Faltaban doce días para las elecciones consulares en Roma cuando Quinto Cecilio Metelo licenció oficialmente a Cayo Mario como legado mayor en la campaña contra Yugurta.
—¡Marchaos! —dijo Metelo con dulce sonrisa—. Tened la seguridad, Cayo Mario, de que haré que en Roma se sepa que os di de baja en el servicio antes de las elecciones.
—Pensáis que no llegaré a tiempo —comentó Mario.
—No pienso nada, Cayo Mario.
—Eso, desde luego, es cierto —replicó Mario con aviesa sonrisa, chascando los dedos—. Dadme el escrito oficial de mi baja.
Metelo le entregó las órdenes de marcha, con impávida sonrisa.
—Por cierto, Cayo Mario —dijo sin alzar la voz, cuando ya estaba en la puerta—, acabo de recibir estupendas noticias de Roma: el Senado ha prorrogado un año más mi mandato de gobernador en la provincia de Africa y al frente de la guerra.
—Muy amable el Senado —comentó Mario mientras salía.
Momentos después, Mario espetó a Rutilio:
—¡Que le aspen! Se cree que ha hecho una jugarreta y que va a salirse con la suya, pero se equivoca. ¡Voy a vencerle, Publio Rutilio, ya lo verás! Voy a llegar a Roma a tiempo para que me elijan cónsul y luego voy a conseguir que le deroguen la prórroga y que me den a mi el mando.
—Respeto mucho tu habilidad, Cayo Mario —dijo Rutilio Rufo, mirándole pensativo—, pero en este caso será Metelo quien gane a la larga. No llegarás a tiempo a Roma para las elecciones.
—Llegaré —replicó Mario, muy seguro de sí mismo.
Cubrió a caballo la distancia entre Cirta y Utica en dos días, deteniéndose unas horas a dormir en el camino y exigiendo enérgicamente un caballo de refresco cada vez que lo necesitaba. La segunda jornada, antes del anochecer, tenía alquilada una modesta embarcación rápida en el puerto de Utica; y al amanecer del tercer día zarpaba para Italia, tras ofrecer un profuso sacrificio a los Lares Permarini en la playa antes de que la luz comenzara a surgir por el horizonte.
—Navegáis hacia un gran destino que no podéis imaginar, Cayo Mario —vaticinó el sacerdote que hizo la ofrenda a los dioses protectores de los viajeros por mar—. Nunca he visto mejores presagios que los de hoy.
Sus palabras no fueron una sorpresa para Mario. Desde que Marta la adivina siria le había predicho el futuro, no había flaqueado su convencimiento de que las cosas saldrían tal como le había vaticinado. Así, mientras el barco dejaba el puerto de Utica, se acodó tranquilamente en la borda y esperó a que se alzara el viento. Este sopló del sudoeste y la nave pudo mantener una velocidad de veinte millas marinas; así pudo cubrir la ruta entre Utica y Ostia en tres dias. Un viento perfecto en una mar perfecta, que no obligó a cabotar ni a hacer escala en ningún sitio para refugiarse ni avituallarse. Los dioses estaban de su lado, como había profetizado Marta.
La noticia de su milagroso viaje alcanzó Roma antes que él, pese a que en Ostia sólo se detuvo lo imprescindible para pagar el viaje y recompensar generosamente al capitán. Así, cuando entró en el Foro Romano y desmontó ante la mesa electoral del cónsul Aurelio, se encontró con una multitud a la espera, que le aplaudió y vitoreó enardecida, dándole a entender que era el héroe del momento. Rodeado de personas que le daban palmadas en la espalda y le sonreían por su mágica aparición, se dirigió al cónsul suffectus, que había reemplazado a Servio Sulpicio Galba, condenado por la comisión de Mamilio, y extendió la carta de Metelo sobre la mesa.
—Excusadme que no haya perdido tiempo para cambiar mi atavío por la toga blanca, Marco Aurelio —dijo—. He venido a inscribir mi nombre como candidato a la elección consular.
—Con que demostréis que Quinto Cecilio os ha licenciado de sus obligaciones para con él, con mucho gusto inscribiré vuestro nombre, Cayo Mario —contestó el cónsul sustituto, emocionado por la acogida de la multitud y viendo que los caballeros más influyentes de la ciudad se apresuraban a acudir desde todas las basílicas y pórticos de los aledaños conforme se difundía la noticia de la llegada de Mario.
¡Qué ensalzamiento! ¡Qué relieve cobraba su figura, destacada media cabeza por encima de los que le rodeaban, con su fiera sonrisa! ¡Qué ancho de hombros, para recibir sobre ellos la carga del consulado! Por primera vez en su larga carrera, el patán provinciano que no hablaba griego supo lo que era la experiencia de la adulación política; no era la estima sincera e íntegra de sus soldados, sino la adoración veleidosa y oportunista de las masas del Foro. Y a Cayo Mario le encantaba, no porque el criterio que tenía de sí se lo exigiera, sino por la novedad, tan viciada e inexplicable.
Fueron los cinco días más febriles de su vida. No tenía tiempo ni fuerzas para darle a Julia más que un rápido beso y nunca estaba en casa a una hora en que pudiera ver a su hijo, pues el histérico recibimiento en el Foro al presentar su candidatura no significaba que fuesen a elegirle, ya que la muy influyente facción de Cecilio Metelo unía sus fuerzas a otras facciones aristocráticas para impedirle el acceso a la silla curul. Su mejor recurso eran los caballeros, gracias a sus relaciones con los asuntos de Hispania y a las promesas del príncipe Gauda de concesiones en Numidia una vez accedido al trono. Pero había muchos caballeros vinculados a las diversas facciones aliadas en contra suya.
La gente hablaba, discutía, ponía en tela de juicio, debatía: ¿Sería conveniente para Roma elegir cónsul al hombre nuevo Cayo Mario? Los arribistas eran un riesgo; no sabían nada de la vida de la nobleza; cometían errores y los nobles no. Eran distintos... Si, su esposa era una Julia de los Julios. Y su carrera militar, un orgullo para Roma. Sí, claro, era tan rico que se podía confiar plenamente en que estuviera exento de corrupción. Pero ¿cuándo se le había visto en la tribuna? ¿Quién le había oído hablar de leyes o de legislación? ¿No era cierto que había sido factor de disensión en el colegio de los tribunos de la plebe hacía muchos años, con su arrogancia frente a quienes conocían Roma y sus necesidades mejor que él, y esa nefanda ley por la que se habían estrechado los puentes de votación en la saepta? ¡Y la edad que tenía! Sería cónsul con sus buenos cincuenta años, y los hombres ya mayores no eran buenos cónsules.
Y por encima de todas aquellas conjeturas y objeciones, la facción de Cecilio Metelo sacó buen partido de la faceta más adversa de Cayo Mario, aspirante a cónsul: él no era un romano descendiente de romanos, sino un provinciano. ¿Es que Roma estaba tan falta de nobles romanos idóneos para que hubiese que dar el consulado a un itálico arribista? ¡Había entre los candidatos más de media docena de hombres mejores que Cayo Mario! Y todos romanos y hombres honrados.
Naturalmente, Mario tomaba la palabra ante grupos pequeños y numerosos, en el Foro Romano, en el Circo Flaminio, en el podio de los templos, en el pórtico Metelo, en todas las basílicas. Y era buen orador, experto en retórica, pese a que nunca había recurrido a sus dotes hasta después de acceder al Senado y que sus cualidades oratorias las había perfeccionado escuchando a Escipión Emiliano. Las multitudes prestaban atención y nadie se marchaba porque fuese mal orador, aunque no pudiese rivalizar con Lucio Casio o con Catulo César. Le hacían innumerables preguntas, algunas eran simples consultas de quienes querían saber algo; otras, de sus enemigos y de los que deseaban ver la diferencia entre sus respuestas y los informes de Metelo al Senado.
Las elecciones se llevaron a cabo con tranquilidad y orden y se celebraron en la zona de votación del Campo de Marte, en el lugar llamado el saepta. Las elecciones de las treinta y cinco tribus se convocaban en la zona de comicios del Foro Romano, porque era más fácil organizar los votos tribales en un recinto relativamente cerrado, pero las de la asamblea de las centurias, al ser muchísimo más numerosas, exigían el despliegue de las mismas en las cinco clases.
A medida que se fue recogiendo el voto de cada centuria, empezando con la primera centuria de la primera clase, comenzó a configurarse una pauta y se observó que Lucio Casio Longino era el más votado, pero el voto al segundo cónsul era muy diversificado. Evidentemente, la primera y la segunda clase votaban tan homogéneamente a Lucio Casio, que éste fue en cabeza en todas las centurias y fue nombrado primer cónsul, que era el que ostentaba los fasces en el mes de enero; mientras que el nombre del segundo cónsul no se supo hasta casi el final de la votación de la tercera clase, por lo reñidos que estaban los resultados entre Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César.
Y llegó el final: el candidato triunfador a segundo cónsul era Cayo Mario. Los Cecilios Metelos todavía habían podido influir en el voto de las centurias, pero no al extremo de impedir la elección de Mario, circunstancia que podía calificarse de gran triunfo personal de aquel palurdo provinciano que no hablaba griego. Era un auténtico hombre nuevo, el primero de su familia en obtener un puesto en el Senado, en sentar residencia en Roma, en labrarse una inmensa fortuna y en destacar en el ejército.
A última hora de aquella tarde de las elecciones, Cayo Julio César dio un festín familiar para celebrarlo. En aquellos agitados cinco días, sus únicos contactos con Mario habían sido un apretón de manos en el Foro y otro rápido apretón de manos en el Campo de Marte al reunirse las centurias.
—Has tenido una suerte increíble —dijo César, conduciendo a su invitado de honor al comedor, mientras su hija Julia iba a buscar a su madre y a su hermana.
—Lo sé —contestó Mario.
—Hoy seremos pocos hombres —prosiguió César—. Con mis dos hijos en Africa, sólo puedo ofreceros otro hombre más como apoyo moral para que estemos en igualdad con las mujeres.
—Tengo cartas de Sexto y Cayo Julio y muchas noticias de sus hazañas —dijo Mario mientras se instalaban cómodamente en la camilla.
—Después me las daréis.
El tercer hombre prometido hizo su entrada en el comedor y Mario se llevó una sorpresa al reconocer al joven, aunque ya hombre maduro, que había visto entre los caballeros tres años atrás cuando el buey de la ofrenda del nuevo cónsul Minucio Rufo tanto se había debatido ante el sacrificio. ¿Cómo podían olvidarse aquella cara y aquel pelo?
—Cayo Mario —dijo César algo forzado—, quiero presentaros a Lucio Cornelio Sila, no sólo mi vecino más próximo, sino también colega senador y pronto mi segundo yerno.
—¡Caramba! —exclamó Mario, tendiendo su mano y estrechando la de Sila efusivamente—. Sois hombre de suerte, Lucio Cornelio.
—Lo reconozco, desde luego —respondió Sila con sinceridad
César había querido ser un tanto ortodoxo en la disposición de la cena, dejando la camilla principal para Mario y él y la segunda para Sila; no era por ofender, como se apresuró a explicar, sino para que el grupo fuese algo más espacioso y estuvieran más cómodos.
Qué curioso, pensó Mario intrigado, nunca he visto en Cayo Julio César la más mínima inquietud, pero este extraño y apuesto individuo le inquieta, le desequilibra...
En aquel momento entraron las mujeres, se sentaron en sillas rectas frente a sus respectivas parejas y comenzó la cena.
Por mucho que procurase evitar dar la imagen de marido viejo, loco perdido por su mujer, Mario no quitaba ojo de Julia, que en su ausencia se había convertido en una encantadora y graciosa matrona que afrontaba airosa sus nuevas responsabilidades; era una excelente madre para su hijo y la mejor de las esposas. Por el contrario, Julilla no había crecido tan lozana, pensó Mario. Claro que el no la había visto en los peores momentos de aquella desnutrición que ya hacía tiempo que iba curando, pero que la había dejado con lo que podía denominarse una endeble actitud frente a la vida: débil de cuerpo, débil de intelecto, falta de experiencia y carente de alegría. Ferviente en la palabra, agitada en sus ademanes, era una muchacha con tendencia al sobresalto, incapaz de permanecer sentada correctamente en la silla, ni de contenerse en llamar la atención de su prometido, por lo que éste se veía en ocasiones al margen de la conversación entre Mario y César.
El lo llevaba bien, advirtió Mario, y parecía sinceramente pendiente de Julilla, fascinado sin duda por el modo en que ella centraba las emociones en su persona. Pero aquello no duraría más allá de los seis meses de matrimonio, se dijo Mario. ¡Y menos siendo Lucio Cornelio Sila el marido! No había en él el menor signo de inclinación por la compañía femenina ni inclinación a someterse a la esposa.
Al final de la cena, César anunció que iba a su despacho para hablar con Cayo Mario.
—Quedaos aquí si queréis o haced lo que os plazca —dijo pausadamente—. Cayo Mario y yo hace mucho que no nos vemos.
—Ha habido cambios en vuestro hogar, Cayo Julio —dijo Mario una vez que estuvieron cómodamente sentados en el tablíníum.
—Ya lo creo, y de ahí que quisiera hablaros sin tardanza.
—Bien, el próximo Año Nuevo seré cónsul y con eso mi vida queda en orden —dijo Mario sonriente—. Todo os lo debo y, sobre todo, la felicidad de tener una esposa perfecta, compañera ideal en mis quehaceres. He dispuesto de poco tiempo para ella desde mi regreso, pero ahora que he ganado la elección pienso poner remedio y dentro de tres días nos iremos con el niño a Baia a pasar un més lejos del mundo.
—Me complace más de lo que os imagináis que habléis con tal afecto y respeto de mi hija.
—Muy bien. Tratemos ahora de Lucio Cornelio Sila —dijo Mario arrellanándose en el asiento—. Recuerdo que me hablasteis de un aristócrata sin dinero para llevar la vida que le correspondía por nacimiento y cuyo nombre era el de vuestro futuro yerno. ¿Qué ha sucedido para que cambiase la situación?
—Según él, pura suerte. Dice que si todo le sale igual como desde que conoció a Julilla, tendrá que añadir el segundo sobrenombre de Félix al que heredó de su padre, que era un borracho y un perdido, pero que casó con la acaudalada Clitumna hace más de quince años y murió al poco. Lucio Cornelio conoció a Julilla el día de Año Nuevo hace casi tres años, y ella le dio una corona de hierba, sin conocer el significado de lo que hacía, y dice él que a partir de ese momento cambió su suerte. Primero murió el sobrino de Clitumna, que era su heredero; luego murió una mujer llamada Nicopolis, que le dejó una pequeña fortuna, y tengo entendido que era su querida. Y meses después se suicidaba Clitumna, que no tenía herederos, dejándole toda su fortuna, esta casa de al lado, una villa en Circei y unos diez millones de denarios.