—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —dijo tranquilamente Ibn Ammar—. Ella es muy hermosa. Su voz, su modo de bailar, su modo de moverse; todo tiene un encanto extraordinario. —Hizo una pausa para luego continuar, sin dar un énfasis especial a la frase—: Me pregunto qué piensa hacer con ella Ibn Mundhir. A mi juicio, no es uno de esos hombres que al llegar a cierta edad se gastan el dinero en mujeres jóvenes.
El sabí entornó los ojos.
—¡A ti qué te importa! —dijo groseramente y volvió el rostro, clavando la mirada en algún punto frente a él.
Esta vez Ibn Ammar estuvo seguro de que no tenía ningún sentido seguir insistiendo. Esperó un momento antes de levantarse, y, al empezar a andar, dijo suavemente por encima del hombro:
—«El amor juega con mi corazón como el gato con el ratón», dice Abú Nuwas.
No esperó una respuesta. Caminó a lo largo de la galería sin saber qué hacer, hasta que llegó al lado opuesto. Se hallaba solo. Los pocos convidados que aún quedaban estaban sentados alrededor del quiosco, cerca de los tres músicos, que, incansables, seguían tocando para ellos. La luna se había puesto, y el cielo ya mostraba en el este el resplandor del nuevo día. Ibn Ammar se sentía contento de estar solo.
Al pasar junto a la puerta que conducía a las alas laterales de la casa, escuchó de repente una voz susurrante que lo llamaba por su nombre:
—¡Muhammad! ¡Muhammad ibn Ammar!
El poeta se quedó paralizado, como si al andar se hubiera estrellado contra una pared de cristal. La voz era de mujer. Ibn Ammar pensó en la qayna, pero en seguida descartó la idea. No, esta voz era más profunda, más oscura, era la voz de otra mujer. ¿Quién era? ¿Quién podía ser? ¿Quién en el harén de esa casa podía conocerlo? Pues no cabía duda de que el ala lateral pertenecía a la parte cerrada de la casa, como probablemente también la terraza, a la que se habría permitido la entrada sólo con motivo de la fiesta y no sin antes cerrar con pesadas tablas todas las puertas y ventanas que daban a ella. Ibn Ammar volvió lentamente la cabeza. Le pareció ver un movimiento al otro lado de las rejas de una ventana. Había alguien tras la ventana. Y allí estaba otra vez la voz, ahora completamente clara:
—¿Eres Ibn Ammar, de Sevilla? ¿Muhammad ibn Ammar, el poeta? ¡Dime si eres tú!
—Sí —susurro él—, soy yo.
Seguía paralizado, y veía a través de la apretada reja un ojo dirigido hacia él. Estaba a punto de retroceder un paso para acercarse más a la ventana cuando una voz fuerte y balbucearte lo llamó al tiempo que un brazo se levantaba junto al quiosco. El que lo reclamaba era el ajedrecista:
—¡Eh, poeta, ven a hacernos compañía!
Ibn Ammar no podía quedarse allí más tiempo.
—Dame una señal —dijo susurrando a la ventana—. ¡Dame noticias!
Al alejarse, vio cómo una cortina caía tras la ventana.
VIERNES 8 DE AGOSTO, 1063
10 SHABÁN, 455 / 10 DE ELUL, 4823
El capitán escuchaba conteniendo la respiración. Del adarve volvía a llegar el sonido de los pasos de los centinelas y los jadeos de los perros. Debía de ser el cambio de guardia; ya era la hora.
El cobertizo del antepatio, en el que estaba encerrado con el joven, se levantaba junto a la palizada exterior. El adarve pasaba sobre el tejado del cobertizo y terminaba en la torre norte, que era la fortificación angular del castillo. El orden de vigilancia prescribía que el centinela del adarve exterior esperara en la torre norte hasta que el centinela encargado de la ronda interior le hiciera una señal desde lo alto de la torre. Entonces volvía a empezar el recorrido, hasta encontrarse nuevamente con el otro centinela, en el extremo opuesto del adarve. En cada ronda pasaba dos veces sobre el cobertizo.
El capitán escuchaba los pasos, que se acercaban aprisa. Un nuevo centinela; podía distinguirse claramente. Era el relevo, la tercera guardia de la noche. Pero ¿era Diego, el Gallego? Diego era lento, arrastraba los pies. En cambio, el centinela de allí arriba parecía ágil y enérgico, y era rápido, pues ya estaba en el tejado del cobertizo. Ya no había tiempo para largas consideraciones, no había tiempo para la cautela. Era la última oportunidad. Ahora, tras el inicio de la tercera guardia nocturna, sólo quedaban dos horas; después el cielo estaría tan claro que el centinela de la torre advertiría cualquier movimiento en el suelo. Entonces sería ya demasiado tarde.
Esperó a que el centinela estuviese justo encima de él.
—¡Diego! —llamó en voz baja.
Escuchó que el joven se levantaba de golpe y se ponía en pie. La cadena de los pies se arrastraba ruidosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó el joven.
—¡Nada! ¡Estate quieto! —susurró el capitán. Arriba, los perros gimotearon suavemente y, un momento después, los pasos volvieron a alejarse en dirección a la torre norte.
—¿Ha dicho algo? ¿Qué ha dicho? —preguntó el joven muy nervioso.
—Nada —respondió el capitán—. No he dicho nada.
De pronto se encontraba muy cansado. Estaba inmóvil, y sentía que su cuerpo se enfriaba y que lo invadía el miedo. Estiró los brazos con convulsiva rapidez y cerró los puños. El punzante dolor en las articulaciones, debido a su postura curvada, casi le arrebataba la razón.
Cuando volvieron a oírse los pasos, el capitán estuvo seguro de que el que hacía la ronda no era Diego. Sin embargo, lo intentó. Gritó:
—¡Eh, oye! ¿Qué te parecerían doce dinares de oro? Doce meticales del mejor oro. ¿Me escuchas? ¿Qué te parecería?
El centinela volvió a detenerse. Guardó silencio un instante, como indeciso. Luego llegó la respuesta:
—¡Cierra la boca, mierda de perro! —gritó—. ¡Aquí no hay nadie que quiera recibir nada de ti!
El capitán y el joven oyeron que el hombre escupía, daba un tirón a los perros y seguía su ronda con paso sereno. Era el mozo de uno de los infanzones de Guarda.
El capitán apretó la mano alrededor de la navaja de barbero, que una hora antes había logrado sacarse del cinturón con un supremo esfuerzo. Escuchó que el joven tomaba aliento, como si quisiera hacer una pregunta, y que luego contenía la respiración y expulsaba el aire poco a poco, como si no se hubiera atrevido a formularla. Reinaba un completo silencio. El capitán empezó a intentar cortar las ataduras de cuero con la navaja. No quería darse por vencido. No podía darse por vencido. Sabía que sin herramientas era imposible abrir los garfios de los que colgaban sus pies, que el herrero había clavado en la pared con un pesado martillo. Sabía que no tenía cerca ninguna herramienta que pudiera servirle, pero tenía que hacer algo. Si no hacía nada, se volvería loco. Procuró concentrar las pocas fuerzas que aún le quedaban en los dedos que sostenían la navaja. Las correas eran duras y mucho más resistentes de lo que el capitán había pensado. El gran esfuerzo lo hacía temblar. Estaba tan absorto tratando de cortar las correas que no percibió cómo se levantaba la barra que atrancaba la puerta del cobertizo ni cómo se abría un resquicio en la puerta. No se dio cuenta hasta que una ráfaga de aire fresco le dio en la nariz. Vio que una sombra negra se deslizaba al interior del cobertizo y apenas tuvo tiempo de ocultar la navaja en la concavidad de su mano, pues la sombra ya estaba sobre él. De pronto la punta de una bota se le clavó en el costado, un cuchillo se pegó a su garganta y una mano le tanteó la espalda para asegurarse de que las ataduras seguían firmes. Y entonces el capitán escuchó una voz pegada a su oreja:
—No te muevas, viejo, ni un solo ruido, ¿entendido? —Era una voz ronca, apenas comprensible—. ¿Dónde están los doce meticales? —Era Diego, el Gallego. Debía de haber escuchado la conversación con el centinela.
El capitán se volvió cuidadosamente, hasta donde el cuchillo le permitía girar la cabeza. Tenía que ganar tiempo.
—Escucha, amigo, quita el cuchillo… —dijo.
—Te hundiré esto en la garganta antes de que puedas decir amén —lo interrumpió bruscamente el Gallego—. Quiero saber dónde están los doce meticales.
—Está bien —dijo rápidamente el capitán. Describió sin dilación el escondite en las viejas caballerizas. Sintió que el cuchillo se retiraba de su garganta. Esperó hasta que el Gallego estuvo casi en la puerta; luego dijo con voz tranquila y un tonillo imposible de oir:
—Cuando tengas los doce dinares, vuelve aquí. Tengo una oferta todavía mejor.
El Gallego dudó un tanto, luego abrió la puerta con cuidado y salió del cobertizo tan sigilosamente como había entrado. Los prisioneros oyeron cómo volvía a atrancar la puerta.
—¿Quién era? —preguntó el joven con voz apagada.
El capitán se tomó su tiempo antes de responder.
—Nadie que tú conozcas —dijo malhumorado.
—¿Qué quería de vos? —preguntó el joven, insistente—. ¿Qué quería?
El capitán pensó en el joven. ¿Qué haría con él si conseguía salir de allí? No podía dejarlo sin más. Tendría que llevarlo consigo o matarlo. Reflexionó sobre la primera posibilidad; después sobre la segunda. La segunda era la más sencilla, y el capitán se decidió por ella, sin desperdiciar ni un instante más de cavilación en el asunto.
—Nos ayudará a salir de aquí —dijo el capitán.
—Pero ¿cómo? —preguntó el joven. Ahora su voz estaba cargada de pánico.
—Eso déjamelo a mí —contestó el capitán—. Déjame hacer, tú tranquilo —y, al sentir que el joven quería seguir preguntando, repitió—: Tú tranquilo, ¿entiendes?
Hacía un rato que había empezado a trabajar otra vez con la navaja. Sus dedos estaban rígidos e hinchados, y tan débiles que el capitán tenía el constante temor de que la navaja se le cayera de la mano. Sin embargo, sus fuerzas aumentaban a medida que la navaja se iba abriendo paso a través del cuero. Siguió cortando hasta que un calambre en el brazo le obligó a hacer una pausa.
Prestó atención a los ruidos que atravesaban la oscuridad. Intentó calcular el tiempo que necesitaría el Gallego para encontrar la bolsa. Diego se vería obligado a cruzar todo el patio exterior, después debería mantenerse pegado a la muralla para no ser descubierto, pero en el escondite mismo no tendría nada que temer. Las viejas caballerizas no se veían desde el adarve. Seguramente las monedas se hallarían ya en su poder; la bolsa estaba enterrada a sólo un pie de profundidad. Probablemente ya había vuelto, y quizá esperaba a que los centinelas terminaran la siguiente ronda.
El Gallego llegó aún antes de que pasara el centinela. Cerró la puerta al entrar y se acuclilló a un brazo de distancia del capitán. No había hecho ni un solo ruido; sólo un penetrante olor a ajo delataba su presencia. Finalmente el capitán rompió el silencio.
—¿Tienes la bolsa? —preguntó.
El Gallego continuaba callado, esperando agachado en medio de la oscuridad. Ni el sonido de la respiración, ni el más mínimo ruido. Tan sólo llegaba desde fuera el suave piar de un pájaro, tímido e inseguro, como si el propio animal temiera entrometerse con su canto. Aún era de noche, todavía era muy temprano para los cantos de la mañana.
La voz del Gallego pareció brotar de la nada:
—¿Qué tipo de oferta?
El capitán no dijo nada. Se hizo esperar. Había acertado al juzgar al Gallego, siempre lo había sospechado. El Gallego no era hombre que se sintiera bien formando parte de un equipo. Era un solitario, siempre había querido marcharse de Sabugal, irse a una de esas colonias del este de las que tanto se hablaba, a Salamanca, a Ávila. Allí buscaban hombres que supieran manejar las armas y el caballo. Allí nadie preguntaba de dónde venía uno o quién era su padre. Allí cualquiera podía llegar a ser alguien. El mismo capitán había pensado muchas veces en la posibilidad de reiniciar su vida allí, pero nunca había hallado el pretexto que lo impulsara definitivamente a hacerlo. El Gallego tenía las mismas ideas en la cabeza, y precisamente por eso estaba tan ávido de dinero. Sólo con dinero tenía la posibilidad de llegar alto rápidamente en esas nuevas ciudades. Como caballero, con caballo propio y armas propias, y con una buena participación en los botines. Eso era lo que tenía en la cabeza.
—¿Qué tipo de oferta? —volvió a preguntar el Gallego. Su voz era ahora un tanto más fuerte.
—Hay otro escondite —dijo el capitán sin mostrar el menor interés.
—¿Cuánto hay en él? —preguntó el Gallego.
—Una talega sellada, como las que usan los comerciantes moros —dijo lentamente el capitán—. No la he abierto, pero a juzgar por el peso debe de contener como mínimo cuarenta meticales. Y también una bolsa con plata. Dirhems y céntimos, más de doscientas monedas, dos manos llenas.
El capitán oyó que el Gallego respiraba hondo y se humedecía los labios con un ligero chasquido de lengua.
—¿Qué quieres a cambio, viejo? —preguntó el Gallego, esforzándose por dar a su voz un tono indiferente.
—Un hacha —dijo el capitán.
—¿Un hacha? —preguntó el Gallego. Ni siquiera hizo el intento de ocultar su desconcierto.
—Un hacha —repitió el capitán—. Trae un hacha y déjala a mi lado. Y te diré dónde encontrar el dinero. Pero deprisa, no nos queda mucho tiempo.
El Gallego no se movió.
—¿Por qué un hacha? ¿Por qué no pides que te ponga en libertad? —preguntó. Su voz sonaba ahora tan ronca que ya casi no se le entendía.
—Apenas me pusieras en libertad, caería sobre ti; y tú lo sabes —dijo el capitán—. Sólo quiero el hacha.
Oyó que el Gallego se levantaba y andaba a tientas hacia la pared, palpaba las cadenas, el garfio clavado al muro y los grilletes que abrazaban los tobillos del capitán.
—Así pues, un hacha —oyó decir el capitán.
Esperó a que el Gallego hubiera salido; luego reinició sus intentos con la navaja. Trabajaba ahora con redobladas fuerzas. Había cortado una correa, aflojando tanto las ataduras que sus dedos podían agarrar con mayor firmeza la navaja.
Cuando el centinela pasó por el tejado en la siguiente ronda, el capitán ya tenía las manos libres. Giró sobre su espalda, se estiró, se desperezó, movió los hombros, se frotó las muñecas.
—Capitán, ¿qué pasa? —preguntó desde la oscuridad el joven, muerto de miedo.
—¡Cierra la boca! —lo regañó el capitán—. ¡Tú sólo cierra la boca! El capitán se dejó caer sobre un costado y se llevó las manos a la espalda, cogiendo la navaja con la derecha. Estaba listo.
El Gallego regresó antes de lo que el capitán esperaba. Cerró la puerta de un empujón y se acercó al capitán con sólo tres pasos.