El primer hombre de Roma (44 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No me será posible —respondió Mario, muy seguro—. El primer cónsul es nuestro estimado colega Lucio Casio y él desea el mando en la Galia frente a los germanos. En cualquier caso, el mando en la guerra contra Yugurta es fundamental para mi supervivencia política. Me he comprometido como valedor de los intereses de los caballeros en la provincia africana y en Numidia, lo que significa que debo hallarme en Africa cuando concluya la guerra para velar porque mis clientes obtengan las concesiones que les he prometido. No sólo habrá vastas extensiones de excelentes tierras para el cultivo del grano a repartir, sino que, además, en Numidia se ha descubierto recientemente mármol soberbio de primera calidad y grandes depósitos cupríferos. Aparte de que es un país en el que se hallan dos tipos de piedras preciosas muy apreciadas y gran cantidad de oro. Unos importantes yacimientos a los que, desde que Yugurta es rey, Roma tiene impedido el acceso.

—Muy bien, a por Africa, pues —dijo Sila—. ¿Qué puedo hacer para ayudaros?

—Aprender, Lucio Cornelio, aprender. Voy a necesitar un cuerpo de oficiales que sean algo más que simples hombres fieles. Quiero hombres capaces de actuar por iniciativa propia sin que entorpezcan mis planes, hombres que acrecienten mi habilidad y eficacia en lugar de mermarla. No tengo inconveniente en compartir el mérito; hay suficiente mérito y gloria para todos cuando se llevan bien las cosas y se da a las legiones ocasión de demostrar lo que valen.

—Pero yo estoy muy verde, Cayo Mario.

—Lo sé —replicó él—, pero ya os lo he dicho: creo que valéis mucho. Estad a mi lado, dadme lealtad y trabajad bien y yo os daré oportunidades para que desarrolléis vuestras dotes. Igual que yo, empezáis tarde, pero nunca es demasiado tarde. Yo ya soy, por fin, cónsul; con ocho años más de la edad conveniente. Vos estáis por fin en el Senado, con tres años de retraso. Igual que yo, vais a tener que concentraros en el ejército como trampolín hacia la cumbre. Yo os ayudaré en todo lo posible. A cambio de ello, espero vuestra ayuda.

—Me parece muy bien, Cayo Mario —dijo Sila con un carraspeo—. Os estoy muy agradecido.

—No tenéis por qué estarlo. Si no creyera que ibais a corresponderme, Lucio Cornelio, no estaríais sentado ahí —añadió Mario, tendiéndole la mano—. ¡Vamos, acordemos que entre nosotros no haya gratitud, sino simple lealtad y camaradería de legionarios!

 

Cayo Mario había sobornado a un tribuno de la plebe, y no a uno cualquiera. Porque Tito Manlio Mancino no vendía sus favores tribunicios exclusivamente por dinero. Mancino quería causar impacto como tribuno de la plebe y necesitaba una causa mejor que la única que para él contaba: poner toda clase de impedimentos que se terciaran en el camino de la familia patricia Manlio, de la que no era miembro. Su odio hacia los Manlios alcanzaba fácilmente a todas las familias aristocráticas y nobles, la de Cecilio Metelo incluida. Y así, aceptó las ofertas de Mario con plena conciencia y apoyó sus planes con anticipado alborozo.

Los diez nuevos tribunos de la plebe asumieron su cargo el tercer día antes de los idus de diciembre, y Tito Manlio Mancino no perdió el tiempo. Aquel mismo día presentó una ley a la Asamblea de la plebe destinada a despojar del mando de Africa a Quinto Cecilio Metelo y dárselo a Cayo Mario.

—¡El pueblo es soberano! —gritaba Mancino a la multitud—. ¡El Senado está al servicio del pueblo y no es su amo! Si el Senado cumpliera sus obligaciones con el debido respeto al pueblo de Roma, qué duda cabe de que debería continuar sin objeciones. Pero cuando el Senado se vale de sus tareas para proteger a sus propios miembros dirigentes a expensas del pueblo, hay que impedírselo. Quinto Cecilio Metelo ha demostrado negligencia en el mando ¡y no ha obtenido logro alguno! ¿Por qué, entonces, el Senado prorroga por segunda vez su mandato un año más? Porque, pueblo de Roma, el Senado protege, como de costumbre, a sus dirigentes a expensas del pueblo. En Cayo Mario, cónsul electo para este año, el pueblo de Roma tiene un jefe mucho más digno. ¡Pero, según los que mandan en el Senado, el nombre de Cayo Mario no reúne méritos! ¡Pueblo de Roma, Cayo Mario, para ellos es un hombre nuevo, un arribista, no es nadie por el solo hecho de no ser noble!

La multitud escuchaba entusiasmada. Mancino era buen orador y atacaba con auténtica pasión aquel exclusivismo senatorial. Hacía tiempo que la plebe no había tocado las narices al Senado, y muchos de sus dirigentes no elegidos pero influyentes se mostraban preocupados porque su representación en el gobierno de Roma perdía terreno. Por eso en aquellos momentos todo confluía en favor de Cayo Mario: el sentimiento público, el disgusto de los caballeros y diez tribunos de la plebe con ganas de tocar las narices al Senado.

El Senado respondió enviando a sus mejores oradores de condición plebeya a perorar ante la Asamblea, incluidos Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, que asumió fervientemente la defensa de su hermano, y el cónsul electo Lucio Casio Longino. Pero Marco Emilio Escauro, que habría podido subir la escalinata para defender al Senado, era un patricio y, por consiguiente, no podía hablar en la Asamblea del pueblo. Obligado a permanecer en los escalones del Senado, mirando la zona bien delimitada y abarrotada de los comicios, en donde se reunía la Asamblea de la plebe, Escauro tuvo que contentarse con escuchar sin podér intervenir.

—Nos derrotarán —dijo al censor Fabio Máximo Eburno, otro patricio—. ¡Maldito Cayo Mario!

Maldito o no, Cayo Mario venció. La despiadada campaña de cartas había cumplido brillantemente su cometido de volver contra Metelo a los caballeros y a las clases medias, manchando su nombre y arruinando su poder político. Claro que con el tiempo se recuperaría, porque su familia y sus amistades tenían mucho poder. Pero de momento la Asamblea de la plebe, hábilmente dirigida por Mancino, le había arrebatado el mando de Africa y su nombre en Roma quedaba más emporcado que la cochiquera de Numancia. El mando de Africa se lo quitó el pueblo aprobando una ley sin precedentes por la que se le sustituía por Cayo Mario. Y una vez que la ley —en puridad un plebiscito— quedó inscrita en las tablillas, fue guardada en el archivo de un templo y allí quedaría como ejemplo y recurso para que, en el futuro, otros intentasen la misma operación, otros que quizá no tuviesen la habilidad de Cayo Mario o

sus encomiables razones.

—No obstante —dijo Mario a Sila nada más aprobarse la ley—, Metelo no me cederá sus legiones.

Efectivamente, había muchas cosas que aprender; cosas que él, un Cornelio patricio, debía saber. A veces desesperaba de aprender como era debido, pero luego consideraba la suerte que le asistía teniendo a Cayo Mario de comandante y se tranquilizaba. Porque Mario siempre tenía tiempo para explicarle las cosas y se preocupaba tanto como él por su ignorancia; y Sila aumentaba sus conocimientos haciendo preguntas.

—Pero, ¿esa tropa no pertenece a la guerra que se sostiene contra Yugurta y no debe estar en Africa hasta que termine?

—Puede quedar en Africa, pero sólo si Metelo lo quiere. Tendría que anunciar a los soldados que quedan alistados hasta que termine la campaña y que su remoción del mando no les afecta, pero no habrá quien le impida aferrarse al criterio de que fue él quien los reclutó y que el compromiso de ellos termina con el suyo. Conociendo a Metelo, sé que hará eso. Los licenciará y los embarcará para Italia.

—Lo que significa que tendréis que reclutar otro ejército —dijo Sila—. Ya entiendo. ¿Y no podríais esperar a que desembarque su ejército y volver a alistarlo en vuestro nombre? —inquirió.

—Podría —respondió Mario—. Pero, desgraciadamente, no será posible. Lucio Casio va a la Galia para enfrentarse a los germanos en Tolosa. Y eso es inevitable, porque no nos interesa tener a medio millón de germanos a cien millas de la ruta de Hispania y en la frontera de nuestra propia provincia. Así que imagino que Casio ya habrá escrito a Metelo pidiéndole que vuelva a enrolar a su ejército para la campaña de la Galia antes de que lo embarque en Africa.

—O sea, que así es como se hacen las cosas —dijo Sila.

—Por supuesto. Lucio Casio es el primer cónsul y tiene preferencia para disponer de tropas. Metelo volverá con seis legiones bien entrenadas y serán las tropas que Casio lleve a la Galia Transalpina sin lugar a dudas. Lo cual significa que voy a tener que empezar de cero, reclutando gente bisoña, entrenándola, equipándola e imbuyéndola de entusiasmo para hacer la guerra contra Yugurta —dijo Mario con una mueca—. Lo cual significa asimismo que en mi año de cónsul no tendré tiempo para montar la clase de ofensiva contra Yugurta que yo querría si Metelo me dejase sus tropas. Y al mismo tiempo tendré que asegurarme de que me prorrogan el mando en Africa otro año o me encontraré en un brete y más perdido que el propio Metelo.

—Y ahora hay una ley registrada en las tablillas que crea un precedente por el que os pueden arrebatar el mando igual que vos se lo habéis arrebatado a él —dijo Sila con un suspiro—. ¿No es nada fácil, verdad? Nunca imaginé las dificultades que debe uno afrontar para mantenerse a flote, y no digamos para engrandecer a Roma.

Aquello le hizo gracia a Mario, que rió complacido, dando una palmada a Sila en la espalda.

—No, Lucio Cornelio, no es nada fácil; pero por eso merece la pena intentarlo. ¿Qué hombre realmente grande y de valía quiere un camino sin obstáculos? Cuantos más obstáculos, mayor satisfacción se logra.

Era una respuesta desde una perspectiva personal, pero que no solucionaba el principal problema de Sila.

—Ayer me dijisteis que Italia está completamente exhausta —dijo—. Que ha muerto tanta gente que no pueden cubrirse las levas con ciudadanos romanos, y que la oposición a ellas en la península aumenta día a día. ¿Dónde vais a encontrar contingentes para formar cuatro buenas legiones? Porque, como habéis dicho, no podéis derrotar a Yugurta con menos de cuatro legiones.

—Esperad a que sea cónsul, Lucio Cornelio, y veréis.

Fue lo único que pudo sacarle Sila.

 

Fueron las fiestas Saturnales las que hicieron que Sila adoptase una decisión. En los tiempos en que Clitumna y Nicopolis habían compartido la casa con él, esas festividades habían sido magníficos días de diversión y juerga con los que cerrar el año. Los esclavos mandaban con un simple chasquido de dedos mientras las dos mujeres se apresuraban entre risitas a cumplir sus órdenes, todos se emborrachaban de lo lindo y él cedía su sitio en el lecho común a los esclavos que quisiesen Clitumna y Nicopolis, a condición de gozar él del mismo privilegio en el resto de la casa. Y una vez concluidas las Saturnales, las cosas volvían a la normalidad como si nada hubiera sucedido.

Pero aquel primer año de su matrimonio con Julilla, Sila tuvo unas Saturnales muy distintas: le pidieron que pasase las horas diurnas en la casa de al lado con la familia de Cayo Julio César. También allí, durante los tres días que duraban las fiestas, todo andaba revuelto: los esclavos eran servidos por sus amos, se intercambiaban regalos unos a otros y se hacía todo lo posible porque no faltase comida y vino en cantidad y calidad. Pero no cambiaban las cosas. Los pobres criados permanecían tan estirados como estatuas en las camillas del triclinio, sonriendo tímidamente cuando César y Marcia iban apresuradamente del comedor a la cocina; a ninguno se le habría ocurrido emborracharse y no habrían ni siquiera soñado hacer o decir algo que hubiese resultado embarazoso al volver el hogar a la normalidad.

Cayo Mario y Julia también asistieron y parecían plenamente complacidos por la manera de celebrarlo. Pero, claro, pensó Sila, resentido, Cayo Mario ansiaba demasiado ser como ellos para dar un mal paso.

—¡Qué divertido! —comentó Sila una vez que él y Julilla se despidieron la última noche, y como había tenido buen cuidado de fingir ante todos, ni la propia Julilla se dio cuenta de que lo decía en plan irónico.

—No ha estado nada mal —dijo ella mientras entraban en su casa, en la que durante aquellos tres días habían dado descanso a los criados.

—Me alegro de que te lo parezca —dijo Sila, echando el cerrojo a la puerta.

—Y mañana tenemos la cena con Craso Orator —añadió Julilla bostezando y estirándose—. Tengo muchas ganas de ir.

Sila se detuvo en medio del recibidor y se volvió hacia ella.

—Tú no vienes —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído.

—Pero... pero... ¡yo creía que invitaban también a las esposas! —exclamó, a punto de llorar.

—A algunas. A ti no —dijo él.

—¡Yo quiero ir! ¡Todo el mundo habla de esa cena y todas mis amigas están muertas de envidia porque les he dicho que iba!

—Lo siento, pero no vas, Julilla.

Un esclavo algo borracho se les acercó cuando pasaban ante el despacho.

—¡Ah, qué bien que estéis en casa! Traedme vino... ¡y rápido! —les dijo.

—Ya han pasado las Saturnales —replicó Sila con voz queda—. Fuera, imbécil.

El esclavo desapareció, repentinamente despejado.

—¿Por qué estás de tan mal humor? —inquirió Julilla cuando entraban en el cubículo de dormir del amo de la casa.

—Nó estoy de mal humor —replicó él, abrazándola por detrás.

—¡Déjame! —exclamó ella soltándose.

—Pero ¿qué te pasa?

—¡Quiero ir a la cena de Craso Orator!

—Pues no puedes.

—¿Por qué?

—Julilla, porque no es la clase de fiesta que tu padre aprobaría —contestó él pacientemente— y las pocas esposas que van no son mujeres del gusto de tu padre.

—Ya no estoy bajo la potestad paterna y puedo hacer lo que quiera —replicó ella.

—Sabes que no es verdad. Has pasado de la potestad de tu padre a la mía. Y he dicho que no vas a ir.

Sin decir palabra, Julilla recogió sus ropas del suelo, se echó una túnica por encima, le volvió la espalda y salió del cuarto.

—¡Que te diviertas! —le gritó Sila.

Por la mañana se mostró fría como el hielo, pero él no hizo caso; cuando se disponía a salir para la cena de Craso Orator, no la encontró por ninguna parte.

—Mujercilla caprichosa —masculló Sila.

El enfado podía haber sido divertido; que no lo fuese se debió a causas que nada tenían que ver con el hecho en sí, sino que procedían de un ámbito interior de Sila distinto al que ocupaba Julilla. A él no le atraía lo más minimo la idea de cenar en la opulenta mansión del contratista Quinto Granio, que era quien daba la cena. Al recibir la invitación le había causado un absurdo placer, interpretándolo como una muestra de amistad de un importante círculo de jóvenes senadores, pero luego le llegaron chismorreos sobre la fiesta y comprendió que le invitaban por su turbulento pasado, para así añadir una nota exótica a la lista de varones aristocráticos.

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