—¡El sitio exacto! —exclamó Sila eufórico, lanzando un agudo silbido.
De detrás de las piedras surgió su escuadrón de caballería ligur, cada hombre con dos caballos de repuesto; sin decir palabra, se aproximaron a Sila y al prisionero con los caballos de refresco. Y dos mulas.
—Hace seis días que los mandé venir aquí a esperarme, rey Yugurta —dijo Sila—. El rey Boco creía que había venido solo, pero ya veis que no. Hice que Publio Vagienio me siguiera los pasos, para que regresara luego a por la tropa y me esperaran aquí.
Libre de estorbos, Sila contempló cómo trasladaban al númida de caballo, que ahora quedaba encadenado a Publio Vagienio. Rápidamente se alejaron del lugar, dando un rodeo de varias millas por el nordeste para evitar el campamento de Yugurta.
—Supongo que vuestra majestad —dijo Publio Vagienio con gran deferencia— no sabrá decirme en qué paraje de Cirta puedo encontrar caracoles... O en cualquier otra parte de Numidia; igual me da.
A fines de junio había terminado la guerra de Africa. Yugurta fue alojado cierto tiempo en un lugar adecuado en Utica, mientras Mario y Sila se reponían. Allí trajeron a sus dos hijos Iampsas y Oxyntas para hacerle compañía, mientras su corte se desintegraba y comenzaba la competencia por los cargos influyentes bajo el nuevo régimen.
El rey Boco consiguió del Senado el tratado de amistad y alianza con Roma y el príncipe Gauda, el inválido, se convirtió en el rey Gauda de una Numidia mucho más reducida. Boco obtuvo el resto del territorio de manos de una Roma demasiado atareada en otros lugares para anexionar tan extensos terrenos a su provincia africana.
En cuanto hubo disponible una pequeña flota de naves mercantes capaces de una travesía segura, Mario embarcó al rey Yugurta y a sus hijos en una de ellas y le envió a Roma cautivo. El peligro númida desaparecía del horizonte con la neutralización de Yugurta.
Con ellos zarpó Quinto Sertorio, dispuesto a combatir contra los germanos en la Galia Transalpina, después de solicitar licencia a su primo Mario.
—Yo soy un soldado, Cayo Mario —dijo muy serio el joven contubernalis—, y aquí la guerra ha terminado. Recomendadme a vuestro amigo Publio Rutilio Rufo para que me dé un puesto en la Galia Ulterior.
—Id con mi agradecimiento y bendición, Quinto Sertorio —respondió Mario con raro afecto—. Y dad recuerdos a vuestra madre.
—¡Así lo haré, Cayo Mario! —respondió Sertorio lleno de júbilo.
—Recordad, joven Sertorio —dijo Mario el día en que éste y Yugurta zarpaban hacia Italia—, que os necesitaré en el futuro. Así que cuidaos en la batalla si tenéis la suerte de encontrarla. Roma ha premiado vuestro coraje y capacidad con la corona de oro, con phalerae, torcas y pulseras también de oro; notables distinciones para alguien tan joven. Pero no tengáis prisa, Roma va a necesitaros vivo, no muerto.
—Conservaré la vida, Cayo Mario —dijo el joven Sertorio.
—Y no vayáis a la guerra nada más desembarcar en Italia —añadió Mario—. Quedaos algún tiempo con vuestra querida madre.
—Así lo haré, Cayo Mario —dijo Quinto Sertorio.
Nada más salir el joven, Sila miró a su superior con ojos irónicos.
—Te pones como una gallina clueca que sólo tiene un huevo —dijo.
—¡Bah, tonterías! —masculló Mario—. Es primo mío por parte de madre y a ella la quiero mucho.
—Qué duda cabe —replicó Sila sonriendo.
—¡Vamos, Lucio Cornelio, confiesa que aprecias a Sertorio tanto como yo! —añadió Mario riendo.
—No tengo inconveniente en confesarlo, Cayo Mario, ¡pero yo no me pongo como una clueca!
—¡Mentulam caco! —espetó Mario.
Y eso puso fin a la conversación.
* * *
Rutilia, que era la única hermana de Publio Rutilio Rufo, gozaba de la rara distinción de tener por esposos a dos hermanos. Su primer marido había sido Lucio Aurelio Cota, colega consular de Metelo Dalmático, pontífice máximo unos catorce años atrás, el mismo año en que Cayo Mario había sido tribuno de la plebe y le había desafiado.
Rutilia se había desposado con Aurelio Cota siendo una jovencita, mientras que él ya había estado casado y tenía un hijo de nueve años, también llamado Lucio. Se casaron el año después de que Fregelles fuese arrasada por rebelarse contra Roma, y el año en que Cayo Graco asumió por primera vez el cargo de tribuno de la plebe tuvieron una hija llamada Aurelia. El hijo de Lucio Cota había cumplido diez años y se alegró mucho de tener una hermanita, porque quería mucho a su madrastra Rutilia.
Al cumplir Aurelia los cinco años, su padre, Lucio Aurelio Cota, murió repentinamente a los pocos días de concluir su consulado. La viuda Rutilia, con veinticuatro años, buscó amparo en Marco, el hermano más joven de Lucio Cota, que aún estaba sin casar. Se enamoraron y, con el consentimiento de su padre y su hermano, Rutilia casó con su cuñado Marco Aurelio Cota, once meses después de la muerte de Lucio Cota. Bajo la protección de Marco, Rutilia trajo a su hijastro y sobrino de Marco, Lucio hijo, y a su hija y sobrina de Marco, Aurelia. La familia creció en seguida, pues Rutilia dio a Marco un hijo llamado Cayo menos de un año después; otro hijo, Marco,, al año siguiente y, finalmente, otro hijo, Lucio, siete años después.
Aurelia era la única hembra que había dado a luz Rutilia y se encontraba en una situación increíble: por parte de padre tenía un hermanastro mayor que ella y por parte de madre, tres hermanastros más jóvenes que ella, que además eran primos carnales porque su padre era tío de ellos. Para los que no estaban al corriente, podía resultar de lo más sorprendente, sobre todo si lo explicaban los niños.
—Es mi prima —decía Cayo Cota, señalando a Aurelia.
—Es mi hermano —replicaba ella, señalándole a él.
—Es mi hermana —decía a su vez Marco Cota, señalando a Aurelia.
—Es mi primo —concluía Aurelia, señalando a Marco Cota.
Y así podían pasarse horas; no era de extrañar que la gente no acabara de entenderlo. Mas los complejos vínculos de sangre no preocupaban a aquel grupo de niños resueltos y tercos, que tanto se querían y que mantenían una cariñosa relación con Rutilia y su segundo marido, un matrimonio perfecto.
Los Aurelios era una de las familias ilustres, y la rama de Aurelio Cota ostentaba el cargo senatorial con bastante antigüedad, aunque era nueva en la nobleza conferida por el consulado. Ricos gracias a sus acertadas inversiones, grandes herencias de tierras y Sagaces matrimonios, los Aurelios Cota podían tener muchos hijos sin necesidad de buscar adopción para algunos, y podían dar una buenísima dote a las hijas.
Por lo tanto, la camada que vivía bajo el techo de Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia constituía un buen partido, pero además tenía muy buen físico. Y Aurelia, la única hembra, era la más guapa.
—¡Impecable! —era la opinión de Lucio Licinio Craso Orator, uno de sus más apasionados, e importantes, pretendientes.
—¡Una gloria! —era como lo expresaba Quinto Mucio Escévola, el mejor amigo y primer primo de Craso Orator, quien también figuraba entre los pretendientes.
—¡Apabullante! —decía Marco Livio Druso, que era primo de Aurelia y ansiaba casarse con ella.
—¡Helena de Troya! —era como la describía Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ansioso de obtener su mano.
La situación era, efectivamente, como la había explicado Publio Rutilio Rufo en su carta a Cayo Mario: todos en Roma querían casarse con Aurelia. Que algunos de los pretendientes estuvieran casados no los descalificaba ni deshonraba, porque el divorcio era fácil y la dote de Aurelia tan grande, que nadie tenía por qué preocuparse de perder la dote de otra esposa.
—Verdaderamente, me siento como el rey Píndaro cuando todos los príncipes y reyes venían a pedirle la mano de Helena —comentó Marco Aurelio Cota a Rutilia.
—Pero él tenía a Odiseo para solucionar el dilema —replicó Rutilia.
—¡Ojalá pudiese yo tenerlo! A cualquiera de ellos que se la dé, los demás se sentirán ofendidos.
—Igual que Píndaro —dijo Rutilia asintiendo con la cabeza.
Y en éstas el Odiseo de Marco Cota vino a cenar, aunque Publio Rutilio Rufo era más bien Ulises, por ser romano descendiente de romanos. Una vez que los niños, Aurelia incluida, se hubieron ido a la cama, la conversación giró, como siempre, en torno al matrimonio de la joven. Rutilio Rufo escuchó atentamente y, llegado el momento preciso, dio su opinión; lo que no dijo a su hermana y a su cuñado fue que quien realmente había dado la solución era Cayo Mario, cuya carta acababa de recibir.
—Es muy sencillo, Marco Aurelio —dijo.
—Pues si lo es, los árboles no me dejan ver el bosque —respondió Marco Cota—. ¡Ilumíname, Ulises!
Rutilio Rufo sonrió.
—No, no veo que haya que cantar y bailar como hizo Ulises —dijo—. Estamos en la Roma moderna y no en la antigua Grecia. No podemos degollar un caballo en cuartos y hacer que todos los pretendientes de Aurelia de pie sobre ellos te juren fidelidad, Marco Aurelio.
—¡Y menos antes de que sepan quién es el afortunado! —comentó Cota, riendo—. ¡Qué románticos eran los antiguos griegos! No, Publio Rufo, mucho me temo que tendré que habérmelas con una colección de romanos acostumbrados al litigio y a traer las cosas por los pelos.
—Por eso mismo —contestó Rutilio Rufo.
—Bien, hermano, no nos tengas en ascuas y explícanoslo —terció Rutilia.
—Como he dicho, querida Rutilia, es muy sencillo. Que sea ella quien elija marido.
Cota y su esposa se le quedaron mirando.
—¿Crees que eso es prudente? —inquirió Cota.
—En esta situación no hay prudencia que valga. ¿Qué tenéis que perder? —replicó Rutilio Rufo—. No necesitáis que se case con un hombre rico, y entre los pretendientes no hay ningún cazafortunas, así que, dejadla que lo elija ella. Además, ni los Aurelios, ni los Julianos, ni los Cornelios pueden atraer a los arribistas; aparte de que Aurelia tiene muy buen sentido común, no es nada sentimental y menos aún romántica. ¡Ya veréis como no os defrauda!
—Tienes razón —dijo Cota, asintiendo con la cabeza—. No creo que exista un mortal capaz de hacer perder la cabeza a Aurelia.
Al día siguiente, Cota y Rutilia llamaron a Aurelia a la sala de estar de la madre con la intención de decirle lo que habían decidido sobre su futuro.
La muchacha entró; no irrumpió a grandes zancadas, contoneándose ni a pasitos. Aurelia caminaba sin florituras, con movimientos rápidos y eficaces con los que accionaba caderas y nalgas en una escueta discreción, manteniendo los hombros rectos, la barbilla erguida y la cabeza alta. Quizá pecara por exceso de parquedad, porque era alta y más bien exigua de senos, pero vestía con gran esmero, no usaba tacones altos de corcho y prescindía de joyas. Llevaba el abundante pelo liso y marrón claro severamente recogido en un moño de forma que no se viera por delante y no turbase ni ablandase su rostro. Nunca había ensuciado con cosméticos su fresca y ebúrnea piel sin mácula, ligeramente rosada en torno a los increíbles pómulos y algo más oscura en los hoyuelos. Tan recta y moldeada como si la hubiese cincelado Praxiteles, su nariz era lo bastante larga para recusar cualquier insinuación de sangre celta, por lo que se le podían perdonar sus carencias en otro aspecto, es decir, su falta de protuberancias y curvas romanas. Su boca, de exuberante carmesí y con deliciosas comisuras, poseía ese fruncido particular que impulsaba irrefrenablemente a los hombres el ansia de besar aquellos labios florecientes. Y, además, en aquel rostro tan maravilloso en forma de corazón, con su barbilla con hoyuelo, su despejada frente y su actitud de matrona, brillaba un par de ojos enormes, que todos insistían en que no eran azul oscuro, sino púrpura, enmarcados por unas largas y espesas pestañas y coronados por unas cejas negras finas, curvilíneas y sedosas.
Interminables eran las discusiones de los hombres en aquellas cenas (pues podía preverse con toda certeza que entre los invitados habría tres o cuatro de sus pretendientes oficiales) a propósito de qué era lo que constituía el principal atractivo de Aurelia. Algunos decían que residía en aquellos ojos púrpura sin par; otros porfiaban en que era su notable piel inmaculada; había quien se mostraba partidario del impresionante cincelado de sus rasgos faciales y algunos musitaban apasionados elogios a propósito de sus labios, su barbilla con hoyuelo o sus delicados pies y manos.
—No es ninguna de esas cosas y al mismo tiempo son todas —rezongó Lucio Licinio Craso Orator—. ¡Necios! ¡Es una virgen vestal libre... una Diana, no una Venus! Una mujer inalcanzable. Ahí radica su atractivo.
—No, son los ojos los púrpura —terció el hijo menor de Escauro, príncipe del Senado, otro Marco como su padre—. ¡Es ese color púrpura, noble! Es un presagio viviente.
Pero cuando el presagio viviente entró en la sala de estar de su madre con aquel aspecto habitual tan tranquilo e impoluto, ningún aura de dramatismo la envolvía. Efectivamente, el carácter de Aurelia no era nada inclinado al drama.
—Siéntate, hija —dijo Rutilia, sonriente.
Aurelia tomó asiento y cruzó las manos sobre el regazo.
—Queremos hablarte de tu matrimonio —dijo Cota con un carraspeo, esperando que ella dijera algo que le ayudase a dilucidar la situación. Pero Aurelia no decía nada; se limitó a mirarle con un distanciado interés y nada más.
—¿Tú qué piensas? —añadió Rutilia.
—Pues espero que elijáis a alguien que me guste —contestó la muchacha, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros.
—Sí, eso esperamos —añadió Cota.
—A ti, ¿quién no te gusta? —inquirió Rutilia.
—El hijo de Cneo Domicio Ahenobarbo —respondió Aurelia sin vacilación.
—¿Algún otro? —dijo Cota, admitiendo para sus adentros la lógica de aquella repulsa.
—El hijo de Marco Emilio Escauro.
—¡Oh, qué pena! —exclamó Rutilia—. Yo le encuentro muy simpático, de verdad.
—Sí, es muy simpático, pero es tímido —replicó Aurelia.
—¿Y no te gustaría un marido tímido, Aurelia? —inquirió Cota sin ocultar su sonrisa—. Serías tú quien mandara...
—Una buena esposa romana no manda.
—Nada de Escauro; ya oyes a Aurelia —añadió Cota, balanceando el torso de delante a atrás—. ¿Alguien más que no te guste?
—Lucio Licinio.
—¿Qué inconveniente le encuentras?
—Está gordo —respondió Aurelia con un mohín.