—Santa Fides de Conques —rezo—. Permite que sea Diego el que haga la tercera guardia.
VIERNES 10 DE SHABÁN, 455
8 DE AGOSTO, 1063 / 10 DE ELUL, 4823
A un hombre que conocía Córdoba y Sevilla, Murcia debía parecerle una ciudad más bien pequeña. No más de quince mil habitantes, toscamente calculados según el número de hombres que llenaban la mezquita cada viernes. Pero era una ciudad de enorme riqueza, cosa que se ponía de manifiesto no sólo en la magnificencia de los edificios públicos, sino, sobre todo, en el lujo que los ciudadanos adinerados exhibían en sus casas particulares.
La terraza en la que estaban sentados era un ejemplo de ello. De espaldas al al–Qasr, a la sombra de una alta muralla, flanqueada por las alas laterales de la casa y rodeada por una galería finamente tallada, parecía un pequeño jardín de ensueño. El suelo de las superficies libres del interior estaba cubierto por baldosas multicolores. Junto a las columnas de la galería se erguían grandes rosas. Palmeras, pequeños naranjos y adelfas crecían en grandes tiestos revestidos de cobre, y en el centro, sobre un podio enlosado, se levantaba, como un trono, un diminuto quiosco con un surtidor, que arrojaba chorros delgados como briznas de hierba. Hacia el sur podía divisarse un amplio panorama, que, pasando sobre el patio interior de la casa, se perdía más allá de los tejados de la ciudad. De día debía de ofrecerse una espléndida vista del valle del Segura, que se abría hacia el mar, así como de las huertas de ambos lados del río.
Ibn Ammar estaba sentado sobre blandos almohadones. La copiosa cena, el vino, el agradable aroma a perfume que desprendían las sirvientas, la atmósfera en sí de la fiesta lo habían sumido en un estado de perezosa comodidad, al que él se entregaba de buena gana. Lo mismo parecía ocurrir a los demás convidados. Estaban sentados en pequeños grupos repartidos por la galería y alrededor del quiosco, disfrutando del frescor de la noche. También los tres músicos, instalados frente a la balaustrada que separaba la terraza del patio interior, evitaban cualquier nota demasiado sonora. Era casi medianoche.
Ibn Ammar observaba al dueño de la casa, que estaba sentado junto al príncipe en el siguiente arco de la galería. Esperaba a que el comerciante le hiciera la señal para recitar su poema. Ya no podía tardar mucho.
El príncipe había llegado hacía apenas media hora en una silla de mano, sin llamar mucho la atención, acompañado sólo por dos hombres de su séquito y dos guardaespaldas. Para entonces Ibn Ammar ya había perdido la esperanza. Desde un principio le había parecido extraño que un miembro de la familia real honrara con su presencia la fiesta de un comerciante. Algo impensable en Sevilla. En Murcia, por el contrario, parecía ser cosa de todos los días. Los grandes comerciantes de la ciudad desempeñaban abiertamente un papel muy importante en las cuestiones políticas, y el príncipe Muhammad ibn Tahir, de quien se decía que ambicionaba el trono de su padre a pesar de ser sólo el segundo hijo, parecía considerar muy útil honrar a un comerciante con su visita. Cierto era que se había hecho esperar, pero finalmente había acudido, y la manera en que hablaba con Ibn Mundhir no daba el menor signo de altivez.
Ibn Mundhir era un hombre notable. Sus conciudadanos lo conocían mejor por el nombre de Ibn al–Mauwaz: el hijo del vendedor de plátanos. En efecto, su abuelo había ido de un lado a otro con un carro cargado de frutas. Cincuenta años había pasado recorriendo la larga calle Mayor, desde la mezquita del Viernes hasta la Puerta Norte, vendiendo plátanos y otras frutas y acumulando dirhem tras dirhem con una paciencia de hierro, hasta que finalmente había podido colocarse como dallal, esto es, como socio capitalista sin voz ni voto, con un pequeño comerciante de paños, primero con veinte dinares, luego con doscientos. El dinero había sido invertido en un negocio de importación de algodón, con tanto éxito que el vendedor de plátanos pudo establecer para su hijo una tienda de telas en el gran bazar contiguo a la mezquita del Viernes. Pasado un tiempo, este hijo murió de un modo tan inesperado como prematuro, y el nieto tuvo que encargarse del negocio. Para entonces Ibn Mundhir contaba apenas dieciséis años, pero bajo su dirección el pequeño negocio llegó a convertirse en una gran empresa internacional de compraventa de tejidos y en el mayor emporio de Murcia para el comercio de todo tipo de paños. Ocho años atrás había hecho una incursión en el sector naviero, primero con barcos alquilados, luego con sus propias naves. El más grande de sus dos veleros mercantes había atracado en Cartagena hacía tres semanas, procedente de Alejandría. El barco había atravesado sin contratiempos el peligroso estrecho entre Sicilia y la costa africana —entonces asolado por piratas de Pizza y Génova—, y había llegado con un rico cargamento: nuez moscada, azafrán y cardamomo, joyas de jade de China, hierro de la India, ámbar gris, palo de sándalo y alcanfor, índigo y antimonio, esclavos abisinios, algodón egipcio, lino de Tinnis y Dabiq, productos de lujo de todas partes del mundo, cuyos precios habían subido tanto debido al peligro que implicaban los piratas cristianos para el comercio naval, que en algunos casos estaban por encima del triple de lo normal.
La afortunada llegada del barco había sido el pretexto para la fiesta, y bien era cierto que no pocos de los convidados tenían motivos para celebrar. Algunos habían mandado traer sus propios cargamentos en el barco de Ibn Mundhir; otros habían participado directamente en la empresa, compartiendo los riesgos. Todos habían ganado, y el estado de ánimo que cada uno mostraba parecía un reflejo de la cuantía de sus ganancias.
La mayoría de los convidados eran, como el propio anfitrión, comerciantes; entre ellos se hallaban los más importantes mayoristas del bazar, algún que otro gran tujjar, banqueros y cambistas, un wakil que, como agente mercantil, representaba a los principales comerciantes de Alejandría y al–Mahdiyya y dirigía una gran lonja en Cartagena, un joyero desmesuradamente obeso y dos miembros de la nobleza de la ciudad, el muhtasib y el sahib ash–shurta. Muy pocos eran los que no pertenecían a la clase alta murciana; entre éstos, el ajedrecista, un gigantesco pelirrojo de piel muy blanca, que había echado dentro de sí enormes cantidades de vino y ahora, borracho, había empezado a recitar versitos obscenos, y un hombre serio de la edad de Ibn Ammar, de rostro marcado por el sol y la viruela y apariencia de timonel de barco, que era sobrino y sabí de Ibn Mundhir, uno de los jóvenes a los que éste había ocupado en el comercio de ultramar.
Ibn Ammar sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza. Los dos jóvenes sirvientes, ataviados con vestiduras de seda a rayas azules y blancas, corrían rápida y sigilosamente de un lado a otro, trayendo nuevas bebidas, rellenando las copas, ofreciendo a los invitados almendras con miel, nueces y pasteles, llenando los incensarios, limpiando las lámparas de aceite. Los músicos de la balaustrada cambiaron de instrumentos y empezaron a tocar una sonora tushiya con un estridente violín que atormentaba los oídos. Ibn Ammar notó que, a pesar de la fuerte música, se estaba quedando dormido. Con una oreja oía a su derecha la voz penetrante del obeso joyero, que hacía ya un buen rato había entablado conversación con el sabí e intentaba sonsacarle sus experiencias. El sabí había escoltado al mercante llegado a Cartagena tres semanas atrás. Había estado en la India por encargo de Ibn Mundhir, y, como siempre que alguien recién llegado de la India entraba en una conversación, la charla había derivado inevitablemente hacia aquella costumbre que prescribía a los hindúes quemar a la esposa tras la muerte del marido. El joyero estaba sediento de detalles.
—No —dijo el sabí con el tono ligeramente hastiado de un joven que tiene la cortesía de responder a todas las preguntas—. No, no queman a todas las viudas; eso sólo se acostumbraba entre las clases altas, entre las familias distinguidas.
—No —volvió a responder el sabí—. No están obligadas. Deben decidir libremente; pero si se niegan, se toma como una deshonra y en el futuro son despreciadas por sus familias y tienen que realizar los trabajos más abyectos.
—Sí —dijo—, las queman vivas.
Sí, él mismo lo había visto. Y, de mala gana, empezó a contar:
—En el caso que yo presencié, se trataba de las tres mujeres de un alto funcionario del palacio de Dahbattán, en la costa Malabar. El hombre había muerto de una mordedura de serpiente. Los tres días siguientes a su muerte, las mujeres tuvieron la casa abierta a todos, ofreciendo comida, bebida y música; recibieron a sus parientes como si quisieran despedirse del mundo a lo grande. A la mañana del cuarto día les trajeron tres caballos y las mujeres montaron, cargadas de joyas, con trajes magníficos y muy perfumadas. Cada una llevaba un coco en la mano derecha, y en la izquierda un espejo donde se miraba. Las acompañaban todos los parientes, además de muchos brahmanes y músicos con tambores, cuernos y trompetas. La gente decía: «¡Saludad a tal y tal, a mi padre, a mi amo!». Y las mujeres contestaban sonriéndoles: «Sí… sí».
»Yo y algunos amigos seguimos el cortejo a caballo, a lo largo de unas tres millas, hasta el oscuro fondo de un valle surcado por muchas corrientes de agua. Entre unos árboles muy altos y espesos se erguían cuatro construcciones abovedadas con ídolos de piedra como adorno. En el centro había un estanque, tan estrechamente rodeado por árboles, que los rayos del sol no podían penetrar hasta él. Parecía un valle salido del mismísimo infierno, Dios nos guarde.
»Las mujeres se quitaron las joyas y los vestidos junto al estanque y lo repartieron todo entre los pobres, como limosna; después se bañaron y volvieron a vestirse con toscas telas de algodón según la costumbre del país, ciñéndose algunas alrededor de las caderas y empleando otras para cubrirse la cabeza y los hombros.
»Entre tanto, ya se habían encendido las hogueras en una depresión del terreno cercana al estanque. La leña fue rociada con aceite de sésamo y las llamas empezaron a prender. Quince hombres estaban preparados para avivar el fuego con montones de leña menuda, y, a su lado, otros diez cargaban largas varas de madera. Los músicos se habían colocado a un lado. Todos estaban esperando la llegada de las mujeres.
»Las hogueras mismas estaban ocultas tras una cortina sujeta por algunos hombres, cuyo objeto era, al parecer, ahorrarles a las mujeres la visión de las llamas. Cuando la primera mujer llegó hasta la cortina, de un tirón se la arrancó de las manos al hombre que tenía más cerca y dijo: "¿Para qué es esto? ¿Crees que no sé cómo es el fuego? ¡Quita de en medio!". Lo dijo sonriendo, imperturbable.
»Luego se puso las manos sobre la cabeza y se arrojó al fuego. En ese mismo instante los tambores, cuernos y trompetas empezaron a hacer un ruido ensordecedor y los hombres que tenían las varas de madera empujaron a la mujer hacia las brasas, mientras los otros le echaban encima montones de leña menuda. Me parece que las otras dos mujeres cayeron al fuego de la misma manera, pero no puedo jurarlo. Los gritos de la gente eran tan penetrantes, y yo mismo me sentía tan mal, que apenas podía mantenerme sobre la silla. Nunca más he asistido a una ceremonia semejante.
Los músicos habían terminado la tushiya y ahora interpretaban una melodía más alegre y ligera que, desde sus primeras notas, recordó a Ibn Ammar con mágica intensidad la época pasada en Silves. El poeta se recostó y cerró los ojos. Acudieron a su mente imágenes de un parque silencioso e inundado de luz, recuerdos de templadas noches de primavera en los rosales del palacio del gobernador, del aroma de las violetas y del perfume dulzón de las flores de los almendros, recuerdos de la luz plateada de la luna sobre la superficie de los estanques y del murmullo de los arroyos, recuerdos de los ágiles pasos de las muchachas en el jardín en flor alrededor del quiosco, de su respiración acelerada después del baile, de sus rostros encendidos, sus alegres risitas cuando entraban en los estanques con los pies desnudos y se salpicaban hasta que la finísima seda de sus vestidos se pegaba a ellas como una segunda piel y, en solazoso pánico por su desnudez, huían al quiosco. Buenos tiempos aquellos pasados en Silves con el príncipe, ajeno a toda preocupación.
Ahora la voz del sabí llegaba a Ibn Ammar muy apagada, como desde muy lejos. Seguían hablando de los hindúes: que si allí los infieles adoran a las vacas como a seres sagrados, que si beben como medicina la orina de las vacas, que si a quien mata una vaca aguarda tal o cual castigo… ¿Castigo a quién? ¿Por qué? Las voces eran cada vez más vagas, perdían su sentido, eran ya sólo un ruido molesto en los oídos de Ibn Ammar, que estaba a punto de quedarse dormido cuando, de repente, la música se interrumpió y el murmullo de voces cesó. Ni un solo sonido, únicamente el suave chapoteo del surtidor. Ibn Ammar abrió los ojos y vio que Ibn Mundhir, el anfitrión, se había levantado de su asiento y había salido de la galería, tambaleándose un poco, pensó Ibn Ammar, pero podía ser una ilusión, achacable quizá al rielar de las lámparas.
—¡Amigos míos! —empezó a decir el comerciante. Su voz sonaba ligeramente a graznido—. Como todos sabéis, yo no soy de esos que dilapidan su dinero en placeres y hacen de su casa una sala de fiestas; todos lo sabéis.
Un creciente murmullo brotó de la galería, y el obeso joyero gritó en tono de broma:
—Lo sabemos demasiado bien, Ahmad ibn Mundhir. ¿Es ésta la primera vez que contratas músicos?
El anfitrión aceptó las carcajadas.
—Reconozco —dijo Ibn Mundhir— que hasta ahora no había concedido demasiado valor a todo eso. Que Dios me perdone si ha sido un error. Pero hoy será diferente —hizo una reverencia ante el príncipe—. En honor de nuestro distinguido invitado, que Dios le conceda todos sus deseos, me permito anunciar una pequeña sorpresa, un pequeño número que, espero, estará a la altura de su alto rango.
Hizo otra reverencia y dio unas palmadas con cierta afectación. Llevaba encima un capote de seda verde pistacho escandalosamente caro y se había teñido de negro azabache la barba gris; pero Ibn Ammar encontraba que el traje del rico señor no era tan bueno. En el papel de avaro propietario de casas, vestido con una simple zihara de algodón blanco, había estado imponente.
Dos criados se acercaron y levantaron una pantalla con palos y tela, de modo que ésta hiciera sombra al arco opuesto de la galería, donde una puerta llevaba a las alas laterales de la casa. Los preparativos hacían prever la aparición de una qayna; sin duda, los otros convidados también parecían esperar algo similar, pues salieron de la galería y se sentaron en torno al quiosco, donde estaban más cerca del escenario. La presencia del príncipe hacía probable que la cantante se mostrara también delante de la pantalla. Ibn Ammar miró a su alrededor y vio que, además de él, sólo el sabí se había quedado en su asiento bajo la sombra de la galería.