Mientras se encaminaba a la mansión, estaba en mejor disposición para calibrar la clase de trampa en que se había metido casándose con Julilla y entrando en el círculo de sus iguales por nacimiento. Porque era una trampa. Y el hecho de vivir en Roma no constituía ningún paliativo. Estaba muy bien para Craso Orator, tan bien situado que podía ir de fiesta en fiesta deliberadamente pensada para desafiar el edicto de su propio padre sobre actos suntuarios sin temor a perder el puesto en el Senado ni a los nuevos tribunos de la plebe, y hasta permitirse el lujo de fingirse vulgar y grosero y aceptar los rastreros favores de una seta como el contratista Quinto Granio.
Cuando entró en el vasto comedor de Quinto Granio vio a Colubra que le sonreía por encima de un vaso de oro y piedras preciosas, y advirtió que le hacía seña, invitándole a sentarse a su lado. No me he equivocado, se dijo para sus adentros, aquí soy el bicho raro; dirigió a Colubra una esplendorosa sonrisa y dejó que se ocupasen de su persona una plétora de obsequiosos esclavos. ¡Nada de funciones privadas! El comedor estaba lleno de camillas para que sesenta invitados celebrasen tumbados la elección de Craso Orator como tribuno de la plebe. Quinto Granio no tiene ni idea de cómo dar una buena fiesta, pensó Sila mientras se acomodaba junto a Colubra.
Cuando dejó la fiesta, seis horas después, mucho antes que ningún otro invitado, estaba bebido y su estado de ánimo había pasado de la resignación con su suerte a la clase de negra depresión que él pensó que nunca tendría una vez que entrase en el círculo social adecuado. Se sentía frustrado, impotente e insufriblemente solo, advertía de pronto. Desde el corazón hasta los dedos de pies y manos anhelaba una compañía amorosa de su agrado, alguien con quien reír, alguien sin propósitos anticipados, alguien enteramente suyo. Alguien con ojos negros y rizos morenos y el culito más rico del mundo.
Y fue caminando con alas en los pies hasta la casa de Scilax el actor, sin plantearse en ningún momento el riesgo que corría con su imprudente y necia conducta. ¡Daba igual! Scilax estaría en casa; podría tomar una copa de vino con agua y hablar de naderías con él, mientras se deleitaba mirando al muchacho. Una visita inocente; nada más.
Pero la fortuna seguía sonriéndole. Sólo estaba Metrobio, a quien Scilax había castigado sin salir mientras él iba a ver a unos amigos a Antium. Metrobio allí solo. ¡Qué alegría! Le aturdía el amor, el deseo, la pasión, la pena. Una vez saciados deseo y pasión, Sila sentó al muchacho en sus rodillas y le abrazó casi llorando.
—¡Por los dioses que me siento morir de tanto que te echo de menos! —exclamó
—¡Yo también te echo mucho de menos! —dijo el muchacho, acurrucándose en sus brazos.
Se hizo un silencio. Metrobio sentía los convulsivos sollozos de Sila contra su mejilla y ansiaba sentir sus lágrimas, pero bien sabía que eso era imposible.
—¿Qué sucede, querido Lucio Cornelio? —inquirió.
—Estoy harto —respondió Sila, sin énfasis—. Esa gente son unos hipócritas consumados y mortalmente aburridos. Buenas formas y modales en público y, luego, sucios placeres cuando creen que nadie los ve. Esta noche me cuesta ocultar el asco que me producen.
—Yo creía que serías feliz —dijo Metrobio con cierto ánimo.
—Yo también —añadió Sila en tono irónico y volvió a callarse.
—¿Por qué has venido esta noche?
—He estado en una fiesta.
—¿Y no lo pasabas bien?
—No era como las que nos gustan a nosotros, precioso, sino como las que dan ellos. Para ellos ha sido estupenda. Lo único que me apetecía era reírme, y cuando volvía a casa me di cuenta de que no tenía con quién compartir mi risa. ¡Nadie!
—Excepto yo —dijo Metrobio, incorporándose—. Entonces, ¿me lo cuentas?
—Tú sabes quiénes son los Lucinios Craso, ¿verdad?
—Soy un chico de la farándula —replicó Metrobio, mirándose las uñas—. ¿Qué puedo saber de las familias nobles?
—La familia de Lucinio Craso ha dado a Roma cónsules y algún pontífice máximo... qué sé yo, ¡durante siglos! Es una familia riquisima que produce hombres de dos clases: los morigerados y los sibaritas. El padre de este Craso Orator era de los frugales y fue el autor de esa ridícula ley suntuaria inscrita en las tablillas, ya sabes dijo Sila.
—Nada de dorados, nada de púrpuras, ni ostras ni vino de importación... ¿es ésa?
—Esa. Pero Craso Orator no parece llevarse bien con su padre y le encanta vivir rodeado de todos los lujos imaginables. Y Quinto Granio, el contratista, necesita un favor político de Craso Orator ahora que es tribuno de la plebe; así que Quinto Granio dio esta noche una fiesta en honor de Craso Orator. El lema —añadió Sila en tono algo más animado— era "¡Ignoremos la lex Licinia sumptuaria!"
—¿Y por eso te invitaron a ti? —inquirió Metrobio.
—Me invitaron porque, al parecer, en los más altos círculos, es decir, en los de Craso Orator, y no digamos en los de Quinto Granio, se me considera un fascinante individuo de vida tan abyecta como alta fue mi cuna. Me imagino que pensarían que iba a desvestirme y ponerme a cantar obscenidades, robándole cuadro a Colubra.
—¿A Colubra?
—Colubra.
Metrobio lanzó un silbido.
—¡Si que te mueves en círculos altos! Me han dicho que cobra un talento de plata por irrumatio.
—Es posible, pero a mi me lo ofreció gratis —dijo Sila sonriente—. No acepté.
—Oh, Lucio Cornelio —dijo Metrobio, tembloroso—, no te busques enemigos ahora que estás en el mundo que te corresponde. Las mujeres como Colubra son muy poderosas.
—¡Bah! —exclamó Sila despreciativo—. ¡Me meo en todos ellos!
—Seguramente les gustaría —replicó Metrobio pensativo.
Al oírlo, Sila se echó a reír y se dispuso a contar la historia más contento.
—Había unas cuantas mujeres casadas, de esas muy descaradas, con maridos mortificados; dos Claudias y una dama con antifaz que decía llamarse Aspasia, pero yo sé muy bien que es Licinia, la prima de Craso Orator. ¿Te acuerdas que a veces me acostaba con ella?
—Lo recuerdo —respondió Metrobio, un poco mohíno.
—Aquello estaba lleno de oro y púrpura de Tiro —prosiguió Sila—. ¡Hasta los trapos de limpiar los platos eran de púrpura de Tiro recamada en oro! Tenías que haber visto al mayordomo aguardando a que su amo no mirase para pasar el trapo y limpiar el vino derramado por alguno... Los trapos quedaron hechos un asco, claro.
—Un asco —dijo Metrobio.
—Un asco —repitió Sila con un suspiro antes de continuar—. Las camillas eran con incrustaciones de perlas. ¡De verdad! Y los invitados se dedicaron a irlas arrancando, hasta dejarlas mondadas, guardándoselas en las servilletas de oro y púrpura, y te digo que no había ni uno capaz de comprar el equivalente de lo que ha robado sin notar el gasto.
—Menos tú —dijo Metrobio con voz queda, apartándole el pelo de la frente—. Tú no has cogido perlas.
—Antes me habría muerto —respondió Sila, encogiéndose de hombros—. De todos modos, eran pequeñas perlas de río.
—¡No lo estropees! —dijo Metrobio conteniendo la risa—. Me gusta cuando te pones insufriblemente noble y orgulloso.
—¿Tan malo soy? —dijo Sila, besándole sonriente.
—Muy malo. ¿Cómo fue la comida?
—Encargada. Ten en cuenta que las cocinas de Granio no habrían dado abasto para atender a sesenta... bueno, cincuenta y nueve glotones de los más grandes que he visto. Los huevos de gallina eran seleccionados del mayor tamaño y algunos con doble yema. Los había también de cisne, de oca, de pato, de aves marinas e incluso con cascarón dorado. Había ubres de lechoncilla rellenas, aves cebadas con pasteles de miel y servidas en caldo de vino especial de Falerno, caracoles traídos de Liguria, ostras venidas de Baia en calesa rápida, y olía tanto a pimientas de las más caras, que tuve un acceso de estornudos.
Metrobio comprendió que Sila necesitaba hablar y desahogarse. En qué mundo tan extraño debía hallarse ahora, y qué distinto a como él lo había imaginado, aunque en realidad ya no recordaba cómo lo había imaginado. Pero lo cierto es que Sila no hablaba mucho, nunca había sido hablador. ¡Y, de repente, aquella noche charlaba por los codos! La visión de aquel rostro amado era algo con lo que Metrobio ya no contaba, salvo de lejos. Y allí estaba, en el umbral, con aspecto horrible, y necesitado de amor, ansiando hablar. ¡Sila! Debía sentirse muy solo.
—¿Y qué más? —inquirió para que siguiera hablando.
Enarcó sus cejas, rojizas y doradas, que ya habían perdido el stibium oscurecedor.
—Lo mejor aún no había llegado, ya verás. Lo trajeron brazos en alto, sobre un cojín de púrpura de Tiro, en una bandeja de oro con piedras preciosas: una enorme y sabrosa lubina del Tíber con una cabeza igual a la de un mastín azotado. La pasearon repetidas veces por el comedor con más ceremonia que la que se emplea para los doce dioses en un lectisternium. ¡A un pescado!
—¿Qué clase de pez es ése? —inquirió Metrobio, cejijunto.
—¡Lo sabes! —dijo Sila, echando hacia atrás la cabeza y mirándole—. Una lubina del Tíber.
—Si lo sé, no me acuerdo.
—Sí, puede que no —añadió Sila, despacio—, porque eso no se ve en las fiestas de cómicos. Te diré, joven Metrobio, que todo gastrónomo romano de alcurnia que se precie, cae en una especie de éxtasis con sólo pensar en esa clase de pez. Sí, es un pez que vive entre el puente de Madera y el puente Emilio, bañando sus escamas en las aguas de las cloacas y al que le gusta tanto comer la mierda de Roma, que ni se molesta en morder los anzuelos. Huelen a mierda y saben a mierda. Los comes, y para mí es como comer mierda. ¡Pero Quinto Granio y Craso Orator estaban extasiados y se les caía la baba, como si la lubina del Tíber fuese una mezcla de néctar y ambrosía en vez de una lubina perezosa, coprófaga!
Metrobio, sin poder contenerse, lanzó un eructo de asco.
—¡Bien hecho! —dijo Sila, y se echó a reír—. ¡Ah, si hubieses visto a esos imbéciles que se creen los exquisitos de Roma con la mierda de Roma chorreándoles por la barbilla...! —Se detuvo y lanzó un fuerte bufido—. No los aguanto ni un día más; ni una hora. —Volvió a hacer una pausa—. Estoy bebido; por culpa de esas horrendas Saturnales.
—¿Qué horrendas Saturnales?
—Aburridas, horrendas... qué más da. Otra clase de invitados de alcurnia distinta a los de Craso Orator, Metrobio, pero igual de horrendos. Aburridos. ¡Aburridos hasta morir! —añadió encogiéndose de hombros—. Es igual. El año que viene estaré en Numidia con algo en que hacer presa. ¡Estoy deseándolo! Roma, sin ti... sin mis amigos, no la aguanto. —Le acometió un estremecimiento—. Metrobio, estoy borracho. No debería estar aquí. Pero, ¡si supieras lo bien que me encuentro contigo...!
—Lo único que sé es cuánto me gusta que estés —replicó Metrobio con énfasis.
—Te ha cambiado la voz —dijo Sila, sorprendido.
—Ya era hora, Lucio Cornelio. Tengo diecisiete años. Suerte que no soy muy alto y Scilax me ha enseñado a hacer el falsete, pero, últimamente, a veces se me olvida y cada vez me cuesta más. Pronto me afeitare.
—¡Diecisiete años!
Metrobio se bajó de sus rodillas, se le quedó mirando muy serio y le tendió la mano.
—¡Ven! Quédate conmigo un poco más. Puedes marcharte antes de que amanezca.
—Esta vez me quedo —contestó Sila, levantándose de mala gana—, pero no volveré.
—Lo sé —replicó Metrobio, cogiéndole el brazo y pasándoselo por los hombros—. El año que viene estarás en Numidia y serás feliz.
N
unca un consulado había tenido tanta importancia para su titular como para Cayo Mario aquel su primer año de mandato. Procedió a la toma de posesión el día de Año Nuevo, seguro de que su vela nocturna en espera de presagios había sido irreprochable y que su buey blanco se había atiborrado de forraje drogado. Solemne y distanciado, Mario configuraba la estampa perfecta del cónsul, muy alto y mucho más distinguido que todos los que le rodeaban aquella fría mañana soleada; el primer cónsul, Lucio Casio Longino, era bajo y rechoncho, no imponía en la toga y quedaba totalmente ensombrecido por su colega.
También Lucio Cornelio Sila tenía porte de senador, con su laticlavia de franja ancha en el hombro derecho, secundando a su cónsul Mario en el papel de cuestor.
Aunque no tenía el fasces para el mes de enero, pues el simbólico haz era potestad del primer cónsul Casio hasta las calendas de febrero, Mario convocó una reunión del Senado al día siguiente.