Pero aquella fétida humedad tenía su compensación: la temporada de setas fue fenomenal. Avidos como eran de los sabrosos hongos en forma de sombrilla, después de un verano normalmente seco, todos los romanos, ricos y pobres, se dedicaron a engullir setas.
Y Sila se vio de nuevo acosado por las cartas de Julilla, después de aquellas dos maravillosas semanas que habían impedido que la criadita se le cruzase y se las introdujera en la toga. Su obsesión por irse de Roma aumentó al extremo de que comprendió que si no se sacudía aquel miasma pegajoso, aunque sólo fuese por un día, se volvería loco sin remisión. Metrobio y su protector Scilax estaban de vacaciones en Cumas, y como a Sila no le apetecía pasar a solas aquel día de asueto, se llevó a Clitumna y a Nicopolis de excursión a su lugar preferido.
—Vamos, muchachas —les dijo al tercer día de buen tiempo—, poneos algo alegre que os llevo al campo.
Las "muchachas", que no se sentían nada juveniles, le miraron con la ácida irrisión de quienes no están de humor para que turben su tranquilidad y se negaron a salir del lecho comunitario, pese a que la calurosa noche lo había dejado bañado en sudor.
—Necesitáis aire fresco —insistió él.
—Vivimos en el Palatino precisamente porque el aire aquí está muy bien —replicó Clitumna, dándole la espalda.
—En este momento el aire del Palatino no es mejor que el de cualquier otra parte de Roma, está cargado del hedor a alcantarilla y a agua sucia —dijo él—. ¡Vamos, animaos! He alquilado un carruaje; iremos a Tibur, comemos en el bosque, probamos a pescar, o compramos unos peces y un buen conejo recién cazado, y volvemos antes de que anochezca mucho más felices.
—No —respondió Clitumna con voz quejumbrosa.
—Pero... —comenzó a decir Nicopolis, indecisa.
—Arréglate —la interrumpió rápidamente Sila—. Vuelvo de aquí a un momento —añadió, estirándose con fruición—. ¡Ah, qué harto estoy de estar encerrado en esta casa!
—Yo también —dijo Nicopolis, saltando de la cama.
Clitumna siguió tumbada de cara a la pared, mientras Sila iba a la cocina a encargar una cesta de provisiones.
—Vente —dijo Sila a Clitumna, mientras se embutía una túnica limpia y se ataba las sandalias.
Ella no contestó.
—Como quieras —añadió, dirigiéndose a la puerta—. Hasta la noche.
Clitumna siguió callada.
Por consiguiente, sólo fueron de campo Nicopolis y Sila, acompañados de un gran cesto de sabrosa comida que les había preparado el cocinero apresuradamente, con envidia de no ir él también. Al pie de la escalinata de Caco los esperaba una calesa de dos ruedas; Sila ayudó a Nicopolis a montar y él tomó las riendas.
—Allá vamos —exclamó alegremente, azuzando a las mulas y sintiendo una dicha extraordinaria y una extraña sensación de libertad. Para sus adentros, se dijo que se alegraba de que Clitumna no fuese con ellos. Ya estaba bien con Nicopolis—. ¡Arre, arre! —gritó.
Las mulas arreaban bien y la calesa avanzaba alegremente por el valle de Murcia, en el que se alzaba el Circo Máximo, hasta alcanzar la puerta Capena por la que salió de la ciudad. Al principio el paisaje no era interesante ni alegre, pues la carretera de circunvalación que tomó Sila para dirigirse hacia el este atravesaba los grandes cementerios de Roma. Todo eran tumbas y más tumbas, salvo los imponentes mausoleos y sepulcros de los ricos y nobles, que flanqueaban las arterias que salían de la ciudad, y las simples lápidas de los humildes. Todos los romanos y griegos, incluidos los más pobres y los esclavos, soñaban con poder pagarse un monumento que atestiguara su existencia después de muertos. Por eso, pobres y esclavos formaban parte de asociaciones funerarias y aportaban lo poco que podían a aquellas fratrías, que administraban e invertían cuidadosamente los ingresos; las malversaciones abundaban en Roma, como en cualquier otra parte, pero las asociaciones funerarias estaban tan celosamente controladas por los afiliados, que a los administradores no les quedaba más remedio que ser honrados. Un buen funeral y una bonita tumba eran cosas importantes.
Un cruce de carreteras constituía el punto central de la enorme necrópolis situada en el Campus Esquilinus, y en el mismo cruce, entre unos frondosos árboles sagrados, se alzaba el imponente templo de Venus Libitina; dentro del podio se guardaban los libros de registro con los nombres de los ciudadanos romanos difuntos, acompañados de arcas y más arcas con el dinero pagado durante siglos por la inscripción. Por eso el templo poseía una gran riqueza, y aunque los fondos eran del Estado, no se tocaban. Se trataba de la Venus que regía a los muertos, no a los vivos, la Venus protectora de la extinción de la fuerza procreadora. Y su templo era la sede central del gremio de las empresas funerarias de Roma. Delante del templo había una explanada en la que se levantaban las piras, y detrás de ella estaba el cementerio de los pobres, una extensión siempre cambiante de fosas llenas de cadáveres, cal y tierra. Eran pocos los que, ciudadanos o no ciudadanos, elegían ser inhumados, aparte de los judíos, que recibían enterramiento en una zona especial, y los aristócratas de la familia noble de los Cornelios, a quienes se daba sepultura en la Via Apia. Por eso la mayoría de los sepulcros que convertían el Campus Esquilinus en una densa ciudad de piedra, guardaban urnas con cenizas en lugar de cuerpos en descomposición. Dentro del recinto sagrado de Roma no se enterraba a nadie, ni siquiera a los grandes.
Pero, una vez que la calesa pasó bajo los arcos de los dos acueductos que abastecían a las populosas colinas nordeste de la ciudad, el panorama cambiaba. Por todas partes se veían campos de labrantío y viveros y, luego, pastos y campos de trigo.
A pesar de los desperfectos causados por las lluvias en la Via Tiburtina, que mostraba erosionada la gruesa capa de grava y polvo de toba que recubría las losas, los pasajeros de la calesa iban muy contentos. El sol calentaba atemperado por la brisa, la sombrilla de Nicopolis era lo suficientemente amplia para dar sombra a los dos y las mulas se portaban bien. Sila sabía de sobra que no convenía forzar la marcha y dejó a los animales que trotaran tranquilos a su paso.
No se podía cubrir en un día el viaje de ida y vuelta a Tibur, pero el paraje preferido de Sila estaba apenas comenzar la subida a Tibur, a cierta distancia de Roma, en un bosque que se extendía hasta las estribaciones cada vez más elevadas de la Gran Roca, la montaña más alta de Italia. La carretera cruzaba el bosque en diagonal, cosa de una milla, antes de adentrarse por campo abierto y seguir hacia el valle del Anio, una región sumamente fértil y agrícola.
Pero aquel tramo de bosque de una milla era camino más difícil, y Sila salió de la carretera y condujo a las mulas por una senda de carros que discurría entre los árboles y luego moría.
—Ya hemos llegado —dijo, saltando del pescante y acercándose a Nicopolis para ayudarla a apearse—. Ya sé que el lugar no parece muy bonito, pero si andamos un poco te enseñaré un paraje que compensa el viaje.
Primero quitó el arnés a las mulas y las trabó; luego puso la calesa a la sombra, cogió el cesto y se lo colgó al hombro.
—¿Cómo es que manejas tan bien las mulas y los arneses? —inquirió Nicopolis, siguiendo cuidadosamente los pasos de Sila entre los árboles.
—Eso lo sabe hacer cualquiera que haya trabajado en el puerto de Roma —contestó él por encima del hombro libre—. Ve despacio, que no falta mucho y no tenemos prisa.
Realmente era temprano. Como estaban a primeros de septiembre, las doce horas de luz diurna eran todavía largas de sesenta y cinco minutos, y aún faltaban dos horas para el mediodía.
—Es un bosque virgen —dijo Sila— y seguramente por eso nadie hace leña. Antiguamente en estas tierras se cultivaba trigo, pero cuando el grano comenzó a traerse de Sicilia, Cerdeña y la provincia africana, los agricultores marcharon a Roma y el bosque recuperó el terreno.
—Eres sorprendente, Lucio Cornelio —dijo ella—. ¿Cómo sabes tantas cosas del mundo?
—Es un don que tengo. Lo que oigo o leo se me queda.
Llegaron a un hermoso claro lleno de hierba y flores otoñales; margaritas, grandes macizos de rosales trepadores rosa y blancos y lupinas rosas y blancas de largo tallo. Cruzaba el claro un riachuelo muy crecido por las lluvias, con el lecho lleno de piedras desiguales, formando pozas y espumosas cascadas. El sol hacía brillar sus aguas, surcadas por libélulas y pajarillos.
—¡Es precioso! —exclamó Nicopolis.
—Lo descubrí el año pasado, cuando estuve fuera unos meses —dijo él, dejando la cesta a la sombra—. Se me rompió una rueda de la calesa en el lindero del bosque, donde empieza la senda, y tuve que enviar a Metrobio montado en una mula a Tibur a que buscase ayuda. Y mientras esperaba estuve explorando los alrededores.
No le hizo gracia a Nicopolis que el odiado y temido Metrobio hubiese tenido el privilegio de haber visto primero aquel paraje, pero no dijo nada y se limitó a sentarse en la hierba, rendida, viendo cómo Sila sacaba de la cesta una gran bota de vino, que metió en un pequeño remanso del arroyo y sujetó con unas piedras. A continuación se quitó la túnica, las sandalias y todo lo que llevaba.
Aún era profunda la alegría que sentía Sila y tan cálida como el sol que acariciaba su piel; se desperezó sonriente y dirigió una mirada al claro con un afecto que nada tenía que ver con Metrobio ni con Nicopolis. Su placer se originaba simplemente en el hecho de verse libre de los agobios y frustraciones que jalonaban su vida cotidiana, soñando con algún lugar en el que el tiempo no corriera, la política no existiera, a los hombres no los dividieran clases y el dinero fuese algo por inventar. Sus ratos de felicidad eran tan escasos y espaciados a lo largo de aquella ruta de su vida, que los recordaba con nítida claridad: el día en que un revoltijo de líneas en un papel se transformó de pronto en ideas comprensibles; el momento en que un hombre en extremo amable y considerado le enseñó lo perfecto que podía ser el acto del amor; la estupenda emancipación al morir su padre, y el descubrimiento de que aquel claro del bosque era el único trozo de tierra que podía considerar suyo porque no era de nadie que se preocupase de ir allí aparte de él. Y eso era todo. El inventario. Ninguno de aquellos momentos se basaba en la apreciación de la belleza ni en el proceso vital, sino que representaban la liberación del analfabetismo, el placer erótico, la libertad respecto a la autoridad y el sentido de propiedad. Y aquéllas eran las cosas que Sila apreciaba; las cosas que Sila quería.
Nicopolis le miraba fascinada, sin imaginarse ni por asomo el origen de aquella dicha, maravillada de la impresionante blancura de aquel cuerpo al sol —algo que nunca había visto— y aquel dorado fuego de cabeza, pecho e ingle. No pudo resistirlo y se despojó de su ligero vestido y de la camisa que llevaba debajo, con un largo faldón que le pasaba entre las piernas y se abrochaba por delante, hasta quedarse también desnuda, gozando de la caricia del sol.
Se metieron en una de las pozas, conteniendo la respiración por la impresión al sumergirse en el agua fría y allí estuvieron hasta calentarse con el sol, mientras Sila jugueteaba con los erectos pezones de Nicopolis y sus hermosos senos; luego se tumbaron en la espesa y blanda hierba e hicieron el amor mientras se secaban. Después comieron pan, queso, huevos duros y alas de pollo, regado todo con el vino fresco. Ella hizo una corona de flores para Sila y otra para ella y se revolcó ahíta de felicidad.
—¡Esto es una maravilla! —exclamó—. ¡No sabe Clitumna lo que se ha perdido!
—Clitumna nunca sabe lo que se pierde —dijo Sila.
—No te creas —replicó ella, distraída—. La pérdida del pegajoso sí la nota.
Y comenzó a tararear la cancioncilla del crimen hasta que advirtió el brillo en la mirada de Sila, señal de que estaba enfadándose. No es que realmente creyera que Sila había provocado la muerte de Stichus, pero la primera vez que lo había insinuado, había notado cierta inquietud en él y seguía pensando en ello por simple curiosidad.
Bueno, era mejor dejarlo. Se puso en pie de un salto y estiró los brazos hacia Sila, que seguía tumbado.
—Vamos, perezoso, que quiero dar un paseo por el bosque fresquito.
Él se levantó obediente, la cogió de la mano y se internaron en la espesura, andando sobre la capa de hojas muertas que conservaba la tibieza de aquel día soleado. Era una delicia ir descalzo.
¡Allí estaban! Un ejército en miniatura de las setas más exquisitas que Nicopolis había visto en su vida. Todas ellas impolutas y sin la menor marca de picadura de insecto ni mordedura de animal alguno; blanquísimas, gordas, carnosas y de esbelto tallo; oliendo a tierra fresca.
—¡Oh, qué bien! —exclamó, arrodillándose ante ellas.
—Vamos —dijo Sila con una mueca.
—No, ¡no seas malo porque a tí no te gusten las setas! ¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! Ve a donde está la cesta y tráeme un trapo; voy a coger unas cuantas para la cena —dijo Nicopolis, decidida.
—A lo mejor son venenosas —replicó él sin moverse.
—¡Tonterías; qué van a ser venenosas! ¡Mira! No tienen ningún velillo en las branquias, ni lunares, y no son rojas. Hacen un olor estupendo. Además, esto no es un roble, ¿verdad? —dijo levantando la vista hacia el árbol al pie del cual crecían las setas.
—No, no es un roble —contestó Sila, mirando las hojas lobuladas y experimentando la visión de la inevitabilidad del destino, la mano de su diosa protectora.
—¡Pues, anda, sé bueno! —dijo ella, mimosa.
—Bueno, como quieras —respondió él con un suspiro.
Toda una colonia de setas pereció a manos de Nicopolis, que las envolvió en la servilleta que Sila había traído y las guardó cuidadosamente en la cesta para preservarlas del calor.
—No sé por qué a ti y a Clitumna no os gustan las setas —dijo ya en la calesa, con las mulas trotando decididas camino del establo.
—Nunca me han gustado —dijo Sila, distraído.
—Pues me las comeré yo todas —replicó Nicopolis con una risita.
—De todos modos, ¿a qué viene tanto interés en cogerlas, si se pueden comprar por toneladas en el mercado, y baratísimas? —inquirió Sila.
—Estas son mías —respondió ella—. Las he encontrado yo misma, me di cuenta de lo perfectas que eran, y las he cogido con mis propias manos. Las que venden en el mercado son viejas y están llenas de gusanos, agujeros, arañas y los dioses saben qué. Seguro que las mías son más ricas.