—¡Bien! —repitió Memio desenrollando la carta y poniéndose a leer con voz clara y dicción firme e impecable.
Os escribo, Cayo Memio, para solicitar se me permita procesar a Tito Anio Albucio, gobernador propraetor de nuestra provincia de Cerdeña, inmediatamente después de nuestro regreso a Roma a finales del año. Como sabe esa cámara, hace un mes Tito Anio comunicó su éxito en la erradicación del bandidaje en la provincia y solicitó una ovación por su obra. Solicitud que le fue justamente denegada. Aunque quedaron erradicadas ciertas redes de esos perniciosos individuos, la provincia no está ni mucho menos libre de bandoleros. Pero mis razones para procesar al gobernador se deben a su conducta antirromana al saber que su solicitud de ovación había sido denegada. No sólo motejó a los miembros del Senado de pandilla de irrumatores desconsiderados, sino que procedió, con grandes gastos, a celebrar una farsa de triunfo por las calles de Carales. Yo considero esta acción como una afrenta al Senado del pueblo de Roma, y ese burdo triunfo, una traición. De hecho, me siento tan indignado, que me obstino en ser yo mismo quien dirija el proceso. Os ruego me contestéis lo antes posible.
Memio dejó la carta en medio de un profundo silencio.
—Agrádecería la opinión del docto portavoz de la cámara, Marco Emilio Escauro —dijo, y tomó asiento.
Escauro, con severo gesto en su arrugado rostro, se dirigió al centro de la cámara.
—Es curioso —comenzó diciendo— que estuviese yo hablando de asuntos parecidos a éste antes de abrirse la sesión. De asuntos que indican la erosión de nuestros tradicionales métodos de gobierno y conducta personal en el gobierno. En los últimos años, este augusto cuerpo formado por los más excelsos hombres de Roma viene sufriendo la pérdida, no sólo de su poder sino de su dignidad como brazo más antiguo del gobierno. A nosotros, ¡los hombres más relevantes de Roma!, ya no se nos permite dirigir el rumbo del Estado. Nosotros, ¡los hombres más relevantes de Roma!, nos hemos acostumbrado a que el pueblo... políticos veleidosos, inexpertos, irreflexivos y advenedizos, se han acostumbrado a que el pueblo nos haga besar el polvo. Nosotros, ¡los hombres relevantes de Roma!, ya no contamos. Nuestra prudencia, nuestra experiencia, la distinción de nuestras familias durante tantas generaciones desde la fundación de la república, ya no cuentan para nada. Sólo importa el pueblo. Y yo os digo, padres conscriptos, ¡que el pueblo no tiene dotes para gobernar Roma!
Se volvió hacia las puertas abiertas y dirigió la voz hacia la zona de los comicios.
—¿Qué porción del pueblo dirige la Asamblea de la plebe? —tronó—. ¡Hombres de la segunda, tercera y hasta cuarta clase, caballeros irrelevantes y ambiciosos que quieren dirigir Roma como si fuese su propio negocio, tenderos y pequeños granjeros, incluso artesanos venidos a más para tener varias galerías escultóricas, cómo he visto yo denominar a un patio! ¡Y hombres que se llaman abogados, pero que tienen que buscarse clientes entre los bucólicos y los imbéciles, y hombres que se denominan agentes y son incapaces de definir de qué son agentes! ¡Sus actividades privadas los aburren y se dedican a acudir a los comitia jactándose de que ellos en sus preciosas tribus pueden gobernar Roma mejor que nosotros en la exclusividad de esta curia! ¡La jerga política chorrea de su boca cual vómito fétido y grumoso, y parlotean de subvencionar a este o a aquel tribuno de la plebe, aplaudiendo cuando las prerrogativas senatoriales se conceden a los caballeros! ¡Son hombres medios esa gente! ¡Ni lo suficiente grandes para pertenecer a la primera clase de las centurias, ni lo bastante bajos para dedicarse a sus propios asuntos en la quinta clase y en el censo por cabezas! ¡Os lo repito, padres conscriptos, el pueblo no tiene dotes para gobernar Roma! Se le ha concedido excesivo poder y en su presuntuosa arrogancia, fomentada e instigada, hay que añadir, por diversos miembros de esta cámara cuando eran tribunos de la plebe, ahora alardean de ignorar nuestros consejos, nuestras orientaciones, nuestras personas!
Todos sabían que aquello iba a ser uno de los memorables discursos de Escauro; su propio secretario y otros escribas no paraban de anotarlo todo por escrito al pie de la letra, y él peroraba a un discreto ritmo para que quedara constancia de todo lo que decía.
—Ha llegado la hora —prosiguió con voz estentórea— de que en el Senado invirtamos ese proceso. ¡Ha llegado la hora de que demostrémos al pueblo que ellos son subalternos en esta empresa común de gobernar! —lanzó un suspiro y siguió en tono coloquial—: Por supuesto que los orígenes de este deterioro del poder senatorial son fáciles de discernir. Esta augusta cámara ha permitido el acceso a demasiados advenedizos, a demasiadas setas venenosas, a demasiados hombres nuevos, a cargos de magistratura superior. ¿Qué significa en definitiva el Senado de Roma para un hombre que ha tenido que limpiarse la mierda de cerdo del rostro antes de llegar a Roma para probar su suerte en política? ¿Qué significa el Senado de Roma para alguien que, en el mejor de los casos, es un latino a medias, originario de las tierras fronterizas de los samnitas... que alcanzó su primer consulado amparado en las faldas de la mujer patricia que compró? ¿Y qué significa el Senado de Roma para un híbrido bizco de las colinas infectadas de celtas del norte de Picenum?
Que Escauro fuese a atacar a Mario era algo lógicamente esperado, pero la gracia estaba en su aproximación bastante sesgada, y la cámara acusaba la reprimenda, escuchando con una actitud mezcla de interés y deber.
—Nuestros hijos, padres conscriptos —añadió en tono quejumbroso—, son seres timoratos que crecen en una atmósfera que ahoga al Senado de Roma hasta en su tarea de insuflar vida al pueblo de Roma. ¿Cómo podemos esperar que nuestros hijos vayan a gobernar Roma en su día, si el pueblo los intimida? ¡Os lo repito, si no habéis empezado ya, desde hoy mismo debéis comenzar a educar a vuestros hijos para que se hagan fuertes en el Senado e implacables con el pueblo! ¡Hacedles entender la natural superioridad del Senado! ¡Y preparadlos para luchar por el mantenimiento de esa superioridad natural!
Se había apartado de la entrada y ahora dirigía su perorata al banco de los tribunos, que estaba lleno.
—¿Quiere alguien decirme por qué un miembro de esta augusta cámara puede deliberadamente optar por minarla? ¿Puede alguien decírmelo? ¡Porque es algo que sucede constantemente! ¡Y ahí están sentados, llamándose senadores, miembros de esta augusta cámara! ¡Y también llamándose tribunos de la plebe! ¡Ahora sirven a dos señores! Y yo os digo, recordémosles que son antes que nada senadores, y tribunos de la plebe después. Que su real cometido ante la plebe es educarla a ese papel subordinado. Pero ¿es lo que hacen? ¡No! ¡Claro que no! Sí, algunos de esos tribunos guardan lealtad al orden establecido, lo admito, y por ello son encomiables. Otros, como siempre ha sucedido desde que el mundo es mundo, no hacen nada por el Senado ni por el pueblo, temerosos de que si se sientan a un extremo u otro del banco de los tribunos el resto se levante y ellos caigan al suelo en medio del ridículo. Pero es que hay otros, padres conscriptos, que deliberadamente se dedican a minar a esta augusta cámara, al Senado de Roma. ¿Por qué? ¿Qué es lo que puede inducirlos a destruir su propio orden?
Los diez que ocupaban el banco de tribunos adoptaron una serie de actitudes, fiel reflejo de su propia tendencia política: los senadores leales estaban erguidos, altaneros, satisfechos; los del centro del banco se rebullían con la vista baja, y los tribunos activos aguantaban la diatriba desafiantes y muy serios.
—Yo os diré por qué, colegas senadores —continuó Escauro con una voz que rezumaba gozo—. Porque algunos se dejan comprar como baratijas de mercadillo. ¡A ésos todos los comprendemos! Pero hay otros con motivaciones más sutiles, y entre éstos el primero fue Tiberio Sempronio Graco. Hablo de la clase de tribuno de la plebe que ve en ella un instrumento para sus propias ambiciones, la clase de hombre que codicia la categoría de primer hombre de Roma sin ganársela entre sus pares, como hizo Escipión Emiliano, Escipión Africano y Emilio Paulo, y, os ruego me perdonéis todos por la presunción, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado. Hemos adoptado un vocablo griego para describir el estilo de tribunos de la plebe de Tiberio y Cayo Graco: los llamamos demagogos. No obstante, no lo empleamos exactamente igual que los griegos. Nuestros demagogos no arrastran a toda la ciudad al Foro pidiendo sangre, tiran a los senadores por la escalinata de la curia y hacen su voluntad mediante la violencia de las masas. Nuestros demagogos se contentan con inflamar a los que habitualmente se congregan en la zona de comicios y hacen su voluntad por medio de la legislación. Sí, claro, hay violencia de vez en cuando, pero no es frecuente; somos nosotros, el Senado, quienes tenemos que recurrir a la violencia para restablecer el status quo. Porque nuestros demagogos son legisladores y leguleyos, más sutiles, más rencorosos, ¡mucho más peligrosos que los que incitan a la revuelta! Corrompen al pueblo para lograr sus ambiciones. Y eso, padres conscriptos, no tiene nombre. Y, sin embargo, se hace todos los días y cada día es más evidente. El atajo hacia el poder, el camino fácil hacia la preeminencia.
Calló un instante, dio media vuelta, recogió con la mano izquierda los amplios pliegues de su toga bordada en púrpura que le caían del hombro izquierdo y se los ajustó al cuello; a continuación flexionó el brazo derecho desnudo para dar énfasis gestual a sus palabras.
—El atajo al poder, el camino fácil a la preeminencia —repitió con voz estentórea—. Bien, todos conocemos a esa clase de hombres, ¿no es cierto? El primero es Cayo Mario, nuestro estimado primer cónsul, quien, según tengo entendido, está otra vez a punto de hacerse elegir cónsul ¡y otra vez in absentia! ¿Por deseo nuestro? ¡No! ¡Por medio del pueblo, naturalmente! ¿Cómo, si no, iba a haber llegado Cayo Mario a donde ha llegado de no haber sido por el pueblo? Algunos de nosotros le hemos combatido con uñas y dientes, le hemos combatido con todos los recursos legales de nuestro arsenal constitucional. ¡Pero en vano! Cayo Mario cuenta con el apoyo del pueblo, el oído del pueblo, y echa dinero en las bolsas de algunos de los tribunos de la plebe. En los tiempos actuales, basta con eso. Ese es Cayo Mario. Pero no me he levantado para hablar de Cayo Mario. Me perdonaréis, padres conscriptos, por dejar que mis sentimientos me hagan apartarme de lo esencial de mi exposición.
Volvió al sitio que ocupaba antes y se volvió hacia el estrado en que estaban sentados los magistrados curules, dirigiéndose a Cayo Memio.
—Me he levantado para hablar de otro arribista, una modalidad de arribismo menos ostensible que la de Cayo Mario. La clase de arribista que aduce antepasados senatoriales y habla bien el griego, que ha tenido una buena educación y vive en una casa lo bastante lujosa en la que sus ojos nunca han visto mierda de cerdo, es decir, en la que nunca ha visto nada de nada. No es un romano descendiente de romanos, por mucho que diga. Me refiero a Cneo Pompeyo Estrabo, legado de esta augusta cámara para servir al gobernador de Cerdeña, Tito Anio Albucio.
"Y bien, ¿quién es este Cneo Pompeyo Estrabo? Un Pompeyo que dice tener vínculos de sangre con los Pompeyos de esta cámara desdé hace generaciones, aunque seria interesante ver hasta qué punto son verdad esos vínculos. Rico como Craso, con una clientela que cubre casi la mitad del norte de Italia, un rey dentro de sus tierras. Ese es Cneo Pompeyo Estrabo.
"Miembros del Senado —añadió casi a gritos—, ¿adónde va a llegar esta augusta cámara si un senador bisoño disfrazado de cuestor tiene la osadía y el... el... descaro de acusar a su superior? ¿Tan faltos de jóvenes romanos estamos que no podemos sentar culos romanos en trescientas escasas sillas? ¡Me... me... escandaliza! ¿Es que ese Pompeyo bizco está tan poco instruido en los detalles de comportamiento que debe guardar un miembro del Senado como para llegar a imaginarse que puede acusar a su superior? ¿Qué nos sucede que consentimos que gentes como Pompeyo el bizco sienten sus posaderas en una silla senatorial? ¿Cómo es que se atreve a cosa semejante? ¡Por ignorancia y falta de clase, por eso se atreve! ¡Hay cosas, conscriptos padres, que no se hacen! Cosas como acusar a un superior o a un pariente próximo, incluidos los que lo son por matrimonio. ¡No se hacen! ¡Descarado, bovino, grosero, inculto, presuntuoso, estúpido... nuestra lengua latina carece de epítetos suficientes para calificar los defectos de una seta venenosa como este Cneo Pompeyo Estrabo, ese Pompeyo bizco!
Del banco de los tribunos se alzó una voz.
—¿Es que inferís, Marco Emilio, que hay que alabar la conducta de Tito Anio Albucio? —inquirió Lucio Casio.
El príncipe del Senado se revolvió como una cobra.
—¡Oh, no seáis ingenuo, Lucio Casio! —replicó—. Aquí no se trata de Tito Anio. Naturalmente que ese asunto se tratará como es debido, en este caso con un proceso. Si se le declara culpable, recibirá el castigo que la ley prescribe. Pero aquí de lo que se trata es del protocolo, la cortesía, la etiqueta, en otras palabras, Lucio Casio, ¡de modales! ¡Esa seta venenosa de Pompeyo el bizco es culpable de una flagrante transgresión de modales!
Se volvió hacia la cámara.
—Propongo, padres conscriptos, que Tito Anio Albucio responda de cargos con cariz de traición, pero que el praetor urbanus escriba al mismo tiempo una carta contundente al cuestor Cneo Pompeyo Estrabo diciéndole que, primero, bajo ninguna circunstancia se le permitirá procesar a un superior, y, segundo, que tiene modales de patán.
La cámara votó con un nutrido aplauso, a guisa de consenso.
—Cayo Memio, yo creo —dijo Lucio Marcio Filipo con un tonillo nasal de irreprochable superioridad aristocrática, dolido por la alusión de Escauro de que Mario había comprado sus servicios— que la cámara debería nombrar ahora mismo un fiscal para el caso de Tito Anio Albucio.
—¿Alguna objeción? —preguntó Memio mirando a los senadores.
No había objeciones.
—Muy bien, que conste que la cámara nombrará un fiscal para el proceso contra Tito Anio Albucio. ¿Nombres...? —añadió Memio.
—¡Oh, querido praetor urbanus; no puede haber más que un solo nombre! —replicó Filipo con el mismo tonillo.
—Pues, decidlo, Lucio Marcio.
—Pues el ducho abogado del Foro César Estrabo —contestó Filipo—. Vamos, que no le ahorremos a Tito Anio la impresión de que le persigue una voz de su pasado. ¡Yo creo que el fiscal debe ser bizco!