—¿Cómo? —replicó Mario—. Los galos no nos tienen mucho cariño y de ellos dependemos para la información. Que hasta el momento nos la hayan facilitado, se explica porque no quieren a los germanos en sus tierras. Pero puedes estar seguro de una cosa: cuando los germanos lleguen a los Pirineos, retrocederán. Y dudo mucho de que los belgas sean más hospitalarios que los celtíberos allende los Pirineos. Desde la perspectiva germana, yo me plantearía el objetivo de pasar a Italia. Así que aquí estaremos hasta que lleguen los germanos, Quinto Sertorio. Me da igual que tarden años.
—Si tardan años, Cayo Mario, el ejército caerá en la molicie y te despojarán del mando —dijo Manio Aquilio.
—No caerá en la molicie porque voy a darle trabajo —replicó Mario—. Tenemos casi cuarenta mil hombres del censo por cabezas; el Estado los paga, es el propietario de sus armas y equipo y los alimenta. Cuando se retiren, yo me encargaré de que el Estado los atienda cuando sean viejos. Pero mientras sirvan en el ejército del Estado, son simples empleados suyos. Yo, como cónsul, represento al Estado y son mis empleados. Y me cuestan mucho dinero. Si lo único que les exijo es que estén sentaditos esperando que haya una batalla, imaginaos el inmenso coste de la misma cuando tenga lugar. —Las cejas de Mario subían y bajaban desaforadamente—. No han firmado un contrato para estarse sentados esperando una batalla, se han alistado en el ejército del Estado para lo que éste requiera de ellos. Como es el Estado quien los paga, tienen que trabajar para él. Y eso es lo que van a hacer. Trabajar! Este año van a reparar la Via Domicia desde Nemausus hasta Ocelum, y el año que viene excavarán un canal desde el mar hasta el Rhodanus, en Arelate.
Todos le miraban fascinados, y durante un buen rato no supieron qué decir.
Fue Sila quien lanzó un silbido.
—¡Al soldado se le paga para luchar!
—Si compra su equipo con su propio dinero y el Estado simplemente le da de comer, perfectamente. Pero esa circunstancia no se da en mis hombres —replicó Cayo Mario—. Cuando no tengan que combatir, harán obras públicas que son muy necesarias, aunque nada más sea para que entiendan que están al servicio del Estado igual que un hombre está al servicio de quien le da trabajo. ¡Y eso los mantendrá en forma!
—¿Y nosotros? —inquirió Sila—. ¿Vas a convertirnos en ingenieros?
—¿Por qué no? —contestó Mario.
—Para empezar, yo no soy empleado del Estado —dijo Sila con buen humor—. Regalo mi tiempo, como todos los legados y tribunos.
—Lucio Cornelio —replicó Mario mirándole taimado—, créeme que es un regalo que agradezco.
Y no añadió mas.
Pese a todo, Sila salió de la reunión poco contento. ¡Empleados del Estado! Quizá fuese cierto para los del censo por cabezas, pero no para los tribunos y legados, como había objetado él. Mario lo había comprendido y no había insistido, pero lo que Sila no había dicho era la verdad. La recompensa monetaria de legados y tribunos era su parte en el botín, y nadie tenía realmente idea de lo que podía sacarse del botin de los germanos. La venta de prisioneros como esclavos era un privilegio del general que no compartía con legados y tribunos, centuriones ni tropas, y, no sabía por qué, pero le daba la impresión a Sila de que al cabo de aquella larga campaña de los años que fuese, el botín no iba a ser muy cuantioso, salvo en esclavos.
No le había gustado a Sila la larga y penosa marcha hasta el Rhodanus. Quinto Sertorio se había pasado el viaje olfateando alegremente como un perro suelto, entregándose con auténtico placer a cualquier tarea; había aprendido a utilizar el groma con el que los agrimensores medían el terreno, había estado observando cómo los zapadores salvaban los ríos crecidos, cómo reparaban los puentes y contenían los deslizamientos de tierras; había conducido un par de centurias a limpiar un nido de piratas en una ensenada; había trabajado con las cuadrillas de reparación de calzadas; servido de escucha en avanzadilla, e incluso había amaestrado a un aguilucho herido en un ala, que venía a verle de vez en cuando. Sí, para Quinto Sertorio todo era miel sobre hojuelas. Desde luego, al menos en eso se notaba que era pariente de Cayo Mario.
Pero Sila necesitaba drama. Tenía suficiente perspicacia para darse cuenta de que, ahora que era senador, eso representaba un fallo de carácter; pero ya con treinta y seis años, no se veía capaz de suprimir ese aspecto de su carácter. Hasta aquella horrenda e interminable marcha por la Via Emilia Scauri y los Alpes marítimos, había disfrutado mucho con su carrera militar, llena de acción y desafío, ya fuese en combate o modelando una nueva Africa. Pero él no había venido a la Galia Transalpina a hacer carreteras y excavar canales. ¡Ni mucho menos!
A finales de otoño habría elecciones consulares y a Mario le sustituiría alguien que a él le resultaría perjudicial; todo lo que Mario podría apuntarse en su segundo consulado sería una magnífica calzada que ya llevaba el nombre de otro. ¿Cómo podía estar tan tranquilo y despreocupado? Ni siquiera se había tomado la molestia de contestar a la objeción de Aquilio en el sentido de que le privarían del mando. ¿Qué se traía entre manos el zorro de Arpinum? ¿Por qué no se le veía preocupado?
Sila olvidó de pronto aquellos arduos interrogantes, porque acababa de ver algo que prometía ser deliciosamente picante, y sus ojos comenzaron a bailar de interés y recreo.
Fuera de la tienda de los tribunos había dos hombres hablando. O al menos eso era lo que le habría parecido a un observador cualquiera, pero a Sila se le antojó el prólogo de una maravillosa farsa. El más alto de los dos era Cayo Julio César y el más bajo Cayo Lusio, sobrino del "gran hombre" (sólo por matrimonio, se habría apresurado a añadir Mario).
Sila se dirigió hacia ellos pensando en si habría que serlo para reconocerlo. Era evidente que César no sabía distinguirlo, y, sin embargo, Sila notaba en él una especie de alarma.
—¡Oh, Lucio Cornelio! —relinchó Cayo Lusio—. Estaba preguntándole a Cayo Julio si sabía qué clase de vida nocturna hay en Arelate, y si quería ir a probarla conmigo.
El bello rostro longilíneo de César era una máscara inexpresiva de cortesía, pero se le notaba claramente el deseo de apartarse de aquella compañía, pensó Sila, por la mirada que procuraba mantener fija en Lusio y que se le iba hacia un lado, por los imperceptibles movimientos que sus pies hacían en las botas militares, por el leve movimiento de dedos, y por muchas cosas más.
—Quizá Lucio Cornelio lo sepa mejor que yo —dijo César, comenzando a buscar la manera de evadirse, cargando el peso sobre un pie y desviando el otro un poco.
—¡Oh, no, Cayo Julio, no te vayas! —dijo Lusio—. ¡Cuantos más seamos, mejor! —añadió con una risita.
—Lo siento, Cayo Lusio, tengo servicio —dijo César, alejándose.
Sila agarró a Lusio del codo y le apartó de la tienda. Pero le soltó inmediatamente.
Cayo Lusio era muy bien parecido. Tenía ojos verdes con largas pestañas y una poblada melena rizada rojo castaño, cejas bien arqueadas y oscuras y una nariz de longitud más bien griega, recta y carnosa. Un pequeño Apolo, pensó Sila sin impresionarse ni sentir tentación alguna.
Le extrañaba que Mario hubiese puesto los ojos en el joven; era raro en él. Presionado por su familia para que aceptase a Cayo Lusio bajo su mando, Mario había nombrado al joven tribuno sin que le hubieran elegido porque tenía la edad adecuada, pero habría preferido olvidarse de que existía hasta que llegara a destacar por alguna hazaña de valor o de extraordinaria habilidad.
—Cayo Lusio, voy a darte un consejo —dijo Sila enérgicamente.
El joven parpadeó con sus largas pestañas y bajó los ojos.
—Te agradezco cualquier consejo, Lucio Cornelio.
—Tú te incorporaste ayer al ejército y has venido desde Roma por tu cuenta —comenzó a decir Sila.
—Desde Roma no, Lucio Cornelio —le interrumpió Lusio—, desde Ferentinum. Mi tío Cayo Mario me dio permiso para quedarme en Ferentinum porque mi madre estaba enferma.
¡Aaah!, se dijo Sila para sus adentros. Eso explicaba el brusco distanciamiento de Mario respecto a su sobrino por matrimonio. ¡Cómo no iba a detestar dar semejante excusa por la tardanza del joven en incorporarse a filas, cuando ni a él se le habría ocurrido recurrir a ella!
—Mi tío aún no me ha pedido que vaya a verle —añadió Lusio—. ¿Cuándo voy a verle?
—Espera a que te llame, pero dudo que lo haga. Hasta que no demuestres lo que vales, eres un estorbo para él, por la simple razón de que has pedido privilegios antes de que comenzase la campaña... y te has incorporado tarde.
—¡Es que mi madre estaba enferma! —replicó Lusio, indignado.
—Todos tenemos madre, Cayo Lusio, o todos la hemos tenido. Muchos de nosotros nos hemos visto obligados a ir al servicio militar cuando teníamos enferma a nuestra madre, y muchos nos hemos enterado de la muerte de la madre haciendo el servicio militar muy lejos de ella. Y todos tenemos gran cariño a nuestra madre. Pero que la madre esté enferma no se considera un pretexto aceptable para incorporarse tarde a filas. Imagino que ya habrás contado a tus compañeros de tienda por qué has llegado tarde...
—Sí —contestó Lusio, cada vez más perplejo.
—Lástima. Mejor habría sido que no hubieses dado explicaciones y que hubiesen pensado lo que quisieran. Con esa excusa no ganas nada ante ellos y tu tío sabe que él tampoco por consentirlo. Pero el parentesco es el parentesco, y se presta a la injusticia —dijo Sila, frunciendo el entrecejo—. De todos modos, no es lo que quería decirte. Estamos en el ejército de Cayo Mario, no en el de Escipión el Africano. ¿Sabes a qué me refiero?
—No —contestó Lusio, totalmente despistado.
—Catón el censor acusó al Africano y a sus oficiales de mandar un ejército minado por la inmoralidad. Pues bien, Cayo Mario piensa mucho más como Catón el censor que como Escipión el Africano. ¿Me entiendes ahora?
—No —respondió Lusio, palideciendo.
—Yo creo que si —replicó Sila, sonriendo para mostrar sus desagradables dientes—. Te atraen los jóvenes guapos y no las mujeres. No puedo acusarte de afeminamiento manifiesto, pero si vas por ahí moviendo las pestañas a jóvenes como Cayo Julio (que, por cierto, es cuñado de tu tío, igual que yo), te encontrarás con graves problemas. Preferir el sexo propio no está considerado una virtud romana; al contrario, se considera, sobre todo en las legiones, un vicio nefando. Si no lo fuese, quizá las mujeres de las ciudades próximas a nuestros campamentos no harían tanto dinero ni las mujeres de los enemigos que vencemos sentirían la violación como primera imposición de la espada romana. ¡Pero algo de esto tienes que saber!
Lusio estaba muy nervioso; aquella reprimenda le causaba a la vez un sentimiento de inferioridad y de enorme injusticia.
—¡Cómo cambian los tiempos —replicó—, ya no es el pecadillo social de antaño!
—Confundes los tiempos, Cayo Lusio, quizá porque quisieras que cambiasen y te juntas con gente de tu clase que piensa igual; os reunís y comparáis anécdotas, y aprovecháis cualquier afirmación para apoyar vuestro criterio. Pero te aseguro —añadió Sila, muy serio— que cuanto más te aísles en ese mundo en que naciste, más te engañarás a ti mismo. Y no hay ningún sitio en el que se perdone menos preferir al propio sexo como en el ejército de Cayo Mario. Y nadie te castigará más severamente que él si se entera de tu secreto.
—¡Me volveré loco! —exclamó el joven Lusio, casi llorando y retorciéndose las manos.
—No te volverás loco. Te autodisciplinarás y tendrás mucho cuidado con quién te la juegas; y en seguida aprenderás las señas que se llevan aquí entre los que tienen tus gustos —dijo Sila—. Yo no podría decírtelas porque a mí no me afecta el vicio. Si eres ambicioso y quieres triunfar en la vida pública, Cayo Lusio, te recomiendo que no caigas en él. Pero, dado que eres joven y quizá no puedas reprimir tus apetitos, asegúrate de que no te equivocas con la gente.
Y con una amable sonrisa, Sila dio media vuelta y se alejó.
Estuvo un rato paseando sin rumbo fijo, con las manos a la espalda, sin apenas advertir la ordenada actividad del campamento. Se habían dado instrucciones a las legiones para montar un campamento provisional, pese a que no había fuerza enemiga en la provincia. Pero el reglamento estipulaba que un ejército romano no debía dormir sin protección. Ya estaban agrónomos y zapadores marcando el campamento fijo del alcor, y las tropas que no tenían asignada la organización del campamento provisional comenzaban a fortificar la colina, siendo la tarea principal procurarse madera para hacer vigas, estacas y estructuras; pero en el valle del Rhodanus había pocos bosques, dado que era una región muy poblada desde hacia siglos, desde los tiempos de la fundación de Massilia por los griegos, y su influencia, antes que la de los romanos, se había extendido a las tierras del interior.
El ejército estaba acampado al norte de los vastos marjales que constituían el delta del Rhodanus y se extendían al este y al oeste; como de costumbre, Mario había elegido un terreno sin cultivar.
—No hay que buscarse la enemistad de un posible aliado —dijo—. Además, con cincuenta mil bocas más en la región, necesitarán hasta el último palmo de tierra de cultivo.
Los intendentes de grano y provisiones de Mario ya andaban recorriendo la comarca para establecer contratos con los agricultores y las tropas estaban construyendo silos en lo alto del alcor para almacenar la cantidad suficiente para alimentar a los cincuenta mil hombres durante los doce meses entre una cosecha y otra. En el convoy de pertrechos venían todas las cosas que, por los informes, sabía Mario que no iba a encontrar en la Galia Transalpina o que existiría escasez de ellas: brea, grandes vigas, poleas, herramientas, grúas, cabrestantes, cal y cantidades masivas de tornillos y clavos de hierro. En Populonia y Pisae, los dos puertos a donde llegaban los lingotes de hierro dulce de la isla de Ilva, el praefectum fabrum había adquirido todos los existentes y los había hecho transportar en carros para las necesidades de fundición; entre los pertrechos y la maquinaria había yunques, crisoles, martillos, ladrillos y todo lo necesario. Ya había una cuadrilla acarreando madera para hacer un buen aprovisionamiento de carbón, ya que sin carbón no se podía obtener un horno con la temperatura apropiada para fundir el hierro, y no digamos acerarlo.
Cuando dio media vuelta camino de la tienda del general, Sila había ya decidido que había llegado el momento. Acababa de encontrar solución para el aburrimiento; una solución capaz de procurarle todo el drama que su espíritu necesitaba. La idea había tomado forma mientras se hallaba en Roma y la había ido madurando a lo largo de la marcha por la costa. Y acababa de cristalizar. Sí, había llegado el momento de ver a Cayo Mario.