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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (14 page)

BOOK: El profesor
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—Más, más —dijeron—. ¿Podemos hacer más?

Me quedé atónito. ¿Cómo dirijo este entusiasmo?

Tuve otra revelación, o un chispazo de inspiración o iluminación o lo que fuera. Fui a la pizarra y escribí: «Deberes para mañana».

Eso fue un error. La palabra «deberes» tiene connotaciones negativas. La borré, y ellos dijeron: «Eso, eso».

Les dije:

—Podéis empezar aquí en clase y terminarlo en casa o en la cara oculta de la luna si queréis. Lo que quiero que escribáis es...

Lo escribí en la pizarra: «Una nota de disculpa de Adán a Dios» o «una nota de disculpa de Eva a Dios».

Agacharon las cabezas. Los bolígrafos corrían por el papel. Eso lo sabían hacer con una sola mano. Con los ojos cerrados. Sonrisas encubiertas por toda el aula. «Ah, esto sí que es bueno, nena, y ya sabemos lo que va a venir, ¿verdad? Adán echa la culpa a Eva. Eva echa la culpa a Adán. Los dos echan la culpa a Dios o a Lucifer. Culpas para todos, menos para Dios, que tiene la sartén por el mango y los echa del Paraíso, de manera que sus descendientes acaban en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee escribiendo notas de disculpa para el primer hombre y la primera mujer, y puede que el propio Dios necesite una nota de disculpa por alguno de Sus grandes errores.»

Sonó el timbre, y por primera vez en mis tres años y medio de enseñanza vi a unos estudiantes de instituto tan absortos que tuvieron que venir a sacarlos del aula sus amigos con ganas de almorzar.

—Eh, Lenny, vamos. Ya terminarás eso en el comedor.

Al día siguiente, todos tenían notas de disculpa, no sólo de Adán y Eva sino de Dios y Lucifer, algunas compasivas, algunas malévolas. En nombre de Eva, Lisa Quinn la defendía por haber seducido a Adán, aduciendo que estaba cansada de tumbarse en el Paraíso sin hacer nada, día va, día viene. También estaba cansada de que Dios metiera las narices en los asuntos de los dos sin dejarles un momento de intimidad. Él no tenía ningún problema. Podía largarse y esconderse en cualquier parte, detrás de una nube, y rugir de vez en cuando si veía que Adán o ella se acercaban a ese manzano tan importante para F'

Se producen debates acalorados sobre el grado de culpa y de pecado de Adán y Eva. Hay unanimidad en que la serpiente Lucifer es una canalla, una hija de perra y una calamidad. Nadie tiene el valor de decir nada negativo acerca de Dios, aunque sí se apunta y se indica que podría haber sido más comprensivo con la dificil situación del Primer Hombre y la Primera Mujer.

Mikey Dolan dice que en los colegios católicos no se podía hablar de esa manera.

—Jesús, con perdón, las monjas te hubieran levantado del asiento por las orejas y hecho venir a tus padres para que les explicaran de dónde sacabas esas ideas que eran puras blasfemias.

Algunos chicos no católicos de la clase se jactan de que no aguantarían jamás tales gilipolleces. A las monjas las habrían hecho caer de culo, y ¿por qué eran tan nenazas todos los chicos católicos?

La discusión se desviaba, y temí que los detalles pudieran llegar a oídos de los padres católicos, a los que no gustaría que se hablara de maltratos a las monjas. Les pedí que pensaran en algún personaje del mundo actual o de la historia al que pudiera hacer falta una buena nota de disculpa.

Escribí las sugerencias en la pizarra: Eva Braun, la novia de Hitler.

—¿Y qué tal el propio Hitler? —pregunté.

—No, no, nunca. No hay excusa posible.

—Pero quizá tuvo una infancia desgraciada.

No quisieron aceptarlo. Una nota de disculpa para Hitler puede ser un gran desafío para un escritor, pero no sería aquella clase la que le proporcionara la disculpa.

En la pizarra: Julius y Ethel Rosenberg, ejecutados en 1953 por traición.

—¿Y notas de disculpa para los que se libran del servicio militar?

—Ah, sí, señor McCourt. Esos tipos tienen unas notas de disculpa muy grandes. No quieren luchar por su país, pero nosotros no somos así.

En la pizarra: Judas, Atila, Lee Harvey Oswald, Al Capone, todos los políticos de Estados Unidos.

—Eh, señor McCourt, ¿podría usted apuntar allí a los profesores? No por usted, sino por todos esos profesores latosos que nos ponen pruebas cada dos días.

—Oh, eso no puedo hacerlo. Son mis colegas.

—Vale, vale, podemos escribirles notas de disculpa explicando por qué tienen que ser así.

—Señor McCourt, el director está a la puerta.

Se me cae el alma a los pies.

Entra en el aula el director, acompañando al superintendente de Centros Escolares de Staten Island, el señor Martin Wolfson. No dan muestras de advertir mi existencia. No se disculpan por interrumpir la clase. Van y vienen por los pasillos entre los pupitres, mirando los trabajos de los alumnos. Los toman para verlos con mayor detenimiento. El superintendente muestra uno al director. El superintendente frunce el ceño y aprieta los labios. El director aprieta los labios. La clase entiende que se trata de personas destacadas e importantes. Como muestra de lealtad y solidaridad, se abstienen de pedir el pase para ir al baño.

Al salir, el director me frunce el ceño y me susurra que el superintendente quiere verme durante la hora siguiente, aunque tengan que enviar a un sustituto para que se ocupe de mi clase. Comprendo que acabo de hacer algo mal otra vez. Me he cubierto de mierda y no sé por qué. Pondrán una nota negativa en mi expediente. Lo haces lo mejor que puedes. Tienes una iniciativa. Pruebas algo que no se había hecho jamás, en toda la historia del mundo. Los chicos te saltan de entusiasmo con lo de las notas de disculpa. Pero ahora tienes que rendir cuentas, profe. Recto por el pasillo hasta el despacho del director.

Está sentado tras su escritorio. El superintendente está de pie, inmóvil, en el centro de la habitación, y su aspecto me recuerda a un alumno de secundaria compungido.

—Ah, señor..., señor...

—McCourt.

—Pase, pase. Sólo será un momento. Simplemente quería decirle que esa lección, ese proyecto, como diantres se llame lo que estaba haciendo usted allí dentro, era de primera. De primera. Esto es lo que necesitamos, joven, este tipo de clases realistas. Esos chicos estaban escribiendo a nivel universitario. —Se vuelve hacia el director y dice—: Ese chico que estaba escribiendo una nota de disculpa para Judas. Genial. Aunque me quedan ciertos escrúpulos. No estoy seguro de que sea justificable o prudente redactar notas de disculpa para personas malas o criminales, aunque, pensándolo bien, eso es lo que hacen los abogados, ¿no es así? Y por lo que he visto en su clase, quizá tenga allí a algunos futuros abogados en ciernes. De modo que simplemente quiero darle la mano y decirle que no se extrañe si en su expediente aparece una nota en la que quede constancia de su enseñanza enérgica e imaginativa. Gracias. Quizá debiera hacer que se encauzaran hacia figuras históricas más remotas. Una nota de disculpa para Al Capone resulta algo arriesgada. Gracias otra vez.

Dios del cielo. Grandes alabanzas del superintendente de Centros Escolares de Staten Island. ¿Me pongo a bailar por el pasillo, o despego y me echo a volar? ¿Habrá quejas si me pongo a cantar?

Me pongo a cantar. Al día siguiente digo a la clase que me sé una canción que les gustará, una canción que es un trabalenguas, y que dice así:

Oh roh la linda turbera, la turbera del valle, oh.

Oh roh la linda turbera, la turbera del valle, oh.

Y en la turbera hay un árbol, un árbol raro, un lindo árbol,

y el árbol en la turbera y la turbera en el valle, oh.

Cantamos estrofa tras estrofa, y ellos se reían al intentar cantar el texto sin trabucarse, y es verdad que era estupendo ver a ese profesor allí arriba cantando. Hombre, el instituto debería ser así todos los días, nosotros escribiendo notas de disculpa y los profesores poniéndose a cantar de repente por algún motivo.

El motivo era que yo había descubierto que en la historia humana había material suficiente para redactar millones de notas de disculpa. Todo el mundo necesita una disculpa, tarde o temprano. Y, además, si hoy habíamos cantado, podríamos cantar mañana, ¿por qué no? Para cantar no hacen falta disculpas.

7

Augie era una molestia en clase, replicaba, incomodaba a las chicas. Llamé a su madre. Al día siguiente se abre la puerta de golpe y aparece un hombre de camiseta negra, con músculos de levantador de pesas, que vocifera:

—Eh, Augie, ven acá.

Se oye el suspiro de Augie.

—Te estoy hablando, Augie. Como me hagas ir pa'Ilá, te vas a arrepentir de haber nacido. Ven acá.

—No he hecho nada —gime Augie.

El hombre entra en el aula pesadamente, avanza entre los pupitres hasta el sitio de Augie, levanta a Augie en vilo, lo lleva hasta la pared, lo golpea contra la pared una y otra vez.

—Te he dicho (bum) que nunca (bum) nunca desobedezcas (bum) a tu profesor. Como me entere de que desobedeces a tu profesor (bum) te arranco la condenada cabeza (bum) y te la meto por el culo (bum). ¿Me has oído (bum)?

Eh. Un momento. Ésta es mi aula. Yo soy el profesor. No puedo consentir que la gente irrumpa aquí de esta manera. Supuestamente, aquí mando yo.

—Dispense.

El hombre no me hace caso. Está ocupado golpeando a su hijo contra la pared, con tal fuerza que Augie cuelga inerte entre sus manos.

Tengo que demostrar quién manda en esta aula. La gente no puede entrar aquí sin más y hacer papilla a sus hijos.

—Dispense —repito.

El hombre vuelve a arrastrar a Augie hasta su sitio y se vuelve hacia mí.

—Si le vuelve a desobedecer, oiga usted, lo llevo de aquí a Nueva Jersey a patadas. Lo hemos criado enseñándole a tener respeto.

Se dirige a la clase.

–Este profesor está aquí para enseñaros. Si no atendéis al profesor, no os graduáis. Si no os graduáis, acabaréis en los muelles con un trabajo sin futuro. Si no atendéis al profesor, os estáis haciendo daño a vosotros mismos. ¿Entendéis lo que os digo?

No dicen nada.

—¿Entendéis lo que os digo, o sois un hatajo de pasmarotes?

¿O es que hay aquí algún tipo duro que quiera decir algo? Dicen que le entienden, y ningún tipo duro abre la boca.

—Muy bien, profesor, ya puede seguir trabajando.

Al salir da tal portazo que salta polvo de tiza de la pizarra y las ventanas vibran. En el aula se hace un silencio frío, hostil, que significa: «Sabemos que usted llamó al padre de Augie. No nos gustan los profesores que llaman a los padres de la gente».

De nada serviría decir: «Ay, mirad, yo no pedí al padre de Augie que hiciera eso. Sólo hablé con su madre, y creí que hablarían con él y le dirían que se comportase en clase». Es demasiado tarde. He obrado a espaldas suyas, he demostrado que no soy capaz de resolver la situación por mí mismo. No se tiene respeto a los profesores que te mandan al despacho del director o llaman a tus padres. Si no eres capaz de resolverlo tú solo, ni siquiera deberías ser profesor. Deberías buscarte un puesto de barrendero o de basurero.

Sal Batagglia me sonreía todas las mañanas y decía: «Hola, pro-fe». Sal se sentaba cerca de su novia, Louise, y parecía contento. Cuando se cogían de la mano de un pupitre a otro, cortando el paso, todos daban un rodeo para no molestarlos, pues se daba por supuesto que aquello iba en serio. Algún día Sal y Louise se casarían, y aquello era sagrado.

Ni la familia italiana de Sal ni la irlandesa de Louise aprobaban aquello, pero al menos la boda sería católica, como debía ser. Sal bromeó con que su familia temía que se muriera de hambre con una esposa irlandesa, porque los irlandeses no saben cocinar. Y añadió que su madre no entendía cómo podían sobrevivir siquiera los irlandeses. Louise intervino, dijo que podían decir lo que quisieran, pero que los irlandeses tenían los bebés más guapos del mundo. Sal se sonrojó. Un italiano guapo, de casi dieciocho años, con una hermosa cabellera negra rizada, y se sonrojó. Louise se rió, y todos nos reímos cuando le tendió la mano a través del pasillo entre los pupitres para tocarle la cara colorada con su mano blanca y delicada.

La clase guardó silencio cuando Sal le tomó la mano y se la apretó contra la cara. Se le veían los ojos relucientes de lágrimas. ¿Qué le había pasado? Me quedé de pie, de espaldas a la pizarra, sin saber qué decir ni qué hacer, sin querer romper el hechizo. ¿Cómo iba a seguir debatiendo
La letra escarlata
en un momento como aquél?

Me senté a mi mesa, fingí estar atareado, tomé nota de las ausencias en silencio, rellené un impreso, esperé diez minutos hasta que sonó el timbre, vi marcharse a Sal y Louise cogidos de la mano, y les envidié por cómo lo tenían todo arreglado. Después de la graduación habría un compromiso. Sal sería maestro fontanero; Louise, estenógrafa oficial, que era a lo más que se podía llegar en el mundo del secretariado, a no ser que te diera la loca idea de hacerte abogado. Yo había dicho a Louise que tenía dotes suficientes para llegar a cualquier cosa, pero ella me dijo que no, no, ¿qué diría su familia? Tenía que ganarse la vida, prepararse para su vida con Sal. Aprendería cocina italiana para que no la estuvieran comparando constantemente con la madre de Sal. Un año después de la boda aparecería un niño, un pequeño italiano-irlandés—norteamericano, rechoncho y bien alimentado, y así se unirían las dos familias, y a quién le importaría de qué países procedían sus padres.

Nada de eso sucedió, porque un chico irlandés atacó a Sal en una pelea de bandas en el parque Prospect y lo apaleó con una estaca. Sal ni siquiera pertenecía a ninguna banda. Sólo pasaba por allí, llevando un pedido del restaurante donde trabajaba por las noches y los fines de semana. Louise y él sabían que esas guerras de bandas eran una estupidez, sobre todo entre los irlandeses y los italianos, que eran blancos y católicos tanto unos como otros. Entonces ¿por qué? ¿Por qué todo aquello? Por algo llamado terreno, territorio, o peor todavía, chicas. «Eh, quita tus manos de
guinea
de mi chica. Saca de mi barrio ese culo gordo de irlandesito.» Sal y Louise podían entender los piques contra los puertorriqueños o los negros, pero no los unos contra los otros, por Dios.

Sal volvió con un vendaje para cubrirse los puntos. Pasó al lado derecho del aula, bien lejos de Louise. No prestó ninguna atención a los demás de la clase, y nadie le miró ni le dirigió la palabra. Louise pasó a su antiguo asiento, intentó cruzar su mirada con la de él. Se volvió hacia mí, como si yo tuviera las respuestas o como si pudiera arreglar las cosas. Me sentí incapaz e indeciso. ¿Debía acercarme, darle un apretón en el hombro, susurrarle palabras de ánimo diciéndole que Sal lo superaría? ¿Debía dirigirme a Sal, pedirle disculpas en nombre de la raza irlandesa, decirle que no se puede juzgar a todo un pueblo por los actos de un solo gamberro en el parque Prospect, recordarle que Louise seguía siendo encantadora, que lo seguía queriendo?

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