El príncipe destronado (7 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El príncipe destronado
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–Digo, señora, que si no la importa bajo yo o sube él. A despedirse, ¿sabe?

El transistor entonaba música de ayer y de hoy a un volumen destemplado. Mamá levantó el tono para acceder:

–Está bien, hija. Mejor que suba, ¿no? Andamos tan agobiados. Esa Seve yo no sé qué estará pensando.

A través de los cristales y de la rejilla del montacargas, Quico divisó a la Loren:

–¡Loren! –gritó—. ¡Loren! ¿Verdad que al Moro se lo han llevado los demonios al infierno?

La Loren se llevó las manos a la cabeza. Dijo a voces:

–¡Jesús, qué cosas se le ocurren a esta criatura! ¿Tan malo le hacías al Moro?

Chilló Quico:

–¡Juan le vio!

–¿Ah, sí, eh? Ya le voy a dar yo a Juan. El Moro se ha ido al cielo porque era bueno y mataba a los ratones, para que lo sepas.

–Ta-ta-tá —hizo Juan detrás de él.

Quico se volvió y sonrió:

–¿Matas a los ratones, Juan?

–Mato a los indios. ¡La Conquista del Oeste! –dijo Juan.

Quico echó a correr por el pasillo, precediendo a su hermano y, de cuando en cuando, se volvía y decía:
ta-ta-tá
y Juan le perseguía haciendo, a su vez,
ta-ta-tá
, y al entrar en la habitación Quico se detuvo en seco, mirando con aprensión la lámpara de amplias alas:

–¿Qué pasa? –inquirió su hermano.

–Es el Ángel de la Guarda, ¿verdad, Juan?

–No, es el demonio que...

–¡No! –voceó Quico—. ¡No es el demonio, Juan!

–Que no, tonto, ¿no ves que es el Ángel?

Quico sonrió, mordiéndose el labio inferior:

–¡Ah! –dijo.

Advirtió, de repente, el bulto del pantalón, introdujo la mano en el bolsillo y desparramó por el suelo las chapas de Coca-Cola y Kas y el botón negro. Recogió éste con dos dedos y le dijo a su hermano:

–Anda, Juan, mira lo que tengo.

–¡Bah!, un botón.

–No es un botón; es un disco.

–Sí, un disco.

–Claro que sí.

Juan se dirigió a la librería y empujó con una mano la corredera de los bajos. Hurgaba entre la infinidad de cachivaches y sus profundos ojos negros se iluminaron al topar con la escopeta de corcho sin gatillo ni protector. La aculató en el hombro, enfiló su mirada por el cañón, guiñando un ojo, e hizo, moviéndola de un lado a otro:
ta-ta-tá, ta-ta-tá
. Quico se acercó por detrás. Había vuelto a guardar el botón en el bolsillo y sus cejas se enarcaban en una muda interrogante:

–Juan —dijo.

–¿Qué?

–¿Qué es puñeta?

–¿Puñeta?

–Sí.

Juan adelantó mucho el labio inferior y se metió la cabeza entre los hombros:

–No sé —confesó.

–Mamá dice que es un pecado.

Juan meditó unos segundos:

–Será el pito, a lo mejor —dijo al cabo.

–¿El pito? ¿Es pecado el pito, Juan?

–Sí, tocarle.

–¿Y si te escuece? A mí me escuece si me repaso.

–Eso no sé —dijo Juan. Y aculató, de nuevo, la escopeta, la volvió contra su hermano y le envió una ráfaga.

–¿Soy un indio? –preguntó Quico.

–No.

–¿No es la conquista del Oeste?

–No. Es la guerra de papá.

Quico corrió a esconderse tras la butaca de plástico.

–Tú eras los malos —dijo Juan.

Se cruzaron unas docenas de disparos y finalmente Juan se impacientó:

–Te tienes que morir —dijo—. Yo tengo que matar más de cien malos, como papá. ¡Anda, muérete!

Quico se tendió en el suelo, inmóvil, el tubo dentífrico en la mano derecha, los ojos entreabiertos observando a Juan. Juan se aproximó:

–No tienes sangre —dijo desalentado.

–¿Sangre?

–Sí, sangre.

–El Moro se ha muerto y no tenía sangre.

–Pero no era la guerra —dijo Juan.

De improviso se dirigió al primer cajón de la librería, tiró de él y sus ojos se posaron en la colección de frasquitos de tinta china. Repasó, rápidamente, uno por uno:

–No hay rojo —dijo.

Mas antes de acabar de decirlo ya se había incorporado, corrió al aseo y regresó con el tubo de mercurocromo:

–Túmbate —dijo con la mirada radiante.

Con el cuentagotas fue manchando de rojo la frente de Quico y las manos de Quico y las rodillas de Quico y, para concluir, vertió unas gotas sobre las baldosas y se alejó para contemplar su obra con perspectiva. Sonrió ampliamente:

–Ahora sí pareces un muerto de la guerra —reconoció.

Pero Quico se cansaba y se incorporó y, al moverse, barrió las gotas frescas con el trasero. Se puso en pie de un brinco:

–Quiero pis —dijo.

–Anda, corre, no te repases —dijo Juan espantado.

Quico entró en el cuarto de baño rosa, forcejeó un rato, se levantó la pernera y orinó. Reía a la nada al hacerlo y canturreaba:
Están bonitas por fuera, están riquitas por dentro
. Al concluir regresó junto a su hermano. Juan le gritó apuntándole con la escopeta:

–¡Alto! Voy a tener el gusto de meterte un plomo entre las dos cejas, amiguito.

Quico sonreía sin entenderle. Añadió Juan:

–Tú tienes que levantar las manos, Quico.

Quico levantó las manos.

–Ahora —prosiguió Juan— tú sacabas la pistola y me matabas a mí.

Quico hurgó desmanotadamente en el bolsillo y al fin extrajo el tubo de dentífrico, lo inclinó hacia su hermano y dijo:

–¡Pum!

–No —dijo Juan—. Di antes:
Toma, canalla
.

–Toma, canalla —dijo Quico.

–No —agregó Juan—, luego dices:
¡Pum!

–¡Pum! –dijo Quico.

–No —dijo Juan—. Antes tienes que decir:
Toma, canalla
.

–Toma, canalla —dijo Quico.

–¡No! –dijo Juan enfadado—. Di:
Toma canalla, ¡pum!

–Toma, canalla, ¡pum! –repitió Quico.

Juan se desplomó aparatosamente sobre las baldosas con la escopeta en la mano.

–Ya está —sonrió Quico—. Te he matado.

Juan se encontraba a gusto allí, soltó la escopeta y cruzó las manos sobre el vientre. Dijo Quico:

–Ya está, Juan, levántate.

Pero Juan no se movía. Puso los ojos en blanco y musitó como una letanía:

–He fallecido en el día de ayer confortado con los Santos Sacramentos y la Bendición de...

–No, Juan —dijo Quico—. ¡Levántate!

Juan prosiguió:

–Mi padre, mi madre y mis hermanos participan tan sensible pérdida y ruegan una oración por el eterno descanso de mi alma.

–Levántate, Juan —repitió Quico.

Juan entreabrió los ojos, miró hacia la pantalla de amplias alas y dijo con voz de ultratumba:

–Y el demonio con el rabo tieso y los cuernos afilados...

–¡No, Juan, levántate! –voceó Quico.

Entonces se oyó el llanto de la niña. Juan se incorporó de un salto:

–¡Cris! –dijo—, se ha despertado.

Los dos juntos penetraron en el cuarto de la pequeña que hacía:
A-ta-ta
y Juan abrió la ventana y la niña sonreía con los mofletes arrebolados y Quico la destapó y tocó sus posaderas y salió desalado pasillo adelante, voceando:

–¡Domi, Cris se ha hecho pis en la cama!

Luego, se llegó al salón y antes de entrar ya dio el parte a grandes voces y Mamá estaba con la tía Cuqui que se echó a reír al verle y dijo:
Huy
y Mamá se excitó toda:

–¡Ave María! –dijo—. ¿Quién te ha puesto así?

Quico se detuvo en medio de la habitación:

–¿Cuál? –dijo.

–Cuál, cuál —dijo Mamá levantándose y tomándole por un brazo y zarandeándole—. Pero ¿es posible? El pantalón nuevo —le dio dos azotes—. ¡Vítora, Domi!

Vino la Vítora y al verle los manchones rojos en la frente y las manos y las rodillas y las posaderas se asustó:

–¡Jesús! –dijo—. Le han puesto como a un Santo Cristo.

Las 4

Después de lavarle la cara, las manos y las rodillas y mudarle el pantalón, Quico descansaba en el regazo de tía Cuqui, que era suave y confortable como un edredón de plumas, y, entre sus brazos, se sentía increíblemente pequeño y protegido:

–Eres muy bonito, chiquitín, pero que muy bonito. –Tía Cuqui hablaba bajo y como con música y sus besos no restallaban junto al oído, como los de la Vítora, hasta casi ensordecerle.

En el salón reinaba un orden pulcro y un silencio estimulante y, para no desentonar, o tal vez porque acababan de lavarle la cara, las manos y las rodillas, Quico charlaba en un tono de voz casi confidencial:

–Hoy no me he hecho pis en la cama —dijo.

–Mi chiquitín es muy limpio, ¿verdad?

–Sí, y Cris se ha hecho caca en las bragas.

–¿También caca?

–Sí, es una marrana, no lo pide.

–Es pequeñita, ¿oyes? Cris es pequeñita y no sabe pedirlo. Tú vas a enseñarla a pedir caquita, ¿verdad, mi chiquitín?

–Sí.

Tía Cuqui sabía tenerle en brazos sin que él se impacientase, sin que notara en los muslos las costuras del pantalón, sin asfixiarle. La voz de tía Cuqui le amansaba, le arrullaba, predisponiéndole al sueño y a ser infinitamente bueno y por los siglos de los siglos. Entró Mamá con su habitual gesto de gravedad un poco acentuado:

–No lo quieras, tía —dijo—. Ha sido malo.

Ella lo estrechó instintivamente:

–Él no es malito; ha sido sin darse cuenta.

–Y no me he hecho pis en la cama —dijo Quico.

–Claro. El chiquitín no se ha hecho pis en la cama.

–Y Cris se ha hecho caca en las bragas.

–Ya ves —dijo tía Cuqui.

Quico acomodó la cabeza entre los frondosos, mollares pechos de tía Cuqui. Entornó los ojos:

–Se ha muerto el Moro —dijo de pronto.

–¿El Moro?

–El gato de Paulina, mujer —dijo Mamá, sentándose. Y añadió, después de encender un cigarrillo y lanzar una bocanada de humo—: Estoy horriblemente fatigada. Continúo en crisis parcial, ¿sabes? Esto del servicio se pone cada día más difícil.

–¿La asistenta? –dijo tía Cuqui.

–Hija, la asistenta y la Seve. Hace una semana que marchó al pueblo. Dice que su madre no anda bien. Vete a saber.

La voz de la tía Cuqui era como un hilito rojo, de tan fino y agudo:

–Yo no sé qué pasa —dijo riendoque— las madres de las criadas casi siempre están muriéndose, ¿no te has fijado?

–El Moro se ha muerto —terció Quico incorporándose.

Tía Cuqui le estrechó contra sí:

–¿De modo que se ha muerto el gatito? ¿Se ha muerto tu amiguito? ¡Pobre tesoro! ¡Pobre corazón tierno!

Mamá tejía una lana gris con ágiles movimientos de muñeca y, de cuando en cuando, las agujas metálicas, al entrechocar, hacían el mismo ruido que las tijeras de Fabián al cortarle el pelo. Sus ojos seguían el curso de la labor y, al concluir una vuelta, empujó maquinalmente los puntos contra la cabeza de la aguja y miró a tía Cuqui. Dijo:

–Le contemplas demasiado.

–¡Oh, no, no digas eso! Este niño necesita un cariño especial, Merche. No olvides que hasta hace un año era el rey de la casa. Es el príncipe destronado, ¿oyes? Ayer todo para él; hoy, nada. Es muy duro, mujer.

La voz de Mamá era suave pero implacable:

–Tonterías —dijo—. Yo he destronado ya cuatro príncipes sin tantos paños calientes y me ha ido muy bien.

–Has tenido suerte, eso es todo. Pero mira lo que dicen los psiquiatras.

–¿Qué?

–Los complejos y eso. Todo eso viene de cuando niños, ya ves. Una cosa a la que no le das importancia y, a lo mejor, de mayor, un complejo. Son cosas muy enrevesadas ésas, pero Pepa Cruz, ya lo oyes, antes una enfermedad que un complejo. Es muy serio, hija, eso de los complejos.

La voz de Mamá sonaba entreverada con el chasquido de las agujas:

–Tontunas —dijo. Y repitió—: Tontunas. Si te fueras a fiar de los psiquiatras no podrías dar un paso.

Tía Cuqui bajó la voz:

–Mira el chico de la Peláez, bien cerca le tienes.

Cesó el chasquido de las agujas:

–¿Qué?

–¿Qué? Pues que Luisa probándose delante de él hasta los quince años y que ahora que se ha casado y que su mujer no le dice nada. Han pedido la anulación a Roma.

La voz de Mamá sonó un tanto alarmada:

–¿Es cierto eso?

–Mira.

Volvió a oírse el tintineo metálico de las agujas. En el regazo de Mamá había un cilindro de plástico con una cremallera donde encerraba la labor cuando terminaba. Al hablar tía Cuqui su pecho subía y bajaba, como si tuviera amortiguadores, y daba una resonancia especial que adormecía a Quico:

–Son muy chiquitines —dijo—. Pobrecitos, todo cuidado es poco. A mí me dan mucha lástima los niños chicos; sufren. Nosotras no lo vemos pero sufren. Hay que ir con mucho tiento. Mira este pobre. Hasta ayer dueño de la casa; hoy, nadie. Poco a poco. Las cosas hay que hacerlas poco a poco, sobre todo si andan por medio los complejos. Ponte en su lugar, Merche, ayer el benjamín, todos alrededor de él; hoy, nada, el quinto de seis hermanos; lo último.

La voz de Mamá sonaba ahora rutinaria y fría:

–Me parece que exageras, Cuqui.

Se abrió un silencio. Mamá y tía Cuqui hablaron, seguidamente, de los partos y, más tarde, pasaron revista a los ecos de sociedad. Por último se enzarzaron en animada conversación sobre cocina. Y se decían:
Tienes que darme la receta, mujer
o
¿y dices que queda bueno?
, o
sale más económico de lo que parece, ya ves
.

Y Quico escuchaba la resonancia de la voz de tía Cuqui en su pecho —el de tía Cuqui— y, cuando tía Cuqui le dijo a Mamá fríes una cabeza de ajo en un dedo de aceite, el niño se incorporó:

–¿Es una cabeza de ajo una puñeta, tía Cuqui?

–¡Qué disparate! –dijo tía Cuqui y Mamá se encendió hasta la raíz del pelo. Quico prosiguió:

–Papá quiere que mamá fría puñetas.

–¡Qué disparate! –repitió tía Cuqui.

Terció Mamá ofuscada:

–No le hagas caso, cosas de chicos.

–Papá lo dijo —agregó Quico tímidamente.

Mamá, tras una pequeña vacilación, recuperó su tradicional energía:

–Papá no dice esas cosas; no mientas —se volvió hacia la tía Cuqui—: Quisiera saber dónde aprende este chico esas palabrotas.

Quico la miraba con sus atónitos ojos azules, el rubio flequillo hasta las cejas, anonadado. En ese instante se oyó ruido de cristales y las voces de la Domi y la Vítora. Mamá salió como un relámpago y Quico forcejeó hasta que su tía le dejó libre, resbaló por sus faldas hasta el suelo y corrió tras de su madre por el pasillo. Al entrar en la cocina, Mamá golpeaba ya a Juan en el pestorejo y le decía una y otra vez:
Te he dicho más de veinte veces que en casa no se juega a la pelota ¡sin propina!
El cristal más alto de la puerta del montacargas aparecía quebrado. Domi, en un rincón, le hacía
tortitas-tortitas
a Cris y cuando Mamá le dijo
y usted, ¿para qué está aquí?
, la Domi respondió:
Pero ¿usted cree que me hacen caso, señora?
y la Vítora, que se apoyaba en la fregona, sonrió imperceptiblemente. Entonces, Mamá dijo que la cocina no era lugar para los niños y que al cuarto de jugar. Y cuando la Domi, con la niña en brazos y Juan y Quico detrás, se encaminaban hacia el cuarto de jugar, Mamá les oseaba, moviendo las dos manos y le dijo a la Domi que a ver si era capaz de entretenerlos al menos media hora y que si podía pasar media hora tranquila sin oír a los niños y sin que hicieran alguna se daría por satisfecha, porque estaba aburrida de niños y de seguir así terminaría en el manicomio. Y al decir esto, empujaba a Juan y a Quico, y Juan y Quico apresuraban el paso y cuando, finalmente, se vieron a solas en la habitación, Quico miró para la lámpara recelosamente y Juan se sentó en la butaca con gesto adusto, sosteniendo en las piernas
La Conquista del Oeste
. La Domi estaba irritada y le dijo a Quico:

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