—¿Ya estamos de pelea? —preguntó Maximilian Carver—. ¿Y esto?
—Está solo y abandonado. ¿Nos lo podemos llevar? Estará en el jardín y yo lo cuidaré. Lo prometo —se apresuró a explicar Irina.
El relojero, atónito, miró al gato y luego a su esposa.
—No sé qué dirá tu madre…
—¿Y qué dices tú, Maximilian Carver? —replicó su mujer, con una sonrisa evidente que le divertía el dilema que le había pasado a su esposo.
—Bien. Habría que llevarlo al veterinario y además…
—Por favor… —gimió Irina.
El relojero y su mujer cruzaron una mirada de complicidad.
—¿Por qué no? —concluyó Maximilian Carver, incapaz de empezar el verano con un conflicto familiar—. Pero tú te encargarás de él. ¿Prometido?
El rostro de Irina se iluminó y las pupilas del felino se estrecharon hasta perfilarse como agujas negras sobre esfera dorada y luminosa de sus ojos.
—¡Venga! ¡Andando! El equipaje ya está cargado —dijo el relojero.
Irina se llevó al gato en brazos, corriendo hacia las furgonetas. El felino, con la cabeza apoyada en el hombro de la niña, mantuvo sus ojos clavados en Max. «Nos estaba esperando», pensó.
No te quedes ahí pasmado, Max. En marcha insistió su padre de camino hacia las furgonetas de la mano de su madre. Max les siguió.
Fue entonces cuando algo le hizo volverse y mirar de nuevo la esfera ennegrecida del reloj de la estación. Lo examinó cuidadosamente y percibió que había algo en ella que no cuadraba. Max recordaba perfectamente que al llegar a la estación el reloj indicaba media hora pasado el mediodía. Ahora, las agujas marcaban las doce menos diez.
—¡Max! —sonó la voz de su padre, llamándole desde la furgoneta—. ¡Que nos vamos!
—Ya voy —murmuró Max pasa sí mismo, sin dejar de mirar la esfera.
El reloj no estaba estropeado; funcionaba perfectamente, con una sola particularidad: lo hacía al revés.
La nueva casa de los Carver estaba situada en el extremo norte de una larga playa que se extendía frente al mar como una lámina de arena blanca y luminosa, con pequeñas islas de hierbas salvajes que se agitaban al viento. La playa formaba una prolongación del pueblo, constituido por pequeñas casas de madera de no más de dos pisos, que en su mayoría estaban pintadas en amables tonos pastel, con su jardín y su cerca blanca alineada pulcramente, reforzando la impresión de ciudad de casas de muñecas que Max había tenido al poco de llegar.
De camino cruzaron el pueblo, la rambla principal y la plaza del ayuntamiento, mientras Maximilian Carver explicaba las maravillas del pueblo con el entusiasmo de un guía local.
El lugar era tranquilo y estaba poseído por aquella misma luminosidad que había hechizado a Max al ver el mar por vez primera. La mayoría de los habitantes del pueblo utilizaban bicicletas para sus traslados, o sencillamente iban a pie. Las calles estaban limpias y el único ruido que se escuchaba, a excepción de algún ocasional vehículo a motor, era el suave envite del mar rompiendo en la playa.
A medida que recorrían el pueblo, Max pudo ver cómo los rostros de cada uno de los miembros de la familia reflejaban los pensamientos que les producía el espectáculo del que tendría que ser el nuevo escenario de sus vidas. La pequeña Irina y su felino aliado contemplaban el desfile ordenado de calles y casas con serena curiosidad, como si ya se sintieran en casa. Alicia, ensimismada en pensamientos impenetrables, parecía estar a miles de kilómetros de allí, lo que confirmaba a Max la certeza de lo poco o nada que sabía respecto a su hermana mayor. Su madre miraba con resignada aceptación el pueblo, sin perder una sonrisa impuesta para no reflejar la inquietud que, por algún motivo que Max no acertaba a intuir, la embargaba. Finalmente, Maximilian Carver observaba triunfalmente su nuevo hábitat dirigiendo miradas a cada miembro de la familia, que eran metódicamente respondidas con una sonrisa de aceptación (el sentido común parecía confirmar que cualquier otra cosa podría romper el corazón del buen relojero, convencido de que había llevado a su familia al nuevo paraíso).
A la vista de aquellas calles bañadas de luz y tranquilidad, Max pensó que el fantasma de la guerra resultaba lejano e incluso irreal y que, tal vez, su padre había tenido una intuición genial al decidir mudarse a aquel lugar. Cuando las furgonetas enfilaron el camino que llevaba hasta su casa en la playa, Max ya había borrado de su mente el reloj de la estación y la intranquilidad que el nuevo amigo de Irina le había producido de buen principio. Miró hacia el horizonte y creyó distinguir la silueta de un buque, negro y afilado, navegando como un espejismo entre la calima que empañaba la superficie del océano. Segundos después, había desaparecido.
La casa tenía dos pisos y se alzaba a unos cincuenta metros de la línea de la playa, rodeada de un modesto jardín acotado por una cerca blanca que pedía a gritos una mano de pintura. Estaba construida en madera y, a excepción del techo oscuro, estaba pintada de blanco y se mantenía en un razonable buen estado, teniendo en cuenta la cercanía del mar y el desgaste al que el viento húmedo e impregnado de salitre la sometía a diario. Por el camino, Maximilian Carver explicó a su familia que la casa había sido construida en 1928 para la familia de un prestigioso cirujano de Londres, el Dr. Richard Fleischmann y su esposa, Eva Gray, como residencia de verano en la costa. La casa había constituido en su día una excentricidad a lo ojos de los habitantes del pueblo. Los Fleischmann eran un matrimonio sin hijos, solitario y al parecer poco aficionado al trato con las gentes del pueblo. En su primera visita, el Dr. Fleischmann había ordenado claramente que tanto los materiales como la mano de obra debían ser traídos directamente de Londres. Tal capricho supuso prácticamente triplicar el costo de la casa, pero la fortuna del cirujano podía permitírselo.
Los habitantes contemplaron con escepticismo y recelo el ir y venir durante todo el invierno de 1927 de innumerables trabajadores y camiones de transporte mientras el esqueleto de la casa del final de la playa se alzaba lentamente, día a día. Finalmente, en la primavera del 28, los pintores dieron la última capa de pintura a la casa y, semanas después, el matrimonio se instaló en ella para pasar el verano. La casa de la playa pronto se convirtió en un talismán que habría de cambiar la suerte de los Fleischmann. La esposa del cirujano, que al parecer había perdido la capacidad de concebir un hijo en un accidente años atrás, había quedado embarazada durante aquel primer año.
El 23 de junio de 1928, la esposa de Fleischmann dio a luz, asistida por su marido bajo el techo de la casa de la playa, a un niño que habría de llevar el nombre de Jacob.
Jacob fue la bendición del cielo que cambió el talante amargo y solitario de los Fleischmann. Pronto el doctor y su esposa empezaron a congeniar con los habitantes del pueblo y llegaron a ser personajes populares y estimados durante los nueve años de felicidad que pasaron en la casa de la playa, hasta la tragedia de 1936. Un amanecer de agosto de aquel año, el pequeño Jacob se ahogó mientras jugaba en la playa frente a la casa.
Toda la alegría y la luz que el deseado hijo había traído al matrimonio se extinguió aquel día para siempre. Durante el invierno del 36, la salud de Fleischmann se fue deteriorando progresivamente y pronto sus médicos supieron que no llegaría a ver el verano de 1938. Un año después de la desgracia. Los abogados de la viuda pusieron la casa en venta. Permaneció vacía y sin comprador durante años, olvidada en el extremo de la playa. Así fue cómo, por pura casualidad, Maximilian Carver llegó a tener noticias de su existencia. El relojero volvía de un viaje para comprar piezas y herramientas para su taller cuando decidió hacer noche en el pueblo. Durante la cena en el pequeño hotel local entabló conversación con el dueño, al que Maximilian expresó su eterno deseo de vivir en un pueblo como aquél. El dueño del hotel le habló de la casa y Maximilian decidió retrasar su vuelta y visitarla al día siguiente. En el viaje de retorno su mente barajaba cifras y la posibilidad de abrir un taller de relojería en el pueblo. Tardó ocho meses en anunciar la noticia a su familia, pero en el fondo de su corazón ya había tomado la decisión.
El primer día en la casa de la playa quedaría en el recuerdo de Max como una curiosa recopilación de imágenes insólitas. Para empezar, tan pronto como las furgonetas se detuvieron frente a la casa y Robin y Philip empezaron a descargar el equipaje, Maximilian Carver consiguió inexplicablemente tropezar con lo que parecía un cubo viejo y, tras recorrer una trayectoria vertiginosa dando tumbos, aterrizó sobre la cerca blanca, derribando más de cuatro metros. El incidente se saldó con las risas soterradas de la familia y un moratón por parte de la víctima, nada serio.
Los dos fornidos transportistas llevaron los bultos del equipaje hasta el porche de la casa y, considerando zanjada su misión, desaparecieron dejando a la familia con el honor de subir los baúles escaleras arriba. Cuando Maximilian Carver abrió solemnemente la casa, un olor a cerrado se escapó por la puerta como un fantasma que hubiese permanecido apresado durante años entre sus paredes. El interior estaba inundado por una débil neblina de polvo y luz tenue que se filtraba desde las persianas bajadas.
—Dios mío —murmuró para sí la madre de Max, calculando las toneladas de polvo que había por limpiar.
—Una maravilla —se apresuró a explicar Maximilian Carver—. Ya os lo dije.
Max cruzó una mirada de resignación con su hermana Alicia. La pequeña Irina contemplaba embobada el interior de la casa. Antes de que ningún miembro de la familia pudiese pronunciar palabra, el gato de Irina saltó de sus brazos y con un potente maullido se lanzó escaleras arriba. Un segundo después, siguiendo su ejemplo, Maximilian Carver entró en la nueva residencia familiar.
—Al menos le gusta a alguien —creyó Max oír murmurar a Alicia.
Lo primero que la madre de Max ordenó hacer fue abrir ritualmente puertas y ventanas de par en par y ventilar la casa. Luego, durante un espacio de cinco horas, toda la familia se dedicó a hacer habitable el nuevo hogar. Con la precisión de un ejército especializado, cada miembro la emprendió con una tarea concreta. Alicia preparó las habitaciones y las camas. Irina, plumero en mano, hizo saltar castillos de polvo de su escondite y Max, siguiendo su rastro, se encargó de recogerlo. Mientras tanto, su madre distribuía el equipaje y tomaba nota mental de todos los trabajos que muy pronto tendrían que empezar a realizarse. Maximilian Carver dedicó sus esfuerzos a conseguir que tuberías, luz y demás ingenios mecánicos de la casa volviesen a funcionar después de un letargo de años en desuso, lo cual no resultó tarea fácil. Finalmente, la familia se reunió en el porche y, sentados en los escalones de su nueva vivienda, se concedieron un merecido descanso mientras contemplaban el tinte dorado que iba adquiriendo el mar con la caída de la tarde.
—Por hoy ya está bien —concedió Maximilian Carver, cubierto completamente de hollín y residuos misteriosos.
—Un par de semanas de trabajo y la casa empezará a ser habitable —añadió su madre.
—En las habitaciones de arriba hay arañas —explicó Alicia—. Enormes.
—¿Arañas? ¡Guau! —exclamó Irina—. ¿Y qué parecían?
—Se parecían a ti —replico Alicia.
—No empecemos, ¿de acuerdo? —interrumpió su madre frotándose el puente de la nariz—. Max las matará.
—No hay por qué matarlas; basta con cogerlas y colocarlas en el jardín —adujo el relojero.
—Siempre me tocan las misiones heroicas —murmuró Max—. ¿Puede esperar a mañana el exterminio?
—¿Alicia? —intercedió su madre.
—No pienso dormir en una habitación llena de arañas y Dios sabe que otros bichos sueltos —declaró Alicia.
—Cursi —sentenció Irina.
—Monstruo —replicó Alicia.
—Max, antes de que empiece una guerra, acaba con las arañas —dijo Maximilian Carver con voz cansina.
—¿Las mato o sólo las amenazo un poco? Les puedo retorcer una pata… —sugirió Max.
—Max —cortó su madre.
Max se desperezó y entró en la casa dispuesto a acabar con sus antiguos inquilinos. Enfiló la escalera que conducía al piso superior donde estaban las habitaciones. Desde lo alto del último peldaño, los ojos brillantes del gato de Irina le observaban fijamente, sin parpadear. Max cruzó frente al felino, que parecía guardar el piso superior como un centinela. Tan pronto se dirigió a una de las habitaciones, el gato siguió sus pasos.
El piso de madera crujía muy débilmente bajo sus pies. Max empezó su caza y captura de arácnidos por las habitaciones que daban al suroeste. Desde las ventanas se podía ver la playa y la trayectoria descendente del Sol hacia el ocaso. Examinó detenidamente el suelo en busca de pequeños seres peludos y andarines. Después de la sesión de limpieza, el piso de madera había quedado razonablemente limpio y Max tardó un par de minutos hasta localizar al primer miembro de la familia arácnida. Desde uno de los rincones, observó cómo una araña de considerable tamaño avanzaba en línea recta hacia él, como si se tratase de un matón enviado por los de su especie para hacerle cambiar de idea. El insecto debía de medir cerca de media pulgada y tenía ocho patas, con una mancha dorada sobre el cuerpo negro. Max alargó la mano hacia una escoba que descansaba en la pared y se preparó para catapultar al insecto a otra vida. «Esto es ridículo», pensó para sí mientras manejaba con sigilo la escoba a modo de arma mortífera. Estaba empezando a calibrar el golpe letal cuando, de pronto, el gato de Irina se abalanzó sobre el insecto y, abriendo sus fauces de león en miniatura, engulló a la araña y la masticó con fuerza. Max soltó la escoba y miró atónito al gato, que le devolvía una mirada malévola.
—Vaya con el gatito —susurró.
El animal tragó la araña y salió de la habitación, presumiblemente en busca de algún familiar de su reciente aperitivo. Max se acercó hasta la ventana. Su familia seguía en el porche. Alicia le dirigió una mirada inquisitiva.
—Yo no me preocuparía, Alicia. No creo que veas más arañas.
—Asegúrate bien —insistió Maximilian Carver.
Max asintió y se dirigió hacia las habitaciones que daban a la parte de atrás de la casa, hacia el noroeste. Oyó maullar al gato en las proximidades y supuso que otra araña había caído en las garras del felino exterminador. Las habitaciones de la parte trasera eran más pequeñas que las de la fachada principal. Desde una de las ventanas, contempló el panorama que se podía observar desde allí. La casa tenía un pequeño patio trasero con una caseta para guardar muebles o incluso un vehículo. Un gran árbol, cuya copa se elevaba sobre las buhardillas del desván, se alzaba en el centro del patio y, por su aspecto, Max imaginó que llevaba allí más de doscientos años.