En algún momento llegó también una noticia del lejano mundo exterior, que los espantó por un breve instante, como un pájaro de aletear desenfrenado que se hubiera colado en el pabellón: Ibn Mundhir había regresado de Cartagena sin previo aviso. Pero no se quedó más de lo necesario para cambiar de caballo; ni siquiera entró en la casa, siguió cabalgando a toda prisa hacia Murcia, sin dar una explicación, sin siquiera dejar un mensaje.
Ellos olvidaron el incidente. Olvidaron todo lo que existía en el exterior. Olvidaron el tiempo.
Pero el tiempo pasaba, y llegó la última noche, y el tiempo les dio alcance. Les quedaba tan sólo una noche. Eran felices de estar en invierno, en la estación de las noches largas. Esperaban que se desatara una furiosa tormenta de invierno que hiciese desbordar el río e impidiese cruzarlo.
Esperaban un milagro, que el sol no se levantara sobre el horizonte. Se quedaron dormidos muy nerviosos y, al despertar, miraron angustiados las velas para comprobar cuánto se habían consumido.
En algún momento, el tiempo empezó a adelantarlos. Transcurría tanto más de prisa cuanto más cerca estaba ha mañana. Y luego ha doncella apareció en la puerta, recordándoles la partida. Ellos no querían creer que ya brillaba el sol en el levante, no querían oir el canto matutino de los pájaros, tan intenso ya que se colaba por los postigos cerrados del pabellón. Y la doncella los apremiaba, temerosa, y ellos se daban un último abrazo, y un último abrazo más.
Cuando Ibn Ammar por fin partió, era ya tan de día que podía distinguir perfectamente el camino y la pared negra del seto, que se dirigía hacia la muralla.
Corrió, se echó la capucha sobre la cabeza. Escuchó que Zohra lo llamaba, pero no se volvió. Si se hubiera vuelto a mirar tan sólo una vez, hubiera regresado. Pero tenía que darse prisa. Ya era demasiado de día.
Aceleró el paso apenas estuvo a la sombra del seto, esperó un largo rato entre los árboles que crecían al pie de la muralla, hasta que el centinela de la torre cambió de posición. Cuando ya tenía las puertas a sus espaldas, tuvo que volver a esperar, agachado en un rincón de la muralla, el rostro oculto bajo la capucha, las manos metidas dentro de las mangas, hasta que el vigía abandonó su puesto en el pretil de la muralla.
El muchacho estaba dormido, con la espalda apoyada contra el árbol al que había atado el caballo, pero se levantó de un salto, como un buen perro guardián, antes de que Ibn Ammar se acercara a él. El muchacho saludó en silencio, cogió las riendas del caballo y caminó delante de Ibn Ammar por el estrecho sendero entre los arbustos. Cuando estuvieron fuera del alcance de ha mirada de los centinelas, el muchacho se detuvo y cogió uno de los estribos del caballo para ayudar a montar a Ibn Ammar. Luego siguió caminando al frente, a un paso más relajado, que el caballo podía seguir sin dificultad.
Cuando llegaron al llano del valle ya era completamente de día. Los primeros campesinos ya estaban en las esclusas de los canales de irrigación; las mujeres venían del pozo, y los niños espantaban los pájaros de las cuadras. De tanto en tanto se cruzaban con un campesino montado en un asno. A veces, el muchacho saludaba y recibía una respuesta a su saludo. Ibn Ammar se había enrollado ha faja de la cabeza de manera tal que sólo se le veían los ojos y la nariz. La próxima vez tendría que marcharse más temprano, como mínimo una hora antes de que despuntara el alba. Probablemente también sería conveniente cambiar de camino cada cierto tiempo. Si pensaba hacer ese camino con más frecuencia, tenía que ser más prudente.
Un anciano con un pie mutilado, que arreaba un rebaño de cabras, se cruzó con ellos. El anciano se detuvo cuando estuvieron más cerca, y abordó al muchacho. Hablaban en su dialecto castellano campesino, de modo que Ibn Ammar no podía entender ni una sola palabra de lo que decían. Sólo entendía que la conversación trataba de una majshar. El anciano empleaba ha palabra árabe.
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere? —preguntó Ibn Ammar.
El muchacho levantó la mano.
—Esperad, señor —dijo y pareció preguntar algo al anciano. Éste respondió con un alud de palabras incomprensibles y señaló con su cayado la dirección por la que había venido.
El muchacho miró a Ibn Ammar, se volvió sin decir nada y echó a correr, corrió como si le fuera la vida en ello. Ibn Ammar espoleó el caballo y siguió al muchacho.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho? —preguntó.
El muchacho volvió la cabeza sin dejar de correr.
—Dice que han venido soldados al pueblo.
Ibn Ammar sintió como si una mano helada lo cogiera por la nuca.
—Ha hablado de una majshar. ¿De qué majshar? —preguntó. Sabía que sólo había dos casas de campo en las inmediaciones del pueblo. Una pertenecía a un judío que comerciaba con perfumes; la otra, a él.
Eh muchacho fingió que no lo oía.
Ibn Ammar estiró el brazo hacia el chico.
—¡Sube! —ordenó.
El muchacho, sin dejar de correr, se cogió del brazo de Ibn Ammar y montó a la grupa.
—¿De qué majshar hablaba el viejo? —preguntó Ibn Ammar.
—No lo sé, señor —dijo el muchacho, todavía vacilante—. El viejo cuenta muchas historias. Ya no está bien de la cabeza.
—¿De qué majshar? —volvió a preguntar Ibn Ammar, aunque ya lo sabía.
—De la vuestra, señor —dijo el muchacho, casi sin atreverse—. Dice que han entrado soldados en vuestra majshar. —Luego, esperanzado, añadió—: Pero quizá sólo hayan venido a traeros una noticia, señor.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Ibn Ammar.
—El viejo dice que dos horas antes de salir el sol.
—¿Qué tipo de soldados?
—Lanceros, señor. Como el que os escoltaba cuando llegasteis.
—¿Cuántos?
El muchacho vaciló.
—El viejo me dijo… cinco.
Cinco lanceros, pensó Ibn Ammar. Nadie envía cinco lanceros para traer un mensaje, y menos de noche.
Estaban ya tan cerca de la casa que podían verla. Podían ver la imponente torre, las copas de los árboles. La muralla emitía un resplandor blanco bajo el sol de la mañana. La puerta estaba abierta, unas pocas personas del pueblo estaban en la entrada, pero se dispersaron al ver acercarse a Ibn Ammar. Ibn Ammar cruzó ha puerta, detuvo el caballo, hizo desmontar al muchacho. También estaba abierta la puerta de las cuadras; los corrales estaban vacíos. Ibn Ammar gritó llamando al jardinero, desmontó, llamó a la puerta del pequeño edificio contiguo a las cuadras en el que vivía el jardinero cuando él estaba en la casa. La gente del pueblo se agolpó en la puerta de entrada.
Ibn Ammar creyó oír un ruido que salía de la casa del jardinero y gritó llamando a la puerta con más fuerza, hasta que por fin se oyó la voz del jardinero:
—¡Esperad un momento, señor! ¡En seguida salgo! —dijo con voz lastimera—. ¡Gracias a Dios que habéis venido, señor! —Salió. Tenía sangre en la cara. Se había enrollado la faja de la cabeza alrededor de la frente, como un vendaje. La tela rezumaba sangre. El jardinero se cogía ha cabeza con las dos manos.
—¡Oh, señor! ¡Oh, señor! —gimió—. ¡Se lo han llevado todo, señor!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ibn Ammar con aspereza—. Dime qué ha pasado.
—Me han golpeado, señor —sollozó el jardinero—. No pude hacer nada, señor. ¡Me habrían matado, señor!
—¿Dónde está mi huésped? —preguntó Ibn Ammar—. ¿Dónde está la mujer que vino conmigo? ¿Dónde está ha criada?
—No lo sé, señor —gimió el jardinero—. ¡Cómo podría saberlo, señor! ¡Me han golpeado, señor!
Uno de los campesinos que estaban a la puerta dijo algo, y el muchacho lo repitió:
—Dice que la criada está con los suyos, en el pueblo. Dice que no le ha pasado nada.
Ibn Ammar dejó estar al jardinero y se dirigió a la casa. El muchacho lo siguió hasta la entrada. También la puerta de la casa estaba abierta. No había señales de que hubiera sido forzada. O la criada había abierto voluntariamente la puerta a los intrusos, o éstos se habían metido en la casa bajando por el tejado y habían abierto la puerta luego, desde dentro. Las habitaciones estaban vacías. Habían sido registradas una a una y saqueadas. En el madjlis, los tapices de las paredes habían sido desgarrados, lo mismo que el forro de los almohadones y cojines; no quedaba ni una sola alfombra en el suelo, salvo las baratas esteras de junco de los pasillos.
Ibn Ammar recorrió las habitaciones vacías; sus pasos sonaban sorprendentemente alto, no se atrevía a llamar, intuía lo que le esperaba, y se aferraba a una diminuta esperanza. Había una puerta secreta que llevaba al jardín, y otra en la muralla exterior. Quizá el sabí y la qayna habían conseguido escapar.
La puerta que daba a la habitación que Ibn Ammar había asignado al sabí como dormitorio estaba cerrada. Vaciló. Respiró hondo antes de derribar la puerta.
Los dos estaban muertos. Los dos desnudos y bañados en sangre. Nardjis aún medio cubierta por las sábanas, encorvada sobre un charco de sangre, con varias heridas de arma blanca en la espalda. El sabí estaba tumbado frente a la cama, como si en el último instante aún hubiera intentado echarse encima del agresor. Parecía como si hubiesen sido sorprendidos durmiendo, sin previo aviso, sin la menor oportunidad de defenderse o huir.
Ibn Ammar entró en la habitación henchida del olor de la sangre. Allí donde la sangre había formado charcos, seguía siendo roja, como si las heridas continuaran sangrando. Retiró la sábana que cubría la cabeza del sabí. Y retrocedió de espanto, retrocedió con pasos agarrotados hasta la puerta, se sujetó con ambas manos. Habían decapitado el cadáver.
Ahora Ibn Ammar estaba completamente seguro de lo que había pasado, no necesitaba ninguna explicación más. Los lanceros habían venido por su cabeza. Algo totalmente inesperado debía haber sucedido en el al–Qasr de Murcia durante su ausencia. ¿Una insurrección? ¿Un golpe de Estado violento? ¿Se habría levantado Muhammad ibn Tahir contra su padre? ¿O quizá había muerto el viejo qa'id y se había producido una lucha por la sucesión? Fuera lo que fuere, el príncipe heredero debía de estar entre los derrotados, y los nuevos gobernantes estaban aprovechando el tiempo para deshacerse de su séquito. En su caso, habían cogido la cabeza equivocada. Esto le daba dos o tres horas de ventaja para escapar. Quizá cuatro. No le quedaba mucho tiempo.
Luchando contra las náuseas, volvió a entrar en la habitación y cubrió los dos cuerpos. Luego salió rápidamente de la casa, cerrando todas las puertas y el portón de la entrada. El muchacho todavía lo estaba esperando. Los campesinos empezaron a perder el temor y se arrojaron sobre el patio como perros hambrientos. Ibn Ammar no intentó ahuyentarlos, de todas maneras hubieran caído sobre la casa apenas él se marchara.
Mandó al muchacho que lo esperara con el caballo y corrió hacia la torre de la esquina posterior de la casa, donde, al pie de la muralla, tenía un escondite en el que guardaba una bolsa con doscientos dinares. Se guardó la bolsa en el cinturón y corrió de regreso al portón. Dio un dinar a un shaík de cabello ya canoso que encontró allí, y le encargó que enterrara en el cementerio del pueblo los dos cuerpos que yacían en la casa. Era lo único que podía hacer por el sabí y Nardjis. Después subió a su caballo.
El muchacho lo esperaba junto al portón y por un momento Ibn Ammar pensó si debía llevarlo consigo. Podía necesitar un guía. Pero desechó la idea. Era demasiado peligroso para el muchacho. Le arrojó una moneda y se puso en marcha él solo.
No intentó borrar sus huellas; el tiempo que tenía era demasiado poco como para intentar dejar una pista falsa. Cabalgó bordeando las huertas, en dirección este. Tras una hora al trote, llegó a las faldas de la sierra que escoltaba el valle del Segura al sur, y, desde allí, avanzó hacia el sureste a través de las colinas pobladas de monte bajo, en dirección a la costa. Cuatro horas más tarde llegó a la estrecha carretera que, aproximadamente a una milla del mar, corría paralela a la costa. Siguió esa carretera en dirección norte. Antes de llegar al siguiente pueblo, Ibn Ammar detuvo su caballo; una espina de genista se le había clavado muy hondo en la pata delantera derecha, y debía dolerle mucho al pisar. Siguió el camino desmontado, llevando al animal de las riendas. Era poco probable que el wali del pueblo ya estuviera enterado del cambio de gobierno, pero tenía que ir con mucho cuidado. Un hombre que llega sin equipaje y ofrece a la venta un buen caballo para seguir viaje en barco siempre era sospechoso de ser un fugitivo.
En el pueblo encontró a un hombre que le compró el caballo cojo por doce dinares y se apresuró a cerrar el trato para ayudar a Ibn Ammar a encontrar un pescador que prometió llevarlo a Denia a cambio de una buena suma. Partieron dos horas más tarde en un diminuto bote de velas. El simún seguía soplando, no muy fuerte, pero sí constante. La tarde siguiente atracaron en una bahía que se encontraba a sólo dos horas de marcha de Denia.
Cuatro días más tarde, Ibn Ammar siguió viaje hacia Tortosa en un velero costanero, y desde allí se dirigió hacia Zaragoza.
Sólo allí, en Zaragoza, cuatro semanas después de emprender la huida, se enteró a través de un comerciante de lo que había pasado aquel día en el al–Qasr de Murcia.
Había sido un complot del más clásico estilo. El qa'id había muerto de muerte natural el mismo día en que había tenido lugar la recepción. El camarero mayor había mantenido su muerte en secreto, comunicándosela sólo a Muhammad ibn Tahir, el hijo menor del qa'id. La noche siguiente Muhammad ibn Tahir, acompañado por un puñado de hombres, había entrado en el al–Qasr con ayuda del camarero mayor. Una vez allí, habían mandado llamar a la habitación del difunto qa'id al capitán de la guardia, y le habían pedido que eligiera entre perder la cabeza o prestar juramento de fidelidad a Muhammad como nuevo qa'id. El capitán había prestado juramento y habían puesto a prueba su lealtad inmediatamente, obligándolo a tomar parte en el asalto al palacio del príncipe Hassún y en el asesinato de éste. Ni la ciudad ni la nobleza terrateniente había ofrecido una resistencia digna de mención al nuevo monarca.
La vieja sayyida, la Gallega, se había retirado a Aledo con los pocos seguidores que aún le quedaban, informó a Ibn Ammar el comerciante.
DOMINGO DE RAMOS, 15 DE NISSÁN, 4824
4 DE ABRIL, 1064 / 13 DE RABÍ II, 456
Era el primer día de la fiesta del Pésaj, y era la primera vez que Yunus no pasaba esa fiesta en casa y con su familia. Había pasado la noche del Seder solo en el monasterio. Ahora confiaba en que lo dejarían partir antes del mediodía, para así poder pasar al menos el segundo día de la fiesta en Rodez, entre sus hermanos de fe.