El puente de Alcántara (87 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—¿Dónde está el que se llama Zaquti? —preguntó la muchacha del cabello largo.

Lope señaló sin decir nada la puerta que daba al baño de vapor.

La muchacha hizo una señal a la otra con la cabeza y la morena se quitó el cinturón, se escurrió de su vestido con un hábil movimiento y lo arrojó a los peldaños que conducían al nicho. Lo hizo con tal gracia y tan poco recato como si ni siquiera se hubiera enterado de la presencia de Lope. Estaba desnuda, a excepción de las joyas que llevaba encima. Una potranca morena de largas piernas. Los aros que lucía alrededor de los tobillos tintinearon ligeramente mientras la muchacha caminaba hacia el otro extremo del salón. Lope la miraba como a una aparición. Al llegar a la puerta que daba al baño de vapor, se detuvo y echó por encima de los hombros una mirada burlona y desdeñosa, revelando que era muy consciente del efecto que producía en los hombres.

—¿Te gusta más que yo? —preguntó la otra con su voz gutural.

Lope volvió la cabeza bruscamente. La muchacha del cabello largo también se había quitado el vestido, y se erguía desnuda frente a él. Estaba mejor formada que la morena; era más llena, de pechos amplios y caderas redondeadas. Sonrió a Lope con sus ojos achinados mientras se envolvía con incitante lentitud en una futa y soltaba los nudos de sus cabellos.

—¿Te gusto? —preguntó sonriendo.

Lope no pronunció palabra. Estaba desesperadamente enfrascado en un esfuerzo por recobrar la compostura.

La muchacha cogió jabón y una esponja.

—Espérame aquí —dijo, corriendo la cortina del nicho—. Tú a mí sí ¡me gustas!.

Lope era incapaz de moverse. Cuando ella pasó a su lado, tocándole suavemente una mejilla con la mano, Lope estaba sentado como un monje en oración. No volvió en si hasta que la muchacha salió del salón. Se levantó de un salto, se arrancó la futa del cuerpo, recogió rápidamente sus cosas, se echó encima el abrigo y salió del baño con la misma prisa que si lo persiguieran con un látigo.

Por la noche, Zaquti llamó a la puerta de su habitación. Lope lo oyó, pero no contestó. Al acostarse, no pudo dormir. Intentaba traer a su mente la imagen de Karima, pero siempre irrumpía la muchacha de los baños, con su incitante sonrisa y su tentador andar cimbreante, que se negaba a dejarlo en paz.

Por la mañana, antes de que Zaquti despertara, Lope mandó ensillar su caballo y cabalgó hacia el norte. Atravesó con tan furioso galope montañas y olivares que los campesinos huían desbandados a su paso. Forzó su caballo hasta casi reventarlo.

Encontró la entrada del valle que llevaba a la casa de campo del hakim.

Cuando tomó por el estrecho sendero, su corazón golpeaba como un martillo. Cuando llamó a la puerta, le abrió un anciano que sólo hablaba árabe.

—Ishbiliya —dijo el anciano—. ¡Ishbiliya!

Lope comprendió que el hakim y su hija habían regresado a Sevilla.

40
SEVILLA

VIERNES 22 DE RADJAB, 463

25 DE ABRIL, 1071 / 22 DE IYAR, 4831

El mensajero del al–Qasr llegó dos horas después de la medianoche. Los guardias no se atrevieron a llamar a la puerta de Ibn Ammar, porque el hadjib había caído rendido en la cama hacía apenas una hora. Despertaron rápidamente al kahraman, pero éste tampoco quiso asumir solo toda la responsabilidad, de modo que pidió consejo a Hadi, uno de los dos mozos de cámara, y sólo después se puso a gritar a la puerta cerrada, hasta que Ibn Ammar despertó.

Ibn Ammar necesitó unos momentos para sacudirse el sueño y comprender lo que ocurría. Llevaba a cuestas unos días muy intensos. Ibn Zaydun había muerto hacía una semana, y al día siguiente el príncipe lo había nombrado hadjib a él. Luego se había celebrado la larga y aburrida ceremonia de investidura, seguida inmediatamente por recepciones, audiencias, apariciones públicas en la mezquita principal y en cada barrio de la ciudad, además de las habituales reuniones con los visires, los directores de la cancillería y de la administración financiera, las preguntas de su propio camarero mayor, quien se enfrentaba a la tarea de multiplicar en pocas semanas la servidumbre de su señor, las discusiones con amigos íntimos y hombres de confianza sobre el reemplazo de funcionarios en puestos importantes de la administración, las visitas a los comandantes militares, con desfiles de tropas y más recepciones. Una larguísima cadena de obligaciones que lo tenían ocupado desde primera hora de la mañana hasta muy entrada la noche, y que no parecía tener fin.

Estaba tan cansado que apenas se sostenía sobre sus piernas, pero no le quedaba más remedio que vestirse y seguir al mensajero. El príncipe lo había mandado llamar, el príncipe lo estaba esperando, y el mensaje era de máxima urgencia.

Ibn Ammar intuía lo que le esperaba. No era la primera vez que al–Mutamid lo mandaba llamar en mitad de la noche. Pero lo que encontró esta vez superaba sus peores temores.

Lo llevaron al palacio de al–Mubarak, en la parte más antigua del al–Qasr, y dentro de éste, a la monumental torre cantonera en la que se hallaba guardado el tesoro del Estado. Pasó por los controles de guardias bien armados. Junto a la puerta interior lo esperaba un tembloroso mozo de cámara, quien le informó a toda prisa mientras subían rápidamente por la estrecha escalera. Poco antes de la medianoche, Al–Mutamid se había presentado a caballo, sin previo aviso, ante los guardias, acompañado tan sólo por una escolta que lo había seguido. Había exigido que se lo dejase pasar a la cámara del tesoro. Los dos centinelas de la guardia interior no lo habían reconocido, de modo que le habían hecho esperar en la puerta hasta que, siguiendo el procedimiento habitual, el comandante le había dejado entrar. El príncipe había montado en cólera, y cuando por fin le fue permitida la entrada, derribó a puñetazos al mayor de los dos centinelas, dejándolo tan maltrecho que habían tenido que llamar a un médico. Acto seguido, el príncipe había subido a la planta superior de la torre, él solo, rechazando toda compañía, y se había encerrado en la cámara del tesoro. Más tarde, había pedido que le trajeran vino y más luz, de modo que le habían enviado un paje. Finalmente, este paje había bajado con la noticia de que el príncipe deseaba ver a Ibn Ammar.

Ante la puerta revestida con barras de hierro que bloqueaba el acceso a las habitaciones más interiores había dos hombres de la guardia del príncipe, dos gigantescos sudaneses, en compañía del paje y el comandante de la guarnición que custodiaba el tesoro. El príncipe no se había movido desde que partió el mensajero en busca de Ibn Ammar. Tal vez se había tranquilizado, o a lo mejor se había quedado dormido. Según el mozo de cámara, el príncipe había comenzado a beber vino dulce por la tarde. Probablemente se había emborrachado hasta perder el sentido. El rostro del pequeño paje negro estaba gris de miedo.

Ibn Ammar no había entrado nunca en la cámara del tesoro. Al abrir la primera puerta, se encontró con un pasillo estrecho que llevaba al pie de una empinada escalera. La escalera terminaba frente a una segunda puerta reforzada con hierro. Llamó. Al no obtener respuesta, empujó la puerta. Ante él se abrió una habitación oscura, cubierta por altas bóvedas que descansaban sobre una columna central de una braza de grosor; una habitación de tales dimensiones que la luz de la lámpara de Ibn Ammar se perdía en ella. Ibn Ammar cerró la puerta al entrar y avanzó unos pasos en la habitación. Había oro y plata por todas partes, y la luz de su lámpara rebotaba centelleando desde todos los rincones. Oro en monedas, oro en barras, arcones llenos de oro, fuentes llenas de oro, grandes cacerolas de cobre llenas hasta el borde de monedas de plata, bandejas y jarras de oro y plata, vasos de jade y de cristal, escudos con incrustaciones de marfil colgados de las paredes, y cotas de mallas de plata pura, lujosas espadas, espuelas de plata y magníficas sillas de montar ricamente adornadas con plata, copas repletas de perlas, jacintos y rubíes, cuernos de extrañas curvas, imponentes colmillos de elefante, pieles de leopardo y, en medio, objetos curiosamente insignificantes, como un viejo remo roto y una sandalia gastada, junto a libros exquisitamente encuadernados dispuestos en largos estantes, y más y más montones de dinero, guardado en toneles y bolsas, acomodado en altísimas pilas o amontonado con descuido. El tesoro del príncipe de Sevilla, el gigantesco botín acumulado por al–Mutadid en el transcurso de su prolongado gobierno. El tesoro más grande de Andalucía.

Al príncipe no se lo veía por ninguna parte. Pero al fondo, bajo la sombra de la columna, algo de luz caía sobre una puerta entornada. Ibn Ammar rodeó la columna. Detrás de la puerta había un estrecho pasillo en el que se abrían otras dos puertas, una a cada lado. La puerta de la derecha estaba abierta, y en la habitación pequeña y fría que se extendía detrás encontró por fin al príncipe.

Al–Mutamid estaba arrodillado frente a un arcón apoyado contra la pared del fondo. Cuando Ibn Ammar llamó a la puerta, el príncipe se volvió precipitadamente, como un ladrón sorprendido en flagrante delito, y por un instante pareció como si quisiera arrojarse sobre el intruso. Parecía nervioso como un animal salvaje, y se puso en pie con la rapidez de una fiera. Tenía los ojos inyectados en sangre, la faja de la cabeza le colgaba alrededor del cuello y su rostro estaba empapado en sudor y cruzado por sus cabellos rojos, desgreñados y apelmazados. En la mano izquierda tenía una calavera.

—¡Muhammad! ¡Muhammad! —lo llamó Ibn Ammar, en tono implorante—. ¡Muhammad, soy yo! ¡Abú Bakr, tu amigo! ¿Me escuchas, Muhammad?

Al–Mutamid se detuvo a tres pasos de su amigo, tambaleándose; sus ojos intentaban aferrarse a él, su boca se abría y se cerraba sin que saliera de ella sonido alguno. Ibn Ammar nunca lo había visto tan borracho. Era un milagro que todavía se tuviera en pie, y fue también un milagro que reconociera al hombre que estaba frente a él.

—¡Abú Bakr! ¡Abú Bakr! —balbuceó con la voz ahogada en lágrimas—. ¡Abú Bakr! ¡Abú Bakr! —repitió una y otra vez, como si hubiera encontrado en ese nombre un anda que le diera apoyo firme en el mar de su borrachera—. ¡Abú Bakr, mi amigo! —gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras extendía los brazos, se acercaba a Ibn Ammar y se aferraba a él con una desesperada e indefensa ternura, que hizo que Ibn Ammar evocara, no sin estremecerse, el abrazo de un oso—. ¡Oh, Abú Bakr, me alegro de que hayas venido! — dijo con excesivo agradecimiento. Las piernas le flaquearon. Ibn Ammar intentó sostenerlo, pero pesaba demasiado. Ambos perdieron el equilibrio y, el uno sosteniendo y sostenido el otro, trastabillaron hacia la pared y cayeron junto al arcón. Quedaron tumbados, enredados el uno en el otro, y al–Mutamid se echó a reír sin parar mientras la calavera rodaba ruidosamente por el suelo.

—¿Qué es eso? —preguntó Ibn Ammar con repentino y creciente miedo.

Al–Mutamid fue tras la calavera gateando, como un niño pequeño va tras una pelota. Luego se arrodilló y apartó de sí la calavera estirando el brazo.

—Éste es Ya'ya ibn Ah ibn Hammud —dijo con voz de pregonero.

—¿El califa? —preguntó Ibn Ammar, perplejo.

—El califa —confirmó al–Mutamid, y se echó a reír para adentro. Se estremecía de risa sin que de su boca saliera un solo sonido, únicamente un débil y ronco resuello—. ¡Ya'ya ibn Ah, el emir bereber, el califa de Córdoba! —continuó cuando se hubo tranquilizado—. ¿No sabías que una vez sitió Sevilla junto con Muhammad ibn Abdallah, el señor de Carmona? —Caminó tambaleándose hacia el arcón, metió una mano dentro y saco una segunda calavera—. Estos dos sitiaron Sevilla. Sitiaron la ciudad en la época de mi abuelo, del qadi. En aquellos tiempos, mi abuelo todavía tenía muchos enemigos en la ciudad, y no podía tener la certeza de que éstos no harían causa común con los sitiadores. Así pues, mi abuelo ofreció a Ya'ya reconocerlo como califa si retiraba sus tropas de Sevilla. Ya'ya estuvo de acuerdo, pero exigió rehenes. Ninguna de las grandes familias de la ciudad estaba dispuesta a entregar un solo rehén. Así, a mi abuelo no le quedó más remedio que entregan a su propio hijo, mi padre. En aquel entonces, cuando fue llevado a Córdoba, mi padre tenía nueve años. Allí trabó amistad con uno de los hijos de Ya'ya, que tenía su misma edad. El chico se ahogó en un pozo, jugando. Su madre culpó a mi padre de su muerte, y probablemente lo hubieran matado de no ser porque Ya'ya fue expulsado de Córdoba poco tiempo después. —Se quedó mirando la calavera que, afirmaba, era del difunto Ya'ya ibn Hammud; le miraba a las cavidades de los ojos, como si estuviera ante una persona viva.

—¿Cómo sabes que es la calavera del Califa? —preguntó Ibn Ammar.

El príncipe le acercó la calavera. En el hueso de la frente tenía pegado un escudo de plata.

—Todas llevan el nombre en la frente, mira —dijo al–Mutamid—. Las de la colección de mi abuelo tienen escudos de plata. Mi padre hacía marcar las suyas con escudos de oro. —Devolvió cuidadosamente al arcón las dos calaveras que tenía en las manos y sacó otras dos—. Aquí tienes a al–Qa'im ibn Hiznun, de Arcos, y a Muhammad ibn Nuh, de Morón. ¿Conoces su historia? —preguntó.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

—Sucedió hace ocho años —continuó al–Mutamid—. Mi padre fue a Morón a negociar con los señores de Arcos, Ronda y Morón. Fue solo, sin escolta, acompañado tan sólo por dos criados. Era imposible derrotar por la fuerza de las armas las inaccesibles fortalezas de los emires bereberes, de modo que eligió otro camino. Se puso en sus manos para ganarse su confianza. Les ofreció una alianza contra Granada. Como de costumbre, las negociaciones se prolongaron hasta muy entrada la noche, y, también como de costumbre, los bereberes bebieron vino en abundancia. Mi padre también bebió, hasta quedarse dormido. Pero antes había encargado a sus criados que permanecieran despiertos, que únicamente fingieran que estaban dormidos. Eran dos hombres que entendían el idioma bereber.

Al–Mutamid dio la vuelta a las dos calaveras, de modo que miraran hacia Ibn Ammar.

—Tan pronto se creyeron libres de vigilancia, estos dos de aquí propusieron contarle el pescuezo a mi padre. Sin duda lo habrían hecho si el señor de Ronda no hubiera invocado las leyes de la hospitalidad.

Volvió a meter las dos calaveras en el arcón.

—Dos años después, los tres emires vinieron a Sevilla. El riesgo había merecido la pena: mi padre se había ganado su confianza. Entonces él se afirmó en su postura y pidió a los señores que le entregaran sus castillos. Sólo el señor de Ronda fue tratado con honores. A los otros dos mi padre los mandó encadenar. Les pusieron las cadenas tan apretadas que el hierro se les incrustó en la carne. Tres años duraron con vida, luego murieron. Mi padre no sabía qué es la compasión.

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