Godsbane
se insinuó débilmente en su cabeza.
«Sí, amor mío, pero tú demostrarás lo que son realmente».
Las palabras apaciguadoras pasaron desapercibidas en la maraña de pensamientos de Cyric. Su mente estaba prisionera en una vorágine de rabia que pasaba de un fragmento de su conciencia a otro, apartándolos de sus tareas vitales. No podía pensar en otra cosa que no fuera una venganza sangrienta. Mystra y Máscara, Torm y Oghma, todos se verían obligados a postrarse ante él. Él pondría al Círculo en su contra, los humillaría, les quitaría sus atribuciones y después... después los mataría, uno por uno...
Mientras el Príncipe de las Mentiras se regodeaba en sus fantasías de aniquilación divina, en el suelo de cristal empezaron a aparecer grietas y las paredes de hueso empezaron a temblar y a tambalearse. Jergal hizo atravesar a Cyric a toda prisa la sala de juicios recubierta de cráneos y se encontraron con que los Rollos de los Muertos, cuidadosamente ordenados, caían de sus sitios. Los rollos de pergamino en los cuales el senescal había registrado el destino de todas las almas prisioneras en la Ciudad de la Lucha se hicieron polvo ante sus ojos. La entrada al salón del trono, que antes estaba oculta por poderosos encantamientos, se abría en mitad del aire como una herida.
«Magnificentísimo señor, debes volver a fijar tu mente en este reino —imploró Jergal—. Debes dedicar un poco de tu poder al mantenimiento del castillo».
—¡Traidores! —gritó Cyric cuando entraron en el salón del trono—. ¡Tiene que haber un traidor en mis filas!
«Sí
—coincidió
Godsbane
, aturdida—,
un traidor...»
Algunos de los hombres incandescentes trataron de alcanzar al señor de los Muertos mientras Jergal lo llevaba a toda prisa a su espantoso trono. Como todas las demás cosas mantenidas por el poder divino de Cyric, las cadenas que sujetaban a los escribas atormentados a las paredes y al techo se estaban soltando. Las trescientas noventa y ocho almas candentes, todos hombres y mujeres que no habían conseguido crear el
Cyrinishad
, pendían precariamente por un brazo o una pierna o se revolcaban por el suelo en un vano intento de apagar los fuegos que los torturaban.
—Quizá tú podrías decirme algo sobre la traición imperante en mi corte, Jergal —dijo Cyric. Se volvió hacia el senescal y le cogió la cara entre las manos—. ¿Qué te ofreció Mystra..., tal vez un nuevo título? ¿Acaso aspiras a convertirte en un dios?
«Por supuesto que no, magnificentísimo señor
—dijo Jergal—.
Yo existo para servir al señor del Castillo de los Huesos».
Una siniestra lucidez se vislumbró en los ojos de Cyric, y la estancia dejó de temblar.
—Sí, seguro que servirías a cualquiera que ocupe este trono, no puedes serme leal a mí solo —decidió con una mueca—. Por lo tanto, tú debes de ser el traidor.
El señor de los Muertos sacó a
Godsbane
y avanzó un paso hacia el senescal. La espada corta tenía un aspecto enfermizo bajo la luz cambiante que despedían los hombres incandescentes, y su palidez blanca como el hueso tomaba el tono grisáceo de las sombras crepusculares.
«No, amor mío
—susurró—,
no puedo permitir que mates al único de tus súbditos que te es fiel».
—¿Qué? —rugió Cyric. Alzó la espada colocándola ante sus ojos, como si así pudiera escudriñar en sus aceradas profundidades—. ¿Que no puedes permitírmelo?
«Hay un traidor a tu lado, amor mío, pero no es Jergal.
—La voz de
Godsbane
vaciló, esforzándose por formar cada dolorosa palabra—.
No todo es lo que parece».
Jergal se acercó levitando.
«Por favor, magnificentísimo señor. Descansa un momento en el trono. Aquieta tu mente para poder...»
—¡Fuera! —gritó Cyric lanzando al senescal una breve mirada cargada de ira—. ¡Ahora mismo!
«Me ocuparé de la defensa del vestíbulo»
. Jergal hizo una reverencia formal y salió reculando del salón del trono.
El Príncipe de las Mentiras se quedó mirando a la espada corta, haciéndola girar en sus manos, examinándola desde todos los ángulos.
—¿Qué me has estado ocultando,
Godsbane
? —dijo con voz ronca—. ¿La identidad del traidor?
«Sí
—respondió el espíritu de la espada. Su voz se había vuelto más masculina, y cargaba las eses—.
Ahora veo lo equivocada que estaba, pero he apoyado los planes de los demás dioses contra ti».
—Imposible —gritó Cyric—. Quebranté tu voluntad después de robarte en Robles Negros. Por entonces era sólo un mortal y te vencí en un combate mental. No podrías volverte contra mí.
«Jamás me superaste».
—¡Mentira! —Cyric sostuvo la espada muy por encima de la cabeza, con una mano en la empuñadura y la otra en la punta, y lanzando un grito airado la rompió en dos.
Una bola de luz blanquiazul se formó en torno al punto en que se había roto la espada. Por un instante, la luminosidad se mantuvo como un fuego faérico delante de Cyric, desplazándose por los filos del arma. A continuación se expandió, llenando con su brillo todo el salón del trono. La explosión redujo a polvo los trofeos del dios de la Muerte e hizo trizas su trono de mártires desviados.
Cuando la luz se disipó, una figura envuelta en sombra yacía delante del Príncipe de las Mentiras. Tenía rota la columna vertebral y sus ojos de color rosáceo estaban llenos de lágrimas.
—Ah, amor mío, fue una tontería traicionarte.
Cyric soltó la espada rota.
—¡Tú!
Al señor de las Sombras se le había caído la máscara negra, dejando al descubierto unas facciones que cambiaban y se distorsionaban como la capa de oscuridad que ocultaba su forma. Un rostro suave, femenino, se endureció transformándose en el de un hombre. La nariz aquilina se acható y ensanchó, después se estrechó y al fin se alzó elegantemente en la punta. Sólo dos rasgos de la cara de Máscara permanecían constantes: los relucientes ojos rojos del dios y los pálidos colmillos que sobresalían de sus labios.
—Si hubiera leído antes el
Cyrinishad
habría advertido tu grandeza antes de que fuera demasiado tarde. —El señor de las Sombras se desplomó—. Jamás lo hubiera mantenido oculto de ti.
La forma de Máscara se disolvió en un charco de oscuridad que se fusionó con la propia sombra del dios de la Muerte.
Las voces de las múltiples personalidades de Cyric gritaron su desesperación, hicieron coro a su furia. El Príncipe de las Mentiras miraba fijamente su sombra, sin verla, tratando de hallar algún sentido a la descabellada escena. No podía. Eran demasiadas las cosas que pugnaban por apoderarse de sus pensamientos, por llamar su atención.
En Yulash, una asesina elevó una plegaria no muy sincera al dios de los Asesinos. Había tan poca devoción en sus palabras como piedad en su alma. Un buhonero que pasaba por una mala racha y se moría de hambre en medio de la opulencia de Aguas Profundas maldijo amargamente al señor de la Lucha. Sus insultos se clavaron como flechas en la mente de Cyric. Y también estaban los zhentileses. Miles de mujeres y de hombres que gritaban el nombre de Cyric como si con eso bastase para conseguir su ayuda. Sus plegarias fluían por la conciencia del dios de la Muerte dispersando sus pensamientos. Estaba perdido, con la conciencia desperdigada en un millón de direcciones.
El golpe alcanzó a Cyric de lleno en la cara. A duras penas notó el dolor físico, pero la sorpresa apartó su atención del torbellino de sus pensamientos y lo hizo volver a su reino del Hades. El Príncipe de las Mentiras miró el devastado salón del trono, pero lo que allí vio no hizo sino aumentar su confusión.
Los hombres incandescentes, liberados de sus destrozadas cadenas, se retorcían de dolor en el suelo, incapaces de apagar el fuego que los devoraba. La explosión resultante del ataque a
Godsbane
, es decir a Máscara, había chamuscado las paredes y abierto un gran agujero en la alfombra. El trono de Cyric estaba hecho pedazos y los huesos estaban dispersos por todos lados. Sin embargo, en cierto modo todo esto parecía apropiado en el entorno. También había otros objetos, otras personas en la estancia, fragmentos de todos los panoramas contemplados por Cyric en sus diversas encarnaciones. Todos ellos se superponían a la realidad del Castillo de los Huesos creando un extraño revoltijo de imágenes.
Sobre las columnas ennegrecidas y rotas del templo de Zhentil Keep jugueteaban unas sombras líquidas. Cerca de los fragmentos del trono, un joven novicio de la iglesia de Cyric en Mulmaster estaba de rodillas y oraba. Los brazaletes de plata que representaban su servidumbre al dios de la Muerte reflejaban la luz tenue de las antorchas; su túnica entre azul y negra despedía un aroma dulzón a incienso. Por las paredes trepaban asesinos en persecución silenciosa de víctimas invisibles. Tres soldados zhentilares estaba agazapados cerca de la puerta, tal como los estaba viendo Cyric en la Ciudadela del Cuervo. A menos de un paso del dios de la Muerte, Kelemvor Lyonsbane blandía un hueso de mártir como si fuera un mazo de guerra...
Alguna parte de la mente de Cyric gritó una advertencia, y con un revés de la mano izquierda el dios hizo caer el hueso de la mano de Kel mientras con la derecha le daba un puñetazo en el mentón. Gruñendo de dolor, Kelemvor salió despedido hacia atrás. Al señor de la Muerte le pareció que pasaba a través del devoto novicio de Mulmaster y caía a los pies de un asesino de capote oscuro.
—¡Captúralo! —gritó Cyric enloquecido. El Príncipe de las Mentiras hizo un gesto con los dedos al asesino fantasma, orientándolo hacia la magullada y sucia sombra que se alzaba ante él. Al ver que el asesino seguía su trayectoria por la pared, el dios de la Muerte sonrió—. Conque eres una sombra. ¿Te ha enviado Dendar para atormentarme como aquellos endebles terrores que atacaron a mis engendros en las murallas?
Kelemvor se sacudió el polvo de la guerrera.
—Vas a desear que esto sea un mal sueño, canalla asesino, traidor. —Dicho esto, arremetió contra él como un oso.
Cyric invocó un encantamiento, pero el tirón de sus pensamientos se llevó el conjuro. Otra parte de su mente sugirió que se transformase para evitar el golpe. El Príncipe de las Mentiras deseó transformarse en una nube venenosa, pero sólo lo consiguió durante un instante, antes de que una voz seductora le exigiera que volviera a asumir su forma verdadera, la forma descrita en el
Cyrinishad
. El señor de los Muertos se encontraba atrapado en su avatar con aspecto humano cuando Kelemvor lo embistió.
Los dos cayeron al suelo. Cyric se defendía frenético con manos y pies mientras Kelemvor le asestaba un golpe tras otro con sus puños como martillos. Cuando paró, el dios de la Muerte se desasió de su atacante y se puso en pie con dificultad. Cyric sentía dolor. Aunque no era nada más profundo que el dolor de un ojo magullado y de unas costillas rotas, se dio cuenta de que temblaba.
El panteón debía de haberle dado a Kel algún poder, pensó. Mystra y los demás seguramente lo habían animado con sus poderes, como a uno de los hombres mecánicos del Herrero, de otra forma, la sombra no habría podido hacerle daño.
Las voces que sonaban en su cabeza se manifestaron de acuerdo con él.
«Es mejor evitar una lucha directa. Golpea desde las sombras hasta que recuperes las fuerzas, hasta que descubras qué extraño conjuro ha formulado Mystra contra ti para robarte la energía».
Kelemvor se apoderó de la empuñadura de
Godsbane
y otra vez arremetió contra Cyric.
—Esto me servirá para arrancarte el negro corazón. Ése será mi trofeo. El resto lo dejaré para estas pobres almas.
Con la espada rota, Kel señaló a los hombres incandescentes. Los escribas se aproximaban con penosa lentitud al dios de la Muerte, quejándose y tratando de asir el aire con dedos crepitantes mientras arrastraban sus cuerpos agonizantes por el salón del trono.
Cyric se apartó de Kelemvor, retrocediendo hacia el centro de la estancia. De una patada apartó a uno de los hombres incandescentes y esquivó la torpe arremetida de otro.
—Soy un dios, Lyonsbane, y si te maté cuando era mortal, piensa en la agonía que puedo hacerte pasar ahora.
—¿Por qué huyes, entonces? —murmuró Kelemvor.
Cyric no respondió. Trató de fijar su mente en el acto de teleportarse del Hades, pero demasiadas cosas distraían su conciencia del encantamiento. En su cabeza, las voces se habían transformado en un coro discordante, ofreciéndole docenas de opiniones incluso sobre la mínima cuestión. Y estaban además sus fieles de todo Faerun que invocaban el nombre del dios para resolver cualquier conflicto trivial que se les presentaba. En el Castillo de los Huesos, Cyric podía oír el fragor de la batalla en la antecámara y los suaves pasos de Kelemvor que se acercaba.
«Cuidado, magnificentísimo señor
—gritó Jergal desde fuera del salón del trono—.
Los condenados han irrumpido en el castillo».
El Príncipe de las Mentiras abandonó el encantamiento. Era evidente que Mystra le estaba bloqueando el acceso al tejido, o incapacitándolo para concentrarse en la magia. Al volverse hacia la puerta, Cyric juró para sus adentros que le arrancaría aquellos ojos de color blanquiazul la próxima vez que se encontraran.
Una sombra bloqueaba la salida, y en las manos llevaba una espada mística que resplandecía como luz estelar.
—Me llaman el Veraz porque valoro la lealtad por encima de todas las cosas. —Gwydion apuntó al corazón de Cyric con la punta de
Matatitanes
—. Me llaman el Valiente porque me enfrento a cualquier peligro para demostrar mi respeto por el deber.
—Necio —musitó el Príncipe de las Mentiras.
Dio un paso hacia Gwydion, pero lo detuvo un feroz dolor en la pierna. Uno de los hombres incandescentes lo había sujetado por el tobillo con feroces manos y por más que trató no pudo soltarse. Otro de los escribas rodeó el cuello de Cyric con los lacerantes brazos y se le colgó a la espalda como un manto.
Gritando, el Príncipe de las Mentiras giró en redondo. Consiguió sacudirse el alma que llevaba al cuello y por un instante dio la impresión de que podría escapar de los escribas. Pero mientras el dios de la Muerte avanzaba tambaleante, Kelemvor le clavó el afilado muñón de
Godsbane
en el vientre y de un puntapié lo arrojó a los brazos de los hombres incandescentes.