—¿Y se lo reprocháis? —inquirió Yugurta, al ver que Rutilio Rufo no decía nada.
—A Cayo Mario se lo reprocho todo —contestó Metelo.
—Pues no deberíais hacerlo. Si hubiese salido de vuestras filas de la alta nobleza, Quinto Cecilio, os parecería muy bien. Pero no es así; Cayo Mario es un producto de la propia Roma. No me refiero a la Roma ciudad o a la Roma nación, sino a Roma, la diosa inmortal, el genio de la ciudad, el espíritu dinámico. Se necesitaba un hombre y ahí está —dijo Yugurta de Numidia.
—Hay entre nosotros quienes poseen el debido linaje y antepasados capaces de hacer lo que ha hecho Cayo Mario —replicó tercamente el Numídico—. En realidad debería haberlo hecho yo. Pero Cayo Mario me robó el imperium y mañana me va a arrebatar el premio. Por ejemplo —añadió dolido y mordaz al observar un leve gesto de incredulidad en Yugurta—, no fue verdaderamente Cayo Mario quien os capturó; el que os capturó pertenecía a un linaje ancestral: Lucio Cornelio Sila. Puede decirse, y en la modalidad de un silogismo válido, que quien ha puesto fin a la guerra ha sido Lucio Cornelio y no Cayo Mario. —Lanzó un suspiro, sacrificando sus propias pretensiones de preeminencia en la lógica jerarquía aristocrática a la persona de Lucio Cornelio Sila—. De hecho, Lucio Cornelio reúne las características de un buen romano.
—¡No! —espetó Yugurta, consciente de que era objeto de la atención de Rutilio Rufo—. Ese es un leopardo con muchas manchas, mientras que Cayo Mario no se anda con pamplinas. No sé si me entendéis...
—No tengo la más remota idea de lo que queréis decir —replicó el Numídico, envarado.
—Yo sé perfectamente lo que queréis decir —terció Rutilio Rufo sonriendo complacido.
Yugurta le dirigió la antigua sonrisa de los tiempos de Numancia.
—Cayo Mario es un fenómeno —añadió—, el fruto ideal de un árbol ordinario olvidado que crece fuera del huerto. A esos hombres no hay quien los pare ni los tuerza, mi querido Quinto Cecilio. Tienen corazón, riñones, cerebro y un aura de inmortalidad, que les permite vencer todos los obstáculos que surgen a su paso. Son mimados de los dioses! Los dioses les prodigan todos los dones de la Fortuna. Por eso Cayo Mario avanza recto y aun cuando se ve obligado a torcer su camino, sigue recto.
—¡Cuánta razón tenéis! —dijo Rutilio Rufo.
—¡Lu... Lu... Lucio Cor... Cor... Cornelio es me... me... mejor! —terció el joven Metelo, irritado.
—¡No! —replicó Yugurta, moviendo la cabeza enérgicamente—. Nuestro amigo Lucio Cornelio es listo... tiene agallas... y quizá corazón. Pero no creo que tenga esa vena de inmortalidad en su mente. A él le parecen normales los caminos retorcidos. No hay guerra de elefantes para un hombre que prefiere ir en mula. ¡Ah, sí, es valiente como un toro! No hay nadie que en combate sea más rápido dirigiendo una carga, formando una columna de apoyo, tapando una brecha o deteniendo una centuria en desbandada. Pero: Lucio no oye a Marte, mientras que Cayo Mario siempre oye a Marte. Por cierto, me imagino que Mario debe de ser un derivado latino de "Marte" ¿Quizá hijo de Marte? ¿No lo sabéis? ¡Sospecho que no queréis saberlo, Quinto Cecilio! Lástima. El latín es una lengua de poderoso sonido; muy dura, pero rítmica —concluyó el númida.
—Habladme más de Lucio Cornelio —dijo Rutilio Rufo, al tiempo que cogía un trozo de pan blanco y un huevo.
Yugurta estaba atacando con verdadera fruición los caracoles, que no había probado desde su llegada a Roma.
—¿Y qué queréis que os diga? Es un producto de su clase. Todo lo que hace lo hace bien. Tan bien, que nueve testigos de cada diez no podrían decir si lo hace con toda naturalidad o como consecuencia de una actitud perfectamente meditada. Yo, en el tiempo que he pasado en su compañía, no he podido saber cuál es su inclinación natural o su verdadero ámbito. Oh, ganará guerras y gobernará, de eso no me cabe la menor duda, pero nunca con una auténtica inspiración mental —la salsa chorreaba por la barbilla del huésped de honor, y dejó de hablar mientras un criado le limpiaba la piel y la barba; tras lo cual eructó estentóreamente y prosiguió—: El siempre opta por el oportunismo porque carece de ese poder aplastante que sólo dimana de ese don mental de la inmortalidad. Si existen dos alternativas, Lucio Cornelio elige la que cree que le servirá para sus designios con el menor esfuerzo. A mí me da la impresión de que no es tan concienzudo como Cayo Mario ni tan clarividente.
—¿Co... co... co... como sa... sa... béis tan... tan... to sobre Lu... Lu... Lucio Cornelio? —inquirió Metelo hijo.
—Tuve ocasión de efectuar en su compañía una inolvidable cabalgata —respondió Yugurta pensativo, mientras se aplicaba un palillo a los dientes—. Y luego hicimos juntos el viaje de Icosium a Utica por la costa africana. Nos vimos mucho —añadió, dejando que los demás dieran a sus palabras el sentido que quisieran, pero nadie hizo preguntas.
Trajeron las ensaladas y luego los asados. Metelo el Numídico y sus invitados volvieron a atacar con apetito, pero no así los jóvenes príncipes Iampsas y Oxintas.
—Quieren morir conmigo —comentó Yugurta en voz baja a Rutilio Rufo.
—No estaría bien —replicó Rutilio Rufo.
—Es lo que yo les he dicho.
—¿Saben adónde van a ir?
—Oxintas a la ciudad de Venusia, que no sé dónde está, y Iampsas a Asculum Picentum, también un misterio para mí.
—Venusia está al sur de Campania, en la vía a Brundisium, y Asculum Picentum, al nordeste de Roma, al otro lado de los Apeninos. Allí estarán bien.
—¿Cuánto durará su detención? —inquirió Yugurta.
Rutilio Rufo reflexionó un instante y se encogió de hombros.
—Es difícil de saber. Desde luego, algunos años. Hasta que los magistrados locales envíen un informe al Senado comunicando que están bien predispuestos respecto a Roma y no representa peligro alguno que vuelvan a su país.
—Entonces me temo que estarán aquí toda la vida. ¡Mejor que mueran conmigo, Publio Rutilio!
—No, Yugurta, no podéis decirlo tan tajantemente. ¿Quién sabe lo que el futuro les reserva?
—Cierto.
Siguieron dando cuenta de más ensaladas y asados y concluyeron el festín con dulces, pasteles, tortas de miel, quesos, fruta fresca y frutos secos. Sólo Iampsas y Oxintas mostraron poco apetito.
—Decidme, Quinto Cecilio —dijo Yugurta a Metelo el Numídico cuando retiraron los restos de la comida y trajeron un inmejorable vino puro—, ¿qué haríais si cualquier día apareciese otro Cayo Mario en una piel de patricio romano, un Cayo Mario con todas las dotes, vigor, visión y esa impronta mental de inmortalidad?
—No sé a dónde queréis ir a parar, majestad —replicó el Numídico, perplejo—. Cayo Mario es Cayo Mario.
—Pero no tiene por qué ser único —replicó Yugurta—. ¿Qué haríais ante un Cayo Mario que procediese de una familia patricia?
—Sería imposible —respondió Metelo.
—Tonterías, claro que podría ser —replicó Yugurta paladeando el excelente vino.
—Yugurta, yo creo que lo que Quinto Cecilio trata de decir es que Cayo Mario es un producto de su clase —añadió en tono conciliador Rutilio Rufo.
—Un Cayo Mario puede ser de cualquier clase —insistió Yugurta.
Las tres cabezas romanas se movieron al unísono, negando.
—No —se adelantó a decir Rutilio Rufo—. Lo que decís puede ser así en Numidia o en cualquier otro lugar del mundo, ¡pero no en Roma! A ningún patricio romano se le ocurriría pensar o actuar como lo hace Cayo Mario.
Y ahí acabó la discusión. Tras unas cuantas copas más dieron por concluida la cena: Publio Rutilio fue a su casa a acostarse, y los residentes en la mansión de Metelo el Numídico se retiraron a sus respectivas habitaciones. Tras la suculenta cena, animada con el vino y la buena compañía, Yugurta de Numidia durmió profunda y apaciblemente.
Cuando le despertó el esclavo que tenía asignado como ayuda de cámara dos horas antes del alba, el númida se levantó repuesto y con nuevas energías. Tomó un baño caliente y se vistió con todo detalle; le peinaron el pelo en tirabuzones como salchichas con rizadores calientes y le ondularon la barba, fijándosela con hilos de oro y de plata. Perfumado con costosos ungüentos, la diadema bien colocada y con todas sus alhajas (que ya habían catalogado los funcionarios del erario y que formarían parte del botín a repartir en el Campo de Marte al día siguiente del triunfo), el rey Yugurta salió de sus aposentos con aspecto de soberano helenizado y una impresionante majestad de pies a cabeza.
—Hoy —dijo a sus hijos conforme se dirigían en unas sillas de manos al Campo de Marte— voy a contemplar Roma por primera vez en mi vida.
Los recibió Sila en persona en medio de lo que parecía una caótica confusión a la luz de las antorchas; pero ya iba amaneciendo por la cresta del Esquilino y Yugurta imaginó que el alboroto se debía a la gran multitud reunida en la Villa Publica, pero en realidad se observaba un orden impecable.
Las cadenas que le colocaron eran sólo un símbolo. ¿Adónde iba a ir un rey guerrero púnico en Italia?
—Anoche estuvimos hablando de vos —dijo Yugurta a Sila por darle conversación.
—¿Ah, sí? —replicó Sila, ataviado con la resplandeciente coraza de plata y el pteryges, tocado con un casco ático de plata rematado de plumas rojas y sobre sus hombros la capa militar también roja. Para Yugurta, acostumbrado a verle con un sombrero de paja de ala ancha, era casi un desconocido. A sus espaldas, su criado personal portaba un bastidor con todas las condecoraciones al valor, una impresionante colección.
—Sí —contestó Yugurta, displicente—. Estuvimos discutiendo quién ganó realmente la guerra contra mi, Cayo Mario o vos.
Los claros ojos se clavaron en el rostro del númida.
—Interesante discusión, majestad. Vos, ¿de parte de quién estuvisteis?
—De parte de lo cierto. Yo dije que fue Cayo Mario quien ganó la guerra. Suyas fueron las decisiones de mando y los hombres que participaron, vos incluido. Y de él partió la orden enviándoos a ver a mi suegro Boco —dijo Yugurta sonriente, e hizo una pausa—. Sin embargo, el único que compartió mi opinión fue mi viejo amigo, Rutilio Rufo. Quinto Cecilio y su hijo sostuvieron que la guerra la ganasteis vos, ya que fuisteis quien me capturó.
—Os pusisteis de parte de lo cierto —dijo Sila.
—El lado de lo cierto es relativo.
—No en este caso —replicó Sila, con un movimiento de cabeza hacia los impacientes soldados de Mario—. Yo nunca poseeré el don que él tiene para tratarlos. Yo no siento ese compañerismo, ¿sabéis?
—Pues lo ocultáis bien —comentó Yugurta
—Oh, la tropa lo sabe —añadió Sila—. El ganó la guerra con ellos. Lo que yo hice lo habría hecho cualquiera a quien se le hubiera encomendado. —Lanzó un profundo suspiro—. Me imagino que pasasteis una agradable velada, majestad...
—¡Muy agradable! —contestó Yugurta moviendo las cadenas y viendo que no pesaban mucho—. Quinto Cecilio y su hijo tartamudo dieron un festín regio. Si a un númida le preguntan qué desea comer antes de morir, contestará: caracoles, y anoche cené caracoles.
—Entonces tenéis el estómago lleno y contento, majestad.
—¡Ya lo creo! —replicó Yugurta, sonriente—. La manera más adecuada para que le pasen a uno el nudo corredizo, diría yo.
—No, soy yo quien lo dice —replicó Sila, cuya feroz sonrisa resultaba más siniestra en su rostro ahora más atezado.
—¿Cómo es eso? —inquirió Yugurta, ya sin sonreír.
—Yo estoy al mando del desarrollo del desfile triunfal, rey Yugurta. Lo que significa que soy quien determina cómo debéis morir. Normalmente se hace por estrangulación, cierto. Pero no está legislado, y hay otra alternativa. Es decir, encerraros en el Tullianum y dejar que os pudráis —contestó Sila muy serio—. Tras un festín como el que habéis tenido, y sobre todo tras intentar sembrar discordia entre mi comandante y yo, creo que sería una lástima que no se os permitiera acabar de digerir los caracoles. Así que no habrá lazo corredizo, majestad. Moriréis poco a poco.
Afortunadamente sus hijos no estaban cerca para oírlo, y el númida vio cómo Sila le dirigía un saludo militar de despedida y a continuación se acercaba a sus hijos para verificar las cadenas. Miró detenidamente todo aquel mundo amenazador que le rodeaba, las masas enfebrecidas de criados blandiendo coronas y guirnaldas de laureles de victoria, los músicos haciendo sonar los cuernos y las extrañas trompetas con cabeza de caballo que Ahenobarbo había arrebatado a los galos cabelludos, los danzarines ensayando sus piruetas en el último momento, los caballos piafando y pateando impacientes, los bueyes atados por docenas a los carros, con sus cuernos dorados y la papada enguirnaldada, un burrito aguador con un sombrero de paja grotescamente coronado de laurel y con las orejas asomando por unos agujeros, una vieja bruja desdentada de senos fláccidos vestida de púrpura y oro de pies a cabeza y a la que hacían subir a un carro pesado, en el cual se tumbó en una litera forrada de púrpura como si fuese la más famosa cortesana, y que le miró de hito en hito con unos ojos de cancerbero. Merecía tener tres cabezas...
Una vez iniciado el desfile, el ritmo fue veloz. Generalmente marchaban en cabeza el Senado y todos los magistrados, y a continuación danzarines y payasos imitando a los famosos; seguía después el botín y las carrozas de trofeos, más danzarines, músicos y bufones escoltando a las bestias para el sacrificio con los sacerdotes, precediendo a los prisioneros de alcurnia y al general triunfador en su carro antiguo. Y finalmente las legiones. Pero Cayo Mario cambió algo aquel orden y desfiló a la cabeza del botín, el cortejo y los trofeos, para llegar al Capitolio y efectuar los sacrificios e inmediatamente ser investido cónsul y presidir la sesión inaugural del Senado y la fiesta en el templo de Júpiter Optimus Maximus.
Yugurta no pudo disfrutar de aquel su primer y último paseo a pie por las calles de Roma. Lo que le preocupaba era cómo iba a morir. Un hombre tenía que morir más tarde o más temprano, y él había tenido una vida muy agradable, a pesar de que hubiese acabado en derrota. Había dado que hacer a los romanos. Bomílcar, su querido hermano... también había muerto en una mazmorra, ahora que lo pensaba. Quizá el fratricidio disgustase a los dioses, por muy válido que fuese el motivo. Bien, sólo los dioses sabían cuántos de su propia sangre habían perecido a instigación suya, o por su propia mano. ¿Estaban menos manchadas de sangre sus manos por no haber participado directamente?