Pero cuando Cneo Domicio Ahenobarbo se enteró de que el ansiado cargo sacerdotal iba a concederse a Marco Livio Druso, no le hizo ninguna gracia. A decir verdad le indignó, y en la primera reunión del Senado anunció que iba a querellarse contra Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, por sacrilegio. La excusa fue la adopción de un patricio por un plebeyo, un complicado asunto que requería la aprobación del colegio de pontífices y de los lictores de las treinta curias; el joven Ahenobarbo alegaba que Escauro no había cumplido debidamente los requisitos. Perfectamente consciente de la motivación real de aquella súbita manifestación de meticulosidad sacerdotal, la cámara no se inmutó. Ni tampoco Escauro, que simplemente se puso en pie y miró de arriba abajo al rubicundo Ahenobarbo.
—Es que vos, Cneo Domicio, que ni siquiera sois pontífice, vais a acusar a Marco Emilio, pontífice y portavoz de la cámara, de sacrilegio? —le interpeló con voz tonante—. ¡Id a entreteneros con el nuevo juguete de la Asamblea plebeya hasta que crezcáis!
Y su intervención parecía haber puesto punto final al asunto, pues Ahenobarbo salió como una flecha del Senado, entre carcajadas, rechiflas y gritos.
Pero Ahenobarbo no se dio por vencido. Escauro le había dicho que fuera a entretenerse con su juguetito de la Asamblea de la plebe, y eso fue precisamente lo que hizo. Dos días después había presentado una nueva ley y antes de que concluyese el año lograba aprobarla tras previa discusión y votación: la lex Domítia de Sacerdotiis estipulaba que, en el futuro, los nuevos miembros del cuerpo sacerdotal o augural no los elegirían los miembros vivos del colegio, sino una asamblea especial de las tribus, y que cualquiera podía ser candidato al cargo.
—Muy sutil —comentó Metelo Dalmático, pontífice máximo, a Escauro—. ¡Pero que muy sutil!
Escauro reía como un poseso.
—¡oh, Lucio Cecilio, admitid que nos la ha jugado magistralmente! —respondió finalmente, enjugándose los ojos llorosos de tanto reír—. Precisamente empieza a gustarme.
—En cuanto la diñe otro, seguro que se presenta a la elección —añadió Dalmático en tono lóbrego.
—¿Y por qué no? —terció Escauro—. Se lo ha ganado.
—Pero ¿y si soy yo? ¡Sería pontífice máximo!
—¡Ah, para nosotros sería un estupendo progreso! —añadió Escauro, impenitente.
—Me han dicho que ahora va a por Marco Junio Silano —dijo Metelo el Numidico.
—Exacto, por haber iniciado una guerra ilegal contra los germanos en la Galia Transalpina —añadió Dalmático.
—Bien, pues que la Asamblea de la plebe juzgue a Silano por ello, ya que el cargo de traición supondrá que pase a las centurias —dijo Escauro, con un silbido—. ¡Es fantástico! Empiezo a lamentar que no le hayamos elegido para sustituir a su padre.
—¡Vamos, no digáis tonterías! —replicó Metelo el Numídico—. Parece que os divierte la jugarreta...
—¿Y por qué no? —inquirió Escauro, fingiendo sorpresa—. ¡Estamos en Roma, padres conscriptos! ¡Y Roma ha de hacer honor a su nombre dejando que la nobleza compita saludablemente!
—¡Tonterías, tonterías! —exclamó Metelo el Numídico, furioso porque Cayo Mario estuviera a punto de ser cónsul otra vez—. ¡La Roma que conocimos ya no existe! Se elige cónsul por segunda vez al cabo de tres años a quien ni siquiera estaba en Roma revestido de la toga candida, se forman las legiones con el censo por cabezas, se eligen sacerdotes y augures, el pueblo deroga las decisiones de gobierno del Senado, el Estado desembolsa fortunas para organizar los ejércitos y los hombres nuevos y los arribistas son los que mandan. ¿Esto qué es?
S
e había encomendado a Sila la organización del desfile triunfal de Mario, y él siguió escrupulosamente las órdenes e instrucciones de éste a pesar de sus reservas personales.
—Quiero que todos los actos se lleven a cabo con precisión y rapidez —le había dicho Mario a Sila en la primera reunión en Puteoli nada más desembarcar de Africa—. Llegar al Capitolio a la sexta hora como muy tarde, y de allí directamente a la ceremonia de investidura consular y a la reunión del Senado. Que todo vaya rápido, porque quiero que lo memorable sea la fiesta. Al fin y al cabo es una doble fiesta: mi triunfo como general y como nuevo primer cónsul. ¡Así que quiero una celebración de primera, Lucio Cornelio! Nada de huevos duros y quesos corrientes, ¿me entiendes? Comida de la mejor y más cara, bailarinas, cantantes y músicos de los mejores y mejor pagados, platos de oro y manteles púrpura.
Sila le había escuchado con el alma a los pies. Nunca dejaría de ser un palurdo pretencioso, pensó. Así pues, un desfile apresurado y ceremonias oficiales rápidas, seguido de una fiesta tal como decía. ¡Una fiesta pretenciosa y vulgar!
Pero él siguió las instrucciones al pie de la letra. Y a Roma llegaron carros con tinajas de barro, impermeabilizadas con cera por dentro, llenas de bandejas de ostras de Baiae, cangrejos de río de Campania y gambas de la bahía Crater, y otros carros similares trajeron angulas, lucios y róbalos del tramo superior del Tíber, mientras que un equipo especial de pescadores se dedicaba a la captura de lubinas en las desembocaduras de las cloacas de la ciudad; se enviaron a los abastecedores capones, patos, cochinillos, cabritos, faisanes y corzos cebados con pastelillos de miel borrachos, para que los rellenasen y guarneciesen; de Africa llegó un buen cargamento de caracoles gigantes, con saludos para Mario y Sila de Publio Vagienio, pidiéndoles informes de cómo reaccionaban los gastrónomos romanos.
Por lo tanto, con el desfile triunfal de Mario, Sila estuvo ocupado y alerta, pensando en que cuando tuviera lugar su propio triunfo, lo haría tan grande como el de Emilio Paulo, de forma que discurriese durante tres días por el antiguo itinerario; ya que dedicar tiempo y esplendor a un desfile era sinónimo del aristócrata que desea que el pueblo comparta el júbilo, mientras que prolongar el tiempo y el esplendor de la fiesta en el templo de Júpiter era muestra de provincianismo para impresionar a unos cuantos privilegiados.
No obstante, Sila logró que el desfile fuese memorable. Hubo carrozas que mostraban todo detalle relevante de las campañas africanas, desde los caracoles del Muluya hasta la sorprendente adivina Marta, que era el centro de atención del contingente indígena, reclinada en un diván púrpura y oro sobre una inmensa carroza, réplica del salón del trono del príncipe Gauda en la vieja Cartago y acompañada de un actor que encarnaba al propio Mario y otro figurando a Gauda con babuchas puntiagudas. Sobre un carro pesado lujosamente adornado, Sila colocó todas las condecoraciones militares de Mario; había montones de piezas de saqueo, montones de trofeos, consistentes en corazas enemigas, montones de objetos dispuestos de modo que los curiosos pudiesen verlos bien; montones de leones, monos y exóticos simios enjaulados y dos docenas de elefantes que avanzaban batiendo sus enormes orejas. Desfilaban las seis legiones del ejército de Africa, desprovistas de lanzas, puñales y espadas y portando unos palos con guirnaldas de laureles.
—¡Alzad los pies y desfilad, cunni! —exclamó Mario, arengando a sus soldados en el desgastado césped de la Villa Publica antes de iniciarse el desfile—. Yo tengo que estar en el Capitolio a la hora sexta y no podré vigilaros personalmente, pero no os salvará ningún dios si me falláis, ¿me oís bien, fellatores?
Les encantaba que les hablase con palabras obscenas. Pero el caso es que Mario les encantaba, hablase como hablase, pensó Sila.
También Yugurta desfiló, revestido de su atuendo real de púrpura y ceñida por última vez la cabeza con la cinta con borlas llamada diadema, además de todos sus collares, anillos y pulseras de oro y piedras preciosas resplandecientes al sol, pues era un día de invierno ideal, ni muy frío ni ventoso. Acompañaban a Yugurta sus dos hijos, también de púrpura.
Cuando Mario envió a Yugurta a Roma, éste no acababa de creérselo, pues estaba convencido de que había salido con Bomílcar para nunca más volver a aquella ciudad de terracota y brillantes colores, de columnas pintadas, llamativos muros, llena por todas partes de estatuas de aspecto tan real que al contemplarlas uno imaginaba que en cualquier momento iban a comenzar a declamar, a pelear, a galopar o a llorar. No había aquel blancor africano en Roma, donde ya casi no se construía con ladrillo y no se enjalbegaban los muros, sino que se pintaban. Era una urbe de colinas y acantilados, de jardines con agudos cipreses y pinos como parasoles, templos enhiestos sobre altos podios con victorias aladas conduciendo quadrigae en la cima de los frontones, una ciudad en la que aún se notaba la cicatriz ya verdeante del gran incendio en el Viminal y el alto Esquilino. Roma, la ciudad en que todo se vendía. ¡Qué tragedia no haber podido encontrar el dinero para comprarla! Qué distinto habría sido todo.
Quinto Cecilio Metelo el Numídico le había traído como honorable huésped, aunque no se le había permitido salir de la casa. Era de noche cuando le habían introducido en aquella casa en la que había estado confinado durante meses, recluso en un porche que dominaba el Foro Romano y el Capitolio, reducido a pasear arriba y abajo por el jardín peristilo como un león enjaulado. Su orgullo no le permitía estar decaído y todos los días corría un poco, hacía flexiones, boxeaba, tocaba con la barbilla la rama que había elegido como barra. Ahora, marchando en el desfile triunfal de Mario, deseaba que los ciudadanos romanos le admirasen, quería estar seguro de que le tomaban por un temible adversario, no por un indolente potentado oriental.
Con Metelo el Numídico se había mantenido reservado, negándose a complacer el ego de un romano a expensas del otro, con gran decepción para su anfitrión, como pudo comprobar en seguida. El Numídico esperaba que él le diese pruebas de que Mario había abusado de su posición de procónsul, pero el que Metelo no consiguiese sus propósitos había resultado un secreto placer para Yugurta, que sabía a quién de los dos romanos temía y cuál de los dos le agradaba que le hubiese vencido. Cierto que el Numídico era un gran noble y tenía cierta integridad, pero como hombre y como soldado no le llegaba a Cayo Mario a la altura de las sandalias. Por lo que atañía a Metelo el Numídico, sin duda Cayo Mario se comportaba como un malnacido, y Yugurta, que dominaba todo lo referente a la bastardía, se mantenía más vinculado a Mario en una extraña y lamentable camaradería.
La noche anterior a la entrada de Cayo Mario en Roma en desfile triunfal y como cónsul por segunda vez, Metelo el Numídico y su poco hablador hijo habían invitado a Yugurta y a sus dos hijos a cenar. El otro invitado que había, a petición del propio Yugurta, era Publio Rutilio Rufo. De los que habían luchado juntos en Numancia a las órdenes de Escipión Emiliano, sólo faltaba Cayo Mario.
Fue una velada muy extraña. Metelo el Numídico se había esmerado al máximo para ofrecer una fiesta por todo lo alto, porque, como había manifestado, no tenía intención alguna de comer a expensas de Cayo Mario tras la reunión inaugural del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus.
—Pero apenas quedan a la venta cangrejos, ostras, caracoles ni nada especial —dijo el Numídico antes de cenar—. Mario ha vaciado los mercados.