A una milla del establo, Sila descabalgó y desensilló la mula, tirando el arnés entre unas matas, y luego le dio una palmada en la grupa para ahuyentarla en dirección a las cuadras, convencido de que hallaría el camino. Pero cuando ya se dirigía hacia la puerta Capena vio que el animal le seguía y tuvo que tirarle piedras para alejarlo; la mula se fue sacudiendo su pobre rabo.
Oculto bajo la capa con capucha, Sila entró en Roma cuando el cielo comenzaba a ponerse color perla por el este. En nueve horas de setenta y cuatro minutos había cubierto cabalgando la distancia entre Circei y Roma, lo cual era notable proeza para una mula cansada y un jinete que había aprendido a montar en aquel viaje.
La escalinata de Caco unía el Circo Máximo con el Germalus del Palatino y estaba rodeada por los terrenos más sagrados, poseedores del espíritu de la primitiva ciudad fundada por Rómulo y en cuyos aledaños se encontraba la covacha en la que la loba había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo. A Sila le pareció un lugar adecuado para abandonar su vestimenta y metió capa y venda en un árbol hueco, detrás del monumento al Genius Loci. La herida comenzó a sangrarle de nuevo, pero con menos fuerza. Por eso, los madrugadores de la calle de Clitumna se quedaron sorprendidos al verle acercarse tambaleándose, vestido con una túnica de mujer ensangrentada, sucia y destrozada.
En casa de Clitumna, los criados seguían en pie, pues no se habían acostado desde la estampida de Hércules Atlas unas treinta y dos horas antes. En cuanto el criado le franqueó la puerta y le vio en aquel estado, todos los demás acudieron en su ayuda, saliendo de todas partes; le metieron en cama, le bañaron y le esponjaron, llamaron al mismísimo Atenodoro de Sicilia para que le examinara la herida y hasta el vecino Cayo Julio César acudió a ver qué había sucedido, pues todo el Palatino le había andado buscando.
—Decidme lo que podáis —dijo César, sentándose a la cabecera de la cama.
El aspecto de Sila era muy convincente: tenía los labios azulados y con mueca de dolor, su piel blanca estaba más pálida que nunca y sus ojos, vidriados de agotamiento, estaban enrojecidos y congestionados.
—Ha sido una tontería —dijo, arrastrando las palabras—. No debí intentar oponerme a Hércules Atlas; pero soy fuerte y sé defenderme, y no pensé que pudiera conmigo, creí que era pura exhibición. Pero estaba borracho perdido y me sacó en volandas sin que yo pudiera impedírselo. No recuerdo dónde, me dejó en el suelo y yo quise huir, pero debió golpearme; no lo recuerdo. En resumen: me desperté en una calleja del Subura, en donde debo haber estado tirado todo un día, pero ya sabéis cómo es ese barrio. Nadie me prestó la menor ayuda; en cuanto he podido moverme, he venido para casa. Eso es todo, Cayo Julio.
—Sois hombre de suerte —dijo César con los labios prietos—, porque si Hércules Atlas os hubiese llevado a su casa, habríais compartido su suerte.
—¿Su suerte?
—Ayer vino a verme vuestro mayordomo, dado que no volvíais, y me preguntó qué debía hacer. Cuando me explicó la historia, me fui con unos gladiadores a sueldo a la vivienda del forzudo y lo encontramos todo destrozado. No se sabe por qué Hércules Atlas había dejado la casa hecha un verdadero desaguisado, con todos los muebles hechos astillas, las paredes agujereadas a puñetazos, aterrorizando de tal manera a los vecinos de la ínsula, que ninguno se había atrevido a acercarse. Lo encontramos tendido, muerto, en medio de la sala de estar. Mi opinión es que debió rompérsele un vaso cerebral y se volvió loco en su agonía. O bien que alguien le envenenó —añadió César con una mueca de disgusto—. Moribundo organizó aquel cataclismo; supongo que los criados debieron de encontrarle ya cadáver, pero se habían marchado cuando yo llegué, y, como no hallamos dinero ni nada de valor, supongo que se lo llevaron todo. ¿Le disteis algo por su actuación? Porque en el piso no había nada.
Sila cerró los ojos sin necesidad de fingir cansancio.
—Le pagué por anticipado, Cayo Julio, así que no sé si tendría allí el dinero.
—Bien, yo he hecho todo lo que he podido —dijo César levantándose y mirando muy serio, aunque inútilmente, al yacente, que seguía con los ojos cerrados—. Os compadezco profundamente, Lucio Cornelio —añadió—, pero vuestra conducta no puede continuar. Mi hija casi perece de hambre por una inmadura vinculación emotiva con vos, de la cual aún no se ha curado, lo que significa que sois un vecino notablemente molesto. Si bien tengo que admitir que nada habéis hecho por vuestra parte para fomentar en ella tal sentimiento y, a la vez, debo confesar que ella os ha causado no menos perjuicio. Todo lo cual me induce a aconsejaros que cambiéis de residencia. He enviado un mensajero a vuestra madrastra en Circei para informarla de lo acontecido durante su ausencia y al mismo tiempo hacerle saber que su presencia en esta vecindad hace tiempo que ha dejado de ser deseable y es mejor que busque casa en el Carinae o el Caelia. Somos una vecindad tranquila y me dolería tener que presentar quejas y una denuncia al pretor urbano para preservar nuestra tranquilidad y nuestro bienestar físico. Pero, bien que me pese, Lucio Cornelio, estoy dispuesto a presentarla. Igual que sucede con el resto de los vecinos; estoy harto.
Sila no se movió ni abrió los ojos; mientras César seguía en pie, pensando hasta qué punto su reconvención había hecho efecto, sintió que le zumbaban los oídos. Dio media vuelta y se marchó.
Pero fue Sila quien primero recibió carta de Circei, no Cayo Julio César. Al día siguiente llegó un mensajero con una misiva del mayordomo de Clitumna, diciendo que habían encontrado el cadáver del ama al pie del acantilado que bordeaba la finca. Se había roto la crisma en la caída, pero no había circunstancias sospechosas. Como era bien sabido, añadía el mayordomo, la señora Clitumna se hallaba últimamente muy deprimida.
Sila sacó las piernas de la cama y se levantó.
—Preparadme un baño y la toga —dijo.
La pequeña herida de la frente iba curando rápidamente, aunque los labios aún estaban negros y tumefactos. Pero, aparte de eso, nada había en su aspecto que recordase el estado del día anterior.
—Ve a buscar a Cayo Julio César —dijo al mayordomo Iamus, una vez vestido.
Sila sabía perfectamente que todo su futuro giraba en torno a aquella entrevista. Gracias a los dioses que Scilax se había llevado a casa a Metrobio desde la fiesta, a pesar de las protestas del muchacho, que quería saber qué le había sucedido a su querido Sila. Esa circunstancia y la pronta llegada de César al escenario del crimen constituían los únicos fallos de su plan. ¡Qué suerte! ¡No cabía duda que tenía un ascendente de suerte! La presencia de Metrobio en casa de Clitumna cuando el preocupado Iamus llamó a César habría hecho la santísima irremediablemente a Sila. No, César nunca le habría condenado por un rumor, pero de haber visto al muchacho con sus propios ojos, la situación habría cambiado radicalmente. Y Metrobio no se habría arredrado. Estoy pisando un terreno peligroso y debo parar, se dijo Sila para sus adentros. Pensó en Stichus, en Nicopolis, en Clitumna, y sonrió. Si, ahora ya podía parar.
Recibió a César con absoluto aspecto de patricio romano, vestido de blanco inmaculado, con la franja estrecha de caballero adornando el hombro derecho de su túnica, y el cabello de su magnífica cabeza peinado de una forma atractiva pero muy varonil.
—Os ruego que me disculpéis por haceros venir de nuevo, Cayo Julio —dijo, entregándole un rollo de papel—. Acabo de recibir esto de Circei y pensé que deberíais verlo sin tardanza.
Impasible, César leyó despacio la carta, moviendo en silencio los labios. Sila sabía que estaba reflexionando a propósito del escrito, palabra por palabra. Cuando concluyó la lectura, dejó la carta.
—Es la tercera muerte —dijo en tono casi de alegría—. Vuestra casa ha quedado lamentablemente diezmada, Lucio Cornelio. Aceptad mi pésame.
—Imaginé que habríais redactado el testamento de Clitumna —añadió Sila, muy tieso—, si no, os aseguro que no os habría molestado.
—Sí, he redactado por orden suya varios testamentos; el último poco después de la muerte de Nicopolis —respondió sin que se alterara aquella mirada franca de sus ojos azules en el hermoso rostro; todo en él era cuidadosamente legalista e imparcial—. Lucio Cornelio, os agradecería que me dijeseis qué sentíais exactamente por vuestra madrastra.
Ahí estaba: el paso más delicado. Tenía que darlo con la seguridad y agilidad de un gato sobre un borde lleno de cortantes cristales a una altura de doce pisos.
—Recuerdo que en cierto momento os di mi opinión, Cayo Julio —respondió—, pero me complace tener ocasión de hablar más ampliamente sobre ella. Era una mujer muy estúpida y vulgar, pero da la casualidad de que yo la apreciaba. Mi padre —añadió con una mueca— era un borracho incurable, y los recuerdos de mi vida con él, y también durante varios años con mi hermana, hasta que se casó para liberarse, son una pesadilla. No éramos gente bien venida a menos, Cayo Julio, no llevábamos una vida que recordase para nada a nuestros origenes, sino que éramos tan pobres que no teníamos ni un esclavo. De no haber sido por la caridad de un maestro de la vía pública, yo, un patricio de la gens Cornelius, ni siquiera habría aprendido a leer y escribir. No he hecho servicio militar elemental en el Campo de Marte, ni aprendido a montar a caballo, ni he sido alumno de ningún abogado de los tribunales. No sé nada de la milicia, de retórica ni de la vida pública. Eso es lo que mi padre hizo de mi. Por eso yo apreciaba a Clitumna. Ella, al casarse con él, nos llevó a vivir en su casa; quién sabe si de haber seguido viviendo con mi padre en el Subura no me habría vuelto loco un día y habría acabado matándole, ofendiendo irremediablemente a los dioses. Pero, hasta el día de su muerte, fue ella quien llevó la peor parte y yo me libré de sus furores. Sí, yo la apreciaba.
—También ella os apreciaba, Lucio Cornelio —dijo César—. Su testamento es simple y claro: os deja todo lo que tenía.
¡Despacio, despacio! ¡Ni mucha alegría ni mucho pesar! Se hallaba ante un hombre muy inteligente y con mucha experiencia en el ser humano.
—¿Me ha dejado lo suficiente para aspirar al Senado? —inquirió, mirando de hito en hito a César.
—Más que suficiente.
—No... puedo creerlo —replicó Sila, flaqueando a ojos vistas—. ¿Estáis seguro? Sé que era dueña de esta casa y de la villa en Circei, pero no creía que tuviera mucho más.
—Pues os equivocáis; era una mujer muy rica, que tenía inversiones, acciones e intereses en toda clase de empresas, así como en doce barcos mercantes. Os recomiendo que invirtáis el capital de los barcos y las acciones en propiedades. Tendréis que tener vuestros asuntos en perfecto orden para satisfacer a los censores.
—¡Es un sueño! —exclamó Sila.
—No me extraña que lo veáis así, Lucio Cornelio. Pero tranquilizaos porque es una realidad —añadió César pausadamente, sin que le extrañase la reacción de Sila ni viese ninguna pena fingida, que su sentido común le dictaba que una persona como Lucio Cornelio Sila jamás habría sentido por Clitumna, por muy cariñosa que hubiera sido con su padre.
—Podría haber vivido aún muchos años —dijo Sila, como pensando en voz alta—. Realmente la fortuna me sonríe, Cayo Julio. Nunca pensé que podría decir eso. La echaré de menos, pero espero que en años venideros se comente que la mejor contribución que pudo hacer a la vida pública fue morirse, porque aspiro a hacer algo por mi clase y por el Senado.
¿Estaba bien dicho? ¿Se entendía la implicación que encerraba?
—Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio, en que a ella le haría feliz saber que usáis fructiferamente su legado —replicó César, expresando la idea de Sila con mayor corrección—. Y espero que no celebréis más fiestas desaforadas, ni sigáis con esas equívocas compañías...
—Cuando un hombre puede abrazar la vida que por su cuna le corresponde, no necesita alegres fiestas ni amistades dudosas —respondió Sila con un suspiro—. Eso era el modo de pasar el rato. Me atrevería a decir que no se os oculta, pero esa vida que he llevado durante treinta años me colgaba del cuello como una piedra de molino.
—Naturalmente que lo comprendo —comentó César.
—¡Pero ahora no hay censores! —exclamó Sila, aterrado por la perspectiva—. ¿Qué puedo hacer?
—Bueno, aunque no es necesario elegir a otros hasta que hayan transcurrido cuatro años, una de las condiciones de Marco Escauro para dimitir voluntariamente ha sido precisamente que se elijan censores el próximo abril. Hasta ese momento tendréis que esperar —dijo César con soltura.
Sila se ciñó la toga y lanzó un profundo suspiro.
—Cayo Julio, tengo otra cosa que pediros —dijo.
Los azules ojos de César adoptaron una expresión que Sila fue incapaz de descifrar; era como si se esperara lo que iba a decirle. ¿Cómo era posible, si se le acababa de ocurrir la idea? Una brillante idea, la más afortunada. Pues, si César aceptaba, su candidatura al cargo de censor tendría mucho mayor peso que el dinero y mayor trascendencia que sus alegaciones de linaje, empañadas como estaban por la vida que había llevado.
—¿De qué se trata, Lucio Cornelio? —inquirió César.
—De que me consideréis como esposo de vuestra hija Julilla.
—¿A pesar de lo que os ha ofendido?
—Yo... la amo —respondió Sila, creyéndose sus propias palabras.
—Por ahora, Julilla no está ni mucho menos en condiciones de considerar el matrimonio —replicó César—, pero tomo nota de vuestra petición, Lucio Cornelio —añadió sonriendo—. Quizá, habida cuenta de tantos inconvenientes, estéis hechos el uno para el otro.
—Ella me ofreció una corona de hierba —añadió Sila—. Y, ¿sabéis, Cayo Julio, que a partir de entonces mi suerte ha cambiado?
—Os creo —dijo César, poniéndose en pie, dispuesto a marcharse—. No obstante, de momento no comentaremos a nadie vuestras intenciones de casaros con Julilla. Y, sobre todo, os encarezco a que no os acerquéis a ella, pese a vuestros sentimientos, pues aún sigue esforzándose por salir de esa situación y no quiero que se le brinde la solución fácil.
Sila acompañó a César hasta la puerta y le tendió la mano, sonriendo con los labios cerrados, pues nadie mejor que su propio dueño para saber el efecto que causaban aquellos caninos excesivamente largos y afilados, y no era cuestión de dedicar a Cayo Julio César una de aquellas espeluznantes sonrisas. No, a César había que mimarle y cortejarle. Sin saber la propuesta que el propio César había hecho a Cayo Mario respecto a una de sus hijas, Sila llegaba a idéntica conclusión. ¿Qué mejor método para hacerse valer ante los censores que tener por esposa a Julilla, sobre todo teniéndola tan a mano y habiendo estado a punto de morir por él?