—¡Que se presente! —gritó Metelo Caprario.
—Que se presente —dijo Mario a Saturnino.
Cuando se computaron los resultados, Lucio Apuleyo Saturnino salió en primer lugar por tercera vez para el cargo de tribuno de la plebe; Catón Saloniano, Quinto Rufo, Publio Furio y Sixto Titio también salieron elegidos. Y en segundo lugar, con sólo tres o cuatro votos de diferencia respecto a Saturnino, resultó elegido el ex esclavo Lucio Equitio.
—¡Qué colegio más servil vamos a tener este año! —dijo Catulo César, despreciativo—. ¡No sólo Catón Saloniano, sino incluso un liberto!
—La república ha muerto —añadió el pontífice máximo Ahenobarbo con mirada de odio hacia Metelo Caprario.
—¿Y yo qué podía hacer? —gimió Metelo.
Se aproximaban otros senadores, y la guardia armada de Sila, ya sin sus arreos militares, salió de la Curia en aquel momento. La escalinata del Senado parecía el lugar más seguro, aunque era evidente que la multitud, viendo que habían sido elegidos sus ídolos, comenzaba a marcharse a sus casas.
Cepio hijo escupió en dirección a la muchedumbre.
—¡Adiós por hoy a la escoria! —dijo torciendo el gesto—. ¡Míralos! ¡Ladrones, asesinos, violadores de sus propias hijas!
—No son escoria, Quinto Servilio —dijo Mario con firmeza—. Son romanos y son pobres, pero no ladrones ni asesinos. Y ahora no comen más que mijo y nabos. Ruega porque nuestro amigo Lucio Equitio no los soliviante, porque en estas malditas elecciones se han comportado estupendamente, pero su actitud puede cambiar conforme vayan escaseando en los mercados el mijo y los nabos.
—¡Oh, no hay por qué preocuparse de eso! —dijo Cayo Memio con regocijo, complacido de que hubiesen sido elegidos los tribunos de la plebe y de que su candidatura conjunta al consulado con Marco Antonio Orator fuese más prometedora que nunca—. Dentro de unos días mejorarán las cosas. Marco Antonio me ha dicho que nuestros agentes en la provincia de Asia han logrado comprar gran cantidad de trigo en un lugar del norte del Euxino, y en cualquier momento va a llegar a Puteoli la primera flota de grano.
Todos se le quedaron mirando boquiabiertos.
—Bueno —dijo Mario, olvidándose de que ya no podía sonreír irónicamente, y haciendo una mueca horrorosa—, todos sabemos que tenéis grandes dotes para predecir el futuro del abastecimiento de cereales, pero ¿cómo habéis sabido esta noticia, cuando yo, primer cónsul, y Marco Emilio, príncipe del Senado, aquí presente, que es además curator annonae, no hemos tenido acceso a ella?
Con unos veinte pares de ojos clavados en él, Memio tragó saliva.
—No es ningún secreto, Cayo Mario. El asunto surgió en una conversación en Atenas cuando Marco Antonio regresó de su último viaje a Pérgamo, donde vio a algunos agentes que se lo dijeron.
—¿Y por qué no le pareció oportuno a Marco Antonio informarme a mí, que soy el encargado del abastecimiento de cereales? —inquirió Escauro, glacial.
—Supongo que, al igual que yo, supuso que ya lo sabíais. Los agentes han informado por escrito, ¿cómo no ibais a saberlo?
—No han llegado las cartas —dijo Mario, que hizo un guiño a Escauro—. ¿Puedo daros las gracias, Cayo Memio, por traer tan espléndidas noticias?
—Ya lo creo —comentó Escauro, cediendo en su malhumor.
—Esperemos que las tempestades no envíen el trigo al fondo del Mediterráneo —dijo Mario, decidido a irse a casa ahora que la muchedumbre se había dispersado bastante, y predispuesto a hablar con la gente—. Senadores, volveremos a reunirnos mañana para las elecciones de cuestores. Y al día siguiente iremos al Campo de Marte para asistir a la declaración de candidaturas a cónsules y pretores. Buenos días.
—Sois un necio, Cayo Memio —dijo Catulo César, abrumado en su silla.
Cayo Memio decidió no entablar discusión con uno de los aristócratas más relevantes y partió siguiendo los pasos de Mario, dispuesto a visitar a Marco Antonio en la villa que había alquilado en el Campo de Marte para ponerle al corriente de los acontecimientos de la jornada. Mientras caminaba a buen paso, se le ocurrió algo para que él y Marco Antonio adquiriesen más mérito ante los electores: se aseguraría de que sus agentes se mezclasen con las centurias al reunirse para testificar la presentación de los candidatos curules dos días después, difundiendo la noticia de las flotas de trigo como si fuese obra de él y de Marco Antonio. La primera y segunda clases lamentarían el gasto por parte del Estado en grano barato, pero Memio pensó que, después de ver aquella gigantesca muchedumbre en el Foro, estarían muy agradecidos pensando en que los pobres iban a llenar el estómago con pan hecho con trigo a módico precio.
Al amanecer del día de presentación de los candidatos en la septae, se encaminó desde el Palatino al Campo de Marte, acompañado por un eufórico grupo de clientes y amigos, convencidos todos de que ganarían él y Antonio. Eufóricos y riendo, caminaban a buen paso por el Foro Romano bajo el fresco viento de aquella espléndida mañana de fines de otoño, tiritando un poco al pasar por la profunda sombra de la puerta Fontinalis, pero convencidos de que en la explanada soleada a los pies del Arx lograrían la victoria y Cayo Memio sería cónsul.
Otros se dirigían también hacia la saepta, en pareja, en trío, en grupo, pero pocos solos; a los que pertenecían a alguna de las clases con categoría para votar en las elecciones curules les gustaba ir acompañados en público porque eso acrecentaba su dignitas.
En el punto en que la calle que bajaba del Quirinal confluía con la Via Lata, Cayo Memio y sus acompañantes se encontraron con unos cincuenta hombres que iban nada menos que con Cayo Servilio Glaucia.
Memio se quedó parado en seco, atónito.
—Pero ¿adónde os dirigís vestido así? —inquirió, al ver la toga candida de Glaucia, particularmente blanca por los días oreándose al sol y por las profusas aplicaciones de polvo de cal. La toga candída únicamente la vestían los aspirantes a un cargo público.
—Soy candidato al consulado —contestó Glaucia.
—Sabéis que no —replicó Memio.
—¡Ya lo creo que sí!
—Cayo Mario dijo que no podíais presentaros.
—Cayo Mario dijo que no podía presentarme... —replicó Glaucia con voz ñoña, imitando a Memio, dándole bruscamente la espalda y poniéndose a hablar con sus acompañantes con voz aguda exageradamente homosexual—. ¡Cayo Mario dijo que no podía presentarme! ¡Pues yo digo que es demasiado que los hombres de verdad no podamos presentarnos y las mariquitas sí!
La gente se paraba al ver el enfrentamiento, cosa nada extraordinaria dadas las circunstancias, ya que parte de la diversión popular del proceso electoral eran los choques entre candidatos, y que ésta concreta se produjera en el campo abierto de la saepta era muy distinto y por ello la gente continuaba arremolinándose conforme entraba en la ciudad por la Via Lata.
Penosamente consciente de aquel público, Cayo Memio no lo pudo sufrir. Toda su vida había tenido que aguantar la maldición de ser demasiado bien parecido, con las consiguientes secuelas de que era un guapito, no se podía confiar en él, le gustaban los chicos, era un flojo, etcétera. Y ahora Glaucia se burlaba de él delante de todos aquellos electores. ¡Precisamente con aquella etiqueta de homosexual!
—Era natural que Cayo Memio se ofuscase y, antes de que nadie se percatara, dio un paso hacia Glaucia, le agarró por el hombro y desgarró su prístina toga. Luego, cuando Glaucia giró sobre sus talones para ver quién le agarraba, le propinó un derechazo en el oído izquierdo. Los dos cayeron al suelo, Memio encima de él, ya los dos con las prístinas togas sucias y arrugadas. Pero los hombres de Glaucia llevaban ocultos palos y porras y se enzarzaron con los perplejos acompañantes de Memio, apaleándolos con furiosa fruición. El séquito de Memio se desintegró en un abrir y cerrar de ojos, echando a correr en todas direcciones y pidiendo auxilio.
Los presentes, en la clásica reacción de los curiosos no implicados, no hicieron nada por intervenir y se limitaron a contemplar la escena con ávido interés; en honor a la verdad, ninguno de los que allí estaban pensó ni por asomo que se tratase de algo más que de una simple reyerta entre dos candidatos. Las armas fueron una sorpresa, pero no era la primera vez que los partidarios de un candidato iban armados.
Dos robustos individuos levantaron a Memio y le redujeron, mientras él se debatía furiosamente, y Glaucia se ponía en pie, apartando de una patada su toga destrozada y sin decir palabra. Se limitó a arrebatar un palo a uno que estaba a su lado y se quedó mirando un buen rato a Memio. Luego alzó el palo con ambas manos como si fuese una maza y lo descargó sobre la hermosa cabeza de Memio. Nadie hizo gesto de interponerse cuando Glaucia se inclinó sobre el caído Memio para seguir golpeando implacablemente aquel cráneo hasta destrozarlo y dejarlo reducido a una masa informe de pulpa.
Entonces sí: al rostro de Glaucia afloró una expresión de incredulidad y resentida frustración. Arrojó el palo ensangrentado y se quedó mirando a su amigo Cayo Claudio, que le contemplaba demudado.
—¿Me albergas en tu casa hasta que pueda huir? —inquirió.
Claudio asintió con la cabeza sin decir nada.
El corrillo comenzó a hablar en murmullos mientras se apartaba y algunos llegaban corriendo desde la saepta; Glaucia giró sobre sus talones y huyó hacia el Quirinal, seguido por sus acompañantes.
La noticia le llegó a Saturnino mientras paseaba de arriba abajo por la saepta tratando de ganarse a la gente para la candidatura ilegal de Glaucia. Las miradas, no menos furiosas por contenidas, de los que se enteraban del asesinato de Memio le dieron a entender cómo estaban los ánimos, dado que él era el mejor amigo de Glaucia. Entre los jóvenes senadores e hijos de senadores comenzaba a crecer un murmullo de indignación y algunos hijos de otros caballeros importantes fueron formando corro en torno a sus iguales del Senado. En medio de ellos estaba aquel hombre enigmático: Sila.
—Más vale que salgamos de aquí —dijo Cayo Saufeio, que al día siguiente sería elegido cuestor urbano.
—Tienes razón, más vale —asintió Saturnino, cada vez más inquieto ante la cólera que se mascaba en el ambiente.
Acompañado de sus compinches picentinos, Tito Labieno y Cayo Saufeio, Saturnino abandonó la saepta apresuradamente. Sabía a dónde habría ido Glaucia a esconderse —en casa de Cayo Claudio en el Quirinal—, pero al llegar allí se encontró con la casa cerrada a cal y canto, y sólo después de mucho chillar les franqueó el paso Cayo Claudio.
—¿Dónde está? —inquirió Saturnino.
—En mi despacho —respondió Cayo Claudio, con evidentes muestras de haber llorado.
—Tito Labieno —añadió Saturnino—, haz el favor de ir a buscar a Lucio Equitio. Nos es imprescindible, dado que la multitud le adora.
—¿Qué pretendes? —inquirió Labieno.
—Te lo diré cuando lo traigas.
Glaucia estaba sentado, muy pálido, en el despacho de Cayo Claudio; al entrar Saturnino, alzó la vista pero no dijo nada.
—Cayo Servilio, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué?
—No me lo proponía —contestó Glaucia encogiéndose de hombros—. Es que... es que... perdí los estribos.
—Y tu oportunidad para acceder al cargo —añadió Saturnino.
—Perdí los estribos —repitió Glaucia.
La noche anterior había estado en aquella misma casa, porque había dado una fiesta en su honor Cayo Claudio, que era un ser poco maduro que admiraba la audacia de Glaucia en desafiar la letra de la lex Villia, y que pensaba que el mejor modo de demostrarle su admiración era gastar algo de su gran cantidad de dinero para darle una salida memorable en la campaña de solicitud de votos. Los cincuenta hombres que posteriormente le acompañaron camino de la saepta eran todos invitados de la fiesta, a la que no había tenido acceso ninguna mujer, con el resultado de que el sarao había desembocado en una monumental borrachera. Al amanecer ninguno podía tenerse en pie, pero no tenían más remedio que acompañar a Glaucia a la saepta para respaldarle, y les pareció una buena idea proveerse de palos y porras. Glaucia, cuyo estado no era mejor, se administró un vomitivo, se dio un baño, revistió su inmaculada toga y se puso en camino, martirizado por el implacable martilleo de una fuerte cefalea.
Pero encontrarse con el impoluto y sonriente Memio, con su hermosa cabeza erguida ya como un triunfador, fue algo que hizo saltar sus nervios y respondió a su interpelación con aquel cruel sarcasmo, y cuando Memio le desgarró la toga, Glaucia perdió el control. Ahora ya estaba hecho y no tenía remedio. La cabeza destrozada de Cayo Memio lo echaba todo por tierra.
La presencia muda de Saturnino en el despacho era una angustia distinta, y Glaucia comenzó a comprender la monstruosidad de su crimen, de sus consecuencias y repercusiones. No sólo había destruido su propia carrera, sino probablemente la de su mejor amigo. Y eso le resultaba insoportable.
—¡Di algo, Lucio Apuleyo! —exclamó.
Con un parpadeo, Saturnino salió de su ensimismamiento.
—Creo que sólo nos queda una alternativa —dijo, tranquilo—. Tenemos que ganarnos a la multitud y utilizarla para que el Senado nos conceda lo que queremos: garantía del cargo, el atenuante de circunstancias agotadoras en tu caso, y la seguridad de que no nos procesarán. He enviado a Tito Labieno a por Lucio Equitio, porque con él nos será más fácil hacernos con la multitud. —Lanzó un suspiro, restregándose las manos—. En cuanto regrese Labieno salimos para el Foro. No hay tiempo que perder.
—¿Tengo que ir yo? —inquirió Glaucia.
—No, tu quédate aquí con tus hombres y que Cayo Claudio arme a sus esclavos. Y no dejes entrar a nadie si no oyes mi voz, la de Labieno o la de Saufeio —dijo, poníéndose en pie—. Al anochecer tengo que tener a Roma en mis manos. Si no, yo también estoy perdido.
—¡Abandóname, Lucio Apuleyo! —dijo de pronto Glaucia—. ¡No hay necesidad de que hagas esto! Alza los brazos horrorizado por lo que he hecho y ponte a la cabeza de los que pidan mi condena. Es la única solución. Roma no está madura para un nuevo tipo de gobierno. Las gentes tienen hambre, sí, y están hartas de gobiernos chapuceros, pero no están dispuestas a cortar cabezas y cuellos. Te aclamarán hasta enronquecer, pero no matarán por ti.
—Te equivocas —replicó Saturnino, sintiéndose flotar con una ligereza particular, invulnerable—. Cayo Servilio, ¡toda esa gente que llena el Foro es más numerosa y tiene más poder que cualquier ejército! ¿No has visto a los padres de la patria acobardados? ¿No has visto a Metelo Caprario ceder ante Lucio Equitio? ¡Y sin derramamiento de sangre! Se ha derramado más sangre en el Foro por las peleas de un centenar, mientras que ésta era una multitud de cientos de miles. Nadie va a hacerle frente y no será necesario armarla ni incitarla a que machaque cabezas y degüelle. ¡Su poder reside en la masa que forma! ¡Y yo domino a la masa, Cayo Servilio! ¡Me basta con mi oratoria, demostrarles mi entrega a su causa, y que Lucio Equitio les dirija un par de ademanes! ¿Quién va a oponer resistencia al que dirija esa muchedumbre como una gigantesca máquina de asedio? ¿Los espantapájaros del Senado?