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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (21 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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—Si no lo conociese tan bien diría que la dieta mediterránea y el aire del mar.

Salgado exhaló un amago de risa, que en su caso sonaba a tos ronca y a bronquio al borde del colapso.

—Usted siempre el mismo, Fermín. Por eso me caía usted tan bien. Qué tiempos aquéllos. Pero tampoco quiero aburrirles con batallitas y menos al joven, que a esta generación lo nuestro ya no les interesa. Lo suyo es el charlestón o como quiera que lo llamen ahora. ¿Hablamos de negocios?

—Usted dirá.

—Más bien usted, Fermín. Yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. ¿Me va a dar lo que me debe? ¿O vamos a tener que organizar un escándalo que no le conviene?

Fermín permaneció impasible durante unos instantes que nos dejaron en un incómodo silencio. Salgado tenía los ojos clavados en él y parecía a punto de escupir veneno. Fermín me dirigió una mirada que no acabé de descifrar y suspiró abatido.

—Usted gana, Salgado.

Fermín extrajo un pequeño objeto del bolsillo y se lo tendió. Una llave.
La llave.
Los ojos de Salgado se encendieron como los de un niño. Se levantó y se acercó a Fermín lentamente. Aceptó la llave con la única mano que le quedaba, temblando de emoción.

—Si tiene planeado introducírsela de nuevo por vía rectal le ruego que pase al excusado, que éste es un local familiar abierto al público —advirtió Fermín.

Salgado, que había recuperado el color y el soplo de la primera juventud, se deshizo en una sonrisa de infinita satisfacción.

—Bien pensado, en el fondo me ha hecho usted el favor de mi vida guardándola todos estos años —declaró.

—Para eso están los amigos —replicó Fermín—. Vaya con Dios y no dude en no volver por aquí nunca más.

Salgado sonrió y nos guiñó el ojo. Se encaminó hacia la salida, ya perdido en sus elucubraciones. Antes de salir a la calle se volvió un instante y alzó la mano a modo de saludo conciliador.

—Le deseo suerte y una larga vida, Fermín. Y tranquilo, que su secreto queda a salvo.

Lo vimos partir bajo la lluvia, un anciano que cualquiera hubiera tomado por un moribundo pero que, tuve la certeza, en aquel momento no sentía ni las frías gotas de lluvia sobre el rostro ni los años de encierro y penuria que llevaba en la sangre. Miré a Fermín, que se había quedado clavado al suelo, pálido y confundido con la visión de su viejo compañero de celda.

—¿Lo vamos a dejar irse así? —pregunté.

—¿Tiene algún plan mejor?

3

T
ranscurrido el proverbial minuto de prudencia, nos echamos a la calle armados de sendas gabardinas oscuras y un paraguas del tamaño de un parasol que Fermín había adquirido en un bazar del puerto con la idea de usarlo tanto en invierno como en el estío para sus escapadas con la Bernarda a la playa de la Barceloneta.

—Fermín, con este armatoste cantamos como una escolanía de gallos —advertí.

—Usted tranquilo, que ese sinvergüenza lo único que debe de ver son doblones de oro lloviendo del cielo —replicó Fermín.

Salgado nos llevaba un centenar de metros de ventaja y cojeaba a paso ligero por la calle Condal bajo la lluvia. Acortamos un poco la distancia, justo a tiempo de ver cómo se disponía a abordar un tranvía que subía por la Vía Layetana. Plegando el paraguas sobre la marcha echamos a correr y llegamos de milagro a saltar al estribo. En la mejor tradición de la época, hicimos el recorrido colgados de la parte de atrás. Salgado había encontrado un asiento en la parte delantera cedido por un buen samaritano que no sabía con quién se jugaba los cuartos.

—Es lo que tiene llegar a viejo —dijo Fermín—. Que nadie se acuerda de que también han sido unos capullos.

El tranvía recorrió la calle Trafalgar hasta llegar al Arco de Triunfo. Nos asomamos un poco y comprobamos que Salgado seguía clavado en su asiento. El cobrador, un hombre a un frondoso bigote adosado, nos observaba con el ceño fruncido.

—No se crean que por ir ahí colgados les voy a hacer descuento, que les tengo el ojo echado desde que han subido.

—Ya nadie valora el realismo social —murmuró Fermín—. Qué país.

Le tendimos unas monedas y nos entregó nuestros billetes. Empezábamos a pensar que Salgado se debía de haber dormido cuando, al enfilar el tranvía el camino que llevaba a la estación del Norte, se levantó y tiró del cable para solicitar parada. Aprovechando que el conductor iba frenando, nos dejamos caer frente al sinuoso palacio modernista que albergaba las oficinas de la compañía hidroeléctrica y seguimos al tranvía a pie hasta la parada. Vimos a Salgado apearse con ayuda de dos pasajeros y encaminarse hacia la estación.

—¿Está usted pensado lo mismo que yo? —pregunté.

Fermín asintió. Seguimos a Salgado hasta el gran vestíbulo de la estación, camuflándonos, o haciendo nuestra presencia dolorosamente obvia, con el paraguas descomunal de Fermín. Una vez en el interior, Salgado se aproximó a una hilera de taquillas metálicas alineada junto a una de las paredes como un gran cementerio en miniatura. Nos apostamos en un banco que quedaba en la penumbra. Salgado se había detenido frente a la infinidad de taquillas y las contemplaba ensimismado.

—¿Se habrá olvidado de dónde guardó el botín? —pregunté.

—Qué se va a olvidar. Lleva veinte años esperando este momento. Lo que hace es saborearlo.

—Si usted lo dice… Yo creo que se ha olvidado.

Permanecimos allí, observando y esperando.

—Nunca me dijo dónde escondió usted la llave cuando se escapó del castillo… —aventuré.

Fermín me lanzó una mirada hostil.

—No pienso entrar en ese tema, Daniel.

—Olvídelo.

La espera se prolongó unos minutos más.

—A lo mejor tiene un cómplice… —dije—, y le está esperando.

—Salgado no es de los de compartir.

—A lo mejor hay alguien más que…

—Shhh —me silenció Fermín señalando a Salgado, que por fin se había movido.

El anciano se acercó a una de las taquillas y posó la mano sobre la puerta de metal. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Abrió la compuerta y miró en el interior. En ese instante una pareja de la Guardia Civil dobló la esquina del vestíbulo desde los andenes y se aproximó al lugar donde Salgado estaba intentado extraer algo de la taquilla.

—Ay, ay, ay… —murmuré.

Salgado se volvió y saludó a los dos guardias civiles. Cruzaron unas palabras y uno de ellos retiró una maleta del interior y la dejó en el suelo a los pies de Salgado. El ladrón les agradeció efusivamente su ayuda y la pareja, saludándole con el ala del tricornio, continuó con su ronda.

—Viva España —murmuró Fermín.

Salgado asió la maleta y la arrastró hasta otro de los bancos, que quedaba en el extremo opuesto al que ocupábamos.

—No la va a abrir aquí, ¿verdad? —pregunté.

—Necesita asegurarse de que está todo ahí —replicó Fermín—. Son muchos años de sufrimiento los que ha esperado ese granuja para recobrar su tesoro.

Salgado miró alrededor una y otra vez para asegurarse de que no había nadie cerca y, finalmente, se decidió. Lo vimos abrir la maleta apenas unos centímetros y atisbar el interior.

Permaneció así por espacio de casi un minuto, inmóvil. Fermín y yo nos miramos sin comprender. De repente Salgado cerró la maleta y se levantó. Sin más, se encaminó hacia la salida dejando la maleta atrás frente a la taquilla abierta.

—Pero ¿qué hace? —pregunté.

Fermín se incorporó e hizo una señal.

—Usted vaya a por la maleta, yo le sigo a él…

Sin darme tiempo a replicar, Fermín se apresuró hacia la salida. Me dirigí a paso rápido hacia el lugar donde Salgado había abandonado la maleta. Un listillo que estaba leyendo el periódico en un banco próximo también le había echado el ojo y, mirando a ambos lados previamente para asegurarse de que nadie lo veía, se levantó y se aproximó como un buitre rondando su presa. Apreté el paso. Iba el extraño a cogerla cuando se la arrebaté de puro milagro.

—Esa maleta no es suya —dije.

El individuo me clavó una mirada hostil y aferró el asa.

—¿Aviso a la Guardia Civil? —pregunté.

Azorado, el pillo soltó la maleta y se perdió en dirección a los andenes. Me la llevé hasta el banco y, asegurándome de que nadie se fijaba en mí, la abrí.

Estaba vacía.

Sólo entonces oí el vocerío y alcé la vista para comprobar que se había producido una conmoción a la salida de la estación. Me levanté y pude ver a través de las cristaleras que la pareja de la Guardia Civil se abría paso entre un círculo de curiosos que se había formado bajo la lluvia. Cuando el gentío se apartó, vi a Fermín arrodillado en el suelo, sosteniendo en sus brazos a Salgado. El anciano tenía los ojos abiertos a la lluvia. Una mujer que entraba en aquel momento se llevó la mano a la boca.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Un pobre anciano, que se ha caído redondo… —dijo.

Salí al exterior y me acerqué lentamente al círculo de gente que observaba la escena. Vi que Fermín levantaba la vista e intercambiaba unas palabras con los dos guardias civiles. Uno de ellos asentía. Fermín se quitó entonces la gabardina y la tendió sobre el cadáver de Salgado, cubriéndole el rostro. Cuando llegué, una mano con sólo tres dedos asomaba bajo la prenda y en la palma, reluciente bajo la lluvia, había una llave. Cubrí a Fermín con el paraguas y le puse la mano en el hombro. Nos alejamos de allí lentamente.

—¿Está usted bien, Fermín?

Mi buen amigo se encogió de hombros.

—Vámonos a casa —acertó a decir.

4

M
ientras nos alejábamos de la estación me quité la gabardina y la puse sobre los hombros de Fermín. La suya había quedado sobre el cadáver de Salgado. No me parecía que mi amigo estuviese en condiciones de dar grandes paseos y decidí parar un taxi. Le abrí la puerta y cuando estuvo dentro, sentado, cerré y subí por el otro lado.

—La maleta estaba vacía —dije—. Alguien se la ha jugado a Salgado.

—Quien roba a un ladrón…

—¿Quién cree que fue?

—Tal vez el mismo que le dijo que yo tenía su llave y le explicó dónde encontrarme —murmuró Fermín.

—¿Valls?

Fermín suspiró abatido.

—No lo sé, Daniel. Ya no sé qué pensar.

Advertí la mirada del taxista en el espejo, a la espera.

—Vamos a la entrada de la plaza Real, en la calle Fernando —indiqué.

—¿No volvemos a la librería? —preguntó un Fermín al que ya no le quedaba guerra en el cuerpo ni para discutir una carrera de taxi.

—Yo sí. Pero usted se va a casa de don Gustavo a pasar el resto del día con la Bernarda.

Hicimos el trayecto en silencio mientras Barcelona se desdibujaba bajo la lluvia. Al llegar a los arcos de la calle Fernando, donde años atrás había conocido a Fermín, aboné la carrera y nos apeamos. Acompañé a Fermín hasta el portal de don Gustavo y le di un abrazo.

—Cuídese, Fermín. Y coma algo o la Bernarda se va a clavar algún hueso la noche de bodas.

—Descuide. Si yo cuando me lo propongo tengo más facilidad para engordar que una soprano. Ahora cuando suba me pongo morado de polvorones de esos que se compra don Gustavo en Casa Quílez y mañana me tiene usted hecho un tocino.

—A ver si es verdad. Dele recuerdos a la novia.

—De su parte, aunque tal y como están las cosas en el plano jurídico-administrativo, me veo viviendo en pecado.

—De eso nada. ¿Se acuerda usted de lo que me dijo una vez? ¿Que el destino no hace visitas a domicilio, que hay que ir a por él?

—Tengo que confesar que lo saqué de un libro de Carax. Sonaba bonito.

—Pues yo lo creí y lo sigo creyendo. Y por eso le digo que su destino es casarse con la Bernarda en toda regla y en la fecha prevista, con curas, arroz y nombre y apellidos.

Mi amigo me miraba escéptico.

—Como me llamo Daniel que se casa usted por la puerta grande —prometí a un Fermín tan derrotado que sospechaba que ni un paquete de sugus ni un peliculón con Kim Novak en el Fémina luciendo
brassieres
en punta que desafiaban la ley de la gravedad conseguirían levantarle el ánimo.

—Si usted lo dice, Daniel…

—Usted me ha devuelto la verdad —dije—. Yo le voy a devolver su nombre.

5

A
quella misma tarde, de regreso en la librería, puse en marcha mi plan para salvar la identidad de Fermín. El primer paso consistió en hacer varias llamadas desde el teléfono de la trastienda y establecer un calendario de acción. El segundo paso requería recabar el talento de expertos de reconocida eficacia.

Al día siguiente, un mediodía soleado y apacible, me encaminé hacia la biblioteca del Carmen, donde me había citado con el profesor Alburquerque, convencido de que lo que él no supiera no lo sabía nadie.

Le encontré en la sala principal de lectura, rodeado de libros y papeles, y concentrado pluma en mano. Me senté frente a él al otro lado de la mesa y lo dejé trabajar. Tardó casi un minuto en reparar en mi presencia. Al levantar los ojos de la mesa me miró sorprendido.

—Debe de ser algo apasionante eso que estaba escribiendo —aventuré.

—Estoy trabajando en una serie de artículos sobre escritores malditos de Barcelona —explicó—. ¿Se acuerda del tal Julián Carax, un autor que me recomendó usted hace meses en la librería?

—Claro —contesté.

—Pues he estado indagando sobre él y la suya es una historia increíble. ¿Sabía usted que durante años un personaje diabólico se dedicó a recorrer el mundo buscando los libros de Carax para quemarlos?

—No me diga —dije fingiendo sorpresa.

—Un caso curiosísimo. Ya se lo pasaré cuando lo tenga terminado.

—Tendría que hacer usted un libro sobre el tema —propuse—. Una historia secreta de Barcelona a través de sus escritores malditos y prohibidos en la versión oficial.

El profesor sopesó la idea, intrigado.

—Se me ha pasado por la cabeza, la verdad, pero tengo tanto trabajo entre los diarios y la universidad…

—Si no lo escribe usted, no lo escribirá nadie…

—Pues mire, a lo mejor me lío la manta a la cabeza y lo hago. No sé de dónde voy a sacar el tiempo, pero…

—Sempere e Hijos le ofrece su fondo editorial y asesoría para lo que necesite.

—Lo tendré en cuenta. ¿Qué? ¿Vamos a comer?

El profesor Alburquerque plegó velas por aquel día y pusimos rumbo a Casa Leopoldo, donde, acompañados de unos vinos y una tapa de serrano sublime, nos sentamos a esperar un par de rabos de toro, el especial del día.

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