Sila reunió a sus jóvenes nobles y los envió en distintas direcciones; Cepio hijo y Metelo el joven fueron los que se mostraron más decididos. La estupefacción daba paso a una profunda indignación: que un senador de Roma intentase hacerse con el poder por medio del populacho para proclamarse rey, era un sacrilegio. Se prescindió de las diferencias políticas y de las facciones, y los ultraconservadores formaron hombro con hombro con los más progresistas partidarios de Mario, todos con un grave gesto de determinación contra el lobo del Foro.
Mientras organizaba su modesto ejército y los que esperaban la llegada de armas de sus casas andaban arriba y abajo mascullando imprecaciones, Sila se acordó de ella; no de Dalmática, sino de Aurelia. Envió a su casa una patrulla de cuatro lictores con la orden de cerrar la casa a cal y canto, y un recado a Lucio Decumio para que los rateros de su taberna se mantuvieran al margen del Foro durante unos días. De todos modos, conociendo sus actividades, era de suponer que no fuesen a acercarse a él, porque mientras el populacho de Roma se dedicara a recorrerlo metiendo bulla y pegando a los que pasaban, a ellos les quedaba el territorio de sus fechorías estupendamente libre, ocasión que sin duda aprovecharía Lucio Decumio. No obstante, no estaba de más la advertencia; y la seguridad de Aurelia le preocupaba.
Dos horas más tarde todo estaba listo. Delante del templo de Belona había una explanada denominada el Territorio Enemigo, y hacia la mitad de la escalinata, un pilar cuadrado de piedra de unos cuatro pies de altura; cuando se declaraba una guerra justa contra un enemigo extranjero —que eran las únicas que había—, se convocaba a un sacerdote de circunstancias para que lanzase un venablo desde la escalinata del templo, justo por encima del antiguo pilar, hacia el Territorio Enemigo. No se sabía el origen del ritual, pero formaba parte de la tradición y se seguía observando. Pero aquel día no había enemigo extranjero al que declarar la guerra y ningún sacerdote arrojó venablo alguno. Al contrario, el Territorio Enemigo se hallaba lleno de romanos de la primera y la segunda clase.
Los congregados, en número aproximado al millar, estaban ya pertrechados para la guerra, con pechos y espaldas protegidos por corazas, algunos con canilleras, la mayoría con camisas de cuero y pteryges a guisa de faldilla y mangas y todos con casco. No portaban venablos; su único armamento era la eficaz espada romana corta y el puñal, más el anticuado escudo ovalado de cinco pies de altura, anterior a la reforma de Mario.
Cayo Mario se situó en el pedimento del templo y arengó a su modesto ejército.
—No olvidéis que somos romanos y que vamos a entrar en la ciudad de Roma —dijo en tono grave—. Vamos a cruzar el pomerium sin ordenar que entren las tropas de Marco Antonio. Nosotros podemos hacer frente a la situación y no hay necesidad de recurrir a un ejército profesional. Prohíbo rotundamente todo tipo de violencia que no sea la estrictamente necesaria, y os advierto solemnemente, en particular a los jóvenes, que no ha de alzarse una sola espada contra quien no esgrima la espada. Llevad bajo el escudo palos y estacas y sacudid de plano con la hoja de la espada. Siempre que podáis, arrebatad las armas de madera a los revoltosos, envainad la espada y atacad con la madera. ¡No quiero montones de cadáveres en el corazón de Roma! Traería mala suerte a la república y sería su fin. Lo que tenemos que hacer hoy es evitar la violencia, no causarla.
"Sois mi ejército —prosiguió imperturbable—, pero pocos de vosotroS habéis servido a mis órdenes hasta hoy. Así que tomad buena nota de mí única advertencia: quienes desobedezcan mis órdenes o las de mis legados morirán. No es momento de andarse con distingos ni facciones. Hoy no hay clases de romanos; sólo romanos. Sé que hay entre vosotros muchos que detestan a los proletarios y a los de las clases humildes, pero yo os digo, ¡oídlo bien!, que un proletario es un romano, y que su vida es tan sagrada y bajo el amparo de la ley como la mía y la vuestra. ¡¡No habrá ningún baño de sangre!! Si reparo en un solo conato de matanza, me acercaré en persona a donde lo vea y alzaré mí espada contra quien sea, y, con arreglo a las cláusulas del decreto del Senado, sus herederos no podrán exigirme responsabilidad alguna si lo mato. Recibiréis órdenes solamente de dos personas: de mi y de Lucio Cornelio Sila. No de ningún otro magistrado curul al que el decreto confiera potestad. No atacaremos mientras no lo ordenemos yo o Lucio Cornelio. Y lo haremos lo más suavemente posible. ¿Entendido?
Catulo César aprovechó la circunstancia para decir, muy obsequioso, en tono sardónico y tirándose del mechón de la frente:
—Os hemos oído y obedeceremos, Cayo Mario. Yo he servido a vuestras órdenes y sé que habláis en serio.
—¡Estupendo! —dijo Mario, animoso, haciendo caso omiso del sarcasmo—. Lucio Valerio, tomad veinte hombres para ir al Quirinal. Si Cayo Servilio Glaucia está en casa de Cayo Claudio, arrestadle. Si se niega a salir, os quedaréis de guardia ante la casa sin tratar de asaltarla. Y mantenedme informado.
Era primera hora de la tarde cuando Cayo Mario salió con su modesto ejército del Territorio Enemigo y entró en Roma por la puerta Carmentalis. Procedentes del Velabrum, aparecieron por la avenida que discurría entre el templo de Cástor y la basílica Sempronia y sorprendieron a la multitud congregada en el bajo Foro. Los partidarios de Saturnino, armados con cuanto había caído en sus manos —porras, palos, trancas, cuchillos, hachas, picos y horcas—, habían aumentado hasta unos cuatro mil, pero comparados con el eficaz millar, situado en cerrada formación ante la basílica Sempronia, eran una pandilla insignificante. Bastó con que vieran las corazas, cascos y espadas de los recién llegados para que casi la mitad de ellos echasen a correr por el Argiletum y el lado este del Foro, para dispersarse por el Esquilino y refugiarse en terreno conocido.
—¡Lucio Apuleyo, abandonad vuestros propósitos! —vociferó Mario a la cabeza de su tropa, con Sila a su lado.
Desde lo alto de la tribuna de los Espolones, acompañado de Saufeio, Labieno, Equitio y unos diez más, Saturnino miró el maxilar descolgado de Mario y lanzó una risotada con la que pretendía manifestar su confianza, pero que sonó falsa.
—¿Qué ordenas, Cayo Mario? —inquirió Sila.
—Atacamos a la carga —contestó Mario—. De improviso y con fuerza. Nada de espadas; cubriéndonos con los escudos. ¡No me imaginaba que fuesen una multitud tan dispar, Lucio Cornelio! Los dispersaremos fácilmente.
Sila y Mario recorrieron las filas de sus tropas, preparándolas para el ataque, con los escudos avanzados, formando un frente de doscientos hombres en fila de cinco en fondo.
—¡Cargad! —gritó Cayo Mario.
La maniobra surtió efecto inmediato: una muralla compacta de escudos cayó a la carrera sobre la multitud como una ola y las sencillas armas del populacho llovieron en todas direcciones sin necesidad de propinar golpe alguno. Acto seguido, antes de que los partidarios de Saturnino pudieran reagruparse, el muro de escudos los arrolló en sucesivas cargas.
Saturnino y sus compañeros bajaron de la tribuna para sumarse a la refriega, esgrimiendo espadas. Pero todo fue en vano. Aunque la cohorte de Mario había empezado sedienta de sangre, ahora disfrutaba con aquel ataque tipo ariete y había adoptado un ritmo que aplastaba sin piedad al populacho, arrastrándolo como un montón de piedras, reagrupándose acto seguido para cerrar filas una y otra vez, imparables. Algunos quedaron pisoteados, pero no fue un combate, sino una desbandada de la muchedumbre.
No tardó mucho la tropa de Saturnino en huir del campo de batalla: la ocupación del Foro Romano había concluido y casi sin derramamiento de sangre. Saturnino, Labieno, Saufeio, Equitio y unos treinta esclavos armados huyeron corriendo por el Clivus Capitolinus a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus, implorando al gran dios para que hiciera regresar a la gigantesca multitud al Foro.
—¡Ahora correrá la sangre! —gritó Saturnino desde el pedimento del templo en lo alto del Capitolio, de forma que Mario y sus hombres lo oyeran—. Antes de entregarme haré que matéis a muchos romanos, Cayo Mario! ¡El templo se mancillará con sangre romana!
—Puede que esté en lo cierto —dijo Escauro, con gesto de gran satisfacción, pese a la nueva preocupación.
—¡No! —exclamó Mario, riendo estentóreamente—. Está alardeando como un animal acorralado, Marco Emilio. La solución de este asedio es simple, créeme. Los haremos salir sin derramar una sola gota de sangre romana. Lucio Cornelio —añadió dirigiéndose a Sila—, búscame a los ingenieros de la compañía de abastecimiento de aguas y que corten inmediatamente el suministro al Capitolino.
—¡Qué sencillo! —exclamó maravillado el portavoz de la cámara, asintiendo con la cabeza—. A nadie se le habría ocurrido. ¿Cuánto tardarán en rendirse?
—No mucho. Tened en cuenta que han estado haciendo un ejercicio que da sed. Supongo que mañana. Voy a mandar hombres allá arriba para que rodeen el templo y que los agobien constantemente con la idea de que no tienen agua.
—Pero Saturnino es muy decidido —comentó Escauro.
Era un criterio que Mario no compartía, y lo manifestó.
—Marco Emilio, él es un político, no un militar. Tendrá que darse cuenta de que no dispone de la fuerza de las armas ni de una estrategia aplicable —replicó, volviendo el lado tullido del rostro hacia Escauro, con aquel ojo irónico caído y aquella siniestra sonrisa asimétrica—. ¡Si yo fuese Saturnino si que tendríais que estar preocupado, Marco Emilio! Me habría proclamado rey de Roma y estaríais todos muertos.
—Lo sé, Cayo Mario, lo sé —replicó el portavoz de la cámara, retrocediendo instintivamente un paso.
—En fin —añadió Mario, animado, ocultando el lado tullido de su rostro de la vista de Escauro—, afortunadamente no soy el rey Tarquinio, aunque la familia de mi madre sea de Tarquinia. Una noche en el recinto del gran dios hará que Saturnino vuelva a sus cabales.
Los del populacho que habían sido apresados al desperdigarse y huir fueron agrupados y encerrados en las celdas de la Lautumiae, fuertemente vigilados, mientras un expeditivo grupo de funcionarios del censor separaba los ciudadanos romanos de los no romanos para ejecutar a éstos inmediatamente y juzgar sumariamente al día siguiente a los otros y arrojarlos desde la roca Tarpeya del Capitolio.
Sila regresó en el momento en que Mario y Escauro comenzaban a alejarse del bajo Foro.
—Traigo recado del Quirinal, de Lucio Valerio —dijo, mostrando un aspecto sumamente distendido para los acontecimientos de la jornada—. Dice que, efectivamente, Glaucia está en casa de Cayo Claudio, que han atrancado las puertas y que se niega a salir.
—Bien, príncipe del Senado —dijo Mario mirando a Escauro—, ¿qué hacemos ante esta situación?
—¿Por qué no seguimos la misma pauta de esa pandilla y dejamos que transcurra la noche? Que Lucio Valerio siga vigilando la casa, y cuando Saturnino se rinda, que den la noticia a voces por encima de la tapia de Cayo Claudio, a ver qué pasa.
—Buena idea, Marco Emilio.
Escauro se echó a reír.
—Esta amable colaboración con vos, Cayo Mario, no va a acrecentar mi fama entre mis amigos los boni —dijo cogiendo a Mario del brazo—. No obstante, me alegro mucho de que hayáis estado hoy aquí. ¿Qué decís, Publio Rutilio?
—Que no podríais haber dicho mejor verdad.
Lucio Apuleyo Saturnino fue el primero en rendirse de los refugiados en el templo de Júpiter Optimus Maximus, y Cayo Saufeio el último. Los que eran romanos —unos quince— quedaron arrestados en la tribuna de los Espolones para que todos los que pasaran los vieran, que no fueron muchos, ya que la gente se quedó en sus casas. Y allí mismo, en su presencia, se juzgó por traición ante un tribunal especial a los que de entre el populacho eran ciudadanos romanos —casi todos, ya que no se trataba de una revuelta de esclavos— y fueron sentenciados a morir arrojados desde la roca Tarpeya.
La roca Tarpeya era un resalte basáltico que se proyectaba sobre un abismo de tan sólo ochenta pies de profundidad al sudoeste del Capitolio. Que los condenados muriesen, se debía a que en el fondo había un afloramiento de afiladas rocas.
Los traidores fueron conducidos por el Clivus Capitolinus y por delante de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus, hasta un tramo de la muralla Serviana frente al templo de Ope. El farallón de la roca Tarpeya sobresalía fuera de la muralla y se veía bien su perfil desde el bajo Foro, en donde, inopinadamente, apareció la muchedumbre para ver cómo ajusticiaban a los partidarios de Lucio Apuleyo Saturnino; una muchedumbre con el estómago vacío pero sin ánimo de demostrar su indignación. Tan sólo querían ver cómo arrojaban a los condenados desde la roca Tarpeya porque era algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo y se había difundido el rumor de que había casi un centenar de condenados. Ningunos ojos entre aquella muchedumbre miró a Saturnino ni a Equitio con afecto o compasión, pese a que la componían los mismos que tan estentóreamente los habían aclamado durante las elecciones tribunicias. Circulaba el rumor de que iba a llegar una flota con trigo de Asia gracias a Cayo Mario, y por eso le vitoreaban intermitentemente, pues lo que realmente querían era tener una especie de fiesta y ver saltar a los condenados desde la roca Tarpeya; la muerte a una prudente distancia en aquella modalidad acrobática. La novedad.
—No podemos celebrar el proceso de Saturnino y Equitio hasta que los ánimos se hayan calmado un poco —dijo el portavoz de la cámara, Escauro, a Mario y Sila, acomodados en la escalinata del Senado, mientras aquella serie de peleles en miniatura caían agitándose al vacío.
Ni Mario ni Sila se llamaron a engaño: no era la muchedumbre del Foro lo que preocupaba a Escauro, sino la más impulsiva e indignada de los suyos, que, ahora que todo había concluido, protestaba enardecida. El rencor hacia las gentes de Saturnino se había centrado en el propio tribuno, con especial saña hacia Lucio Equitio. Los jóvenes senadores y los que aún no tenían edad para serlo formaban un grupo junto a la zona de comicios, encabezados por Cepio hijo y Metelo el joven, y miraban con cara de pocos amigos a Saturnino y sus compañeros cautivos en la tribuna de los Espolones.
—Peor será cuando Glaucia se rinda y esté con ellos —dijo Mario, pensativo.
—¡Qué pandilla de miserables! —exclamó Escauro, despectivo—. ¡Era de esperar que algunos hubieran hecho lo que debían arrojándose sobre su espada! ¡Incluso el cobarde de mi hijo lo hizo!