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anatio murió en Tarso a mediados de febrero, con lo cual a Publio Rutilio Rufo le quedó poco tiempo para volver a Roma antes de iniciarse la campaña. En principio había previsto hacer la mayor parte del viaje por tierra, pero las prisas le obligaron a arriesgarse por mar.
—Y hemos tenido mucha suerte —dijo a Cayo Mario al día siguiente de llegar a Roma, poco antes de los idus de marzo—, pues por una vez ha habido vientos favorables.
—Ya te dije, Publio Rutilio —contestó Mario, sonriente—, que ni el padre Neptuno osaría desbaratar los planes de Metelo. En realidad no ha sido ésa tu única suerte, pues si hubieses estado en Roma, te habría competido la ingrata tarea de ir a ver a los aliados itálicos para convencerlos de que aportaran tropas.
—Que es lo que tú has estado haciendo, ¿no?
—Desde primeros de enero, cuando a Metelo le cayó en suerte organizar la guerra en Africa contra Yugurta. Bah, no fue difícil reclutar tropas, dado que toda Italia ardía en deseos de vengar la afrenta de pasar bajo el yugo. Pero cada vez es más difícil encontrar hombres adecuados —contestó Mario.
—Entonces más vale que el futuro no depare más desastres militares a Roma —añadió Rutilio Rufo.
—Esperemos.
—¿Cómo se ha portado Metelo contigo?
—Muy educadamente y lleno de consideración —contestó Mario—. Vino a verme al día siguiente de su nombramiento y al menos tuvo la cortesía de exponerme sinceramente sus motivos. Le pregunté qué quería de mí, y de ti por ende, que tanto le habíamos ridiculizado cuando la campaña de Numancia, y me dijo que Numancia le importaba un bledo. Que lo que le importaba era ganar la guerra de Africa y que el mejor modo de lograrlo era contar con los servicios de los dos hombres más preparados para enfrentarse a la estrategia de Yugurta.
—Muy listo —dijo Rutilio Rufo—. Así, como comandante en jefe, la gloria será para él. ¿Qué importa quién le haga ganar la guerra, si será él quien desfile en el carro triunfal y reciba todos los abrazos? El Senado no nos va a conceder a ti ni a mí el sobrenombre de Numídico, sino a él.
—Bien, a él le hace más falta que a nosotros. Metelo es un Cecilio, Publio Rutilio, lo que significa que es la cabeza la que rige su corazón, sobre todo cuando su piel está en juego.
—¡Ah, lo has expresado muy acertadamente! —dijo Rutilio con admiración.
—Ya está presionando para que el Senado prolongue su mandato en Africa un segundo año —añadió Mario.
—Lo que demuestra que ha tomado bastante bien la medida a Yugurta todos estos años para comprender que someter a Numidia no va a ser fácil. ¿Cuántas legiones lleva?
—Cuatro. Dos romanas y dos itálicas.
—Más las tropas que ya hay estacionadas en Africa... unas dos legiones más. Sí, lo conseguiremos, Cayo Mario. Coincido contigo.
Mario se levantó del escritorio y fue a servir vino.
—¿Qué es eso que he oído de Cneo Cornelio Escipión? —inquirió Rutilio Rufo, cogiendo a tiempo la copa que Mario le tendía, pues éste se echó a reír y derramó la suya.
—¡Oh, Publio Rutilio, fue estupendo! De verdad, cada vez me sorprenden más las bufonadas de los viejos nobles romanos. A Escipión le habían respetablemente elegido pretor, concediéndole el gobierno de la Hispania Ulterior, cuando se echaron a suertes las provincias de los pretores. ¿Y sabes lo que hace? Ponerse en pie en el Senado y declinar solemnemente el honor de ser gobernador de la Hispania Ulterior. ¿Por qué?, pregunta atónito Escauro, que había supervisado el sorteo. Y Escipión le contesta: "Porque, sinceramente, lo encuentro muy atractivo. Arrasaría la provincia." La cámara se venía abajo de vítores, gritos de alegría, patadas y aplausos. Cuando por fin cesó el alboroto, Escauro le dice: "De acuerdo, Cneo Cornelio, arrasaríais la provincia." Así que ahora van a enviar a Quinto Servilio Cepio en su lugar.
—El también la arrasará —dijo Rutilio Rufo, sonriendo.
—¡Claro, claro! Lo saben todos, hasta el propio Escauro. Pero Cepio al menos tiene la gracia de fingir que no, de modo que Roma cierre los ojos a lo que se hace en Hispania y la vida siga su curso —replicó Mario, volviendo a sentarse tras el escritorio—. Me encanta este sitio, Publio Rutilio, de verdad.
—Me alegro de que a Silano no le envíen fuera.
—¡Por suerte, alguien tiene que gobernar Roma! Qué excusa! Está claro que en el Senado hubo sus más y sus menos por prorrogar el cargo de gobernador de Macedonia a Minucio Rufo. Y una vez cubierto eso, a Silano no le quedaba más que Roma, en donde las cosas más o menos siguen como siempre. Silano a la cabeza de un ejército es una perspectiva capaz de espantar al propio Marte.
—¡Desde luego!
—Hasta ahora ha sido un buen año —añadió Mario—. No sólo se salvó Hispania de la suave mano de Escipión, y Macedonia de la de Silano, sino que en la propia Roma han disminuido notablemente los villanos, si se me perdona que califique de villanos a algunos de nuestros consulares.
—¿Te refieres a la Comisión Mamilia?
—Exactamente. Bestia, Galba, Qpimio, Cayo Catón y Espurio Albino han sido condenados, y aún quedan más procesos, y no es de extrañar... Cayo Memio ha asistido a ellos con gran asiduidad. Mamilio obtuvo pruebas de connivencia con Yugurta, y Escauro es un presidente de tribunal implacable, pues, aunque intervino en defensa de Bestia, luego cambió y votó su condena.
—Un hombre debe ser flexible —dijo Rutilio Rufo sonriendo—. Escauro tiene que ganarse su candidatura al consulado mostrando independencia, pero sin eludir su obligación para con el tribunal. Escauro menos que nadie.
—El menos que nadie.
—¿Y adónde han ido los condenados? —inquirió Rutilio Rufo.
—Unos cuantos han elegido Massilia como lugar de exilio, pero Lucio Opimio optó por la Macedonia occidental.
—Y Aulo Albino se salvó.
—Sí; Espurio Albino asumió toda la culpabilidad y el Senado votó para permitírselo —contestó Mario con un suspiro—. Fue un buen razonamiento legal.
Julia entró en parto en los idus de marzo, y cuando las comadronas comunicaron a Mario que no iba a ser nada fácil, él avisó inmediatamente a los padres de su esposa.
—Nuestra sangre es demasiado antigua y gastada —dijo preocupado César a Mario en el despacho de éste, a donde esposo y padre se habían retirado unidos por un mutuo cariño y temor.
—¡La mía no! —replicó Mario.
—¡Pero eso a ella no la servirá de nada! Quizá ayude a su hija, si es que la tiene, y debemos dar gracias por ello. Yo esperaba que al casarme con Marcia mi linaje recibiese un refuerzo de sangre plebeya, pero, por lo que se ve, Marcia es aún demasiado noble. Su madre era patricia, una Sulpicia. Ya sé que hay quien dice que la sangre debe mantenerse pura, pero yo cada vez me doy más cuenta de que las mujeres de las antiguas familias muestran tendencia a sufrir hemorragia en el parto. ¿Por qué, si no, es mucho más alta la proporción de mortalidad femenina entre las familias antiguas que entre las demás? —dijo César, pasándose la mano por su plateado cabello.
Mario no podía estarse sentado; se puso en pie y comenzó a pasear de arriba abajo.
—Al menos cuenta con todos los cuidados necesarios —dijo, haciendo un ademán en dirección a la habitación del parto, de la que aún no había salido ningún vagido.
—El otoño pasado no pudieron salvar al sobrino de Clitumna —dijo César, cediendo al pesimismo.
—¿Quién? ¿Os referís a esa deleznable vecina vuestra?
—Sí, a esa Clitumna. Su sobrino murió en septiembre, tras una grave enfermedad. Parece que era joven y estaba sano. Los médicos hicieron cuanto estuvo en su mano, pero no pudieron evitar que muriese. Lo tengo grabado en la memoria.
—¿Y por qué habríais de tenerlo grabado en la memoria? —replicó Mario, mirando de hito en hito a su suegro—. ¿Qué relación existe?
—Las cosas siempre suceden en trío —contestó César mordiéndose el labio—. La muerte del sobrino de Clitumna se ha producido muy cerca de vos y de mí. Tiene que haber más muertes.
—Pues si así ha de ser, se producirán en esa familia.
—No necesariamente. Tiene que haber tres muertes, relacionadas de alguna manera. Pero hasta que no se produzca la segunda, reto a cualquier adivino a que diga cuál es la relación.
—¡Cayo Julio! ¡Cayo Julio! —exclamó Mario abriendo los brazos—. ¡Procurad ser optimista, os lo ruego! Nadie ha dicho aún que Julia esté en peligro de muerte; simplemente me advirtieron que el parto no va a ser fácil. Por eso mandé llamaros para que me ayudaseis a pasar este amargo trance y no para que me deprimierais y me hicierais verlo todo negro.
—En realidad —dijo César, avergonzado, haciendo un esfuerzo—, me alegro de que a Julia le haya llegado la hora del parto. Ultimamente no he querido molestarla, pero cuando haya dado a luz, espero que tenga ocasión de hablar con Julilla.
Mario opinaba que lo que le hacía falta a Julilla era una buena azotaina paterna, pero fingió interesarse por lo que decía su suegro; al fin y al cabo, él no había sido padre y ahora que estaba a punto de serlo (si todo iba bien), tenía que admitir que podía acabar siendo un tata complaciente como Cayo Julio César.
—¿Qué sucede con Julilla? —inquirió.
—Que no quiere comer —respondió César con un suspiro—. Hace ya tiempo que no hay manera de hacerla comer, pero en los últimos cuatro meses la cosa ha empeorado. ¡No deja de perder libras! Empieza a sufrir desmayos y se cae como un saco al suelo. Pero los médicos no le encuentran nada.
¿Me volveré yo así de chocho?, se preguntaba Mario. Esa jovencita no tiene nada que no se cure con una buena dosis de indiferencia. Pero, como imaginó que había que hablar de ello, dio conversación al suegro.
—Y os gustaría que Julia averigüe lo que sucede, ¿no es eso?
—¡Naturalmente!
—Seguramente estará enamorada de alguien poco recomendable —replicó Mario, acertando sin saberlo.
—¡Tonterías! —respondió César, tajante.
—¿Cómo podéis saberlo?
—Porque los médicos ya lo pensaron y yo hice mis averiguaciones —respondió César, a la defensiva.
—¿A quién le preguntasteis? ¿A ella?
—¡Claro que sí!
—Habría sido más práctico preguntar a su criada.
—¡Oh, vamos, Cayo Mario!
—¿No estará embarazada?
—¡Oh, vamos, Cayo Mario!
—Escuchad, suegro, es inútil que queráis considerarme poco menos que un insecto a estas alturas —dijo Mario sin consideraciones—. Formo parte de la familia y no soy un extraño. Si yo, con mi limitadísima experiencia en cuanto a jovencitas de dieciséis años, veo esa posibilidad, con mayor motivo deberíais verla vos. Llamad a la criada a vuestro despacho y dadle una buena tunda hasta que os diga la verdad. Seguro que es la confidente de Julilla y os lo confesará todo si la interrogáis como es debido y la amenazáis de muerte.
—¡Eso no puedo hacerlo, Cayo Mario! —replicó César horrorizado ante tan draconianas medidas.
—Quizá baste con un buen varapalo —insistió Mario pacientemente—. Una buena azotaina y la simple mención de la tortura y os dirá todo lo que sepa.
—No puedo hacer eso —repitió César.
—Pues haced lo que gustéis —respondió Mario con un suspiro—. Pero no penséis que sabéis la verdad porque se lo hayáis preguntado a Julilla.
—En mi familia siempre nos hemos dicho la verdad —añadió César.
Mario, sin contestar, se limitó a adoptar una expresión de escepticismo.
Se oyó llamar a la puerta del despacho.
—¡Adelante! —gritó Mario, alegrándose por la interrupción.
Era el médico griego bajito de Sicilia, Atenodoro.
—Dominus, vuestra esposa desea veros. Y creo que le haría bien si fuerais con ella.
A Mario le dio un vuelco el corazón, contuvo la respiración y se le congeló el gesto. César se había puesto en pie y miraba al fisico, condolido.
—¿Está... está...? —balbucía abatido.
—¡No, no! Perded cuidado, domíni, está bien —respondió el griego, tranquilizándolos.
Cayo Mario nunca había visto a una mujer de parto y se hallaba aterrorizado. Soportaba ver los muertos y mutilados en el campo de combate; eran compañeros de armas, independientemente del bando en que lucharan, y un hombre sabía que estaba en manos de la Fortuna en contarse o no entre ellos. En el caso de Julia, la víctima era un ser muy querido, una persona digna de ternura y protección a quien debía evitar todo posible dolor. Sin embargo, Julia era víctima de él como un enemigo cualquiera, y yacía entre dolores en el lecho por culpa de él. Inquietantes reflexiones para Cayo Mario.
No obstante, todo parecía ir bien cuando entró en la habitación de la parturienta. Julia estaba en la cama. La silla especial del parto en la que la sentarían cuando llegase la última fase del alumbramiento estaba discretamente tapada en un rincón, y él no la vio. Para su gran alivio, Julia no parecía agotada ni muy enferma, y nada más verle le sonrió radiante, estirando los brazos.
El le cogió las manos y se las besó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—¡Claro que sí! Me dicen que será algo laborioso y que perderé algo de sangre —contestó ella, presa en aquel instante de un espasmo de dolor, agarrándole las manos con una fuerza desconocida para él, y aferrándose unos instantes hasta que se relajó de nuevo—. Quería verte —siguió diciendo, como si no hubiera habido interrupción alguna—. ¿Puedo verte de vez en cuando o te resultará demasiado angustioso?