—¡Iamus! —gritó nada más cerrar la puerta.
—Decid, Lucio Cornelio.
—No te preocupes por la cena. Que toda la casa guarde luto por la señora Clitumna y ocúpate de que vuelvan los criados de Circei. Salgo inmediatamente para encargarme del entierro.
Y me llevaré a Metrobio, pensó mientras hacía apresuradamente el equipaje. Adiós a toda mi vida anterior, adiós a todo, adiós a Clitumna. No echaré de menos nada, salvo a Metrobio. A él sí lo echaré de menos; y mucho.
C
on la llegada de las lluvias de invierno, la guerra contra Numidia llegó a un sombrío estancamiento y ninguno de los dos bandos pudo desplegar sus tropas. Cayo Mario recibió la carta de su suegro César y reflexionó sobre la misma, preguntándose si el cónsul Quinto Cecilio Metelo sabría que iba a convertirse en procónsul, al ver prorrogado su mandato al llegar el Año Nuevo, y así tener asegurado el triunfo. Nadie en el cuartel general del gobernador en Utica hablaba de la derrota de Junio Silano frente a los germanos ni de las ingentes bajas de su ejército.
Lo que no quería decir, pensó resentido Mario, que Metelo ignorase esas cuestiones; no, lo que sucedía era que el legado mayor Cayo Mario, como de costumbre, sería el último en ser informado. Al pobre Rutilio Rufo le habían encomendado la supervisión de las guarniciones de invierno fronterizas, lo cual le ponía en contacto inmediato con cualquier rebrote de hostilidades que pudiera producirse, y Cayo Mario, destinado al puesto de mando en Utica, se vio a las órdenes directas ¡del hijo de Metelo!, un muchacho de veinte años, ascendido a cadete a la sombra de su padre, que se recreaba en aquel cargo de mandar en la guarnición y defensa de Utica, por lo que en cualquier asunto militar relacionado con la ciudad Mario tenía que consultar con el insufriblemente arrogante Meneítos hijo, como no tardaron en llamarle, y no sólo Mario. Dado que Utica era una fortaleza alejada, las obligaciones de Mario incluían realizar todas las tareas que el gobernador no quería hacer, tareas más propias de un cuestor que de un legado mayor.
Así que la cosa estaba que ardía y la prudencia de Mario iba progresivamente deteriorándose, en particular cuando Metelo hijo se divertía a costa suya, cosa en la que se complacía desde que su padre le había comentado que a él también le alegraba. La casi derrota del río Mutul había suscitado por parte de Rutilio Rufo y de Mario una acerba crítica del general, llegando el propio Mario a decirle que la mejor manera de ganar la guerra contra Numidia era capturar a Yugurta.
—¿Cómo puedo hacerlo? —replicó Metelo, bastante escarmentado por su primera batalla.
—Con un subterfugio —dijo Rutilio Rufo.
—¿Qué clase de subterfugio?
—Eso debéis idearlo vos mismo, Quinto Cecilio —añadió Mario.
Pero ahora que todos habían regresado a la provincia africana, y dedicaban tranquilamente los días lluviosos a tareas rutinarias, Metelo tenía su propio consejo, hasta que entró en contacto con un noble númida llamado Nabdalsa y se vio obligado a llamar a Mario para que asistiera a la entrevista.
—Quinto Cecilio, ¿es que no podéis hacer vos mismo el trabajo sucio? —inquirió a quemarropa Mario.
—¡Creedme, Cayo Mario, si estuviera aquí Publio Rutilio no os llamaría! —espetó Metelo—. ¡Pero vos conocéis a Yugurta y yo no, y supongo que, en consecuencia, sabéis mejor que yo cómo funciona la mente de un númida! Lo único que quiero es que oigáis lo que dice ese Nabdalsa y me digáis después qué os parece.
—Me sorprende que confiéis lo bastante en mí para creer que os vaya a dar mi sincera opinión —replicó Mario.
Metelo enarcó las cejas, francamente desconcertado.
—Estáis aquí para luchar contra Numidia, Cayo Mario, ¿por qué no me ibais a dar vuestra sincera opinión?
—Pues que pase ese Nabdalsa, Quinto Cecilio, y os corresponderé lo mejor que pueda.
Mario sabía quién era Nabdalsa, aunque nunca le había visto. Era un incondicional del príncipe Gauda, pretendiente legitimo al trono númida, y que por entonces vivía en una finca casi regia no lejos de Utica, en la floreciente ciudad que había nacido en el emplazamiento de la antigua Cartago. Nabdalsa había venido de parte del príncipe Gauda en la vieja Cartago, y Metelo le recibió en glacial audiencia.
Metelo explicó su plan y le manifestó que la manera más rápida de acabar la guerra y resolver el contencioso de Numidia era capturando a Yugurta. ¿Tenía el príncipe Gauda, o Nabdalsa, alguna idea de cómo llevar a cabo dicha captura?
—Decididamente a través de Bomílcar, domínus —contestó Nabdalsa.
—¿De Bomílcar? —repitió Metelo, estupefacto—. Sí es su hermanastro, su notable más leal!
—En este momento las relaciones entre ambos son muy tirantes —replicó Nabdalsa.
—¿Debido a qué? —inquirió Metelo.
—Por la cuestión sucesoria, domínus. Bomílcar quiere que le nombren regente pero Yugurta se niega.
—¿Regente? ¿Heredero no?
—Bomílcar sabe que no puede serlo, domínus, porque Yugurta tiene dos hijos, aunque muy pequeños.
Metelo frunció el ceño, tratando de discernir los procesos mentales de aquel caletre extranjero.
—¿Y por qué se niega Yugurta? Yo diría que la designación de Bomílcar es una buena idea.
—Se trata del linaje, domínus —replicó Nabdalsa—. El notable Bomílcar no es descendiente del rey Masinisa ni pertenece a su casa real.
—Comprendo —asintió Metelo—. Muy bien; ved, pues, lo que podéis hacer para persuadir a Bomílcar de que debe aliarse con Roma. ¡Es sorprendente! —añadió, dirigiéndose a Mario—. Yo había creído que un hombre con suficientes títulos de nobleza para aspirar al trono sería el regente ideal.
—En nuestra sociedad, sí —respondió Mario—, pero en la de Yugurta es una invitación al asesinato de sus hijos. ¿Cómo podría ascender Bomílcar al trono sino matando a los herederos de Yugurta y fundando una nueva dinastía?
—Gracias, barón Bomílcar —dijo Metelo, volviéndose hacia Nabdalsa—. Podéis partir.
Pero Nabdalsa no estaba dispuesto a irse.
—Dominus, os suplico un pequeño favor —dijo.
—¿De qué se trata? —inquirió Metelo con cara de pocos amigos.
—El príncipe Gauda está deseando veros y se pregunta por qué no se le ha ofrecido la oportunidad. Vuestro año de gobernador de la provincia africana está a punto de concluir, y el príncipe Gauda sigue esperando la ocasión de saludaros.
—Si desea verme, ¿qué se lo impide? —replicó adusto el gobernador.
—No puede presentarse por las buenas, Quinto Cecilio —terció Mario—. Debéis extenderle una invitación formal.
—Ah, bien, si de eso se trata, se le cursará una invitación —añadió Metelo, ocultando una sonrisa.
Y la invitación fue extendida al día siguiente para que Nabdalsa pudiera llevarla personalmente a la vieja Cartago, y así el príncipe Gauda fue a entrevistarse con el gobernador.
No fue una entrevista muy halagüeña, pues dos hombres tan distintos como Metelo y Gauda difícilmente podían avenirse. Débil y enfermizo y no muy inteligente, Gauda adoptó la actitud que consideraba de ley y que Metelo juzgó despótica, pues, al saber que era necesario enviar una invitación al real personaje para que acudiera a verle, se imaginó que su visitante se mostraría modesto y hasta obsequioso. Pero, muy al contrario, Gauda comenzó por encolerizarse cuando Metelo no se levantó para saludarle y puso fin poco después a la audiencia abandonando majestuosamente la residencia del gobernador.
—¡Soy de la realeza! —protestó Gauda ante Nabdalsa.
—Nadie lo ignora, alteza —asintió Nabdalsa—, pero los romanos son muy raros a ese respecto, y se consideran no menos superiores porque destronaron a sus reyes hace cientos de años, gobernándose a sí mismos desde entonces sin necesidad de reyes.
—¡Por mi como si adoran la mierda! —replicó Gauda ofendido—. ¡Soy hijo legítimo de mi padre, mientras que Yugurta es un bastardo! ¡Cuando hago acto de presencia entre ellos, los romanos deben ponerse en pie para recibirme, inclinarse ante mí, ofrecerme un trono para sentarme y seleccionar unos centenares de sus mejores soldados para ofrecérmelos como escolta!
—Cierto, cierto —replicó Nabdalsa—. Ya hablaré con Cayo Mario. Quizá Cayo Mario pueda hacer entrar en razón a Quinto Cecilio.
Todos los númidas conocían a Cayo Mario y a Rutilio Rufo, pues Yugurta había difundido su fama en sus primeros tiempos al regresar de Numancia y los había visto a los dos varias veces durante su reciente estancia en Roma.
—Pues ved a Cayo Mario —dijo Gauda, retirándose a la antigua Cartago, con una rabieta monumental, reconcomido por los desaires hechos por Metelo en nombre de Roma, mientras Nabdalsa se procuraba discretamente una entrevista con Cayo Mario.
—Haré lo que pueda, barón —dijo Mario con un suspiro.
—Os lo agradecería, Cayo Mario —añadió Nabdalsa, conmovido.
—Vuestro señor os hace responsable, ¿no es eso? —dijo Mario sonriendo.
La mirada de Nabdalsa hablaba por sí sola.
—El inconveniente, amigo mío, es que Quinto Cecilio se considera infinitamente superior por nacimiento a un príncipe númida, y dudo mucho de que nadie, y menos yo, pueda hacerle cambiar de actitud. Pero lo intentaré, porque deseo que podáis buscarme a Bomílcar. Eso es mucho más importante que las rencillas entre gobernadores y príncipes —dijo Mario.
—La pitonisa siria dice que la familia de Cecilio Metelo va a entrar en decadencia —añadió pensativo Nabdalsa.
—¿Qué pitonisa siria?
—Una mujer llamada Marta —contestó el númida—. El príncipe Gauda la encontró en Cartago, donde al parecer fue abandonada hace años por un capitán de barco que pensaba que le había echado una maldición. Al principio sólo la consultaban los humildes, pero ahora su fama se ha extendido y reside en la corte del príncipe. Le ha profetizado que llegará a ser rey de Numidia tras la caída de Yugurta, cuya hora, dice, no ha llegado todavía.
—¿Y qué dice de la familia de Cecilio Metelo?
—Que toda la familia ha pasado el cenit de su poder e irá disminuyendo en miembros y en riqueza, superada por otros, entre ellos vos mismo, domínus.
—Quiero ver a esa augur siria —dijo Mario.
—No hay inconveniente, pero deberéis venir a la antigua Cartago, porque ella no sale de la corte del príncipe —contestó Nabdalsa.
Una entrevista con la adivina siria implicaba una audiencia previa con el príncipe Gauda. Mario escuchó resignado la retahíla de agravios contra Metelo y aseguró que él no tenía la menor idea de cómo pensaba comportarse.
—Tened el convencimiento, alteza, de que cuando en mi mano esté se os tratará con el respeto y la deferencia que por linaje os corresponde —dijo con una reverencia aún más profunda de lo que Gauda habría esperado.
—¡Ese día llegará! —replicó entusiasmado Gauda, enseñando sus deteriorados dientes—. Marta dice que seréis el primer hombre de Roma a no tardar. Por tal motivo, Cayo Mario, quiero formar parte de vuestros clientes, y me encargaré de que mis partidarios en la provincia africana se hagan igualmente clientes vuestros. Y lo que es más, cuando sea rey de Numidia, todo el país será cliente vuestro.
Mario escuchaba perplejo; a él, un simple pretor, se le ofrecía la clase de clientes que el propio Cecilio Metelo ansiaba en vano. ¡Tenía que conocer a aquella Marta, la adivina siria!
Tuvo ocasión de conocerla poco después porque ella misma solicitó verle, y Gauda ordenó que le condujeran a su presencia en la enorme villa que ocupaba como palacio provisional. Una mirada bastó para que Mario, al que hicieron esperar en antesala, se diese cuenta de que la adivina era un huésped de excepción, pues la vivienda estaba lujosamente amueblada, las paredes decoradas con los mejores murales que había visto en su vida y los suelos recubiertos de mosaicos que en nada desmerecían a los murales.
La siria entró vestida de rojo, otro signo honorífico, que generalmente no se otorgaba a nadie que no fuese de sangre real. Y ella no era, ni mucho menos, de sangre real, sino una anciana menuda, flaca y arrugada, que apestaba a orines y que no se había lavado el cabello hacía años, sospechaba Mario. Tenía aspecto extranjero, con una gran nariz delgada y aguileña que destacaba en un rostro surcado por infinitas arrugas, y unos ojos negros de fulgor tan fiero y vigilante como los de un águila. Sus pechos pendían como bolsas llenas de guijarros, balanceándose bajo la tenue camisa roja tiria que era lo único que llevaba de cintura para arriba. Llevaba ceñido a la cintura un chal tirio, igualmente rojo, y manos y pies casi negros por el tinte de alheña; al andar hacía sonar una infinidad de campanillas, ajorcas, anillos y dijes de oro macizo. Fijado por una peineta de oro, un velo de púrpura tiria cubría su nuca, y le caía sobre la espalda cual lacia bandera.
—Sentaos, Cayo Mario —dijo, señalándole una silla con un largo dedo semejante a una garra, reluciente por los muchos anillos que ceñía.
Mario hizo lo que le indicaba, incapaz de apartar los ojos de aquel atezado rostro senil.
—El príncipe Gauda me ha dicho que habéis vaticinado que seré el primer hombre de Roma —dijo al tiempo que carraspeaba—. Quisiera saber algo más.
La adivina emitió una característica risita cacareante de vieja, enseñando sus encías vacías, salvo un incisivo amarillento en la mandíbula superior.