Ibn Ammar había hecho un hatillo con sus cosas y lo había dejado en un rincón, debajo de la ventana. Aquel hatillo contenía todas sus posesiones: una manta de algodón para la noche, un abrigo con ribetes de piel de conejo para la estación fría, una túnica, un par de zapatos de madera, sus utensilios para escribir y un pequeño volumen de poemas de al–Ma'arri, el único libro que aún no había vendido. Estaba de pie junto a la puerta, contemplando el hatillo asegurado con una tira de cuero. Algún día mandaría a buscarlo. Él no quería volver a pisar esa habitación. Tres largos meses había pasado allí, como una rata en su agujero. Tres meses eran suficientes.
Cerró la puerta y se dirigió hacia la escalera. Las mujeres de la galería le abrieron paso, apartaron a los niños y lo saludaron con sumisa cortesía:
—¡Dios te proteja, katib! ¡Dios te bendiga!
No había pasado mucho tiempo desde los días en que nadie en la casa le prestaba atención. En aquel entonces, cada vez que salía de allí, la mujer del albañil a quien subarrendaba la habitación le aseguraba con mirada penetrante que tendría que dejar sus pertenencias a cambio del dinero que aún debía por su alimentación. Ahora, esa misma mujer se le acercaba corriendo con la jarra de agua.
—Un trago de agua, señor, debéis tener sed, señor; el simún seca la garganta.
Desde hacía una semana todo había cambiado.
La casa pertenecía a Ahmad ibn Mundhir, uno de los hombres más ricos de Murcia, un comerciante de tejidos y armador que poseía varias casas en la ciudad, además de tres poblados en las huertas del sur y dos mercantes de alto porte en el puerto de Cartagena. Veinte días atrás, uno de sus administradores había contado los inquilinos de la casa, comprobando que vivía en ella mucha más gente de la estipulada en el contrato de arrendamiento. Muchas familias habían traído parientes; otras habían subarrendado. Las habitaciones rebosaban de gente.
El administrador había anotado sus cálculos en silencio. Al día siguiente había regresado y había anunciado que el dueño de la casa elevaría los alquileres en la misma medida en que había aumentado el número de inquilinos. La casa había estallado en una gran excitación y una comisión formada por los inquilinos más antiguos había ido a la ciudad para tratar de impedir el aumento de los alquileres, pero Ibn Mundhir ni siquiera los había recibido. Habían regresado desesperados y, tras deliberar cuál debía ser su reacción, decidieron pedir a Ibn Ammar que redactara una carta.
En la casa todos sabían que el trabajo de Ibn Ammar era escribir. Tenía un puesto junto a la muralla exterior de la mezquita del Viernes, donde se colocaban los escritores de segundo orden, apartado de la puerta principal. Era un lugar que había elegido concienzudamente. Escribía solicitudes a funcionarios y jueces, acuerdos matrimoniales y contratos comerciales, componía breves poemas para jóvenes enamorados, anotaba inscripciones en hojitas que servían de amuleto a los niños, y copiaba libros y tratados. Había pensado continuar al menos durante medio año en el papel de escribano, para despistar a sus perseguidores; pero después de dos meses y medio de vegetar en la más extrema pobreza se le había agotado la paciencia, y su aversión a la suciedad, la miseria y los despojos de los que se alimentaba había sido mayor que su temor a los agentes de al–Mutadid. El encargo hecho por los inquilinos de la casa le había parecido una señal del destino. Había decidido dejar de jugar al escondite. Ibn Mundhir era sólo un comerciante, pero ya una vez había trabajado con comerciantes, y sus primeros honorarios como joven poeta habían consistido en un saco de centeno. ¿Por qué no volver a emprender ese camino? Si la carta de solicitud le abría las puertas del madjlis de Ibn Mundhir, en algún momento encontraría también el camino a la corte de Ibn Tahir, el qa'id de Murcia.
Había hecho una obra de arte, una carta en prosa rimada escrita en árabe clásico, con una introducción repleta de citas de los grandes maestros, una breve presentación personal redactada con la mayor humildad, un himno de alabanza al destinatario en tono grandilocuente, y una despedida formulada con modestia que relacionaba la grandeza del destinatario con los humildes ruegos de moderación y exponía mediante artísticas metáforas el punto de vista de los inquilinos.
El shaik, como portavoz de los inquilinos, había llevado la carta, y toda la casa había esperado con gran nerviosismo a que llegara la respuesta. También Ibn Ammar.
Durante algunos días no ocurrió nada. Pero finalmente, hacía ya una semana, apareció el administrador. Alboroto en el patio interior, un repentino cese del barullo y, cortando el silencio, sólo la pregunta por la persona que había escrito la carta:
—¿Dónde está ese tal Abú Bakr ibn Ammar?
Ni un solo comentario a los inquilinos, sólo la pregunta por Ibn Ammar.
El comerciante lo había recibido en el makhsan de su palacio de la ciudad, entre montones de tela y gigantescos fardos traídos de ultramar, que todavía desprendían el salado aroma marino. Un hombre de sesenta años, pequeño y enjuto, ojos grises, rostro inexpresivo.
—Y afirmas haber escrito tú mismo esta carta. ¡Un pequeño katib de los arrabales!
Mirada cargada de menosprecio y desconfianza. La mirada de un comerciante que intenta valorar una mercancía que parece de buena calidad, pero se ofrece tan barata que despierta recelo. Un par de lacónicas preguntas y un par de respuestas corteses, con las que Ibn Ammar no consiguió disipar la desconfianza del comerciante. Luego la astuta idea de someter a prueba al desconocido e insignificante escritor.
Lo había llevado a una habitación cerrada, le habían suministrado útiles de escritura y papel, y le habían encomendado que redactara una invitación. Una invitación fina y pulida para una fiesta que pensaba dar Ibn Mundhir. Debía estar en verso y, siguiendo el ejemplo clásico, contener algunos detalles literarios: el nombre del convidado de honor debía leerse en las primeras letras de cada verso.
Ibn Ammar no había tardado ni dos horas en terminar lo que le habían pedido. Tenía práctica, pues durante años había vivido de trabajos semejantes y conocía el gusto de esos comerciantes enriquecidos que querían jactarse de poseer una formación literaria. Un criado había ido a recoger el manuscrito, y momentos después Ibn Ammar había tenido que comparecer nuevamente ante Ibn Mundhir, esta vez en el madjlis de la casa. En esta ocasión el comerciante se mostró bastante más amable.
—No está mal, muchacho. No se te puede negar un cierto talento.
Un elogio moderado y un gesto altanero indicando a Ibn Ammar que podía sentarse.
El comerciante no estaba solo; sentado junto a él había un segundo hombre, recostado con desidia en su sillón. Era alto, delgado, con la mirada serena y despierta y un toque irónico en la comisura de los labios. No era un comerciante, eso saltaba a la vista; debía de ser más bien un amigo de la casa a quien se pedía consejo en materia de buen gusto. El hombre entabló conversación con Ibn Ammar. Charla ligera sobre cuestiones de estilo, preguntas incidentales sobre su origen y su educación, que Ibn Ammar respondió con evasivas. A la postre, lo que Ibn Ammar había estado esperando: un encargo, un panegírico para el convidado de honor de la fiesta proyectada, cuyo nombre ya estaba escrito en la invitación.
Y luego la información confidencial de que ese invitado de honor era, ni más ni menos, el segundo hijo del qa'id de Murcia: Mohamed ibn Tahir. Ibn Ammar conocía el nombre, y ya al encargarle que escribiera la invitación había caído en la cuenta, pero había desechado que pudiera tratarse realmente del príncipe. La presencia del príncipe abría de repente nuevas perspectivas.
En esos momentos había olvidado por completo la carta de los inquilinos. Había dado las gracias y se había despedido siguiendo todas las reglas de la etiqueta, y ya estaba camino de la puerta de salida cuando, sorprendentemente, fue el propio dueño de la casa quien abordó el tema.
—Una cosa más, muchacho. Di a esa gente que vive en mi casa que sólo les exijo lo que me corresponde. ¡Y que lo que exijo es justo!
Ibn Mundhir se había levantado. No más amabilidades, el tono de su voz era nuevamente duro y comercial.
—Si alquilo una casa a seis personas por treinta dirhems, significa que cada uno de ellos está pagando cinco dirhems. Si llegan dos inquilinos más, es justo y barato que también éstos paguen cinco dirhems cada uno. ¡Cualquier persona razonable aprobaría estas cuentas!
Ibn Ammar no había contestado. Simplemente se había detenido, se había dado media vuelta y había respondido a la mirada de Ibn Mundhir con serena resignación. Y bien porque el comerciante no estaba completamente seguro de llevar la razón, bien porque esperaba la aprobación de Ibn Ammar, el hecho fue que de pronto tenía la carta en la mano y, señalándola con el índice afilado, inició un quejoso monólogo.
—Tú lo has formulado con mucha belleza en tu carta: «Los inquilinos adicionales pesan sólo sobre la tierra, que soporta hasta montañas sin quejarse, y no pesan sobre el dueño de la casa». Así lo escribiste. Pero no es como tú afirmas, y voy a decirte las razones, que son numerosas, conocidas y sólidas. Mientras más inquilinos viven en mi casa, más rápidamente se llenan las letrinas, y tengo que mandarlas vaciar con mayor frecuencia. Más pies pisan el suelo, las escaleras, los umbrales, con lo cual su erosión es mucho más rápida. Más manos abren y cierran las puertas, desgastando las bisagras y los cerrojos, por no mencionar que, además, todos los herrajes se desmontan y los clavos se salen. Más niños juegan en el patio, duplican el jaleo, hacen agujeros en el suelo para jugar a las canicas, remueven las losas del empedrado. Se lleva a la casa más agua, que gotea sobre las escaleras de madera y el encalado, haciendo que la madera se pudra y el mortero se desmorone, hasta que los cimientos se vuelven quebradizos y toda la casa corre el riesgo de derrumbarse, si no la han derrumbado antes los que clavan estacas en las paredes para colgar todo tipo de estantes.
»¿Y qué puedo decir de los que no abonan el alquiler, piden prórroga tras prórroga y están cada vez más atrasados en sus pagos, y luego desaparecen sigilosamente cuando envío a la shurta? Después salen huyendo y ya veré yo cómo cobro mi dinero. Por tratar bien a mis inquilinos, después tengo que arrepentirme de mi indulgencia. Me muestro paciente, y usurpan mis derechos y me hacen perder ingresos, por no hablar de los gastos adicionales que acarrean. Porque yo tengo que barrer, limpiar y arreglar una vivienda antes de que se muden a ella nuevos inquilinos; yo tengo que dejarla en perfecto estado, para que les agrade. ¿Qué hacen, en cambio, los inquilinos cuando se marchan? ¡Lo dejan todo hecho una pocilga!
Había hablado en un estado de gran excitación, acercándose a Ibn Ammar, gesticulando, marcando con los dedos cada punto de su argumentación. Ibn Ammar había dudado si responder o no. Ya había conseguido lo que quería. ¿Qué le importaba a él la gente de la casa? No les debía nada. Pero de pronto se le había ocurrido una idea y había sacado ante Ibn Mundhir unas sencillas cuentas. Muchas familias de la casa no estaban en condiciones de pagar un alquiler más elevado. Sólo podían hacerlo con ayuda de subarriendos y alojando parientes. Si el dueño de la casa exigía un alquiler más alto, se atrasarían aún más en sus pagos y terminarían huyendo a escondidas, como ya había sucedido. Pero si transigía, Ibn Mundhir podría aprovechar el temor a la subida del alquiler para conseguir que los artesanos de la planta baja, mejor situados económicamente, garantizaran el pago puntual de todos los inquilinos y se encargaran ellos mismos de hacer las reparaciones que necesitara la casa.
Esa noche Ibn Mundhir no había hecho ningún gesto que diera a entender qué pensaba de esa idea. Pero a la mañana siguiente su administrador había ido a la casa y había expuesto ante los más ancianos exactamente la misma propuesta. Habían llegado a un acuerdo, e Ibn Ammar había redactado un contrato que todos firmaron.
Desde entonces lo respetaban, como al buen qadi de al–Fayum. Sobre todo los vecinos de la planta superior. Atravesó la galería observando a los niños, que le devolvían la mirada con tímidas sonrisas, y a las mujeres, que hacían una profunda reverencia ante él y murmuraban sus bendiciones. Él ya no estaba tan seguro de haberles hecho realmente un favor. En adelante las familias de artesanos de la planta baja les harían la vida imposible cuando se atrasaran en sus pagos. Y de ellos no podrían escabullirse tan fácilmente, pues conocían todas las tretas. Los artesanos los obligarían a acudir a un prestamista tan pronto como debieran un solo dirhem, y allí tendrían que dejar más dinero del que el dueño de la casa había querido cobrarles.
Se sintió contento al dejar atrás la casa.
Pasó por la puerta del norte y dobló a la derecha por la callejuela que corría junto a la muralla de la ciudad. Al final de la calle había un establecimiento de baños y, junto a éste, una pequeña mezquita que se mantenía con los ingresos de los baños. Al parecer, el hombre que había erigido ambos edificios había obtenido su fortuna de manera poco grata a los ojos de Dios, pues los dos estaban equipados con un lujo extraordinario. En los baños, mucho mármol, vistosos azulejos, hermosos murales; en la maslah, un surtidor donde el agua salía de la boca de un delfín de bronce.
Ahora, hacia el mediodía, la actividad era escasa. El propio hammami apareció con las toallas, e Ibn Ammar estiró los miembros con fruición mientras se envolvía la fresca futa blanca alrededor de las caderas y se ponía las sandalias de baño. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que disfrutara de las delicias de un baño.
En el yeso de la pared del retrete alguien había grabado mediante arañazos un primitivo dibujo: la silueta de una mujer a la que el observador abría las piernas. Un expresivo garabato que, a pesar de su torpeza, excitó tanto a Ibn Ammar que tuvo que darse la vuelta rápidamente. También en eso había pasado mucho tiempo desde la última vez. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? Una criada baja y desaseada en un figón para cristianos del puerto de Almería. A cambio de un dirhem, unas cabriolas apresuradas y de pie en la trastienda, entre malolientes desechos de pescado. Se avergonzaba con sólo recordarlo.
No permaneció mucho rato en la sala de precalentado, sino que pasó en seguida a la sauna. Allí, se sentó en las gradas colocadas frente a la pared del horno, se recostó, dejó caer los brazos y esperó a que el sudor empezara a brotarle de los poros, como si con la transpiración pudiera expulsar también todos los malos recuerdos de los meses pasados.