—Eres un viejo zorro —dijo el Gallego, impaciente—. En todo este tiempo me he estado preguntando si no estarás intentando embaucarme.
—¿Tienes el hacha? —preguntó el capitán.
—Tengo el hacha —dijo el Gallego.
—Entonces déjala en el suelo, donde yo pueda alcanzarla —dijo el capitán.
El Gallego no se movió. Parecía indeciso, y cuando empezó a hablar, el tono de su voz confirmó esta impresión.
—¿Qué pasaría si te doy el hacha? ¿Tú me dices dónde está el escondite y, después, vuelvo a quitarte el hacha? ¿Qué podrías hacer?
Era desconfiado como una vieja corneja.
—Si intentas quitarme el hacha, gritaré —dijo tranquilamente el capitán—. Gritaré tan fuerte, que los centinelas llegarán en seguida y te atraparán. Y entonces hablaré. No tengo nada que perder, ¿comprendes?
El Gallego no dijo nada, y el capitán, durante un instante, temió haber exagerado demasiado la suma guardada en el supuesto escondite. A cualquier hombre medianamente inteligente le habría parecido extraño que alguien con tanto dinero en el interior del país no se hubiese marchado hacía ya mucho tiempo.
—¿Y quién me garantiza que encontraré el dinero? —preguntó el Gallego.
El capitán respiró hondo. Sonó como un suspiro.
—Escúchame, Diego —dijo casi con dulzura—. Tú sabes cuánto tardaré en romper las ataduras de las manos con el hacha. Tú has visto el garfio del que cuelga la cadena que llevo a los pies. El escondite está tan cerca de aquí, que estarás de regreso antes de que yo haya cortado la primera correa. ¿Por qué iba a engañarte?
En la oscuridad del cobertizo reinaba un silencio tal, que se oían afuera las primeras ráfagas de viento que anunciaban la mañana. Un resquicio se abrió en la puerta, y en las oscuras tinieblas se dibujó una franja gris algo más clara, en la que ahora se destacaba distintamente la silueta del Gallego.
—Deja el hacha en el suelo —dijo el capitán con el mismo tono tranquilo de antes—. Empújala bajo mi espalda. Estoy tumbado boca arriba. Cuando tenga el hacha en la mano te diré dónde encontrar el dinero.
Vio que el Gallego se agachaba y sintió cómo empujaba el hacha con el pie. El capitán estaba tumbado de lado, con la cara hacia el Gallego y las manos en la espalda. Al sentir el hacha se incorporó un poco, la cogió con la mano izquierda, sin sacarla de la espalda, como si siguiera atado; empuñó el hacha por el mango. En la mano derecha tenía la navaja.
—Tengo el hacha —dijo—. Ahora presta atención. —Hablaba en voz tan baja que el Gallego tuvo que agacharse para escucharlo. Empezó a describir el camino que supuestamente llevaba al escondite donde estaba el dinero. Hablaba con serena energía, al tiempo que pensaba si debía usar el hacha o la navaja. El hacha era más efectiva, pero si el golpe no era preciso el hombre podía echarse a gritar. El cuchillo, bien empleado, le impediría gritar en cualquier caso. Se decidió por el cuchillo.
Empezó a hablar en voz aún más baja, hasta que el Gallego tuvo que acuclillarse completamente. Su cabeza estaba justo frente al capitán, como una sombra negra recortada sobre el resquicio de la puerta. El capitán soltó el hacha. Sin dejar de hablar tranquilamente, levantó el torso liberando sus dos manos y llevándolas hacia delante. Y, sin interrumpir sus explicaciones, se arrojó sobre el Gallego, lo cogió por los cabellos con la mano izquierda, le echó la cabeza hacia atrás y con la derecha le pasó el cuchillo por el cuello en un rápido y único corte. Sintió que algo caliente le salpicaba la cara; notó que una mano salvaje le arañaba el pecho y la alejó con ambos puños; apartó al Gallego de un empujón; cogió el hacha; se arrastró hacia la pared, de costado, como un cangrejo, y levantó el hacha para asestar el golpe.
Se oyó un ruido mezcla de jadeo y silbido, como salido de un fuelle, un sordo quejido. Luego un frenético martilleo, que pronto se hizo más lento, hasta convertirse en débiles latidos, un apagado redoble, como talones dando patadas contra el suelo en la lucha de un hombre contra la muerte. Y luego, cuando el ruido ya había pasado, la voz del joven, entrecortada y deformada por el miedo:
—¡Capitán, qué pasa! ¿Qué está haciendo ese hombre, capitán?
—Tranquilo, muchacho —dijo el capitán con su voz más serena—. Tranquilo, todo está bien. Este hombre nos está ayudando a salir de aquí, eso es todo.
El capitán aún no había terminado la frase cuando sintió que un fuerte temblor se apoderaba de él, tan de repente que apenas tuvo tiempo de buscar algo a lo que aferrarse. El temblor lo sacudía como si quisiera matarlo con sus vibraciones, lo estremecía, agarrotaba todas sus articulaciones. Se levantó tirando de la cadena anclada a sus pies; abrió la boca en un movimiento convulso, para que sus dientes no chocaran entre sí; encogió la cabeza sobre la nuca. Estaba indefenso como un gato en las fauces de un perro. Lo sacudían fuertes temblores que atenazaban todo su cuerpo, impotente y rendido ante su fuerza. Tenía miedo de que el joven pudiera darse cuenta de algo, de que pudiera verlo estremeciéndose colgado de la cadena. Y el miedo hacía aquello aún peor. El corazón casi se le salía del pecho; su respiración era una serie de impetuosas bocanadas de aire; sus dedos se aferraban con tal fuerza a la cadena que le dolían. Y luego la tensión fue cediendo poco a poco; los temblores se espaciaron; la mente volvió a despejarse. Había pasado, el capitán sabía que había pasado. Conocía ese tipo de ataques, pues no era la primera vez que los tenía; Dios sabía que no era la primera vez. Sólo que ahora lo había cogido por sorpresa. El último se había producido hacía ya mucho tiempo.
Buscó el hacha. Tenía que darse prisa. Necesitaba algo en que apoyarse para llegar al garfio. Arrastró el cuerpo del Gallego hasta la pared, lo dobló de manera que el torso cayera sobre las piernas, puso sus pies encima del cadáver y se levantó tirando de la cadena, hasta estar en horizontal. Ahora la cadena tenía suficiente juego como para poder sacarla del garfio, suponiendo que lograra doblarlo y abrirlo.
Introdujo el filo del hacha por la abertura del garfio, lo acomodó con los pulpejos de la mano y empujó con todas sus fuerzas, utilizando la hoja y el mango del hacha como palanca. No era tan sólido como había temido. El garfio cedió, cedió tanto que el capitán pudo sacar la cadena. Estaba libre. Aún tenía los grilletes en los pies y la cadena que los unía, pero la cadena media más de dos varas de largo, y si la mantenía tirante podía andar sin hacer ruido. Podía moverse, y tenía una herramienta que le permitiría abrir los remaches cuando estuviera lo bastante lejos del castillo.
Le quitó el cinturón al Gallego, lo ató a la cadena de los pies, guardó la bolsa con los doce dinares en su propio cinturón, sujetó el hacha a éste, y cogió la navaja de barbero. Tenía que silenciar al joven.
Caminó hacia la puerta, tirando de la cadena con el cinturón para mantenerla tensa; miró hacia fuera. Y casi echó a gritar de rabia.
Era de día. Ya estaba muy claro. Los gallos cantaban en el pueblo, y en algún lugar cercano balaban las ovejas. ¿Había estado sordo? ¿Había estado ciego? El tiempo había pasado más deprisa de lo que el capitán había pensado. O el cambio de guardia se había realizado más tarde de lo normal. Los cálculos del capitán habían fracasado. Ya era demasiado tarde.
Pero mientras él se quedaba paralizado junto a la puerta, su cabeza empezaba a trabajar. Había desperdiciado una oportunidad, tendría que aprovechar la siguiente. Siempre hay alguna otra oportunidad. El joven tendría que ayudarlo. Tenía que convencerlo de que saliera por la portezuela de escape de los establos. Quizá el joven podría conseguir bordear el río sin que nadie lo viera; era pequeño, podía arrastrarse, utilizar cualquier hendidura del terreno como escondite. Y aunque lo viera el centinela de la torre, pasaría un buen rato antes de que lo atraparan e interrogaran. Ésa era la oportunidad del capitán.
En tres pasos estuvo junto al joven, y le liberó las manos.
—Escucha, muchacho. —No le dejó hacer ninguna pregunta. Le explicó en pocas palabras lo que tenía que hacer, al tiempo que se ocupaba de las cadenas que ataban al joven a la columna y examinaba sus grilletes. El herrero sólo los había remachado en frío, y el capitán pudo abrirlos fácilmente con el hacha—. ¡Listo, muchacho! —dijo el capitán—. ¡Cuando estés fuera presta atención al centinela de la torre y al de la puerta. Muévete sólo cuando estén mirando en otra dirección. Y si te descubren corre tan rápido como puedas y atraviesa el río para que los perros pierdan tu rastro!
Acordaron encontrarse luego en una cantera ubicada a tres horas de camino del castillo.
—Espérame allí. Espérame aunque pasen dos días.
Empujó al joven a través de la puerta y lo siguió con la mirada hasta que desapareció bajo las sombras del adarve, al pie de la palizada. Si el joven lograba escapar, el capitán podía darse por salvado.
Rezó para que el joven lo consiguiera. ¡Santa María, ampáralo! ¡San Facundo, San Primitivo! Se hizo la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca, sobre el pecho. Besó la concha que llevaba colgada del cuello con una cinta de cuero. Se escupió en las manos, frotó la saliva y juntó las manos a la altura de su cara, de manera que los pulgares le rozaban los labios. En esta postura se quedó esperando junto a la puerta. Esperó hasta que estuvo seguro de que el joven había llegado a la portezuela y había salido del castillo. Luego empezó a buscar un escondite.
Contra la pared trasera del cobertizo había todo tipo de trastos, barriles inservibles, duelas apiladas unas sobre otras, cestos deshilachados, tinajas para grano, botijos viejos, odres de cuero agujereados y montones de estacas cortadas como las que se utilizaban para levantar cercas. Había muchos lugares donde ocultarse, pero al capitán le parecían demasiado evidentes como para servir de escondite. Necesitaba un rincón en el que nadie pudiera suponer que había alguien.
Encontró lo que buscaba en el ángulo formado por el cruce de vigas del tejado y el madero que anteriormente había sostenido el altillo. Junto a la pared delantera todavía quedaban sobre el madero algunas ramas enmarañadas y paja, que le daban a aquello el aspecto de un techo derrumbado. Ahí podía esconderse.
Haciendo un gran esfuerzo había conseguido trepar hasta el madero por los trastos amontonados junto a la pared posterior, se había tumbado boca abajo sobre él e intentaba arrastrarse hasta la parte delantera cuando, de pronto, la puerta se abrió. Volvió a cerrarse en seguida, y en un primer momento el capitán no pudo ver quién había entrado, pues el madero le tapaba la visión. Se agazapó sobre el madero, quedándose inmóvil, con los brazos y piernas curvados, como una araña sobre sus hilos. Entonces oyó la voz del joven.
—¡Capitán! ¡Capitán! —llamó en voz baja el muchacho.
—¡Cállate! —siseó el capitán. Estaba furioso. Había enviado al joven para que dejara un rastro. Había calculado que, por la mañana, el castellán y su gente saldrían con los perros apenas descubrieran la portezuela abierta, y que seguirían el rastro dejado por el joven. Había confiado en que lo atraparían y lo harían hablar, y que a él lo esperarían en la cantera. Ya podían esperarlo allí. En ningún momento se le había pasado por la cabeza ir en busca del muchacho.
—No he podido salir —dijo el joven desde abajo—. Fuera están los pastores. Todo está lleno de ovejas. Los perros casi me pillan.
Su voz sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—¿Has dejado abierta la portezuela? —preguntó ásperamente el capitán.
—Sí —dijo el joven agachando la cabeza, como si esperara una reprimenda.
—Entonces métete entre los toneles y jódete —dijo el capitán.
—¿Qué es lo que debo hacer? —preguntó el joven.
—Haz un montón con los toneles —contestó el capitán—. Si no, no podrás subir aquí.
El capitán estaba tranquilo. Al menos la portezuela de escape no estaba atrancada, de modo que los guardas supondrían que habían escapado del castillo. Eso estaba bien. Quizá incluso mejor que si el joven hubiera podido escapar. Probablemente lo habrían cogido demasiado pronto.
Esperó hasta que el joven apareció entre los toneles y le hizo una señal para que subiera. Los dos se acomodaron en el escondite, estirándose tumbados boca abajo, frente a frente, cubiertos por la paja.
—¿Tienes miedo? —preguntó el capitán.
El joven lo miró. Tenía un rostro ancho y abierto, ahora algo deformado por la hinchazón alrededor de los ojos y la boca. Cejas rectas que parecían casi demasiado largas para sus ojos de niño. Nariz enérgica, mentón redondo, dientes fuertes. La cara de un joven campesino, sin malicia, con una tímida sonrisa en las comisuras de los labios, que le daba un aspecto simpático. Quizá el muchacho era realmente uno de aquellos por los que siempre vela un ángel de la guarda, uno de los elegidos de Dios, como creía el conde. Era un milagro que nadie lo hubiese descubierto durante todo el rato que había estado fuera. Al mismo capitán le parecía cosa del cielo que todo lo que esa noche había ido mal, hubiera cambiado finalmente para bien. Hasta los pastores parecían enviados por un ángel. Cuando los perros perdieran el rastro del joven nada más salir por la portezuela, el castellán supondría que las ovejas lo habían borrado.
Quizá fuera provechoso llevarse al joven consigo; quizá aquel muchacho pudiera ayudarle en algo. Todavía era muy joven, demasiado joven para ser escudero. Pero no tardaría en crecer, y además era hábil, nada tonto y bastante fuerte para su edad. Al cabo de dos o tres años sería un buen escudero. Siempre era mejor aparecer acompañado de un escudero.
—¿Miedo? —preguntó el capitán intentando esbozar una sonrisa.
El joven negó con la cabeza.
—Saldremos de ésta —dijo el capitán convencido—. Puedes estar seguro. —Era como si la presencia del joven le diera tanta confianza, que tuviese que devolverle parte de ésta.
Con la salida del sol, el techo de paja empezó a calentarse. El capitán escuchó las campanas de la capilla tocando la prima, y el áspero repique con el que contestaba la iglesia del pueblo. Escuchó el suave tintineo de las campanillas de madera de los pastores, que seguían en las inmediaciones del castillo, y el canto de los pájaros. Escuchó los sonidos del incipiente amanecer, como si fuera la primera vez que los oía. Notó que el cansancio se apoderaba de él y hacía pesados sus párpados, y se entregó al cansancio, porque se sentía seguro en su escondite bajo el tejado y junto al joven, que lo miraba lleno de confianza. Encargó al muchacho que lo despertara a la hora tercia y que no dudara en despertarlo a sacudidas si alguien se acercaba al cobertizo. Luego quiso soltarle toda una retahíla de precauciones, pero a la mitad de la frase se quedó dormido.