una cabeza romana de la época adecuada a la edad y el carácter del personaje. Sólo dos son auténticos: el de Cayo Mario y el de Lucio Cornelio Sila. De los otros siete, el de Catulo César se basa en un busto atípico de César el dictador, y el de Cayo Julio César en un busto también atipico de Marco Emilio Lépido. El de Aurelia se inspira en una estatua de tamaño natural de una anciana, de inequívoca datación en la época republicana; aunque es una estatua castigada por el tiempo, la estructura ósea de la dama es muy parecida a la del dictador César. Los de Metelo el Numídico, Marco Emilio Escauro, Publio Rutilio Rufo y el joven Quinto Sertorio se inspiran en bustos anónimos de la época republicana. El que sólo se haya incluido una mujer se debe a la escasez de retratos femeninos durante esa misma época. Los pocos que existen he tenido que reservarlos para ilustrar mujeres en las que puede detectarse cierto parecido con retratos autentificados de varones. ¡En todo caso, habrá más novelas!

Espero que la próxima de la serie sea La corona de hierba.

GLOSARIO

 

abogado. Término empleado por los eruditos modernos para referirse al que intervenía ante los tribunales romanos.

 

Absolvo. Término latino que utilizaba el jurado para declarar inocente al acusado.

 

académico. Adscrito a la filosofía platónica.

 

adamas. Diamante. Los antiguos sabían que era la sustancia más dura y la utilizaban como herramienta para cortar, si disponían de ella. Los diamantes de la época procedían de Escitia y de la India.

 

Adriático, mar. El que separaba la península italiana de Ilírico, Macedonia y el Epiro, contiguo al mar Jónico.

 

aed es. Casa de los dioses que no se consideraba templo porque no la utilizaban los augures. El templo de Vesta, por ejemplo, era en realidad aedes sacra y no un auténtico templo.

 

aduatucos. Conjunto de tribus que habitaban la zona de la Galia Cabelluda en torno a la confluencia del Sabis con el Mosa; parece ser que eran más germanos que celtas, pues se reclamaban de parentesco con los germanos denominados teutones.

 

aedile. Uno de los cuatro magistrados romanos cuyo cargo se limitaba a la ciudad de Roma. Dos eran ediles plebeyos y dos ediles curules. Los ediles plebeyos se instituyeron en 493 a. JC. para ayudar en sus tareas a los tribunos de la plebe, pero más en concreto para proteger los derechos de la plebe respecto a su sede, el templo de Ceres. Pronto heredaron la responsabilidad de conservar todos los edificios de la urbe, la custodia del archivo de los plebiscitos aprobados en la Asamblea plebeya y todos los decretos senatoriales relativos a la aprobación de plebiscitos. Los ediles plebeyos los elegía la Asamblea de la plebe. Se crearon dos ediles curules en 367 a. JC. para que los patricios compartieran la custodia de los edificios públicos y los archivos, pero no tardaron mucho los cuatro ediles en ser indistintamente plebeyos o patricios. Los ediles curules los elegía la Asamblea del pueblo. A partir del siglo II a. JC., los cuatro tenían a su cargo el cuidado de las calles de Roma, el abastecimiento de agua, los desagües, el tráfico, los edificios y dependencias públicos, los mercados, los pesos y medidas, los juegos y el abastecimiento público de grano. Tenían poder para multar a los ciudadanos por infraCCión de cualquier reglamento relacionado con todo lo anterior, y guardaban en sus arcas esos fondos para contribuir a los juegos. La edilidad -plebeYa o curul- no formaba parte del cursus honorUm, pero debido a los juegos constituía un medio útil para que un pretor adquiriese popularidad.

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