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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (27 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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Mi padre la miraba atónito, como si hubiese visto un aparecido. Tragué saliva y sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo. Aquella muchacha era el vivo retrato del semblante de mi madre que aparecía en la colección de fotografías que mi padre guardaba en su escritorio.

—Soy Sofía —repitió la muchacha, azorada—. Su sobrina. De Nápoles…

—Sofía —balbuceó mi padre—. Ah, Sofía.

Quiso la providencia que Fermín estuviera allí para tomar las riendas de la situación. Tras despertarme del susto de un manotazo, procedió a explicarle a la muchacha que el señor Sempere estaba vagamente indispuesto.

—Es que venimos de una cata de vinos y el pobre con un vaso de Vichy ya se traspone. No le haga usted caso,
signorina
, que él normalmente no tiene este aire de pasmado.

Encontramos el telegrama urgente que la tía Laura, madre de la muchacha, había enviado anunciando su llegada deslizado en nuestra ausencia bajo la puerta de casa.

Ya en el piso, Fermín instaló a mi padre en el sofá y me ordenó preparar una cafetera bien cargada. Mientras tanto él le daba conversación a la muchacha, le preguntaba acerca de su viaje y lanzaba al aire toda suerte de banalidades mientras mi padre, lentamente, volvía a la vida.

Con un acento delicioso y un aire pizpireto, Sofía nos contó que había llegado a las diez de la noche a la estación de Francia. Allí había tomado un taxi hasta la plaza de Cataluña. Al no encontrar a nadie en casa, se había resguardado en un bar cercano hasta que habían cerrado. Luego se había sentado a esperar en el portal, confiando en que, tarde o temprano, alguien hiciera acto de presencia. Mi padre recordaba la carta en la que su madre le anunciaba que Sofía iba a venir a Barcelona, pero no suponía que iba a ser tan pronto.

—Siento mucho que hayas tenido que esperar en la calle —dijo—. Normalmente yo no salgo nunca, pero es que esta noche era la despedida de soltero de Fermín y…

Sofía, encantada con la noticia, se levantó y le plantó a Fermín un beso de felicitación en la mejilla. Fermín, que pese a estar ya retirado del campo de batalla no pudo reprimir el impulso, la invitó a la boda al instante.

Llevábamos media hora de cháchara cuando Bea, que regresaba de la despedida de soltera de la Bernarda, oyó voces mientras subía por la escalera y llamó a la puerta. Cuando entró en el comedor y vio a Sofía se quedó blanca y me lanzó una mirada.

—Ésta es mi prima Sofía, de Nápoles —anuncié—. Ha venido a estudiar a Barcelona y se va a quedar a vivir aquí una temporada…

Bea intentó disimular su alarma y la saludó con absoluta naturalidad.

—Ésta es mi esposa, Beatriz.

—Bea, por favor. Nadie me llama Beatriz.

El tiempo y el café fueron reduciendo el impacto de la llegada de Sofía y, al rato, Bea sugirió que la pobre debía de estar agotada y que lo mejor era que se fuese a dormir, que mañana sería otro día, aunque fuese día de boda. Se decidió que Sofía se instalaría en el que había sido mi dormitorio cuando era niño y Fermín, tras asegurarse de que no iba a caer en coma de nuevo, también facturó a mi padre a la cama. Bea le aseguró a Sofía que le dejaría alguno de sus vestidos para la ceremonia y cuando Fermín, al que el aliento le olía a champán a dos metros de distancia, se disponía a hacer algún comentario inapropiado sobre similitudes y disparidades de siluetas y tallas lo silencié de un codazo.

Una fotografía de mis padres en el día de su boda nos observaba desde la repisa.

Nos quedamos los tres sentados en el comedor, mirándola sin salir de nuestro asombro.

—Como dos gotas de agua —murmuró Fermín.

Bea me miraba de refilón, intentando descifrar mis pensamientos. Me tomó de la mano y adoptó un semblante risueño, dispuesta a desviar la conversación por otros derroteros.

—¿Y entonces, qué tal la juerga? —preguntó Bea.

—Recatada —aseguró Fermín—. ¿Y la de ustedes las féminas?

—La nuestra de recatada nada.

Fermín me miró con gravedad.

—Ya le digo yo que para estas cosas las mujeres son mucho más golfas que nosotros.

Bea sonrió enigmáticamente.

—¿A quién llama usted golfas, Fermín?

—Disculpe usted el imperdonable desliz, doña Beatriz, que habla el espumoso del Penedés que llevo en las venas y me hace decir necedades. Vive Dios que es usted parangón de virtud y finura, y un servidor, antes de insinuar el más remoto asomo de golfería por su parte, preferiría enmudecer y pasar el resto de sus días en una celda de cartujo en silenciosa penitencia.

—No caerá esa breva —apunté.

—Mejor no entrar en el tema —atajó Bea, mirándonos como si los dos tuviésemos once años—. Y ahora supongo que os vais a dar vuestro tradicional paseo por el rompeolas de antes de las bodas —dijo.

Fermín y yo nos miramos.

—Venga. Largaos. Más os vale estar mañana en la iglesia a la hora…

5

L
o único que encontramos abierto a aquellas horas fue El Xampanyet en la calle Montcada. Tanta pena les debimos de dar que nos dejaron quedarnos un rato mientras limpiaban y, al cerrar, ante la noticia de que Fermín estaba a horas de convertirse en un hombre casado, el dueño le dio el pésame y nos regaló una botella de la medicina de la casa.

—Valor y al toro —aconsejó.

Estuvimos vagando por las callejas del barrio de la Ribera arreglando el mundo a martillazos, como solíamos hacer siempre, hasta que el cielo se tiñó de un púrpura tenue y supimos que ya era hora de que el novio y su padrino, es decir yo, enfilásemos el rompeolas para sentarnos a recibir el alba una vez más frente al mayor espejismo del mundo, aquella Barcelona que amanecía reflejada sobre las aguas del puerto.

Nos plantamos allí con las piernas colgando del muelle a compartir la botella que nos habían regalado en El Xampanyet. Entre trago y trago, contemplamos la ciudad en silencio, siguiendo el vuelo de una bandada de gaviotas sobre la cúpula de la iglesia de la Mercé trazando un arco entre las torres del edificio de Correos. A lo lejos, en lo alto de la montaña de Montjuic, el castillo se alzaba oscuro como un ave espectral, escrutando la ciudad a sus pies, expectante.

La bocina de un buque rompió el silencio y vimos que al otro lado de la dársena nacional un gran crucero levaba anclas y se disponía a partir. El barco se separó del muelle y, con un golpe de hélices que dejó una gran estela sobre las aguas del puerto, puso proa rumbo a la bocana. Docenas de pasajeros se habían asomado a popa y saludaban con la mano. Me pregunté si la Rociíto estaría entre ellos junto a su apuesto y otoñal chatarrero de Reus. Fermín observaba el barco pensativo.

—¿Cree que la Rociíto será feliz, Daniel?

—¿Y usted, Fermín? ¿Será usted feliz?

Vimos el barco alejarse y las figuras se empequeñecieron hasta hacerse invisibles.

—Fermín, hay una cosa que me intriga. ¿Por qué no ha querido que nadie le haga regalos de boda?

—No me gusta poner a la gente en un brete. Y, además, ¿qué íbamos a hacer nosotros con juegos de vasos y cucharitas con grabados de los escudos de España y esas cosas que la gente regala en las bodas?

—Pues a mí me hacía gracia hacerle un regalo.

—Usted ya me ha hecho el mayor regalo que puede hacerse, Daniel.

—Eso no cuenta. Yo hablo de un regalo de uso y disfrute personal.

Fermín me miró intrigado.

—¿No será una virgen de porcelana o un crucifijo? La Bernarda ya tiene tal colección que no sé ni dónde vamos a sentarnos.

—No se preocupe. No se trata de un objeto.

—No será dinero…

—Ya sabe usted que lamentablemente no tengo ni un céntimo. El de los fondos es mi suegro y no suelta prenda.

—Es que estos franquistas de última hora son agarrados como piñas.

—Mi suegro es un buen hombre, Fermín. No se meta con él.

—Corramos un velo sobre el asunto, pero no cambie de tema ahora que me ha puesto el caramelo en la boca. ¿Qué regalo?

—Adivine.

—Un lote de sugus.

—Frío, frío…

Fermín enarcó las cejas, muerto de curiosidad. De repente, se le iluminaron los ojos.

—No… Ya iba siendo hora.

Asentí.

—Todo a su tiempo. Ahora escúcheme bien. Lo que va a ver usted hoy no se lo puede contar a nadie, Fermín. A nadie…

—¿Ni siquiera a la Bernarda?

6

E
l primer sol del día resbalaba como cobre líquido por las cornisas de la rambla de Santa Mónica. Era mañana de domingo y las calles estaban desiertas y en silencio. Al enfilar el angosto callejón del Arco del Teatro el haz de luz pavorosa que penetraba desde las Ramblas se fue extinguiendo a nuestro paso y, para cuando llegamos al gran portón de madera, nos habíamos sumergido en una ciudad de sombras.

Subí unos peldaños y golpeé con el picaporte. El eco se perdió lentamente en el interior como una ondulación en un estanque. Fermín, que había asumido un silencio respetuoso y parecía un muchacho a punto de estrenarse en su primer rito religioso, me miró ansioso.

—¿No será muy pronto para llamar? —preguntó—. A ver si se mosquea el jefe…

—No son los almacenes El Siglo. No tiene horario —le tranquilicé—. Y el jefe se llama Isaac. Usted no diga nada sin que él le pregunte antes.

Fermín asintió solícito.

—Yo no digo ni pío.

Un par de minutos después escuché la danza del entramado de engranajes, poleas y palancas que controlaban la cerradura del portón y bajé los escalones. La puerta se abrió apenas un palmo y el rostro aguileño de Isaac Monfort, el guardián, asomó con su habitual mirada acerada. Sus ojos se posaron primero en mí y, tras un somero repaso, procedieron a radiografiar, catalogar y taladrar a Fermín a conciencia.

—Éste debe de ser el ínclito Fermín Romero de Torres —murmuró.

—Para servirle a usted, a Dios y a…

Silencié a Fermín de un codazo y sonreí al severo guardián.

—Buenos días, Isaac.

—Bueno será el día que no llame usted de madrugada, cuando estoy en el excusado o en fiestas de guardar, Sempere —replicó Isaac—. Venga, adentro.

El guardián nos abrió un palmo más el portón y nos permitió escurrirnos al interior. Al cerrarse la puerta a nuestra espalda, Isaac alzó el candil del suelo y Fermín pudo contemplar el arabesco mecánico de aquella cerradura que se replegaba sobre sí misma como las entrañas del mayor reloj del mundo.

—Aquí un ratero lo tendría crudo —dejó caer.

Le solté una mirada de aviso e hizo rápidamente el gesto de mutis.

—¿Recogida o entrega? —preguntó Isaac.

—La verdad es que hacía tiempo que quería traer a Fermín a que conociese en persona este lugar. Ya le he hablado muchas veces de él. Es mi mejor amigo y se nos casa hoy, al mediodía —expliqué.

—Bendito sea Dios —dijo Isaac—. Pobrecillo. ¿Seguro que no quiere que le ofrezca aquí asilo nupcial?

—Fermín es de los que se casan convencidos, Isaac.

El guardián lo miró de arriba abajo. Fermín le ofreció una sonrisa de disculpa ante el atrevimiento.

—Qué valor.

Nos guió a través del gran corredor hasta la abertura de la galería que conducía a la gran sala. Dejé que Fermín se adelantase unos pasos y fuesen sus ojos los que le descubrieran aquella visión que las palabras no podían describir.

Su silueta diminuta se sumergió en el gran haz de luz que descendía de la cúpula de cristal en la cima. La claridad caía en una cascada de vapor por los entresijos del gran laberinto de corredores, túneles, escaleras, arcos y bóvedas, que parecían brotar del suelo como el tronco de un árbol infinito hecho de libros que se abría hacia el cielo en geometría imposible. Fermín se detuvo al inicio de una pasarela que se adentraba a modo de puente en la base de la estructura y, boquiabierto, contempló el espectáculo. Me acerqué a él con sigilo y le puse la mano en el hombro.

—Fermín, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.

7

S
egún mi experiencia personal, cuando alguien descubría aquel lugar su reacción era de embrujo y asombro. La belleza y el misterio del recinto reducía al visitante al silencio, la contemplación y el ensueño. Por supuesto, Fermín tuvo que ser diferente. Pasó la primera media hora hipnotizado, deambulando como un poseso por los entresijos del gran rompecabezas que tramaba el laberinto. Se detenía a golpear con los nudillos arbotantes y columnas, como si dudase de su solidez. Se detenía en ángulos y perspectivas, haciendo un catalejo con las manos e intentando descifrar la lógica de la estructura. Recorría la espiral de bibliotecas con su considerable nariz a un centímetro de la infinidad de lomos alineados en rutas sin fin, recabando títulos y catalogando cuanto descubría a su paso. Yo le seguía a pocos pasos, entre la alarma y la preocupación.

Empezaba a sospechar que Isaac nos iba a echar a patadas de allí cuando me tropecé con el guardián en uno de los puentes suspendidos entre bóvedas de libros. Para mi sorpresa no sólo no se leía en su rostro signo de irritación alguno, sino que sonreía con buena disposición al contemplar los progresos que Fermín iba realizando en su primera exploración del Cementerio de los Libros Olvidados.

—Su amigo es un espécimen bastante peculiar —estimó Isaac.

—No sabe usted hasta qué punto.

—No se preocupe, déjele que vaya a su aire, que ya descenderá de la nube.

—¿Y si se pierde?

—Lo veo espabilado. Ya se las arreglará.

Yo no las tenía todas conmigo, pero no quise contradecir a Isaac. Lo acompañé hasta la cámara que hacía las veces de oficina y acepté la taza de café que me ofrecía.

—¿Ya le ha explicado a su amigo las reglas?

—Fermín y las reglas son conceptos que no cohabitan en la misma frase. Pero le he resumido lo básico y me ha respondido con un convencido «Evidentemente, ¿por quién me toma?».

Mientras Isaac volvía a llenarme la taza me sorprendió contemplando una fotografía de su hija Nuria que había colgado sobre su escritorio.

—Pronto hará dos años que se nos fue —dijo con una tristeza que cortaba el aire.

Bajé los ojos apesadumbrado. Podrían pasar cien años y la muerte de Nuria Monfort seguiría en mi memoria al igual que la certeza de que, si no me hubiera conocido nunca, tal vez seguiría viva. Isaac acariciaba el retrato con la mirada.

—Me hago viejo, Sempere. Ya va siendo hora de que alguien tome mi puesto.

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