—Mi nombre es Juba —dijo, presentándose.
—Lucio Decumio —respondió el otro, estrechándole la mano con fuerza—. ¡Juba! ¿Qué clase de nombre es ése? —inquirió.
—Moro. Soy de Mauritania.
—¿Mauri... qué? ¿Dónde está eso?
—En Africa.
—¿En Africa?
Era evidente que hubiera dado igual que al pobre Lucio Decumio le hubiese dicho del país de los hiperbóreos.
—Muy lejos de Roma —añadió el miembro honorario—. Un país al oeste de Cartago.
—¡Ah, Cartago! ¿Por qué no empezasteis por ahí? —replicó Lucio Decumio, volviéndose a mirar fijamente a su interlocutor—. Creía que Escipión Emiliano no dejó vivo a uno solo de los de allí.
—Y no los dejó. Pero Mauritania no es Cartago; está al oeste pero muy lejos. Lo único que tienen en común es que están en Africa —respondió Bomílcar pacientemente—. Lo que era Cartago es ahora la provincia romana de Africa; a donde va a ir el cónsul de este año, Espurio Postumio Albino.
—¡Cónsules! —exclamó Lucio Decumio, encogiéndose de hombros—. Los cónsules van y vienen, amigo; van y vienen. En el Subura nos da lo mismo, por aquí no moran; ya me entendéis. Pero con tal que admitáis que Roma es quien manda en el mundo, amigo, sois bien venido en Subura. Igual que los cónsules.
—Os aseguro que sé que Roma es quien manda en el mundo —dijo Bomílcar con entusiasmo—. Mi amo, el rey Boco de Mauritania, me ha enviado a Roma para solicitar del Senado que le nombren aliado del pueblo romano.
—Vaya, ¿qué te parece? —dijo Lucio Decumio, indolente. Bromido regresó, tambaleante bajo el peso de una jarra enorme, seguido de otros tres igual de cargados, y procedió a servir a todos. Comenzó por Decumio, que le dio un fuerte golpe en el muslo.
—Por aquí, imbécil, ¿no tienes modales? Sirve primero al caballero que nos ha invitado o te saco los hígados.
A los pocos segundos, Bomílcar tenía un vaso lleno, que alzó para brindar.
—Por el mejor lugar y los mejores amigos que he encontrado hasta ahora en Roma —dijo bebiendo el horrible vino con fingido deleite. ¡Por los dioses que debían tener tripas de hierro!
Aparecieron también cuencos con pepinillos en vinagre, cebollas y nueces, trozos de apio y rodajas de zanahoria y una mezcla hedionda de pescadítos en salazón que desaparecieron en menos que canta un gallo. Pero Bomílcar fue incapaz de probar nada.
—¡A vuestra salud, amigo Juba! —dijo Decumio.
—¡Juba! —corearon los demás, muy animados.
Al cabo de media hora, Bomílcar sabía más sobre la clase obrera romana de lo que habría podido imaginar, y le pareció fascinante, aunque no se le ocurrió pensar que sabía bien poco sobre la clase obrera de Numidia. Se enteró de que todos los socios de aquel local trabajaban, que cada día se reunían en él distintos miembros, y que la mayoría tenían un día libre cada ocho; aproximadamente la cuarta parte de los que allí estaban exhibían en la nuca un extraño cachivache cónico en señal de que eran libertos. Para su gran sorpresa, advirtió que algunos de los otros eran esclavos, pero no parecían estar discriminados respecto al resto, trabajaban en las mismas tareas con igual paga, los mismos días y las mismas horas; cosa que a él le parecía extraña, pero normal a los demás. Y, así, Bomílcar Comenzó a entender la verdadera diferencia entre un esclavo y un hombre libre; un hombre libre podía ir y venir a su antojo y elegir el trabajo que quisiera, mientras que un esclavo pertenecía al patrón, era propiedad del patrón y no podía decidir su propia vida. Muy distinto a la esclavitud en Numidia. Pero, claro, pensó objetivamente —porque él era objetivo— que cada nación tiene distintos reglamentos a propósito de los esclavos y no hay dos países iguales.
A diferencia de los socios ordinarios, Lucio Decumio era miembro permanente.
—Soy el vigilante del casino —dijo, tan despejado como antes del primer trago.
—¿Pero qué clase de asociación es exactamente? —inquirió Bomílcar, tratando de prolongar la bebida lo más posible.
—Me imagino que no podéis entenderlo —respondió Lucio Decumio—. Esto, amigo, es una asociación de encrucijada. Una hermandad y al mismo tiempo una especie de colegio, registrado ante los ediles y el pretor urbano y bendecido por el pontífice máximo. Las asociaciones de los cruces se remontan a la época de los reyes, antes de la república. Actualmente hay mucho poder en las encrucijadas de calles importantes. Me refiero a los compita auténticos, no a los pequeños meaderos de cruce de callejuelas y callejas. Sí, en los cruces hay mucho poder. Quiero decir... imaginaos que fueseis un dios y pasaseis por Roma; os veríais un tanto desconcertado si quisierais lanzar un rayo o una buena plaga, ¿no? Si subís al Capitolio, os haréis buena idea de lo que quiero decir, pues veréis un montón de tejados rojos, pegados unos a otros como las piezas de un mosaico. Pero si miráis con más detenímiento podréis ver los sitios de confluencia de las calles importantes, los compita que hay en la calle. Así que, si fueseis un dios, allí es donde lanzaríais el rayo o desencadenaríais la plaga, ¿verdad? Pero nosotros los romanos somos más listos, amigo. Muy listos. Los reyes estipularon que nosotros mismos nos protegiésemos en los cruces, y por ello los pusimos bajo la advocación de los lares con altares en su honor en todos ellos, que se construyeron incluso antes que las fuentes. ¿No os habéis fijado en el altar que hay en el muro, afuera? ¿Una especie de torrecilla?
—Sí —contestó Bomílcar, cada vez más confuso—. ¿Qué son exactamente los lares? ¿Más de un dios?
—Oh, hay lares por todas partes... cientos, miles —respondió Decumio sin precisar—. Roma está llena de lares. Dicen que toda Italia, aunque yo nunca he viajado a Italia. Como no conozco a ningún soldado, no puedo decir si los lares van a ultramar con las legiones. Pero aquí sí que los tenemos, en todos los sitios en que hacen falta. Y somos las asociaciones de los cruces las que nos encargamos de cuidar de los lares. Mantenemos el altar limpio para las ofrendas, y la fuente también, apartamos los carros rotos, los cadáveres, en su mayoría de animales, y quitamos los escombros cuando cae una casa. Y por Año Nuevo celebramos esa gran fiesta que se llama la Compitalia. Fue hace un par de días... por eso no tenemos dinero para comprar vino; nos lo gastamos todo y cuesta tiempo volver a ahorrar.
—Entiendo —dijo Bomílcar, que no entendía nada, y se había quedado sin saber qué eran aquellos viejos dioses romanos—. ¿Tuvisteis que pagar la fiesta entre todos?
—Sí y no —respondió Lucio Decumio, rascándose el sobaco—. El pretor urbano nos da algo de dinero, el suficiente para asar unos cerdos; depende de quién sea el pretor urbano. Algunos son muy generosos, pero hay años en que son muy roñosos.
La conversación derivó hacia curiosas preguntas sobre la vida en Cartago; Era imposible hacerles comprender que existiese un país distinto en Africa, porque sus conocimientos de historia y geografía parecían reducirse a lo que habían visto en sus paseos por el Foro Romano, debido, al parecer, a que el malestar político procuraba interés y un matiz circense al centro de Roma. Así, era un tanto sesgado su concepto de la vida política de Roma, cuyo punto culminante parecían haber sido los desórdenes que terminaron con la muerte de Cayo Sempronio Graco.
Finalmente llegó el momento. Todos los socios se habían acostumbrado tanto a su presencia, que ya pasaba inadvertido y, además, todos estaban borrachos. Lucio Decumio seguía sobrio y no apartaba de Bomílcar sus ojos vivarachos e inquisitivos. No podía ser simple casualidad que aquel juba estuviera allí, en medio de gente de inferior condición. Aquél buscaba algo.
—Lucio Decumio —dijo Bomílcar, inclinándose de tal modo hacia el romano que sólo él pudiese oírle—, me encuentro en un apuro, y me complacería que vos me dijerais cómo podría solucionarlo.
—Decid, amigo.
—Mi amo, el rey Boco, es muy rico.
—Es de suponer, siendo rey.
—Lo que le preocupa al rey Boco es la posibilidad de seguir siendo rey —añadió despacio Bomílcar—, porque hay un problema.
—¿El mismo que tenéis vos, amigo?
—Exactamente el mismo.
—¿Y,en qué os puedo ayudar? —inquirió Decumio, cogiendo una cebolla del cuenco de salmuera y masticándola pensativo.
—En Africa, el asunto sería fácil de arreglar. El rey se limitaría a dar una orden y el hombre que plantea el problema sería ejecutado —dijo Bomílcar, deteniéndose y pensando en cuánto tardaría Decumio en entenderlo.
—¡Ajá! Entonces, el problema tiene nombre, ¿no es eso?
—Exacto. Masiva.
—Eso suena algo más latino que juba —comentó Decumio.
—Masiva es númida, no mauritano. —Las heces del vino fascinaban a Bomílcar, que las revolvía con el dedo—. El inconveniente es que Masiva vive aquí en Roma y nos está causando problemas.
—Ya entiendo por qué es un inconveniente que esté en Roma —dijo Decumio en un tono que daba a su comentario diversas interpretaciones.
Bomílcar miró al romano, sorprendido por su agudeza y sutileza, y lanzó un profundo suspiro.
—Y el problema resulta más peliagudo porque yo soy un extranjero en Roma, ¿os dais cuenta? —dijo—, al tener que encontrar un romano que esté dispuesto a matar al príncipe Masiva aquí, en Roma.
—Bueno, no es difícil —dijo Lucio Decumio sin parpadear.
—Ah, no?
—Con dinero, amigo mío, todo se consigue en Roma.
—¿Y podríais decirme a dónde debo acudir? —inquirió Bomílcar.
—No busquéis más, amigo, no busquéis más —respondió Decumio, dando cuenta del último trozo de cebolla—. Yo cortaría el gaznate a medio Senado con tal de poder comer ostras en vez de cebollas. ¿Cuánto se paga por el trabajo?
—¿Cuántos denarios hay en esta bolsa? —dijo Bomílcar vaciándola sobre la mesa.
—Para matar no hay bastantes.
—¿Y la misma cantidad en oro?
—¡Eso sí! —exclamó Decumio, dándose una fuerte palmada en el muslo—. ¡Trato hecho, amigo!
A Bomílcar le daba vueltas la cabeza, pero no a causa del vino, que había derramado subrepticiamente en el suelo.
—Os entregaré la mitad mañana y la otra mitad cuando esté hecha la faena —dijo, volviendo a guardar las monedas en la bolsa. Una mano sucia con uñas asquerosas detuvo su movimiento.
—Dejad esto aquí como prueba de buena fe, amigo. Y volved mañana, pero esperad afuera junto al altar. Iremos a hablar a mi casa.
—Allí estaré, Lucio Decumio —dijo Bomílcar poniéndose en pie y dirigiéndose a la puerta—. ¿Habéis matado a alguien alguna vez? —añadió, mirando el rostro sin afeitar del vigilante de la asociación.
—Una inclinación de cabeza es tan elocuente como un guiño para un barbero ciego, amigo —dijo Decumio, llevándose el índice de la mano derecha al lateral de la nariz—. En el Subura, un hombre no alardea.
Bomílcar sonrió satisfecho al romano y se perdió entre la densa multitud de la Subura Minor.
Marco Livio Druso, que había sido cónsul dos años atrás, celebraba su triunfo a mediados de la segunda semana de enero. Le habían designado gobernador de la provincia de Macedonia el año en que era cónsul y, al tener la suerte de una prórroga en el mando, había proseguido con éxito una guerra fronteriza contra los escordiscos, una tribu celta hábil y bien organizada que hostigaba constantemente a las tropas romanas en Macedonia. Pero en Marco Livio Druso encontraron a un adversario de excepcional maestría que los supo reducir. Las consecuencias fueron más beneficiosas para Roma de lo habitual; Druso tuvo la suerte de tomar uno de los principales reductos rebeldes y en él halló oculta una parte considerable del tesoro indígena. Casi todos los gobernadores de Macedonia celebraban triunfos al final de su mandato, pero todos coincidieron en que Marco Livio Druso merecía más que nadie aquel honor.
El príncipe Masiva era invitado del cónsul Espurio Postumio Albino en la celebración, y se le asignó en el Circo Máximo un puesto de honor desde el que pudiera contemplar cómodamente el largo desfile triunfal, maravillándose al ver con sus propios ojos lo que tantas veces le habían contado sobre el sentido del espectáculo de los romanos, que sabían organizarlo mejor que nadie. Naturalmente hablaba muy bien griego y había entendido la arenga previa al desfile; y ahora se había levantado del asiento, dispuesto a abandonar el circo antes de que la última legión de Druso saliera por el extremo Capena de la vasta pista. El grupo consular abandonó el circo por una puerta privada que daba al Foro Boarium, subió apresuradamente la escalinata de Cacus hacia el Palatino y prosiguió a buen paso. Siguiendo el itinerario más recto posible, doce lictores encabezaban la comitiva por pasadizos casi desiertos, marcando ruidosamente el paso sobre los adoquines con sus gruesas botas invernales claveteadas.
Diez minutos después de haber abandonado sus asientos en el Circo Máximo, el grupo de Espurio Albino descendía a toda prisa la escalinata de las Vestales hacía el Foro Romano, camino del templo de Cástor y Pólux. Allí, en la explanada de lo alto de la escalinata del imponente edificio, los dos cónsules tenían que tomar asiento con sus invitados para asistir al desfile que desde la altura del Velia descendería por la Vía Sacra hasta el Capitolio. Para no ofender al triunfador, debían hallarse en su sitio cuando llegase el desfile.
—El desfile lo encabezan el resto de los magistrados y miembros del Senado —había explicado Espurio Albino al príncipe Masiva—, y a los cónsules del año se les invita siempre oficialmente a desfilar, así como a la fiesta que el triunfador da a continuación al Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus. Pero no está bien visto que los cónsules acepten esas invitaciones. Es el día grande del triunfador, y él debe ser el personaje más distinguido de las fiestas y disponer de la mayoría de los lictores. Por consíguiente, los cónsules siempre contemplan el desfile desde un lugar Privilegiado y el triunfador los saluda al pasar, pero sin que le hagan sombra.
El príncipe hizo signo de que lo entendía, pese a que siendo Un extranjero con poco trato con los romanos todos se esforzaban Por explicarle las cosas. A diferencia de Yugurta, él había pasado toda su vida en el Africa no romana.
Cuando el grupo consular alcanzó la intersección de la escalinata vestal con la Vía Nova, vio entorpecida su marcha por una gran multitud. Millares de romanos se habían echado a la calle para contemplar el triunfo de Druso, formando una especie de gigantesca vid que invadía todas las callejas del Subura, convencidos de que el triunfo de Druso iba a ser de los memorables. Cuando estaban de servicio portando los fasces dentro de Roma, los lictores vestían togas blancas sin adornos, pero aquel día su atuendo los hacía más anónimos que nunca, ya que los romanos que acudían como espectadores a un triunfo se vestían de blanco, y hasta el último ciudadano se había revestido con su toga alba en lugar de una simple túnica. Por eso los lictores se las veían y deseaban para abrir paso al grupo consular, obligado a aminorar el paso conforme se espesaba la muchedumbre. Cuando llegaron al templo de Cástor y Pólux, el grupo casi se había desintegrado, y el príncipe Masiva, custodiado por un guardaespaldas, se había quedado tan retrasado que había perdido contacto con los demás.