Cayo Mario dejó la carta a un lado con un suspiro, acercó los despachos oficiales del Senado, y se puso a leerlos, cómodamente, solo y sin inhibiciones para silabear en voz alta. No es que fuese una desgracia, porque todos leían en voz alta; pero los demás se suponía que hablaban griego.
Publio Rutilio tenía razón, como siempre. Su larguísima carta era mucho más explícita que los despachos, aunque éstos incluían el texto de la carta de Nerva y aportaban muchas estadísticas. Pero no eran tan convincentes ni nuevas, y no daban el cuadro tan preciso que se desprendía de la carta de Rutilio.
Le era fácil imaginar la consternación en Roma. Una drástica carestía de trigo significaba peligro para muchas carreras políticas y un mal ambiente entre los del Erario y los ediles buscando otras fuentes de abastecimiento. Sicilia era la panadería, y si Sicilia no daba una buena cosecha, Roma se enfrentaba a la perspectiva del hambre. Ni Africa ni Cerdeña aportaban tanto trigo como Sicilia. ¡Ni siquiera juntas! La crisis haría que el pueblo culpara al Senado de haber enviado un mal gobernador a Sicilia, y el censo por cabezas haría responsables del hambre al pueblo y al Senado.
El censo por cabezas no era un organismo político, y no le interesaba gobernar ni que le gobernasen; su participación en la vida pública se limitaba a los asientos que ocupaba en los juegos y a su presencia en los repartos de las fiestas. Y, sin embargo, el censo por cabezas era una fuerza a tener en cuenta.
No es que se diera el grano gratis al censo por cabezas, pero el Senado, mediante sus ediles y cuestores, garantizaba que le fuera vendido trigo a un precio razonable, aunque en épocas de escasez eso supusiera comprarlo más caro y expenderlo al mismo precio, con gran disgusto del Erario. Todos los ciudadanos romanos que vivían en Roma tenían derecho a su ración de trigo al precio estatal estipulado, independientemente de su riqueza, a condición de ponerse a la enorme cola que se formaba ante el mostrador edilicio en el Porticus Minucia para recibir la cédula, que, presentada en cualquiera de los silos estatales del acantilado del Aventino sobre el puerto de Roma, facultaba para adquirir los cinco modii de trigo barato. Que los pudientes no se molestasen era lógico, porque era mucho más fácil comprarlo en el Velabrum y que los mercaderes se encargaran de obtenerlo en los silos particulares situados al pie del acantilado del Palatino en el Viscus Tuscus.
Sabiéndose atrapado en lo que podía ser una precaria posición política, Cayo Mario frunció sus esplendorosas cejas. En cuanto el Senado ordenara al Tesoro abrir sus cajas fuertes llenas de telarañas para comprar trigo barato para el censo por cabezas, comenzarían los alaridos; los jefes de los tribuni aerarii, burócratas del Erario, comenzarían a despotricar diciendo que no podían gastarse grandes sumas en comprar trigo habiendo seis legiones del censo por cabezas empleadas en las obras públicas en la Galia Transalpina. Eso, a su vez, haría que la responsabilidad recayera en el Senado, el cual tendría que entablar una horripilante batalla con el Tesoro para conseguir el trigo necesario; y luego el Senado se quejaría al pueblo de que, como de costumbre, el censo por cabezas era un estorbo muy costoso.
¡Una maravilla! ¿Cómo iba a conseguir ser nombrado cónsul in absentia por segundo año consecutivo, siendo general de un ejército de pobres cuando Roma estaba a merced de una masa hambrienta de pobres del censo por cabezas? ¡Maldito Publio Licinio Nerva y todos los especuladores de grano!
Sólo Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, había vislumbrado la crisis; cuando la siega estaba en puertas, el precio del trigo en Roma solía bajar algo a finales de verano, pero aquel año no había dejado de aumentar. La razón parecía evidente: la manumisión de los esclavos de origen italico limitaría la abundancia de cosecha. Pero no se había puesto en libertad a los esclavos y se preveía una cosecha normal; por consiguiente, los precios debían haber bajado drásticamente. Y no. Seguían subiendo.
Para Escauro, la razón sin lugar a dudas era una manipulación del trigo originada en el Senado, y sus propias averiguaciones apuntaban al cónsul Fimbria y al pretor urbano Cayo Memio, quienes durante la primavera y el verano no habían cesado de acopiar dinero. Para comprar grano barato y venderlo con enormes ganancias, era la conclusión de Escauro.
Y luego llegaron las noticias de la sublevación de esclavos en Sicilia. Tras lo cual, Fimbria y Memio comenzaron a vender frenéticamente todas sus pertenencias, salvo sus casas del Palatino y suficientes tierras para mantenerse en el censo senatorial. Por consiguiente, coligió Escauro, fuese cual fuese el cariz de sus negocios, era imposible que tuviese nada que ver con el abastecimiento de trigo.
El razonamiento era atractivo, pero era perdonable. Si el cónsul y el pretor urbano hubiesen estado implicados en la subida del precio del trigo, no estarían allí sentados, mondándose tranquilamente los dientes en lugar de frotarse las manos. ¡No, Fimbria y Memio, no! Tendría que dirigir sus pesquisas hacia otra parte.
Cuando la carta de Publio Licinio Nerva, en la que exponía la crisis de Sicilia, llegó a Roma, Escauro comenzó a oír a los mercaderes de grano susurrar el nombre de un senador y su sensible nariz olfateó algo interesante y más apetitoso que el falso olor de Fimbria y Memio: Lucio Apuleyo, el cuestor del puerto de Ostia. Joven y nuevo en el Senado, pero con una estupenda posición para un joven senador interesado en el precio del trigo, ya que el cuestor de Ostia tenía encomendado controlar los cargamentos del trigo y su almacenamiento, conocía y hablaba con todos los del ramo de aprovisionamiento y tenía a su disposición mucho antes que el Senado toda clase de información.
Ulteriores indagaciones convencieron a Escauro de que había dado con el culpable, y lanzó el golpe por el buen nombre del Senado en la reunión que se celebró a primeros de octubre. Lucio Apuleyo Saturnino era el responsable del prematuro aumento del precio del trigo, que había impedido que el Erario adquiriese reservas para los graneros estatales a un precio razonable, dijo Escauro, príncipe del Senado, ante la cámara en pleno. Y la cámara tuvo su chivo expiatorio. En medio de una gran indignación, los senadores votaron mayoritariamente despojar a Lucio Apuleyo Saturnino del cargo de cuestor, privándole, por lo tanto, de su puesto senatorial y poniéndole en la tesitura de una acusación de extorsión.
Conminado a comparecer ante el Senado, a Saturnino no le quedó más remedio que negar los cargos de Escauro. No había pruebas ni a favor ni en contra, lo cual significaba que el asunto tenía que dirimirse con arreglo a la credibilidad de ambos.
—¡Demostrad que estoy implicado! —gritó Saturnino.
—¡Demostrad que no lo estáis! —replicó Escauro.
Y, naturalmente, la cámara creyó al príncipe del Senado, ya que Escauro en las denuncias era irreprochable; eso lo sabían todos. Y a Saturnino le desposeyeron sin contemplaciones.
Pero Lucio Apuleyo Saturnino era un luchador. Tenía la edad justa para el cargo de cuestor y su nuevo puesto de senador: treinta años. Lo que, a su vez, significaba que no se sabía gran cosa de él por no haber destacado en el Foro ni haber brillado particularmente durante su servicio militar, además de proceder de una familia senatorial natural de Picenum. No le quedaba más remedio que perder su cargo de cuestor y su silla en el Senado, y ni siquiera pudo protestar cuando la cámara concedió su apreciado puesto en Ostia para lo que quedaba de año nada menos que a Escauro, príncipe del Senado. Pero él no se daba por vencido.
Nadie en Roma le creía inocente. Por dondequiera que iba le escupían, le zarandeaban y hasta le tiraban piedras. La fachada de su casa estaba llena de pintadas: "CERDO, PEDERASTA, GUARRO, LOBO, MONSTRUO, CHUPAPENES", y otros dicterios competían sobre la superficie enlucida. A su esposa y a su hija las rehuían todos y las pobres se pasaban el día llorando. Hasta sus sirvientes procuraban evitarle y cumplían sus órdenes con desgana o, si estaban de mal humor, le respondían.
Su mejor amigo era un tal Cayo Servilio Glaucia, bastante anodino. Algo mayor que Saturnino, Glaucia gozaba de cierta fama ante los tribunales a título de excelente redactor legal, pero carecía de la distinción de ser un Servilio patricio, o siquiera un importante Servilio plebeyo. Salvo por su fama como abogado, Glaucia estaba a la par con otro Cayo Servilio que había hecho dinero, accediendo al Senado al amparo de la toga de su mentor Ahenobarbo. Sin embargo, aquel otro Servilio plebeyo no había adquirido un cognomen, mientras que Glaucia tenía uno bastante respetable porque hacía referencia a los bellos ojos verde claro de su familia.
Formaban una buena pareja, Saturnino y Glaucia: uno muy moreno y el otro muy blanco, y ambos el mejor prototipo de su estilo físico. La base de su amistad era su similar agudeza mental e inteligencia, aparte de la ambición de ambos por llegar al consulado y ennoblecer a sus respectivas familias. La política y la legislación los fascinaba, convirtiéndolos, en definitiva, en personas idóneas para la tarea a la que su linaje los abocaba.
—Aún no me han derrotado —dijo Saturnino a Glaucia, frunciendo los labios—. Hay un medio para volver al Senado y voy a recurrir a él.
—No será por medio de los censores —dijo Glaucia.
—¡Desde luego que no! No, voy a presentarme a la elección de tribuno de la plebe —contestó Saturnino.
—No lo conseguirás —replicó Glaucia, que no es que fuese excesivamente pesimista, sino realista.
—Sí, si encuentro un valedor poderoso.
—Cayo Mario.
—¿Quién, si no? A él no le gustan nada Escauro ni el Numídico, ni ninguno de los que dictan la política —dijo Saturnino—. Mañana embarco para Massilia para exponerle mi caso al único que estará dispuesto a escucharme. Y le ofreceré mis servicios.
—Si, es una buena idea, Lucio Apuleyo —dijo Glaucia, asintiendo con la cabeza—. Al fin y al cabo, nada tienes que perder. Imagínate qué divertido —añadió—, hacerle la vida difícil a Escauro cuando seas tribuno de la plebe.
—No, yo no voy a por él —replicó Saturnino con desdén—. Él actuó como pensaba que era su deber; eso es irrebatible. Pero es que alguien me puso deliberadamente en ese brete, y a ése es al que quiero atacar. Si me nombran tribuno de la plebe le haré la vida imposible. Si descubro quién es...
—Ve a Massilia y habla con Cayo Mario —dijo Glaucia—. Entretanto, yo haré averiguaciones.
En otoño si que zarpaban barcos hacia occidente, y Lucio Apuleyo Saturnino tuvo una buena travesía hasta Massilia. Desde allí viajó a caballo hasta el campamento romano de las afueras de Glanum y pidió audiencia con Cayo Mario.
No había exagerado Mario diciendo a sus oficiales que quería construir otro Carcasso, aunque su campamento era una réplica en madera y tierra de la pétrea fortaleza. El alto sobre el que se asentaba el campamento romano estaba erizado de fortificaciones. Saturnino comprendió en seguida que gentes como los germanos, poco hábiles para el asedio, serían incapaces de tomarlo aunque los asaltasen al unísono con todos los hombres disponibles.
—Pero no creáis que se trata realmente de proteger a mis tropas —dijo Cayo Mario, mientras realizaban un recorrido por las instalaciones—. Lo he construido para engañar a los germanos.
¡Y se dice que este hombre no es astuto!, pensó Saturnino, apreciando de pronto la inteligencia de Mario. Es el único que puede ayudarme.
Ambos habían sentido una mutua simpatía, nacida de aquella inflexibilidad y tesón comunes y quizá de una cierta iconoclastia antirromana. A Saturnino le complació profundamente descubrir que, tal como él esperaba, a Glanum ya había llegado la noticia de su desventura. Sin embargo, no sabía en qué momento debía exponerle sus pretensiones, porque Cayo Mario era el comandante en jefe de una gran empresa y su vida, incluidos los ratos de asueto, estaba totalmente ligada a ella.
Esperándose un comedor atestado, Saturnino quedó sorprendido de que Manio Aquilio y él fuesen los únicos invitados a la mesa de Cayo Mario.
—¿Está en Roma Lucio Cornelio? —inquirió.
—No, está realizando una misión especial —contestó Mario, imperturbable, cogiendo un huevo relleno.
Viendo que no tenía objeto ocultar su solicitud ante Manio Aquilio, que el año anterior había actuado como hombre de Mario —y que lo más seguro era que recibiera cartas de Roma con todos los chismorreos—, Saturnino comenzó a exponer su caso nada más terminar de comer. Los dos le escucharon en silencio sin hacerle una sola pregunta, lo cual hizo suponer a Saturnino que lo había expuesto todo con claridad y lógica.
Mario lanzó un suspiro.
—Me alegra mucho que hayáis venido a exponérmelo personalmente —dijo—. Eso dice mucho en vuestro favor, Lucio Apuleyo, porque una persona culpable habría recurrido a cualquier cosa menos a venir en persona. No se me considera un crédulo; aunque tampoco lo es Escauro. Pero me caéis bien y creo que el que ha investigado este asunto se ha dejado despistar por una serie de falsedades que le han conducido a vuestra persona. En definitiva, siendo cuestor en Ostia sois un señuelo perfecto.
—Si la acusación contra mí tiene un punto débil, Cayo Mario, es que yo no dispongo del dinero que hace falta para comprar trigo en tal cantidad —dijo Saturnino.
—Cierto, pero eso tampoco os exonera de sospechas —replicó Mario—. Podéis haberlo hecho a cambio de un importante soborno o haber pedido un préstamo.
—¿Creéis que lo he hecho?
—No. Me parece que sois la víctima y no el culpable.
—Yo también —terció Manio Aquilio—. Está claro.
—¿Me ayudaréis, entonces, a conseguir que me nombren tribuno de la plebe? —inquirió Saturnino.
—Oh, desde luego —contestó Mario sin dudarlo.
—Yo os lo pagaré con lo que esté en mi mano.
—¡Estupendo! —exclamó Mario.
Después, las cosas se sucedieron velozmente. Saturnino no tenía tiempo que perder; las elecciones para tribunos de la plebe se celebraban a primeros de noviembre y tenía que regresar a Roma a tiempo para inscribirse como candidato y recibir el apoyo que Mario le había prometido. Así, provisto de un buen montón de cartas de éste para varios personajes de Roma, Saturnino puso rumbo a los Alpes en un carruaje rápido tirado por cuatro mulas, y con una buena bolsa para poder alquilar durante el trayecto animales tan buenos como los cuatro con que iniciaba el viaje.