El primer hombre de Roma (75 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Estáis en un error, Manio Aquilio! —interpeló Escauro—. ¡Quinto Servilio mantuvo su dignitas idéntica a la de Roma!

—Os agradezco la rectificación, príncipe del Senado —replicó Aquilio, tranquilo y con una inclinación de cabeza que no podía tacharse de irónica—. Hacéis muy bien en corregirme. ¡La dignitas de Roma y la de Quinto Servilio Cepio son idénticas! Pero ¿por qué sostener que la dignitas de Cayo Mario sea inferior a la de Quinto Servilio Cepio? ¡Qué duda cabe de que la contribución personal de Cayo Mario es bastante alta, si no más alta, a pesar de que sus antepasados no tuvieran nada! ¡La carrera personal de Cayo Mario es ilustre! ¿Piensa, por ello, algún miembro de esta cámara que Cayo Mario anteponga Arpinum a Roma? ¿Cree seriamente algún miembro de esta cámara que Cayo Mario piensa en Arpinum como si no fuese una parte integrante de Roma? ¡Todos nosotros tenemos antepasados que fueron hombres nuevos! ¡Hasta Eneas, que llegó al Lacio desde la lejana Ilión! ¡El era un hombre nuevo! Cayo Mario ha sido pretor y cónsul, ennobleciéndose con ello, y sus descendientes serán nobles hasta el final de los tiempos.

La mirada de Aquilio recorrió las filas de togas blancas.

—Veo hoy aquí a varios padres conscriptos que llevan el nombre de Porcio Catón. Pues su abuelo era un hombre nuevo. Sin embargo, ¿no consideramos hoy a estos Porcios Catones pilares de esta cámara, nobles descendientes de un hombre que en su día causaba el mismo efecto en romanos con el nombre de Cornelio Escipión, del mismo modo que Cayo Mario lo causa hoy en otros con el nombre de Cecilio Metelo?

Se encogió de hombros, bajó del estrado e imitó a Rutilio Rufo, cruzando la cámara para situarse junto a las puertas abiertas.

—Es Cayo Mario y no otro quien debe ostentar el mando supremo contra los germanos. ¡Independientemente de donde se plantee la guerra! Por consiguiente, no basta con investir a Cayo Mario con imperium proconsular limitado a la Galia Transalpina.

Se volvió de cara a los senadores y elevó la voz tonante.

—Como es evidente, Cayo Mario no se halla aquí para dar su opinión, y el tiempo corre como un corcel desbocado. Cayo Mario debe ser cónsul. Es el único modo de concederle el poder que va a necesitar. ¡Hay que hacerle candidato a las próximas elecciones consulares... candidato in absentia!

Se alzó un creciente murmullo de protesta, pero Manio Aquilio prosiguió y logró atraer la atención de los senadores.

—¿Puede alguien aquí negar que los hombres de las centurias son lo mejor del pueblo? Pues yo os digo, ¡dejad que decidan los hombres de las centurias! ¡Que elijan cónsul a Cayo Mario in absentia o que no lo elijan! Porque la decisión de conceder el mando supremo es de suma responsabilidad para que la adopte esta cámara. Y también lo es para la Asamblea de la plebe o para todo el pueblo. ¡Yo os digo, padres conscriptos, que la decisión de otorgar el mando supremo en la guerra contra los germanos debe trasladarse a esa capa del pueblo romano que más cuenta, los ciudadanos de primera y segunda clase que voten en su propia asamblea comitia centuriata!

¡Ah, aquí tenemos a Ulises!, pensó Rutilio Rufo. ¡Nunca se me habría ocurrido! Ni lo apruebo. Pero, qué duda cabe que ha neutralizado a la facción de Escauro. No, desde luego, no habría dado resultado plantear la cuestión del imperium de Cayo Mario a las tribus del pueblo y que el asunto lo hubiesen dirigido los tribunos de la plebe en un ambiente de gritos, chillidos y hasta de disturbios. Para hombres como Escauro, la Asamblea de la plebe es una excusa para alegar que es el populacho quien gobierna Roma. Pero los ciudadanos de primera y segunda clase ¡sí son una clase distinta de romanos! Pero que muy hábil, Manio Aquilio.

Primero propones algo inaudito, como es que se elija a alguien cónsul cuando ni siquiera está presente para asumir el cargo, y luego haces saber a la facción de Escauro que debe someterse la decisión a los mejores ciudadanos de Roma. Y si esta ciudadanía ejemplar de Roma no quiere a Cayo Mario, lo único que tiene que hacer es organizar la primera y segunda clase de las centurias para que vote por otros dos hombres. Si quieren a Cayo Mario, lo que deben hacer es votarle a él y a otro. Y apostaría que la tercera clase no va a tener la posibilidad de votar. El elitismo queda satisfecho.

La única objeción legal de poca monta es esa condición in absentia. Manio Aquilio tendrá que recurrir en eso a la Asamblea de la plebe, porque el Senado no se lo concederá. ¡Hay que ver cómo se retuercen de contento en sus bancos los tribunos de la plebe! Ellos no plantearán el veto; presentarán la dispensa in absentia a la Asamblea y ésta, deslumbrada por el espectáculo de diez tribunos de la plebe totalmente de acuerdo, dictará una ley especial que permita elegir cónsul a Cayo Mario in absentia. Si, claro, Escauro, Metelo el Numídico y los demás harán mención del poder vinculante de la lex Villia annalis que estipula que nadie puede volver a ser cónsul hasta transcurridos diez años. Pero Escauro, Metelo el Numídico y los suyos van a perder.

Hay que tener ojo con este Manio Aquilio, se dijo Rutilio Rufo, volviéndose en su silla para mirar. ¡Sorprendente!, pensó. Se pasan años sentados, tan recatados y amables como una virgen vestal, y luego, de repente, se presenta la oportunidad, se quitan la piel de cordero y aparece el lobo. Manio Aquilio, eres un lobo.

 

* * *

 

Poner orden en Africa era un placer, no sólo para Cayo Mario, sino también para Lucio Cornelio Sila. Cierto que habían cambiado los deberes militares por tareas administrativas, pero a ninguno de los dos le desagradaba el desafío de reorganizar totalmente la provincia africana y los dos reinos circundantes.

Ahora era Gauda el rey de Numidia; no es que fuese un personaje de mucho fuste, pero tenía a su hijo, el príncipe Hiempsal, que sería rey a no tardar, pensaba Mario. Recuperada su categoría oficial de amigo y aliado del pueblo de Roma, Boco de Mauritania se vio con un reino notablemente ampliado por la cesión de la Numidia occidental. Donde antes el río Muluya marcaba la frontera oriental, habia ahora una región de cincuenta millas en dirección de Cirta y Rusicade. La mayor parte de Numidia oriental había quedado incorporada a una provincia africana mucho más grande gobernada por Roma, de modo que Mario pudo otorgar a los caballeros y terratenientes clientes suyos las ricas tierras costeras de la Sirte menor, incluida la antigua y aún poderosa ciudad púnica de Leptis Magna, así como el lago Tritonis y el puerto de Tacape. Para uso propio, él se reservó las grandes y fértiles islas de la Sirte menor, pues tenía proyectos para ellas, sobre todo para Meninx y Cercina.

—cuando hayamos licenciado al ejército —dijo Mario a Sila—, existe el problema de qué hacer con los hombres. Son todos del censo por cabezas, lo que significa que no tienen tierras ni negocios a los que volver. Podrán alistarse en otros ejércitos, y supongo que es lo que hará la mayoría, pero no todos. No obstante, el Estado es el dueño del equipo y no podrán quedárselo, lo cual quiere decir que sólo podrán alistarse en ejércitos de proletarios. Como Escauro y Metelo se oponen en el Senado a que el Estado financie esta clase de ejército, creo que son escasas las posibilidades futuras de este tipo de tropa, al menos hasta que se contenga a los germanos. ¿No sería estupendo participar en esa campaña, Lucio Cornelio? Ah, pero nunca lo consentirían.

—Yo daría mis colmillos —dijo Sila.

—Puedes ahorrártelos —replicó Mario.

—Sigue con lo que decías de los que quieran licenciarse —añadió Sila.

—Creo que el Estado debe a los soldados proletarios algo más que su parte del botín al final de la campaña. Yo creo que debía recompensarlos con una parcela para que tengan con qué vivir cuando se retiren. En otras palabras, hacerlos ciudadanos dignos con algunos medios.

—¿Una versión militar de los asentamientos que intentaron introducir los Gracos? —inquirió Sila, frunciendo algo el entrecejo.

—Exacto. ¿Por qué no te parece bien?

—Pensaba en la oposición del Senado.

—Bien, a mí se me ha ocurrido que esa oposición sería menor si la tierra en cuestión no fuese ager publicus en el término de Roma, porque bastaría con insinuar que se tocase el ager publicus para buscar jaleo. No, esas tierras las arriendan gente muy poderosa. Lo que tengo pensado es solicitar permiso al Senado, o al pueblo, si el Senado lo deniega, para asentar a los soldados proletarios en buenas parcelas en Cercina y Meninx, aquí en la Sirte africana. Dar a cada hombre cien iugera, pongamos por caso, y se conseguirían dos cosas positivas para Roma. Primero, ese hombre y sus compañeros constituirían el núcleo de un cuerpo entrenado que podría ser llamado a filas en caso de otra guerra en Africa. Y segundo, esos hombres traerían Roma a las provincias, sus ideas, sus costumbres, la lengua y el modo de vida.

—No sé, Cayo Mario —dijo Sila—, a mi lo segundo me parece un error. Las ideas, las costumbres y el idioma son cosas que pertenecen a Roma. Injertarlas en el Africa púnica, con sus bereberes y sus moros, me parece una traición a Roma.

Mario alzó los ojos al cielo.

—Lucio Cornelio, ¡cómo se ve que eres un aristócrata! Habrás vivido en ambientes bajos, pero piensas como un elitista —dijo Mario, volviendo a lo que estaba haciendo—. ¿Tienes las listas con todos los detalles del botín? Los dioses nos valgan si se nos olvida detallar hasta el último clavo ¡y por quintuplicado!

—Los empleados del erario, Cayo Mario, son las heces del pellejo de vino romano —replicó Sila, rebuscando entre los papeles.

—De cualquier pellejo de vino, Lucio Cornelio.

 

En los idus de noviembre llegó carta a Utica del cónsul Publio Rutilio Rufo. Mario había adoptado la costumbre de leerle las cartas a Sila, a quien agradaba aquel estilo picante de Rutilio Rufo aún más que al propio Mario, por ser más ilustrado. Sin embargo, Mario se hallaba solo en el despacho cuando le trajeron la carta y esto le complació, porque así tenía ocasión de leerla primero para familiarizarse con el texto, ya que le sacaba de quicio que Sila le oyera susurrar silabeando las interminables frases tratando de dividirlas por palabras.

Pero apenas acababa de empezar a leerla en voz alta, cuando se puso en pie de un salto, estremecido.

—¡Por Júpiter! —exclamó, y salió apresuradamente a buscar a Sila.

Entró en su despacho, pálido y enarbolando el rollo.

—¡Lucio Cornelio, carta de Publio Rutilio!

—¿Y bien? ¿Qué sucede?

—Cien mil romanos muertos —comenzó a decir Mario, repitiendo en voz alta trozos que ya había leído—. Ochenta mil son soldados... Los germanos nos aniquilaron... Ese necio de Cepio se negó a unir su campamento con el de Malio Máximo... se empeñó en quedarse veinte millas más al norte... el joven Sexto César está gravemente herido, y el joven Sertorio... Sólo tres de los veinticuatro tribunos militares han salvado la vida... No quedan centuriones... Los soldados supervivientes eran la tropa más bisoña y han desertado... Aniquilada una legión entera formada por los marsos; el pueblo marso ya ha presentado una protesta al Senado... Reclama grandes daños, a través de los tribunales si es preciso... También los samnitas están furiosos...

—¡Por Júpiter! —masculló Sila, arrellanándose desmayadamente en la silla.

Mario siguió leyendo para sus adentros, murmurando de vez en cuando frases para Sila, y luego hizo un ruido de lo más extraño; Pensando que le había dado algún ataque, Sila se puso en pie de un respingo, pero, sin que le diera tiempo a separarse del escritorio, supo el porqué.

—¡Soy... soy... cónsul! —musitó Mario, abrumado.

—¡Por Júpiter! —exclamó Sila, paralizado y boquiabierto.

Mario comenzó a leer en voz alta la carta de Rutilio Rufo, sin preocuparse en si separaba mal las palabras.

 

No había acabado el día cuando el pueblo ya sabía la noticia. Mario Aquilio ni siquiera tuvo tiempo de volver a su asiento antes de que los diez tribunos de la plebe abandonaran su banco, cruzando como flechas la puerta camino de la tribuna de los Espolones para dirigírse a la multitud reunida en la fuente de los Comicios, que debía ser media Roma, pues la otra media llenaba el bajo Foro. Naturalmente, el Senado en pleno siguió a los tribunos de la plebe, dejando a Escauro y a nuestro querido amigo el Meneítos gritando ante doscientas sillas tumbadas por el suelo.

Los tribunos de la plebe convocaron la Asamblea del pueblo y, sin pérdida de tiempo, se plantearon dos plebiscitos. Siempre me sorprende que seamos capaces en un abrir y cerrar de ojos de redactar mucho mejor algo que en otras circunstancias otros tardan meses enteros. Lo que demuestra que esos otros lo que hacen es desmenuzar buenas leyes y convertirlas en malas. Cota me había dicho que Cepio venía camino de Roma a toda velocidad para imponer su versión, pero que pretendía conservar su imperium quedándose fuera del pomerium mientras su hijo y los suyos la difundían por la ciudad. De ese modo pensaba quedar a salvo, protegido por su imperium, hasta que su versión de los acontecimientos fuese la oficial. Me imagino que pensaría, sin duda con toda la razón, conseguir una prórroga del cargo de gobernador conservando así el imperium y la Galia Transalpina el tiempo suficiente hasta que se hubiese disipado el escándalo.

Pero la plebe frustró sus deseos. Votaron de forma aplastante la anulación inmediata de su imperium. Así que cuando Cepio llegue a las afueras de Roma se encontrará más desnudo que Ulises en la playa. En el segundo plebiscito, Cayo Mario, el funcionario electoral (yo) propuso incluir tu nombre como candidato al consulado, pese a que no pudieras estar presente en Roma para la fecha de las elecciones.

 

—¡Eso es obra de Marte y Belona, Cayo Mario! —exclamó Sila—. Un regalo de los dioses de la guerra.

—¿Marte y Belona? ¡No! Esto es obra de la Fortuna, Lucio Cornelio. ¡Nuestra amiga la Fortuna!

Siguió leyendo:

 

Por cierto, una vez propuestos los plebiscitos, nada menos que Cneo Domicio Ahenobarbo —me imagino que considerándolo interés privado, ya que se las da de fundador de la provincia de la Galia Transalpina— intentó hablar desde la tribuna de los Espolones en contra del plebiscito y de tu nombramiento de cónsul in absentia. Bien, ya sabes lo coléricos que son en esa familia y lo arrogantes y llenos de genio que se muestran todos. Pues Cneo Domicio babeaba de rabia y cuando la multitud se cansó de oírle y le abucheó, ¡él quiso hacerla callar! Y yo creo que por tratarse de Cneo Domicio habría tenido bastantes posibilidades, pero algo falló en su cabeza o en su corazón porque se desplomó allí mismo muerto más tieso que un pollo. Eso apaciguó un tanto los ánimos, la Asamblea se levantó y la gente se fue a sus casas. Pero lo importante ya estaba hecho.

Los plebiscitos se aprobaron al día siguiente por la mañana sin que hubiese una sola tribu disconforme. Y así yo pude ponerme a organizar las elecciones. Y no perdí el tiempo, créeme. Con una cortés solicitud al colegio de tribunos de la plebe lo puse todo en marcha. A los pocos días habían elegido al nuevo colegio, con unos miembros muy aguerridos y mejores; me imagino que por tratarse de asuntos de guerra y de generales. Tenemos al hijo mayor del dolorosamente finado Cneo Domicio Ahenobarbo y al hijo mayor del dolorosamente finado Lucio Casio Longino. Tengo entendido que Casio se ha presentado para demostrar que no todos los de su familia son irresponsables asesinos de soldados romanos, así que te será de buena utilidad a ti, Cayo Mario. También está Lucio Marcio Filipo y, figúrate, un Clodio del numeroso clan de los Claudios Clodio. ¡Por los dioses, cómo se reproducen!

La Asamblea de las centurias votó ayer con el resultado de que, como decía líneas más arriba, Cayo Mario fue elegido primer cónsul por todas las centurias de la primera clase más todas las de la segunda clase necesarias para alcanzar el cómputo. A algunos viejos senadores les habría gustado bloquear tus posibilidades, pero es de dominio público tu condición de promotor honorable y sincero partidario de los negocios (sobre todo después de tu escrupuloso cumplimiento de todas las promesas que hiciste en Afríca), y los caballeros votantes no han tenido remordimientos de conciencia ante minucias tales como las de presentarte al segundo consulado al cabo de tres años o de ser candidato a cónsul in absentia.

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