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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (24 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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Finalmente cerré el libro y contemplé a Bea, que dormía a mi lado, intuyendo en ella mil veces más secretos que en las historias de Martín y su siniestra ciudad de los malditos. Pasaba de la medianoche cuando Bea abrió los ojos y me descubrió escrutándola. Me sonrió, aunque algo en mi semblante le despertó una sombra de inquietud.

—¿En qué piensas? —preguntó.

—Pensaba en lo afortunado que soy —dije.

Bea me miró largamente, la duda en la mirada.

—Lo dices como si no lo creyeses.

Me levanté y le di la mano.

—Vamos a la cama —la invité.

Tomó mi mano y me siguió por el pasillo hasta el dormitorio. Me tendí en el lecho y la miré en silencio.

—Estás raro, Daniel. ¿Qué te pasa? ¿He dicho algo?

Negué ofreciéndole una sonrisa blanca como la mentira. Bea asintió y se desnudó lentamente. Nunca me daba la espalda cuando se desnudaba, ni se escondía en el baño o detrás de la puerta como aconsejaban los manuales de higiene matrimonial que promovía el régimen. La observé serenamente, leyendo las líneas de su cuerpo. Bea me miraba a los ojos. Se deslizó aquel camisón que yo detestaba y se metió en la cama, dándome la espalda.

—Buenas noches —dijo, la voz atada y, para quien la conocía bien, molesta.

—Buenas noches —murmuré.

Escuchándola respirar supe que tardó más de media hora en conciliar el sueño, pero finalmente la fatiga pudo más que mi extraño comportamiento. Me quedé a su lado, dudando si despertarla para pedirle perdón o, simplemente, besarla. No hice nada. Seguí allí inmóvil, observando la curva de su espalda y sintiendo cómo aquella negrura dentro de mí me susurraba que al cabo de unas horas Bea acudiría al encuentro de su antiguo prometido y que aquellos labios y aquella piel serían de otro, como su carta de bolero parecía insinuar.

Cuando me desperté Bea se había ido. No había conseguido dormirme hasta el amanecer y, cuando tocaron las nueve en las campanas de la iglesia, me desperté de golpe y me vestí con lo primero que encontré. Afuera esperaba un lunes frío y salpicado de copos de nieve que flotaban en el aire y se adherían como arañas de luz suspendidas de hilos invisibles a las gentes que pasaban. Al entrar en la tienda encontré a mi padre en lo alto del taburete al que todos los días se aupaba para cambiar la fecha del calendario. 21 de enero.

—Lo de que se le peguen a uno las sábanas se supone que no es de recibo después de los doce años —dijo—. Hoy te tocaba abrir a ti.

—Perdona. Mala noche. No se repetirá.

Pasé un par de horas intentando ocupar la cabeza y las manos en las tareas de la librería, pero cuanto ocupaba mi pensamiento era aquella maldita carta que recitaba en silencio una y otra vez. A media mañana Fermín se me aproximó subrepticiamente y me ofreció un sugus.

—Hoy es el día, ¿no?

—Cállese, Fermín —corté con una brusquedad que alzó las cejas de mi padre.

Me refugié en la trastienda y los oí murmurar. Me senté frente al escritorio de mi padre y miré el reloj. Era la una y veinte de la tarde. Intenté dejar pasar los minutos pero las agujas del reloj se resistían a moverse. Cuando volví de nuevo a la tienda Fermín y mi padre me miraron con preocupación.

—Daniel, a lo mejor quieres tomarte el resto del día libre —dijo mi padre—. Fermín y yo ya nos apañamos.

—Gracias. Creo que sí. Apenas he dormido y no me encuentro muy bien.

No tuve valor para mirar a Fermín mientras me escabullía por la trastienda. Subí los cinco pisos con plomo en los pies. Al abrir la puerta de casa oí el agua correr en el baño. Me arrastré hasta el dormitorio y me detuve en el umbral. Bea estaba sentada en el borde de la cama. No me había visto ni oído entrar. La vi enfundarse sus medias de seda y vestirse, con la mirada clavada en el espejo. No reparó en mi presencia hasta un par de minutos después.

—No sabía que estabas ahí —dijo entre la sorpresa y la irritación.

—¿Vas a salir?

Asintió mientras se pintaba los labios de carmesí.

—¿Adónde vas?

—Tengo un par de recados que hacer.

—Te has puesto muy guapa.

—No me gusta salir a la calle hecha unos zorros —replicó.

La observé perfilar su sombra de ojos. «Hombre afortunado», decía la voz con sorna.

—¿Qué recados? —dije. Bea se volvió y me miró.

—¿Qué?

—Te preguntaba qué recados tienes que hacer.

—Varias cosas.

—¿Y Julián?

—Mi madre ha venido a buscarlo y se lo ha llevado de paseo.

—Ya.

Bea se aproximó y abandonando su irritación me miró preocupada.

—Daniel, ¿qué te pasa?

—No he pegado ojo esta noche.

—¿Por qué no le echas una siesta? Te sentará bien.

Asentí.

—Buena idea.

Bea sonrió débilmente y me acompañó hasta mi lado de la cama. Me ayudó a tenderme, me arropó con el cubrecama y me besó en la frente.

—Llego tarde —dijo.

La vi partir.

—Bea…

Se detuvo a medio pasillo y se volvió.

—¿Tú me quieres? —pregunté.

—Pues claro que te quiero. Qué tontería.

Oí la puerta cerrarse y luego los pasos felinos de Bea y sus tacones de aguja perderse escaleras abajo. Cogí el teléfono y esperé a que la operadora hablara.

—Con el hotel Ritz, por favor.

La conexión llevó unos segundos.

—Hotel Ritz, buenas tardes, ¿en qué podemos atenderle?

—¿Podría usted comprobar si un huésped se aloja en el hotel, por favor?

—Si es tan amable de darme el nombre.

—Cascos. Pablo Cascos Buendía. Creo que debió de llegar ayer…

—Un momento, por favor.

Un largo minuto de espera, voces susurradas, ecos en la línea.

—Caballero…

—Sí.

—Ahora mismo no encuentro ninguna reserva al nombre que usted menciona…

Me invadió un alivio infinito.

—¿Podría ser que la reserva estuviese hecha a nombre de una empresa?

—Lo compruebo.

Esta vez la espera fue breve.

—Efectivamente, tenía usted razón. El señor Cascos Buendía. Aquí lo tengo. Suite Continental. La reserva estaba a nombre de la editorial Ariadna.

—¿Cómo dice?

—Le comentaba al caballero que la reserva del señor Cascos Buendía está a nombre de la editorial Ariadna. ¿Desea el señor que le pase con la habitación?

El teléfono me resbaló de las manos. Ariadna era la empresa editorial que Mauricio Valls había fundado años atrás.

Cascos trabajaba para Valls.

Colgué el teléfono de un manotazo y me fui a la calle siguiendo a mi mujer con el corazón envenenado de sospecha.

9

N
o había rastro de Bea entre el gentío que a aquella hora desfilaba por la Puerta del Ángel en dirección a la plaza de Cataluña. Intuí que aquél habría sido el camino elegido por mi mujer para ir al Ritz, pero con Bea nunca se sabía. Le gustaba probar diferentes rutas entre dos destinos. Al rato desistí de encontrarla y supuse que habría tomado un taxi, algo más acorde con las finas galas con las que se había vestido para la ocasión.

Tardé un cuarto de hora en llegar al hotel Ritz. Aunque no debía de haber más de diez grados de temperatura, estaba sudando y me faltaba el aliento. El portero me dirigió una mirada subrepticia, pero me abrió la puerta afectando una pequeña reverencia. El vestíbulo, con su aire de escenario de intriga de espionaje y gran romance, me resultaba desconcertante. Mi escasa experiencia en hoteles de lujo no me había preparado para dilucidar qué era qué. Vislumbré un mostrador tras el que un esmerado recepcionista me observaba entre la curiosidad y la alarma. Me acerqué al mostrador y le ofrecí una sonrisa que no le impresionó.

—¿El restaurante, por favor?

El recepcionista me examinó con cortés escepticismo.

—¿Tiene el señor una reserva?

—Estoy citado con un huésped del hotel.

El recepcionista sonrió fríamente y asintió.

—El señor encontrará el restaurante al fondo de ese pasillo.

—Mil gracias.

Me encaminé hacia allí con el corazón en un puño. No tenía ni idea de lo que iba a decir o a hacer cuando encontrase a Bea y a aquel individuo. Un
maître
salió a mi encuentro y me vedó el paso con una sonrisa blindada. Su mirada delataba la escasa aprobación que le merecía mi atuendo.

—¿Tiene reserva el caballero? —preguntó.

Le aparté con la mano y entré en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una pareja mayor de aire momificado y modales decimonónicos interrumpió su solemne sorbido de sopa para mirarme con disgusto. Un par de mesas más albergaban comensales con aspecto de hombres de negocios y alguna que otra dama de exquisita compañía facturada como gasto de representación. No había ni rastro de Cascos ni de Bea.

Escuché los pasos del
maître
y su escolta de dos camareros a mi espalda. Me volví y ofrecí una sonrisa dócil.

—¿No tenía el señor Cascos Buendía una reserva para las dos? —pregunté.

—El señor avisó para que se le subiera el servicio a su suite —informó el
maître.

Consulté mi reloj. Eran las dos y veinte. Me encaminé hacia el corredor de ascensores. Uno de los porteros me había echado el ojo pero cuando intentó alcanzarme yo ya había conseguido colarme en uno de los ascensores. Marqué uno de los pisos superiores sin recordar que no tenía ni idea de dónde se encontraba la suite Continental.

«Empieza por arriba», me dije.

Me apeé del ascensor en el séptimo piso y empecé a vagar por ampulosos corredores desiertos. Al rato di con una puerta que daba a la escalera de incendios y descendí al piso inferior. Fui de puerta en puerta, buscando la suite Continental sin suerte. Mi reloj marcaba las dos y media. En el quinto piso encontré a una doncella que arrastraba un carrito con plumeros, jabones y toallas y le pregunté dónde estaba la suite. Me miró con consternación, pero la debí de asustar lo suficiente para que señalase hacia arriba.

—Octavo piso.

Preferí evitar los ascensores por si acaso el personal del hotel andaba buscándome. Cuatro pisos de escalera y un largo corredor más tarde llegué a las puertas de la suite continental empapado de sudor. Permanecí allí por espacio de un minuto, tratando de imaginar lo que estaba sucediendo tras aquella puerta de madera noble y preguntándome si me quedaba el suficiente sentido común para irme de allí. Me pareció que alguien me observaba de refilón desde el otro extremo del pasillo y temí que se tratase de uno de los porteros, pero al afinar el ojo la silueta se perdió tras la esquina del corredor y supuse que se trataba de otro huésped del hotel. Finalmente llamé al timbre.

10

O
í pasos aproximándose a la puerta. La imagen de Bea abotonándose la blusa se deslizó por mi mente. Un giro en la cerradura. Apreté los puños. La puerta se abrió. Un individuo con el pelo engominado, enfundado en un albornoz blanco y calzado con pantuflas de cinco estrellas me abrió la puerta. Habían pasado años, pero uno no olvida las caras que detesta con determinación.

—¿Sempere? —preguntó incrédulo.

El puñetazo le alcanzó entre el labio superior y la nariz. Noté cómo la carne y el cartílago se quebraban bajo el puño. Cascos se llevó las manos a la cara y se tambaleó. La sangre le brotaba entre los dedos. Le di un fuerte empujón que lo lanzó contra la pared y me adentré en la habitación. Oí a Cascos caer al suelo a mi espalda. La cama estaba hecha y un plato humeante estaba servido sobre la mesa, orientada frente a la terraza con vistas a la Gran Vía. Sólo había cubiertos para un comensal. Me volví y me encaré a Cascos, que intentaba incorporarse aferrándose a una silla.

—¿Dónde está? —pregunté.

Cascos tenía el rostro deformado por el dolor. La sangre le caía por la cara y el pecho. Pude ver que le había partido el labio y que, casi con certeza, tenía la nariz rota. Reparé en el fuerte escozor que me quemaba los nudillos y al mirarme la mano vi que me había dejado la piel partiéndole la cara. No sentí remordimiento alguno.

—No ha venido. ¿Contento? —escupió Cascos.

—¿Desde cuándo te dedicas a escribirle cartas a mi mujer?

Me pareció que se reía y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me abalancé de nuevo sobre él. Le propiné un segundo puñetazo con toda la rabia que llevaba dentro. El golpe le aflojó los dientes y me dejó la mano adormecida. Cascos emitió un gemido de agonía y se desplomó sobre la silla en la que se había apoyado. Vio que me inclinaba sobre él y se cubrió el rostro con los brazos. Le clavé las manos en el cuello y apreté con los dedos como si quisiera desgarrarle la garganta.

—¿Qué tienes tú que ver con Valls?

Cascos me observaba aterrorizado, convencido de que iba a matarle allí mismo. Balbuceó algo incomprensible y mis manos se cubrieron con la saliva y la sangre que le caía de la boca. Apreté más fuerte.

—Mauricio Valls. ¿Qué tienes tú que ver con él?

Mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía ver mi reflejo en sus pupilas. Sus venas capilares empezaron a estallar bajo la córnea y una red de líneas negras se abrió paso hacia el iris. Me di cuenta de que lo estaba matando y lo solté de golpe. Cascos emitió un sonido gutural al aspirar aire y se llevó las manos al cuello. Me senté en la cama frente a él. Me temblaban las manos, las tenía cubiertas de sangre. Entré en el baño y me las lavé. Me mojé la cara y el pelo con agua fría y al ver mi reflejo en el espejo apenas me reconocí. Había estado a punto de matar a un hombre.

11

C
uando regresé a la habitación, Cascos seguía derribado en la silla, jadeando. Llené un vaso con agua y se lo tendí. Al ver que me acercaba a él de nuevo se hizo a un lado esperando otro golpe.

—Toma —dije.

Abrió los ojos y al ver el vaso dudó unos segundos.

—Toma —repetí—. Es sólo agua.

Aceptó el vaso con una mano temblorosa y se lo llevó a los labios. Pude ver entonces que le había partido varios dientes. Cascos gimió y los ojos se le llenaron de lágrimas por el dolor cuando el agua fría le rozó la pulpa expuesta bajo el esmalte. Estuvimos en silencio más de un minuto.

—¿Llamo a un médico? —pregunté al fin.

Alzó la mirada y negó.

—Vete de aquí antes de que llame a la policía.

—Dime qué tienes tú que ver con Mauricio Valls y me iré.

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