El príncipe destronado (11 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El príncipe destronado
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–¡Hija, hija mía!

La Vítora se sonó:

–¿Qué le dije?

La Domi se llevó el pañuelo a los ojos. Quico se plantó en el centro de la cocina y dijo:

–¡Me he tragado una punta!

Mamá entró tras él, descompuesta, de forma que todo lo que no era de ella —el rímel, el colorete, el rojo de los labios, la laca rosada de las uñas— resaltaba sobre su palidez de cera. La Domi dio un brinco, agarró a Quico de un brazo y le zarandeó:

–Esto es más malo que un dolor. ¿Es cierto eso, señora?

Mamá apenas tenía voz:

–Déjele —dijo—. Yo he tenido la culpa.

–¡Virgen! –dijo la Vítora.

Pero Mamá iba de un sitio a otro, desconcertada, se puso un zapato y corrió al teléfono. Colgó antes de hablar. Juan la seguía. La Vítora, inclinada sobre Quico, le decía:

–¿Te pincha?

–Sí.

–¿Dónde te pincha, hijo?

–Aquí. –Quico se señalaba la boca.

Mamá dejó el teléfono. Le puso cuidadosamente la mano en el estómago.

–¿Aquí o aquí? –preguntó desfondada.

Quico apuntó el estómago, sobre la mano de Mamá:

–Aquí —dijo.

–Dios mío, Dios mío —dijo Mamá. Volvió a agarrar el auricular. Le dijo a la Domi—: Tráigame los zapatos bajos.

Y, luego,
sí... sí... ya... una punta... ahora mismo... Quico... grande más bien... no, roñosa, no... un descuido... ya... sí, sí... dice que le pincha... estoy aterrada, Emilio... no, no él no sabe nada... ¿ahora?... dos minutos... Gracias, Emilio... sí, sí... ya... ahora mismo... bueno... bueno... gracias..., Emilio
. Colgó el auricular. Quico la miraba con una sonrisa radiante. Juan le miraba a él y Quico se le encaró y le dijo:

–Me he tragado una punta, Juan.

–Ya —dijo Juan.

Y Mamá corría desatinadamente y decía:
El abrigo de piel
. Y más tarde:
Vítora, llama al señor, que me mande el coche
. Y más tarde:
Lávale al niño las manos y las rodillas
. Y más tarde:
¿Te pincha mucho, hijo?
E iba de su dormitorio al cuarto de baño, del cuarto de baño a la cocina, de la cocina al dormitorio, del dormitorio al teléfono.

La Vítora dijo:

–Trae el coche Uvenceslao, señora; el señor no puede venir, tiene una junta.

La Domi portaba a Cristina en brazos después de lavarle las manos y las rodillas a Quico y de ponerle el abrigo a cuadros y la caperuza roja. El transistor, en la cocina, decía:
Madre ¿y pensar que hemos vivido dos años una junto a la otra sin conocernos?
Pero no encontraba eco. Las manos de la Vítora tenían los dos dedos agarrotados, corvos como garras. Le dijo Quico, sonriendo:

–Anda, Vito, me he tragado una punta.

Ella se pasó el revés de la mano por la nariz. Dijo:

–Dios quiera que no tengamos algo que lamentar. –Volvió la cabeza hacia el dormitorio—: ¿Le voy bajando, señora?

–Sí.

El

de Mamá era algo patético, casi inaudible. Ya en la puerta de la calle, Quico se entretuvo viendo el desfile de motocicletas y automóviles. Cada vez que se detenían le decía a la Vítora:

–Está rojo, ¿verdad, Vito?

–Sí, majo; está rojo.

La gente marchaba con las solapas subidas, las manos en los bolsillos, a paso rápido. Pasó una mujer con un niño como de cinco años que berreaba. La mujer se detuvo junto a la puerta:

–Mira, Angelín —le dijo—, mira qué niña más maja.

La Vítora se sulfuró:

–¡Es niño, para que lo sepa!

La mujer se alejó murmurando y la Vítora dijo de pronto:

–Ve ahí está el Uvenceslao.

Condujo al niño hasta el automóvil. Mamá llegaba en ese momento.

–Al médico —dijo—. De prisa.

Cerró la portezuela.

–Me he tragado una punta —dijo Quico.

Uvenceslao volvió ligeramente la cabeza:

–¿Que te has tragado una punta?

Mamá se impacientó:

–¿Por qué se detiene?

–Está rojo, señora.

En la esquina estaba la castañera y, en la otra esquina, Julianillo, en su kiosco forrado de revistas y de tebeos, donde Quico compraba sus juguetes de plástico cada domingo y, más allá, el Cacharro, en su carrito, pordioseando y, ya en la calle Mayor, la gente se apiñaba ante las taquillas del Teatro Quevedo, donde un gigantesco cartelón decía:
LA VERBENA DE LA PALOMA
. Toda la gente parecía que fumaba y el coche tan pronto se llenaba de luz como se apagaba.

El médico les esperaba ya con la bata puesta. Mamá se echó a llorar:

–Estoy aterrada, Emilio —dijo—. Toda la culpa es mía.

El médico tomó a Mamá delicadamente por el brazo:

–Ten serenidad, bobita —dijo—. No será nada. Pasa.

–¿Tú crees?

–Ahora veremos.

Se encerraron los tres en un minúsculo cuarto, con una lucecita roja en un rincón y un gran aparato de hierro y cristal, en el centro. Quico dijo:

–Me he tragado una punta.

–¿Estás seguro? –dijo el médico.

–Sí.

Mamá intervino:

–Es seguro, Emilio; la tenía en la mano cuando miré y, al segundo, cuando le volví a mirar, ya no la tenía y estaba rojo como la grana. He revuelto la habitación de arriba a abajo y allí no había punta ni Dios que la fundó.

–Calma —dijo el médico—. Tranquilízate. ¿Te importa que fume?

–¡Oh, no, por Dios! –Mamá revolvió en la cartera. Sacó un cigarrillo y se inclinó hacia el médico—: Dame lumbre a mí también, ¿quieres?

El médico aproximó el mechero:

–¡Oh, perdona! –dijo—. En seguida le veo. En unos minutos me acomodo.

Quico reparó en el fantasma blanco bajo la luz roja, alzó los ojos y todo lo vio bajo un resplandor espectral. Inquirió:

–¿Es el infierno?

Agarró la mano de Mamá, de pie a su lado.

–No, hijo.

–¿No estarán los demonios detrás de eso? –apuntó al extraño artefacto de hierro y cristal.

–Aquí no hay demonios —respondió Mamá.

El fantasma observaba al niño atentamente. Dio una chupada al cigarrillo y, conforme expulsaba el humo, dijo:

–Este niño es imaginativo, ¿verdad?

Mamá rió en corto, indecisa:

–No sé... —dijo—. No sé qué decirte. Yo creo que, más o menos, como todos.

El Fantasma blanquirrojo se agitó un momento:

–Como todos, no —dijo—. Piensa demasiado y habla demasiado claro para su edad, ¿qué tiempo tiene?

–Tres años —dijo Mamá—. En abril hará cuatro.

–Ya ves —dijo el Fantasma.

Quico oprimía la mano de Mamá que pateaba el suelo rítmicamente.

El Fantasma fumó de nuevo y preguntó:

–¿Estás nerviosa?

Mamá rió otra vez en corto:

–Si he de decirte la verdad, se me ahoga con un pelo.

–¿Cómo era la punta: cinco centímetros, cuatro, tres, menos?

Mamá elevó una mano en la penumbra rojiza:

–Una cosa así; aproximadamente dos centímetros y medio, creo yo.

El Fantasma arrojó la colilla a un cenicero de rincón.

–Vamos a ver —dijo—, quítale la ropita. Eso no hace falta; levántaselo. Así —le empujó tras el cristal, conectó y surgió el zumbido—: Vamos a ver —repitió.

Quico dijo a Mamá:

–Dame la mano.

La respiración de Mamá era muy agitada. El Fantasma murmuraba, con leves intermitencias:
Aquí no hay nada... nada... nada... ¿te hago daño, pequeño?... bueno nada
—le oprimía el estómago y el vientre—:
bueno... aquí tampoco... nada... no se ve nada... a ver... date la vuelta... ¿te hago daño?... tampoco... sí que es raro esto; un cuerpo extraño se acusa en seguida
. –Le volvió de nuevo y, finalmente, dio la luz. Clavó en Quico sus gafas de montura negra y le dijo a Mamá—:
Salvo que el clavo haya quedado horizontal, la punta hacia mí, no hay explicación posible. No se ve nada
.

–Dios mío —musitó Mamá.

–No, bobita, no te preocupes. Estas cosas suelen resolverse solas. Que no se mueva mucho, en particular evita movimientos violentos, fútbol, saltos —jugueteaba con un bolígrafo azul—. Y, luego, que coma espárragos, puerros, pero enteros...

–¿Las hebras también? –preguntó Mamá.

–Eso es precisamente lo que quiero decir. La estopa envuelve la punta y protege el estómago y las paredes abdominales.

Mamá denegaba con la cabeza, cada vez más descorazonada:

–Lo intentaré, Emilio —dijo con desánimo—. Pero no tengo ninguna fe; las tragaderas de este niño son una calamidad.

–Es necesario —dijo el Fantasma.

Mamá continuaba moviendo la cabeza de un lado a otro y el Fantasma añadió:

–Y con esas malas tragaderas que dices que tiene, ¿no tosió, ni se atragantó, ni le sobrevino una arcada cuando...?

–Nada —corroboró Mamá—. Cuando le miré estaba congestionado, pero de arcadas y eso, nada.

El Fantasma golpeó varias veces el hule verde de la mesa con la punta del bolígrafo.

–Es extraño —dijo, y miró fija, obstinadamente a Quico—: Este chico es el anteúltimo, ¿no es cierto?

–Sí.

–¿Qué edad tiene el pequeño?

–Es niña, Cristina.

–Es igual, ¿qué edad tiene?

–Un año.

El Fantasma hacía dibujitos caprichosos en un secante y sus labios se entreabrieron en una sonrisa.

Quico dijo:

–¿Pintas un tren?

–Eso —dijo él—, un tren. –Y añadió—: De forma que durante dos años y medio éste ha sido el benjamín de la casa, ¿no es cierto?

–Más o menos.

Sobre la cabeza del Fantasma había un cuadro con muchas cabecitas guillotinadas y, en un ángulo, decía:
Facultad de Medicina, 1939-1945
. A la izquierda había un calendario con una cunita, un niño dentro y a su lado un viejo barbudo y, al otro lado, un perro manchado, color canela, meditabundo. El Fantasma seguía sonriendo y Mamá dijo:

–¿No irás tú también a sermonearme sobre esas tonterías de los complejos?

–No es eso, pero a todos nos duele dejar de ser protagonistas, no te quepa la menor duda.

–¿El príncipe destronado?

–Exactamente —dijo el Fantasma—, tú lo has dicho. Eso no es una invención. Esa teoría no es una formulación caprichosa. El niño que durante años ha sido eje, al dejar de serlo se defiende; no se resigna; trata de llamar la atención sobre sí.

Mamá pestañeó escépticamente:

–¿Y se traga una punta para eso?

–O lo inventa.

Mamá se impacientaba:

–Mira, Emilio, el niño estaba a mi lado y estoy por decirte que soy testigo de cómo se ha tragado la punta. Le he visto materialmente cómo se la tragaba.

El Fantasma sonrió:

–Bobita —dijo y tomó una mano de Mamá entre las suyas—. La experiencia me dice que hay príncipes destronados que se fingen cojos, se escapan de casa o se sueltan de la mano de la niñera para cruzar la calzada. El caso es atraer sobre ellos una atención que meses antes conseguían sin esfuerzo de su parte. No te diré que sea una enfermedad psíquica, pero se le parece. En estos casos hay que actuar con sumo tacto, de manera que la transición sea insensible. No quiero afirmar que éste sea el caso, pero es muy raro que esa punta no se acuse a rayos, la verdad.

Mamá retiró la mano y se levantó como enfadada con el Fantasma:

–Escucha, Emilio. Desde que me casé me he pasado la vida destronando príncipes y ésta es la primera vez que uno se traga un clavo en represalia.

El Fantasma se levantó también y sonreía con un colmillo de oro, reluciente, y dijo:

–Estás nerviosa, bobita, y lo comprendo. Toma las precauciones que te he dicho, vigila las deposiciones y tenme al corriente.

Mamá taconeaba firmemente en las escaleras de mármol. Quico descendía de su mano, pareando los pies a cada escalón. En el primer rellano se detuvo y levantó su rubia cabeza:

–¿Me ha sacado la punta el médico de la barriga? –preguntó.

–Claro —respondió Mamá—. Ahora tendrás que comer espárragos para curarte del todo.

Quico arrugó las cejas.

–¿Espárragos? –dijo—: ¡qué asco!

Uvenceslao se quitó la gorra para abrirles la portezuela. Mamá se arrellanó en el asiento trasero y cogió al niño en brazos. Por un momento su rostro se ensombreció. Le palpó una y otra vez las posaderas:

–Te has repasado, Quico —dijo con la mirada encendida.

–Un poco —admitió el niño, atemorizado.

Pero Mamá, tras la reacción inicial de destemplanza, sonrió generosamente:

–A casa —le dijo a Uvenceslao.

Y, después, estrujó a Quico contra las pieles:

–Ha sido del susto, ¿verdad, chiquitín? Pero ya no lo vuelves a hacer. Ahora te quedas quietecito con mamá y mañana ya estás curado.

Quico recostó la rubia cabeza en el pecho de Mamá y sonrió:

–Claro —repitió—, ahora me quedo quieto y mañana ya estoy curado, ¿verdad, mamá?

Las 8

Mamá se desprendió del abrigo con majestuosa displicencia y lo entregó a la Vítora y la Vítora le dijo:

–¿Qué dijo el médico, señora?

–Que no lo ve.

–Que no lo ve, ¿cuál?

–¿Cuál va a ser, hija, que preguntáis cada bobada...? La punta.

–¡Ande! ¿Y cómo la va a ver si el niño se la ha tragado?

–Con los rayos X, mujer.

La Vítora redondeó los ojos y la boca, pero no dijo nada. Colgó el abrigo en el ropero y se volvió hacia el niño. Mientras le quitaba el abrigo y la capucha le decía:

–Ven aquí, Barrabás; que eres más malo que Barrabás. De la piel del diablo eres tú; ¡madre, qué crío éste! No gana una para sustos con él.

Pero Quico oyó la música en el cuarto del fondo y echó a correr por el pasillo y, desde la puerta, divisó a Merche y a Teté braceando, culeando, siguiendo el compás del tocadiscos a toda potencia, y a Marcos y Juan, recostados en la mesa, mirando, y Merche canturreaba:

Lo bailan las muchachas y la gente mayor,

pues es el nuevo ritmo

que ha nacido del rock;

la rubia, la morena, pelirroja, da igual.

Tan sólo es necesario

no perder el compás.

Twist, twist, baila el twist, mi amor.

Twist, twist, baila sin cesar

y sentirás el ritmo en ti

con una fuerza que te hará feliz...

De pronto, Merche le descubrió y corrió hacia él y le levantó en brazos y le dijo:

–¿Qué dice el rubito? ¿Es verdad que te has tragado una punta, hijo?

Quico asentía. Le rodearon todos, Teté, Marcos y Juan. Juan dijo, abriendo los dedos pulgar e índice como una pinza:

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