"¡Oh, Lucio Cornelio —acostumbraba a decir con desesperación (aunque procuraba no mostrarlo), cuando después de la clase enseñaba al muchacho por su cuenta para evitar que se maleara andando por la calle—, en alguna parte de este mundo enorme un hombre o una mujer ha escondido las obras de Aristóteles! ¡Si supieras cuánto anhelo leerlo! ¡Esa gran obra producto de una mente... imagínate, el tutor de Alejandro Magno! Se dice que escribió sobre todo lo imaginable, lo bueno y lo malo, estrellas y átomos, las almas y el infierno, perros y gatos, hojas y músculos, dioses y hombres, sistemas de pensamiento y el caos de la estulticia. ¡Qué regalo leer las obras perdidas de Aristóteles!"
Luego se encogía de hombros, se relamía los dientes de aquel modo irritante con que durante décadas sus alumnos le hacían burla a sus espaldas, daba una palmada como signo de frustración y zascandileaba en medio del agradable olor a cuero de los cubos de libros y el aroma acre del papel de la mejor calidad.
"Es igual, es igual —añadía—. No me quejaré cuando tenga mi Homero y mi Platón."
Cuando murió, como consecuencia de un resfriado, después de que su viejo esclavo resbalara por las heladas escaleras y se rompiera la crisma (es sorprendente, pensó Sila en aquella ocasión, cómo al deshacerse así la unión entre dos personas desaparecen los dos extremos), se pudo comprobar cuánto se le quería. No sufrió Quinto Gavio Mirto la lamentable indignidad de ir a parar a los pozos de cal para pobres, detrás del Agger; no, le hicieron un funeral con séquito, plañideros profesionales, elogio funerario, una pira con mirra, incienso y bálsamo de Jericó y una preciosa tumba con sus cenizas. Se entregó el óbolo a los guardianes del registro de difuntos del templo de Venus Libitina, por cortesía de la excelente funeraria que se encargó de las exequias, pagadas por dos generaciones de sus alumnos, que lloraron por él con auténtico dolor.
Sila caminó con los ojos secos y la cabeza caliente en medio del tropel que acompañó a Quinto Gavio Mirto fuera de la ciudad hasta el crematorio, arrojó su ramo de rosas a la pira y dio por cuenta propia un denario a la funeraria. Pero después, cuando su padre se derrumbó como un pelele sucio de vino y su infeliz hermana hubo ordenado las cosas lo mejor que pudo, él se sentó en un rincón de aquel cuarto en que antes habían vivido los tres, ponderando con dolorosa incredulidad aquel tesoro que acababa de recibir. Porque Quinto Gavio Mirto había dispuesto la hora de su muerte tan limpiamente como su vida y su testamento había quedado registrado en poder de las vírgenes vestales. Como no tenía dinero que legar, era un simple documento en el que dejaba a Sila todas sus pertenencias: los libros y la preciosa maqueta del sol, la luna y los planetas girando en torno a la tierra.
En ese momento, Sila rompió a llorar desesperadamente. Había muerto su único y más querido amigo; todos los días de su vida vería la pequeña biblioteca de Mirto y le recordaría.
"Algún día, Quinto Gavio —balbució entre espasmos y sollozos—, encontraré las obras perdidas de Aristóteles."
Por supuesto que no pudo conservar mucho tiempo los libros y el planetario. Un día, al llegar a casa, vio que el rincón en que tenía su camastro de paja estaba vacío: no quedaba más que el camastro. Su padre había cogido los tesoros acumulados con tanta adoración Por Quinto Gavio Mirto y los había vendido para comPrar vino. Y ése fue el único momento en la vida de Sila junto a su padre en que estuvo a punto de cometer un parricidio. Por fortuna estaba presente su hermana y ella se interpuso entre los dos hasta que Sila entró en razón. Poco después la hermana se casaba con Nonio y se trasladaba a Picenum. En cuanto al joven Sila, nunca olvidó y nunca perdonó. Al final de su vida, cuando poseía miles de libros y medio centenar de maquetas del universo, aun pensaba en la biblioteca perdida de Quinto Gavio Mirto y en su dolor.
El truco mental había dado resultado. Síla volvió a la realidad y al grupo de Apolo y Dafne tan horrorosamente policromado y realizado. Al apartar los ojos de él, su mirada fue a parar a la estatua aún más horrible de Perseo alzando la cabeza de la Gorgona, y casi se puso en pie de un salto, ya dispuesto a enfrentarse a Stichus. Cruzó a zancadas el jardín hasta el despacho, que era el cuarto normalmente reservado para el dueño de la casa y que, al faltar, se le había cedido a él, que desempeñaba más o menos las funciones de hombre de la casa.
Cuando Sila entró en el tablinun, el repugnante gordezuelo se encontraba llenándose la cara de higos azucarados y pringando con los dedos los rollos de los libros meticulosamente guardados en los casilleros de la pared.
—¡Ooooh! —chilló Stichus al ver a Sila, apartando las manos.
—Suerte que sé que eres demasiado estúpido para leer —dijo Sila, chascando los dedos y dirigiéndose al criado que había en la puerta, un bello griego que no valía ni la décima parte de lo que Clitumna había pagado—. Trae un cuenco con agua y un trapo limpio y quita la porquería que ha dejado el amo Stichus.
Sus extraños ojos, con la inmóvil malicia de una cabra, se clavaron en el desgraciado Stichus, que intentaba limpiarse el pringue de las manos en la túnica barata.
—Me gustaría que te quitases de la cabeza que tengo una colección de libros con dibujos obscenos. ¡No la tengo! ¿Para qué? No lo necesito. Esas cosas son para personas que no tienen agallas para hacer nada. Gente como tú, Stichus.
—Algún día —replicó Stichus— esta casa y todo lo que hay en ella será mío. ¡Ya verás como entonces no eres tan engreído!
—Espero que estés ofreciendo numerosos sacrificios para posponer ese día, Lucio Gavio, porque es muy probable que sea el último de tu vida. Si no fuese por Clitumna, te cortaría en trozos y te echaría a los perros.
Stichus se quedó mirando la toga que cubría el potente cuerpo de Sila y arqueó las cejas, no es que Síla le diera miedo, pues le conocía hacía mucho tiempo, pero sí que notaba una amenaza bullir en aquella orgullosa cabeza, y, por consiguiente, procuraba evitarle. Modo de conducta al que le abocaba, además, saber que a la tonta de su tía Clitu no había nadie capaz de hacerle perder la ferviente devoción por aquel individuo. No obstante, cuando había llegado una hora atrás, se había encontrado a tía Clitumna y a su amiga del alma Nicopolis muy afectadas porque su querido Lucio Cornelio había salído hecho una furia vestido con toga. Cuando Stichus supo toda la historia por boca de Clitumna, desde la llegada de Metrobio hasta la reyerta que siguió, mostró disgusto e incluso asco.
Se dejó caer en la silla de Sila y dijo:
—Vaya, vaya, hoy día, en Roma no se para. Hemos estado en la inauguración de los cónsules, ¿no? ¡Qué risa! Tu antepasado no vale ni la mitad que el mío.
Si¡la le levantó de la silla atenazándole con los dedos de la mano derecha por un lado de la mandíbula y el pulgar izquierdo en el otro lado, una presa tan dolorosa, que la víctima no pudo ni gritar, cuando hubo recuperado aliento para hacerlo, vio la cara que ponía Sila y se contuvo, limitándose a permanecer de pie tan callado y serio como su tía y su amiga del alma habían estado aquel día al amanecer.
—Mi antepasado —replicó Sila afablemente— no es asunto tuyo. Ahora, sal de mí despacho.
—¡No va a ser tu despacho para siempre! —espetó ahogadamente Stichus, escurriéndose por la puerta y casi tropezando con el criado que volvía con el cuenco de agua y un trapo.
—No cuentes con ello —respondió Síla a guisa de despedida.
El costoso esclavo entró sigilosamente con aire recatado, mientras Sila le miraba de arriba abajo.
—Límpialo, flor de invernadero —dijo, y salió a reunirse con las mujeres.
Stichus había huido de Sila para ir en busca de Clitumna, quien se había encerrado con su adorado sobrino diciendo que no se la molestase, informó el mayordomo como excusándose; por lo que Sila salió al porche que rodeaba el jardín peristilo y se llegó a las habitaciones que ocupaba Nicopolis, su querida. De la cocina, al fondo del jardín, junto al baño y la letrina, llegaban sabrosos olores. Como la mayoría de las casas del Palatino, la de Clitumna tenía conexión con el agua corriente y las cloacas y eso ahorraba a la servidumbre la tarea de coger agua de una fuente pública y llevar los orinales a la letrina pública más próxima o vaciarlos en un sumidero.
—Mira, Lucio Cornelio —dijo Nicopolis dejando su labor— si por una vez accedíeras a descender de tu pedestal aristocrático, sería mucho mejor.
Él tomó asiento en un cómodo diván, lanzó un suspiro y se arropó un poco con la toga porque en aquel cuarto hacía frío, mientras la criada, a quien llamaban Biti, le quitaba las botas de invierno. Era una chica graciosa y vivaracha, con un nombre impronunciable, de una remota región de Bitínia, que Clitumna había comPrado por casi nada a su sobrino, adquiriendo un tesoro sin saberlo. Cuando terminó de desatarle las botas, salió resueltamente del cuarto Y al poco rato volvió con unos gruesos calcetines, en los que embutió cuidadosamente los pies del amo, perfectos y blancos como la nieve.
—Gracias, Biti —dijo Sila, sonriéndole y haciéndole con indolencia una caricia en el pelo.
La muchacha se ruborizó. Una chiquilla deliciosa, pensó él con una ternura que le sorprendió, hasta que dio en pensar que le recordaba a la vecina Julilla.
—¿Qué quieres decir? —replicó a Nicopolis, quien, como de costumbre, no parecía sentir el frío.
—¿Por qué tendría el rastrero y codicioso Stichus que heredarlo todo cuando Clitumna vaya a reunirse con sus equívocos antepasados? Si cambiases un poquitín de táctica, Lucio Cornelio, mi queridísimo amigo, te lo dejaría todo a ti. ¡Y tiene mucho, créeme!
—¿Qué está haciendo ahora, quejarse de que le he ofendido? —inquirió Sila, mientras cogía un cuenco de nueces que le ofrecía Biti con otra sonrisa.
—¡Pues claro! Y estoy segura que lo estará bordando con profusión. No es que yo te reproche nada, porque es detestable, pero es de su sangre y le quiere, y por eso no ve sus defectos. Pero a ti te quiere más, ¡desgraciado altanero! Así que, cuando la veas, no adoptes esa actitud de glacial orgullo y no te niegues a justificarte; cuéntale una historia de lo que ha hecho ese pegajoso que sea mejor que la que él le está contando de ti.
Medio intrigado, medio escéptico, se la quedó mirando.
—Sigue, no creo que fuese tan idiota como para creérselo —dijo.
—¡Oh, querido Lucio! Si tú quieres puedes hacer que cualquier mujer crea lo que se te ocurra contarle. ¡Inténtalo! Por una sola vez. Hazlo por mí —dijo Nicopolis, mimosa.—No. Acabaría haciendo el tonto.
—Sabes que no —insistió ella.
—¡No hay dinero en el mundo que me haga doblegarme a los deseos de Clitumna!
—No es que tenga todo el dinero del mundo, pero le sobra para hacerte entrar en el Senado —musitó ella, seductora, tentándole.
—¡No! Estás equivocada; de verdad. Tiene esta casa, eso sí, pero se lo gasta todo, y lo que no se gasta ella, se lo gasta el pegajoso.
—No es cierto. ¿Por qué crees que tiene a los banqueros pendientes de lo que dice, como si fuera Cornelia, la madre de los Gracos? Tiene una buena fortuna invertida a través de ellos, y no se gasta todas las rentas. Además, hay que decir que al pegajoso tampoco le falta un sestercio. Mientras el contable de su difunto padre y el director del negocio puedan trabajar, la agencia de esclavos seguirá dando rendimiento.
Sila se incorporó de repente, deshaciendo los pliegues de la toga.
—Nic, no me estarás contando un cuento, ¿verdad?
—Te lo contaría, pero no sobre esto —replicó ella, enhebrando la aguja con lana roja trenzada con oro.
—Vivirá cien años —dijo Sila, volviendo a reclinarse en el diván y entregando el cuenco de nueces a Biti. Se le había pasado el apetito.
—De acuerdo en que puede vivir cien años —replicó Nicopolis, clavando la aguja en el tapiz y pasándola con sumo cuidado, mientras, con sus negros ojos contemplaba al impasible Sila—, pero también puede no vivirlos. No viene de una familia de gente muy senecta, ¿sabes?
Afuera se oyó ruido. Sin duda, Lucio Gavio Stichus se despedía de Clitumna.
Sila se puso en pie y dejó que la criada le pusiera unas pantuflas griegas. La enorme toga rozaba el suelo, pero no parecía advertirlo.
—De acuerdo, Nic, esta vez lo intentaré —dijo sonriendo—. ¡Deséame suerte!
Y salió, sin darle tiempo a deseársela.
La entrevista con Clitumna no fue nada bien. Stichus había realizado un sagaz trabajo y Síla era incapaz de humillar su orgullo y excusarse, como aconsejaba Nicopolis.
—La culpa es toda tuya, Lucio Cornelio —decía Clitumna, impaciente, retorciendo la costosa orla del chal entre sus dedos ensortijados—. ¡No haces el menor esfuerzo por ser amable con mi pobre niño, mientras que él sí que lo procura!
—Es un mugriento quiero y no puedo —masculló Sila entre dientes.
Momento en el que Nicopolis, que escuchaba detrás de la puerta, entró airosamente en la habitación y se acurrucó en el diván junto a Clitumna, mirando resignada a Sila.
—¿Qué sucede? —inquirió con aire de inocente.
—Mis dos Lucios —respondió Clitumna—, que no se llevan bien... ¡y yo los quiero tanto ... !
Nicopolis desenganchó los dedos de los flecos, extrajo unas hebras que se habían enredado en los intersticios de los engarces y levantó la mano de Clitumna, arrimándola a su mejilla.
—¡Pobrecita! —canturreó—. Tus Lucios son dos gallitos; eso es lo que pasa.
—Pues tienen que aprender a llevarse bien —dijo Clitumna—, porque mí querido Lucio Gavio deja su apartamento y se viene a vivir con nosotros la semana próxima.
—Pues yo me marcharé —dijo Sila.
Las dos mujeres comenzaron a chillar; Clitumna de un modo estridente y Nicopolis como un gatito acorralado.
—¡No seáis ridículas! —musitó Sila, acercando el rostro a pocos centímetros del de Clitumna—. Él, más o menos, sabe lo que pasa aquí, pero ¿creéis que va a tener estómago para vivir en la misma casa con un hombre que se acuesta con dos mujeres, y una de ellas es su tía?
—¡Pero él quiere venir! —exclamó Clitumna, echándose a llorar—. ¿Cómo voy a negárselo a mi sobrino?
—¡No te preocupes! Yo me marcho y así evitamos que tenga que quejarse —replicó Sila.
Cuando ya iba a dejarlas, Nicopolis alargó la mano y le cogió del brazo.
—Sila, querido, ¡no te vayas! —le suplicó—. Mira, puedes dormir conmigo, y cuando no esté Stichus, que Clitumna se venga con nosotros.