El profesor (11 page)

Read El profesor Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ay, hombre, a las demás clases les cuenta historias. ¿No nos puede contar aunque sea una cosita?

—De acuerdo, una cosita. Cuando yo era niño, en Limerick, nunca pensé que llegaría a ser profesor en Nueva York. Éramos pobres.

—Ah, ya. Ya hemos oído decir que no tenían nevera.

—Y tampoco papel higiénico.

—¿Cómo? ¿Que no tenían papel higiénico? Todo el mundo tiene papel higiénico. Hasta en la China, donde se están muriendo de hambre, tienen papel higiénico. Hasta en África.

Creen que estoy exagerando, y eso no les gusta. Las historias de desgracias tienen su límite.

—¿Quiere usted decirnos que se subían los pantalones así sin más, sin limpiarse?

Nancy Castigliano levanta la mano.

—Perdone, señor McCourt. Es casi la hora de almorzar, y no quiero seguir oyendo hablar de gente que no tiene papel higiénico.

—Está bien, Nancy, pasaremos a otro tema.

Hacer frente a docenas de adolescentes todos los días te hace poner los pies en la tierra. A las ocho de la mañana a ellos les da igual cómo te sientas. Piensas en el día que tienes por delante: cinco clases, hasta ciento setenta y cinco adolescentes norteamericanos; volubles, hambrientos, enamorados, angustiados, excitados, enérgicos, desafiantes. No hay escapatoria. Están allí, y tú estás aquí con tu dolor de cabeza, tu indigestión, con ecos de la discusión que has tenido con tu cónyuge, con tu amante, con tu casero, con tu hijo insoportable que quiere ser Elvis, que no agradece nada de lo que haces por él. Anoche no pudiste dormir. Todavía tienes la cartera llena con los trabajos de los ciento setenta y cinco alumnos, sus redacciones, llamémoslas así, garabatos descuidados. «Ay, oiga usted, ¿ha leído mi trabajo?» Tampoco es que les importe. No piensan pasarse el resto de sus días escribiendo redacciones. Eso es algo que sólo se hace en esta clase tan aburrida. Te están mirando. No puedes esconderte. Están esperando. «¿Qué toca hoy, profesor? ¿El párrafo? Ah, ya. Atención, todos, vamos a estudiar el párrafo, la estructura, la frase temática y todo eso. No veo la hora de contárselo a mi madre esta noche. Siempre me pregunta cómo me ha ido en la escuela. Los párrafos, mamá. Al profesor le van los párrafos. Mi madre dirá "qué bonito" y seguirá con su serial.»

Llegan, remolones, después de salir del taller de mecánica del automóvil, del mundo real, donde desmontan y vuelven a montar de todo, desde Volkswagens hasta Cadillacs, y se encuentran con este profesor que les viene con las partes del párrafo. Caramba, hombre. En los talleres de automóviles no hacen falta los párrafos.

Si les levantas la voz o les hablas en tono cortante, los pierdes. Así es como les tratan en general sus padres y los centros educativos, alzándoles la voz y en tono cortante. Si ellos contraatacan con la ley del silencio, estás acabado en el aula. Les cambia la cara y saben adoptar una mirada mortecina. Les dices que abran los cuadernos. Se te quedan mirando. Tardan lo suyo. Sí, abrirán los cuadernos. Sí, señor, ya estamos abriendo los cuadernos, bien y con cuidado para que no se caiga nada. Les dices que copien lo que está escrito en la pizarra. Se te quedan mirando. Ah, sí, se dicen unos a otros. «Quiere que copiemos lo que está en la pizarra. Mira tú. El hombre ha escrito algo en la pizarra y quiere que lo copiemos.» Sacuden la cabeza a cámara lenta. «¿Alguna pregunta?», les dices, y por toda el aula reina la mirada de inocencia. Te quedas de pie, esperando. Ellos saben que es un duelo de cuarenta minutos, tú contra ellos, treinta y cuatro adolescentes de Nueva York, los futuros mecánicos y artesanos de Estados Unidos.

No eres más que otro profesor, hombre, así que, ¿qué vas a hacer? ¿Quedarte mirando a los ojos a toda la clase? ¿Suspender a toda la clase? Aguanta, nene. Te tienen cogido por los cojones, y la situación la has provocado tú, hombre. No debiste hablarles así. A ellos no les importa tu estado de ánimo, tu dolor de cabeza, tus problemas. Ellos tienen sus propios problemas, y tú eres uno de esos problemas.

Mira por dónde pisas, profesor. No te conviertas en problema. Te abatirán.

La lluvia cambia el estado de ánimo del instituto, lo acalla todo. La primera clase entra en silencio. Uno o dos dan los buenos días. Las chaquetas les gotean. Están como entre sueños. Se sientan y esperan. Nadie habla. Nadie pide el pase para ir al baño. No hay quejas, ni desafíos, ni réplicas. La lluvia es mágica. La lluvia es un rey. Adelante, profe. Tarde usted lo que quiera. Baje la voz. No piense siquiera en dar clase de Lengua Inglesa. Olvídese de que le atiendan. Es el ambiente de una casa después de un funeral. Hoy no hay titulares duros, no hay noticias crueles de Vietnam. Fuera del aula, un paso, la risa de un profesor. La lluvia azota las ventanas. Siéntate tras tu mesa y deja que vaya transcurriendo la hora. Una muchacha levanta la mano. Dice:

—Oh, señor McCourt, ¿ha estado usted enamorado alguna vez? Aunque eres nuevo, ya sabes que cuando te hacen preguntas de este tipo están pensando en sí mismos.

—Sí —dices.

—¿Lo dejó ella a usted, o usted a ella?

—Las dos cosas.

—¿Ah, sí? ¿Quiere decir que ha estado enamorado más de una vez?

—Sí.

—Uau.

Un chico levanta la mano.

—¿Por qué no pueden tratarnos los profesores como a seres humanos? —pregunta.

No lo sabes. Bueno, hombre, si no lo sabes, diles «no lo sé». Háblales de la escuela en Irlanda. Ibas a la escuela en estado de terror. La odiabas, y soñabas con tener catorce años y un trabajo. Hasta ahora no habías pensado de esta manera sobre tu época escolar, nunca habías hablado de ello. Quisieras que esta lluvia no cesara nunca. Están en sus asientos. Nadie tuvo que decirles que colgaran las chaquetas. Te están mirando como si acabaran de descubrirte.

Debería llover todos los días.

O hay días de primavera en que se deja la ropa de abrigo y cada clase es un panorama de pechos y bíceps. Entran por las ventanas leves brisas que acarician las mejillas de los profesores y los estudiantes, envían sonrisas de pupite a pupitre, de hilera a hilera, hasta que toda el aula está encandilada. El arrullo de las palomas y el piar de los gorriones nos dice que nos alegremos, que llega el verano. Esas palomas desvergonzadas, indiferentes al palpitar de los adolescentes de mi aula, copulan en el alféizar, y eso es más apasionante que la mejor lección que pudiera impartir el profesor más grande del mundo.

En días como éste me siento capaz de enseñar a los duros más duros, a los listos más listos. Me siento capaz de abrazar y animar a los tristes más tristes.

En días como éste hay música de fondo con matices de brisas, pechos, bíceps, sonrisas y verano.

Y si mis estudiantes escribieran alguna vez de ese modo, yo los mandaría a la Escuela de la Sencillez.

En el McKee celebrábamos dos veces al año el día de las Familias y la tarde de las Familias, cuando los padres visitaban el centro para ver cómo iban sus hijos en los estudios. Los profesores se sentaban en las aulas a hablar con los padres o escuchar sus quejas. La mayoría de los visitantes eran madres, porque ésa era tarea de la mujer. Si la madre se enteraba de que su hijo o su hija se portaba mal o no rendía, entonces sería el padre el que se encargaría de tomar medidas. Naturalmente, el padre sólo tomaría medidas con el hijo. La hija era cuestión de la madre. No estaría bien que el padre atizara a su hija en la cocina o que la castigara un mes sin salir. Ciertos problemas correspondían a la madre. Además, tenían que decidir cuánto debían contar al padre. Si el hijo iba mal en el instituto y el marido era violento, la madre podía suavizar su informe para que su chico no acabara en el suelo sangrando por la nariz.

A veces venía una familia entera a visitar al profesor, y el aula se llenaba de padres y madres y niños pequeños que correteaban entre los pupitres. Las mujeres hablaban unas con otras de manera amistosa, pero los hombres se quedaban callados, sentados en pupitres en los que apenas cabían.

Nadie me explicó cómo debía tratar a los padres el día de las Familias. La primera vez, en el McKee, estuvo conmigo una alumna monitora, Norma, que repartía números para que los padres supieran cuándo les tocaba turno.

Para empezar, tenía que afrontar el problema de mi acento, sobre todo con las mujeres. En cuanto abría la boca, decían: «Ay, Dios mío, qué deje irlandés más simpático». Después me contaban que sus abuelos habían venido de la Vieja Patria, que habían llegado aquí sin nada y ahora tenían una gasolinera en New Dorp. Me preguntaban cuánto tiempo llevaba yo en este país y cómo era que me había dedicado a la enseñanza. Decían que era estupendo que fuera profesor, porque la mayoría de nuestra gente eran policías y curas, y me susurraban que en el instituto había demasiados judíos. Ellos habrían enviado a sus hijos a colegios católicos, sólo que los colegios católicos no destacaban en la formación profesional ni técnica. Todo era historia y oraciones, lo cual estaba muy bien para el otro mundo, pero sus hijos tenían que pensar en el mundo presente, dicho sea con todo respeto. Por fin me preguntaban qué tal iba su pequeño Harry.

Yo tenía que andarme con cuidado si el padre estaba delante. Si hacía comentarios negativos acerca de Harry, el padre podría darle de puñetazos al llegar a casa, y entre el resto de mis alumnos correría la voz de que yo no era de fiar. Iba aprendiendo que los profesores y los alumnos tienen que estar unidos ante los padres, ante los supervisores y ante el mundo en general.

Decía cosas positivas de todos mis alumnos. Eran atentos, puntuales, considerados, tenían ganas de aprender, y todos tenían un gran futuro por delante y sus padres debían sentirse orgullosos de ellos. Papá y Mamá se miraban, sonreían y decían «¿lo ves?», o bien se quedaban desconcertados y decían:

—¿Está hablando usted de nuestro chico? ¿De nuestro Harry?

—Pues sí.

—¿Se porta bien en clase? ¿Es respetuoso?

—Pues sí. Participa en todos nuestros debates.

—¿Ah, sí? Ése no es el Harry que conocemos. Debe de ser distinto en el instituto, porque en casa es un verdadero mierdecilla, perdone la expresión. En casa no le sacamos ni una palabra. No conseguimos que haga nada. Lo único que quiere es quedarse sentado escuchando ese maldito
rock
and roll,
día y noche, día y noche, maldita sea.

El padre se arrebataba.

—Es lo peor que ha sucedido jamás a este país, ese tal Elvis meneando el culo en la televisión, perdone la expresión. Me parecería horrible tener una hija en estos tiempos, para que viera esa bazofia. Ganas me dan de tirar ese tocadiscos a la basura. Tiraría también el televisor, pero con algo tengo que relajarme un poco después de pasar el día trabajando en los muelles, ¿me entiende usted?

Los padres que esperaban su turno se impacientaban y me preguntaban, con amabilidad sarcástica, si sería posible que nos dejásemos de comentarios sobre Elvis Presley para que yo les hablara de sus hijos e hijas. A los padres de Harry les habían dicho que les tocaba a ellos hablar de su hijo. Estaban en un país libre, según tenían entendido, y no estaban dispuestos a que los interrumpieran a mitad de su entrevista con ese profesor tan agradable de la Vieja Patria.

Pero los otros padres decían:

—Sí, sí, profesor. Dése algo de prisa. No tenemos toda la noche por delante. También nosotros trabajamos.

Yo no sabía qué hacer. Pensaba que si daba las gracias a los padres que estaban en la mesa podían captar la indirecta y marcharse, pero el padre arrebatado decía:

—Oiga, que no hemos terminado.

Norma, mi alumna monitora, comprendió mi dilema y se hizo cargo. Anunció a los padres que si querían mantener entrevistas más largas conmigo, podían pedir hora para verme en tardes sucesivas.

Yo no había dicho a Norma tal cosa. No quería pasarme la vida en esa aula, día tras día, con padres descontentos, pero ella, con toda tranquilidad, les repartió hojas de papel, dijo a los padres descontentos que escribieran, con letras de molde, por favor, sus nombres y números de teléfono, y que el señor McCourt se pondría en contacto con ellos.

Los murmullos se acallaron, y todos felicitaron a Norma por su eficiencia y le dijeron que ella también debería hacerse profesora. Ella respondió que no tenía ninguna intención de ser profesora. Su sueño era trabajar en una agencia de viajes para que le dieran pasajes gratuitos a todas partes. Una madre le preguntó:

—Ah, ¿no quieres casarte y tener hijos? Serías una madre estupenda.

Entonces Norma dijo lo que no debía y volvió a reinar la tensión en el aula.

—No —dijo—, no quiero tener hijos. Los hijos son una lata. Hay que cambiarles los pañales, y después venir al instituto a ver cómo les va, y nunca estás libre.

No estaba bien visto que hablara así, y se notaba cómo se acumulaba la hostilidad contra ella en el aula. Hacía poco rato los padres la estaban felicitando por su eficiencia, y ahora se sentían insultados por sus comentarios sobre la paternidad y los hijos. Un padre rasgó la hoja que le había entregado ella para anotar los nombres y los números de teléfono. Arrojó los pedazos hacia el frente del aula, donde estaba sentado yo.

—Eh —dijo—, que alguien tire eso a la basura. —Tomó su abrigo y dijo a su esposa—: Vámonos de aquí. Este sitio es una casa de locos. La esposa me espetó:

—¿Es que no controlan a estos chicos? Si ésta fuera hija mía, le partiría la cara. No tiene derecho a insultar de esa manera a las madres de Estados Unidos.

Me ardía la cara. Quise disculparme ante los padres presentes en el aula y ante las madres de Estados Unidos. Quise decir a Norma: «Vete. Has echado a perder mi primer día de las Familias». Ella se había situado de pie junto a la puerta, dando las buenas noches tranquilamente a los padres que se marchaban, sin hacer caso de las miradas furiosas que le dirigían. ¿Qué debía hacer yo ahora? ¿A qué libro de texto de un catedrático de Pedagogía podía recurrir? Todavía quedaban en el aula quince padres que esperaban que les hablara de sus hijos e hijas. ¿Qué les iba a decir?

Norma volvió a tomar la palabra y yo me temí lo peor.

—Señoras y caballeros, he dicho una tontería y lo lamento mucho. No ha sido culpa del señor McCourt. Es un buen profesor. Es nuevo, ¿saben?, sólo lleva aquí unos meses, de manera que no es más que un profesor en prácticas. Debería haberme quedado callada, porque le he metido en un lío y lo siento mucho.

Other books

Living Death by Graham Masterton
Tuck Everlasting by Natalie Babbitt
Chasing Rainbows by Amber Moon
Once Upon a Christmas by Lauraine Snelling, Lenora Worth
Forgotten by Barnholdt, Lauren, Gorvine, Aaron
Death of a Chimney Sweep by Cora Harrison
Above the Snowline by Steph Swainston
Now and Again by Brenda Rothert