Por la noche, toda la embajada había hecho alto en un monasterio; también el castellán de Zamora, quien se les había unido con sus hombres porque quería participar en la reunión de la corte del rey de León. Sólo la mesnada de don Alvito había seguido cabalgando una buena hora más, hasta llegar a una aldea que pertenecía al obispado de León. Al entrar en la aldea, al–Balia había señalado una dehesa y a los caballos que pastaban en ella.
—Mira esos caballos. No parece que puedan pertenecer a los campesinos de esta aldea.
En efecto, los caballos no parecían jamelgos campesinos. Eran corceles bien alimentados y de largas piernas, veloces caballos de silla capaces de dejar atrás en dos días el trecho que quedaba hasta León.
Luego habían llevado al obispo a la iglesia del pueblo, previamente calentada con braseros y piedras calientes por recomendación de Yunus. Allí fue llevado a toda prisa por el criado.
El obispo yacía en su lecho, cubierto por un hábito marrón oscuro. Le habían puesto la estola alrededor del cuello y una gran cruz de plata encima del pecho. Tenía las manos sobre la cruz, las palmas untadas con ceniza. Doce cirios ardían en el altar, detrás de él. El relicario de San Isidoro, a sus pies, estaba abierto, y el resplandor de los cirios se reflejaba en el brocado que al–Mutadid había extendido sobre los huesos con un desvergonzado gesto de desesperado dolor por la separación, en el momento de despedir a la embajada cristiana. Todos los hombres de la mesnada se habían reunido en torno al lecho de muerte.
Yunus se quedó a cierta distancia del altar. El arcediano estaba agachado junto al enfermo, con la oreja inclinada hacia don Alvito; los dos capellanes estaban a su lado, escribiendo en tablillas de cera lo que el arcediano leía en los labios del obispo y repetía en voz alta. Se trataba de donaciones y obsequios hechos por el bien de su alma, según podía entender Yunus. El monto de la limosna que cada uno de sus colegas debía repartir en su nombre según cierto tratado, el número de misas de réquiem que debía celebrar por él cada sacerdote y cada diácono de su obispado, el número de misas que debían celebrarse en el altar mayor de la catedral, bajo cuyos peldaños quería ser enterrado, la suma de dinero que debía repartirse entre los pobres en su nombre a las puertas de la catedral, el número de panes, el número de escudillas de sopa y el número de días que debían repartirse después de su entierro. Los capellanes garabateaban con precipitado ajetreo en sus tablillas, el obispo parecía temeroso de que no le quedara tiempo suficiente para mencionar todas las limosnas.
Unos momentos después, la enumeración del obispo se interrumpió de pronto. Se produjo un gran nerviosismo; luego todos callaron y, en el silencio, don Alvito dijo en voz alta, que todos escucharon:
—¿Dónde está el hebreo? —Al no obtener respuesta, repitió con voz acostumbrada a dar órdenes—: Traedme al hebreo!
Yunus sintió que lo empujaban hacia el lecho del enfermo. El arcediano le dejó un sitio de mala gana. Yunus se arrodilló. El obispo, con mano temblorosa, le hizo una señal para que se acercase más.
—Ayúdame, amigo —dijo con voz ronca y susurrante—. Por el santísimo padre Abraham, que también es tu padre, ¡ayúdame!
Entonces empezó a enumerar rápidamente y sin relación alguna cuántas misas había celebrado en determinados días, cuántas en cada día de Pascua, cuántas en las fiestas menores y cuántas en las fiestas mayores. En un primer momento, Yunus no comprendió adónde quería llegar el obispo, hasta que el capellán más joven le susurró al oído una apresurada explicación: el obispo quiere calcular el número de misas que ha celebrado en toda su vida; todas las misas, el número exacto, ni una menos, ni una mas. Insistía en ello con la obstinación de un niño pequeño, como si la paz de su alma dependiera de ese número. Empezó una vez más la cuenta: doscientas misas por exvotos, ochenta por enfermedades superadas, ciento veinte por la boda de la reina, sesenta por el rey durante la campaña contra Zaragoza. Era increíble aquella capacidad para recordar cada misa; era como si cada una de las misas que había celebrado desde que recibió las órdenes sacerdotales hubiera dejado una pequeña marca en su memoria.
Yunus anotó las cantidades en la sábana del lecho de muerte, sumó las columnas de números, escribió los resultados debajo, volvió a sumar, añadió los días intercalados y llegó a un resultado final de veinte mil trescientas misas.
—¿Estás seguro de que el resultado es correcto? —preguntó el obispo lleno de temerosa preocupación.
—Estoy seguro —dijo Yunus con decisión.
—Veinte veces mil y tres veces cien —repitió el obispo con labios mudos; sus facciones se relajaron y cerró los, ojos con una sonrisa de satisfacción. Yacía tan quieto, que Yunus pensó que ya había muerto. Tenía la cabeza ungida con aceite y sobre la frente habían pintado con cenizas una cruz. Parecía muerto, pero, de pronto, volvió a abrir los párpados, miró a Yunus a los ojos y le preguntó con voz débil—: ¿Crees que Dios estará contento de mi?
Yunus sintió que se le saltaban las lágrimas. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, y la confianza infantil que le dispensaba aquel anciano en el umbral de la muerte le llegaba al corazón.
—Si, venerable padre —dijo. Era la primera vez que utilizaba ese tratamiento—. Dios, el Señor, perdonará vuestros pequeños pecados y recompensará vuestras buenas acciones.
El obispo asintió inclinando apenas la cabeza y, sin dejar de mirar a Yunus a los ojos, dijo de pronto con voz sorprendentemente clara, que todos los presentes pudieron escuchar:
—Acércate, hijo mío. Pon tu boca sobre la mía y recibe así el hálito de mi espíritu.
Se hizo tal silencio, y el silencio era tan impresionante, que Yunus apenas se atrevía a respirar. Miró, buscando ayuda, al arcediano, que estaba de pie a la cabecera de la cama, mirando por encima de Yunus con expresión de rechazo. Yunus titubeó. Algo lo detenía, un temor inexplicable, una voz de advertencia.
Luego, con repentina decisión, se inclinó sobre el obispo y apretó su boca sobre los labios marchitos y azulados del enfermo, en los que la muerte ya parecía haberse posado. Y, de pronto, volvió a levantarse, avergonzado y confundido. Se alejó caminando hacia atrás. Sintió las miradas de los demás dirigidas hacia él. Intentó esquivarías. Vio que el arcediano cogía al obispo de la muñeca y caía de rodillas. Caminando siempre hacia atrás, se dirigió hacia la puerta palpando la pared, mientras ahora también los canónigos y capellanes se arrodillaban y continuaban sus oraciones con mayor fervor. Empujó su cuerpo contra la puerta y salió al aire libre.
¿Qué se había propuesto conseguir el obispo con ese gesto? ¿Por qué lo había elegido precisamente a él? ¿Por qué, de todos los hombres que lo rodeaban, lo había elegido a él, el forastero, el no cristiano, el judío? ¿Había sido un intento de convertirlo?
Recordó que al–Balia le había advertido que tuviera cuidado de no ganarse el afecto del obispo, que evitara el trato familiar con él:
—Es un obispo cristiano que vive en olor de santidad. Tú eres un hakim judío a quien se atribuye una gran dosis de cordura. Ningún judío aceptará que tú quieras convertir al obispo a la fe de los patriarcas, pero muchos cristianos creerán que el obispo, gracias a su santidad, posee el don de hacer de ti un cristiano.
Yunus pensó en ello. Durante las últimas semanas había tenido muchas oportunidades de observar al anciano, a solas, sin testigos, sin las barreras de las convenciones. Le había cobrado cariño a pesar de su ingenua fe en los milagros, su temor al infierno, sus votos ascéticos; a pesar de la férrea astucia que había empleado en bien de su iglesia. Al anochecer, junto a su lecho de enfermo, habían discutido muchas veces sobre cuestiones de fe, y por momentos Yunus había llegado a dudar si la piedad carente de crítica del obispo era realmente tan sólo una consecuencia de su escasa formación o si acaso escondía detrás un profundo conocimiento, una forma de conocimiento que él no podía llegar a comprender con su razón apoyada en la lógica. El anciano nunca había intentado hacerlo renegar de sus creencias. No, el beso en el lecho de muerte no había sido un intento de convertirlo. Yunus desechó esa idea.
Por la mañana, Isaak al–Balia trajo la noticia de que todos los sacerdotes de la mesnada del obispo, a excepción del más joven de los dos capellanes, habían partido hacia León esa noche con caballos de reemplazo. Don Jimeno a la cabeza. Hablaba como si quisiera disculparse de que sus predicciones se hubiesen cumplido tan pronto.
Yunus se dirigió a la iglesia. En la puerta salió a su encuentro un hidalgo de la guardia, que parecía ocultar algo bajo su capote. Dentro, todo estaba oscuro, ya no ardía ningún cirio. El obispo yacía amortajado encima del altar. La cama había sido hecha a un lado; uno de los criados estaba hurgando en ella. Se apartó rápidamente al acercarse Yunus. El capellán que se había quedado en la aldea dormía sobre la escalinata del altar. Yunus lo dejó dormir. Evitó volver a mirar a la cara al muerto.
León
Lope estaba desilusionado de León. Había esperado que la capital de don Fernando, el gran rey, fuera al menos tan grande como la ciudad del príncipe moro al–Mutadid. Pero León no era más que un villorrio comparado con Sevilla, ni siquiera la décima parte de grande. De no ser por la reunión de la corte del rey, el panorama hubiera sido aún más decepcionante; así al menos la ciudad estaba animada. Los abades, obispos y condes de todos los rincones del reino habían venido a la ciudad con sus vasallos y criados, duplicando el número de habitantes. Sobre la maciza pendiente que se erguía entre el río y las murallas de la ciudad se había levantado una ciudad de tiendas de campaña. Los suburbios estaban rebosantes de gente. La gran plaza del mercado que se extendía junto a la Puerta del Rey, al lado de la iglesia de San Martin, seguía iluminada una hora después de la puesta de sol. Por todas partes, a las puertas de las tabernas, restaurantes y asadores de pescado, ardían fuegos, y el polvo, el humo y el vapor de las cacerolas se juntaba formando una densa nube que, iluminada por el fuego, colgaba sobre la plaza como el techo rojizo de una tienda.
No hubieran encontrado alojamiento en la ciudad de no ser por el hidalgo de Sahagún, que los había acompañado desde Mérida. El hidalgo tenía un hermano que regentaba una taberna en el barrio de San Martin. Allí se habían alojado.
Cuando Lope entró en el comedor, vio al hombre de Sahagún sentado a la misma mesa que el capitán. Con ellos estaba también el Rojo, un jactancioso pelirrojo con el que se habían encontrado esa mañana, mientras intentaban en vano conseguir un lugar en la catedral para asistir a la misa del gallo y poder ver al rey y su séquito. El Rojo había llegado a Guarda en la misma época que el capitán, pero había abandonado el servicio del conde varios años antes de que Lope llegara a Guarda. Ahora estaba al servicio de don Sisnando, el conde de Tentúgal, y, a juzgar por lo que decía, apreciaba en mucho a su nuevo señor. Nunca hubiera podido encontrar a otro mejor, dijo.
—¿Qué cosas pueden ser mejores en Tentúgal que en Guarda? —preguntó el capitán, malhumorado—. Las mismas montañas pedregosas, los mismos campesinos pobres. ¿Qué buscas en Tentúgal?
—No se trata de Tentúgal. Tentúgal es sólo el principio —dijo el Rojo en tono misterioso.
Lope se sentó al extremo libre de la mesa y esperó a que el capitán le empujara los restos de comida que tenía frente a él. Pero el capitán no parecía darse cuenta.
El Rojo se inclinó hacia delante.
—Hay muchos condes al sur del Duero —continuó en voz muy baja—, pero si quieres apostar por uno, apuesta por don Sisnando. Pues si apuestas por don Sisnando estarás apostando por el tenente de Coimbra.
—¡Qué dices! —dijo el capitán—. ¡Don Sisnado no es el tenente de Coimbra, no es más que un pequeño conde, no es mejor que los otros!
—Pronto se sentará en el castillo de Coimbra —dijo el Rojo con serena convicción.
—¿Un conde al que no siguen ni cien caballos? —preguntó el capitán en tono burlón—. ¿Has estado alguna vez en Coimbra? ¿Conoces la ciudad? ¿Sabes lo altas que son las murallas? Si se acerca a las puertas se desharán de él de un soplo.
El hidalgo de Sahagún se levantó y dejó caer su pesada mano sobre la espalda del capitán.
—Déjalo que cuente, amigo —dijo—. Parece que sabe de lo que habla.
Lope prestó atención. El hidalgo de Sahagún era un hombre juicioso. Había sido despedido por el emir de Mérida y andaba en busca de un nuevo señor, lo mismo que el capitán desde la muerte del obispo. Quizá ambos podrían encontrar a ese nuevo señor en don Sisnando.
—Coimbra es una ciudad mora, sometida al príncipe de Badajoz —dijo el capitán entre dientes—. Pero don Sisnando es cristiano. La gente de Coimbra no tolerará a un tenente cristiano.
—¿Aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz? —pregunto el Rojo en tono triunfante.
—¿Quién lo dice? —replicó el capitán.
—¡Lo digo yo! —contestó el Rojo.
Desde la puerta llegó una voz sonora y vociferante que a Lope le pareció tan conocida que se volvió bruscamente a mirar. Estaba allí un tipo alto con traje de cuero. Lope creía haberlo visto ya en algún lugar; pero, antes de que pudiera reconocerlo, el camarero ya se le había echado encima para empujarlo fuera.
El capitán apoyó ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—Y aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz, ¿quién te ha dicho que la gente de Coimbra le abrirá las puertas?
—Tendrán que dejarlo entrar, pues el rey está de su lado —dijo el Rojo en voz tan baja que Lope apenas pudo entenderlo.
—¿Don Fernando? —preguntó el capitán, incrédulo.
—Don Fernando, el rey —confirmó el Rojo.
Lope tenía la cabeza gacha; hacía como si no escuchara nada. Seguía esperando su comida; tenía un hambre feroz.
—¿Cómo lo sabes, amigo? —preguntó el hidalgo de Sahagún.
—Lo sé —respondió el Rojo.
—Lo que dices suena bien —continuó el hidalgo, y, dirigiéndose al capitán, añadió—: ¿Tú qué opinas? ¿No suena bien? Yo opino que suena mejor que Aragón.
El capitán paseó la mirada por la mesa, malhumorado.
—Incluso con toda la dotación del rey, es imposible tomar el castillo de Coimbra. Es inexpugnable.
—Si no el castillo, entonces la ciudad. ¿Qué más quieres? —dijo el hidalgo. Y, en tono alentador, añadió—: ¿Qué podemos hacer? No podemos escapar de la guerra. Aragón o Coimbra. En Aragón, la guerra será más dura. Yo conozco a los moros del norte y a los del sur. Y prefiero luchar contra los del sur. Además, estaré mejor donde hace calor que en las malditas montañas de Aragón.