El príncipe destronado (8 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El príncipe destronado
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–Anda, vete a orinar. Ahora sólo falta que te mees tú las bragas, marrano.

Quico abrió las piernas, se pasó las dos manos por los bajos del pantalón y le dijo:

–No, Domi, toca; ni gota.

–Anda.

Quico salió y volvió al poco rato.

–No me sale —dijo.

–Bueno, a ver si te va a salir cuando menos falta haga.

La Domi apretujó a Cris y le dijo:
¡Hija!
y, después, tomó su mano regordeta que tenía hoyos, donde los adultos tienen huesos, y la golpeó simbólicamente la cabeza mientras decía:
Date-en-la-mochita date-date-date
. Quico la observaba, mas, de inmediato, se cansó de aquel juego y se acercó a Juan y Juan dejó de leer y le dijo confidencialmente:

–Me voy a escapar de esta casa.

–¿Sí?

–Sí.

–¿Dónde, Juan?

–Donde no me peguen.

–¿Cuándo, Juan?

–Esta noche.

–¿Te vas a escapar esta noche de casa. Juan?

–Sí.

–¿Con otra mamá?

–Claro.

Quico se quedó sin habla. Añadió Juan acentuando el tono confidencial y señalando las camas de Pablo y Marcos:

–Haré cuerdas con las sábanas y las ataré y me marcharé por el balcón.

–¿Cómo los Reyes, Juan?

–Como los Reyes.

Quico pestañeó varias veces y, al cabo, dijo abriendo una amplia sonrisa:

–Yo quiero que los Reyes me traigan un tanque. ¿Tú, Juan?

–¡Bah! –dijo Juan.

La Domi se volvió a ellos:

–¿Qué estáis tramando ahí?

–Nada —respondió Juan.

Quico sacó del bolsillo un tubo de dentífrico y divagó un rato por la habitación arrastrándole por el suelo remedando el zumbido de un motor y haciendo
piii-piii
, como un claxon, de cuando en cuando. Bajo la cama de Pablo vio brillar algo y se acercó. Era una punta. La cogió, miró a la Domi y la guardó en el bolsillo. Se puso en pie y guardó también el tubo de dentífrico. Finalmente se arrimó a Juan:

–Me aburro —dijo.

Juan leía
La Conquista del Oeste
. Quico divisó un cromo con mucho azul y agarró a la Domi de la bata negra y la obligó a mirar y dijo:

–Mira, Domi, San Sebas.

–Sí —dijo Domi.

–¿Te acuerdas de Mariloli?

–Y de Bea.

–¿También de Bea?

–A ver. Bea también es de Dios, ¿no?

–Yo quiero ir a San Sebas, Domi.

–Cuando haga calor. Ahora hace frío.

–En San Sebas hay vacas, ¿verdad, Domi?

–Claro.

Quico permaneció unos momentos meditabundo. Dijo:

–Domi, cántanos lo del niño que comía con las vacas, anda.

Juan cerró el álbum.

–Sí, Domi —dijo—, cántalo.

La Domi sostenía a la niña sobre la mesa-camilla y la niña gateaba y hacía
a-ta-ta
o se volvía y hurgaba a la Domi en la nariz, y en los ojos, y en las orejas.

–Calla, Cris —dijo Quico—. La Domi va a cantar.

–Siéntate en tu silla —dijo la Domi imperativamente.

Quico arrastró la butaquita de mimbre a los pies de la mujer y se sentó. Juan y Quico levantaban sus caritas expectantes. La Domi carraspeó; entonó al fin:

Prestad mucha atención

al hecho criminal

de un padre ingrato, degenerado,

hombre sin corazón,

sin ninguna piedad,

que en Valdepeñas ha secuestrado

a un hijo suyo

este hombre infame

en un establo y sin comer

La Domi imprimía a la copla unas inflexiones, unos trémolos que subrayaban el patetismo de la letra. Quico le miraba el hueco negro de la fila de dientes de abajo, aquel vano oscuro que acentuaba la gustosa sensación de terror que le recorría la espalda como un escalofrío:

cuando las vacas toman el pienso,

alfalfa fresca como él también,

pues los mendrugos no son constantes

no suficientes para comer.

El padre que cuenta se da

y la madrastra por igual,

palos le daban al inocente,

su cuerpo es pura llaga por

este padre tan cruel

la bestia humana del siglo veinte.

La Domi los miró un instante y, por un momento, se ablandaron sus pupilas, aceradas e inmóviles como las de un halcón. Suavizó la voz para rematar:

Llorad, madres, llorad,

porque hijos tienes tú,

que es una pena ver la criatura

sin pan, agua, ni luz

cargar con esta cruz

medio enterrado entre la basura.

Quico y Juan escuchaban con la boca abierta. Tardaron unos segundos en reaccionar. Quico miró a Juan y sonrió. Juan dijo a la Domi:

–¿Ya está?

–Ya. Por una perra gorda no dan más.

Quico se agarraba al borde del asiento de su butaquita de mimbre y la arrastraba sin cesar de sonreír. Dijo:

–¡Qué bonito! ¿verdad, Juan?

Él mismo asentía a sus palabras con la cabeza. Súbitamente se puso en pie, agarró a la Domi los bajos de la bata negra y exigió:

–Lo de Rosita Encarnada, Domi, anda.

El rostro de Juan irradió:

–Sí, Domi, lo del puñal de dos filos.

Cris dijo
a-ti-ta
y Quico dijo, feliz:
Ha dicho Rosita, Juan, ¿la has oído?
Y rió mientras volvía a sentarse y repitió:
Cris ha dicho Rosita
. Miró a Domi:
Cris ya sabe hablar, ¿verdad, Domi?

–Bueno, ¿canto o no canto?

–Sí, Domi —dijeron los dos niños a coro.

La Domi se aclaró la voz que salió, no obstante, de sus labios un poco gangosa, un poco arrastrada, como la de los ciegos:

Ya venimos de la guerra de África

y todo esto lo trae la pasión.

Ya venimos del África todos

a encontrarnos con el viejo amor.

La Domi oscureció la voz. Siempre que hablaba el Soldado bajaba la voz tanto que parecía que cantaba dentro de una caja de muerto:

Me juraste Rosa Encarnada

que con otro hombre no te casabas,

ahora vengo a casarme contigo

y me encuentro que ya estás casada.

La Domi hizo un salto estudiado y miró a los dos pequeños, inmóviles, como hipnotizados. Su voz se aflautó, se hizo implorante y desgarrada, de pronto:

¡No me mates, por Dios, no me mates!

No me mates, tenme compasión;

ese beso que tú a mí me pides

ahora y siempre te lo he de dar yo.

Juan denegó con la cabeza. Sabía que el Soldado no la besaría. Siempre temía, sin embargo, que cediera y terminara besándola. Quico le miró con el rabillo del ojo y denegó también sin saber bien a qué. La voz de la Domi se tensó y, aunque brumosa, se hizo más vivaz y dramática:

Yo no quiero besos de tus labios,

lo que quiero es lograr mi intención,

y sacando un puñal de dos filos

en su pecho se lo atravesó.

Los rostros de los dos niños resplandecían. Dijo Juan arrugando la cara:

–Dos filos. ¡Dios, Domi, cuánta sangre echaría!

–Calcula —dijo la Domi—. Una mujer joven, bien criada y en sazón, pues ya ves, hijo, como un choto.

Quico miraba a la mujer, concentrado, obstinadamente.

–Un choto —dijo—. Cántanos otra vez lo del niño que comía con las vacas, anda, Domi.

–No —respondió la vieja—. Ya no canto más. Luego se me irritan las anginas y no me puedo dormir.

Quico se hallaba tan trasportado, tan absorto, que no notó las ganas hasta que sintió el calor y la humedad, de forma que cuando echó a correr y levantó la tapa de la taza rosa ya se había repasado.

Las 5

Andaba huido entre las camas y los armarios y cada vez que la Domi le miraba cruzaba una pierna con la otra para ocultar la huella delatora. La Domi jugaba con Cristina y le mostraba los automóviles que desfilaban por la avenida, y le daba en la mochita y tan sólo, de rato en rato, preguntaba por pura fórmula:

–¿Qué haces, Quico?

–Nada —respondía Quico y evitaba andar despatarrado, aunque el pantalón le tiraba y le raspaba la cara interna de los muslos.

Juan leía de nuevo
La Conquista del Oeste
y la mayor preocupación de Quico, ahora, era detectar los ruidos que se producían más allá de la puerta. Sintió tres veces el teléfono blanco y por tres veces descansó pensando que Mamá respondería. Mas intuía que la hora de merendar estaba próxima e intuía que a Mamá le bastarían diez segundos para advertir que se había repasado. Permaneció en un rincón abanicándose con un libro y luego quieto, un rato, en la mesa-camilla, pero nada era suficiente para borrar aquella mancha de humedad, cada vez más enojosa y humillante. Y cuando la Domi le preguntaba:
¿Qué haces, Quico?
, él se sobresaltaba y respondía:
Nada
y una vez le dijo:
¿No tienes gana de orinar, Quico?
Y él respondió con un tono de voz tan opaco como el del novio de Rosita Encarnada:
No
. Y la Domi porfió:
No vengas con el no y luego vaya a resultar que sí
.
Que no, Domi
, repitió Quico.
Bueno
—añadió la Domi—,
tú verás, pero como te repases, te corto el pito
.
Bueno
, dijo Quico, oculto en el rincón que formaba la cama de Marcos con el armario.

Pero Mamá era tan fina de olfato como un sabueso y, tan pronto entró en la habitación con las meriendas —elogiando su comportamiento— y divisó a Quico arrinconado, dijo a media voz:
Qué mala espina me da
, y añadió severamente:

–¡Quico!

–¿Qué?

–Ven.

–No.

–Que vengas.

–No.

–¿No me has oído?

–No.

–Mira que es rebelde este niño. ¡Ven aquí ahora mismo!

Quico se desplazó unos centímetros del rincón, dando saltitos para no abrir las piernas y apretando los labios, en una actitud como de desafío:

–Ya estoy —dijo.

–¡Aquí! –dijo autoritariamente Mamá.

Quico dio otro par de saltitos. Juan le miró y dijo:

–Eso es que se ha repasado, seguro.

–No —dijo la Domi—. No hace dos minutos que el niño salió al retrete, a orinar, ¿verdad, hijo?

–Pues me temo que sí —dijo Mamá enojada—. ¡Vamos, Quico, no lo digo más veces!

Mas como Quico ronceara fue Mamá la que se acercó a él, le palpó la entrepierna y le sacudió tres sonoros azotes, mientras decía:
¡Cochino, más que cochino, no ganamos para pantalones!
Luego dijo, por la fuerza de la costumbre,
sin propina
y, por último, le preguntó malhumorada a la Domi para qué estaba ella allí y la Domi respondió que
qué iba a hacerle ella, que como no le pusiera una pinza de la ropa
y, en éstas, Mamá se enfureció y dijo que bastaba con tener un poco de cuidado y que si la pagaba era para que respondiera no sólo de Cristina sino de los dos pequeños. Se enzarzaron en una viva discusión y Quico se deslizó furtivamente hasta el pasillo y, en una carrera llegó a la cocina. La Vítora fregaba con una esponja el sintasol rojo y le dijo al verle:

–¿Qué pasa, Quico?

–Nada.

Cruzó hasta el cuarto d plancha y se escondió tras la cortina de la cama-armario. La Vítora le seguía:

–Ven acá, Quico —dijo.

A Quico se le hinchó la vena de la frente:

–¡Mierda, cagao, culo! –voceó.

La Vítora se puso en jarras. Descorrió la cortina y se agachó:

–Vamos, a la Vito le sales ahora con ésas. ¿Qué te ha hecho la pobre Vito?

Quico no respondía. La Vítora añadió:

–Si no te quiere la Vito, ¿quién te va a querer? ¿No es buena la Vito? Vamos, habla.

Quico apretaba los labios sin responder. Prosiguió la Vítora:

–Te has repasado, ¿verdad? Cuándo vas a aprender a orinar como un hombre, ¿di?

–No sé —dijo, al fin, Quico, consternado.

La Vítora se secó con el trapo de secar los vasos. Sus manos hacían ángulo obtuso con los antebrazos. Abrió el armario rojo, cogió unos pantalones y se sentó en la silla baja.

–Ven acá —dijo.

Quico se acercó sumisamente. Ella le desabotonó los tirantes:

–Te ha calentado la mamá, ¿verdad?

–Sí.

–¿En el culo?

–Sí.

–¿Te vas a volver a repasar?

–No.

–A ver si es verdad.

Le sacó de la cocina. Le dijo:

–Aguarda aquí; la Vito se va a arreglar.

–¿Vas a salir de paseo, Vito?

–No. Va a subir el Femio.

–Ah.

La oía desvestirse al otro lado de la puerta y súbitamente exclamó:

–¡Vito!

–¿Qué?

–Me voy a cortar el pito.

La Vítora apareció en la cocina en combinación, los ojos dilatados de espanto.

–Ni se te ocurra —dijo.

–Sí —dijo Quico—. Con una cuchilla de papá.

–Mira —respondió la Vítora—, si haces eso, te mueres, de modo que ya lo sabes.

Tornó al cuarto de plancha, pero no cerró la puerta. De cuando en cuando se asomaba y veía al niño inmóvil, bajo el tubo de neón, de espaldas a ella. Entró Mamá y le alargó un bollo suizo con jamón dentro.

–Ten —dijo con el ceño fruncido. Volvió el rostro a la puerta entreabierta—: Vítora, cuide que lo coma.

–Descuide —dijo la Vítora.

Mamá salió. Quico mordisqueó el bocadillo. Cuando apareció la Vítora con los labios rojos y el borde de las pestañas azul, embutida en su traje de fiesta, Quico dijo:

–Qué bien hueles, Vito.

–Ya ves.

–¿Es para que te huela el Femio?

–A ver.

Y cuando la Vítora concluía de darle pacientemente el bocadillo, sonó una tímida llamada:

–Riim.

–Es él —dijo la Vito, excitada.

–¿Femio?

–Femio. Corre a abrir. –Se sacudió las migas de la falda.

Quico quedó extrañado ante el uniforme. Le miró de arriba a abajo. El recluta se sentía acobardado:

–¿Vive aquí...? –comenzó.

–¡Pasa, Femio! –gritó la Vítora desde dentro.

Quico le seguía, observándole las botas, la gorra que portaba en la mano, el fuelle de la guerrera. Dijo al cabo:

–¿Vas a matar a Rosita Encarnada?

–Mírala —dijo Femio—. Ya es espabilada la chavala, ya.

La Vítora parecía enfadada:

–Es niño, cacho patoso —dijo—. Además, ¿qué sabe la criatura?, siéntate.

Femio se sentó en una de las sillas blancas; se justificó:

–Estos chavales de casa fina, ya se sabe; ni carne ni pescado.

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