Echó una mirada escudriñadora a Yunus, y al ver el gesto interrogante de éste, se puso a explicar la situación acomodando almendras y piñones sobre la bandeja. Depositó dos líneas con los dedos sobre el blanco latón pulido, que debían representar los linderos del bosque a izquierda y derecha del camino, y colocó entre ambas líneas varias hileras de piñones, que harían las veces de los perseguidores. Luego cogió una almendra entre el pulgar y el índice.
—Imaginad que éste es el atacante —dijo, llevando la almendra a lo largo de las líneas, en dirección a los piñones—. Cuando el atacante está lo bastante cerca, los jinetes de la primera línea se apartan hacia ambos lados, dejándolo pasar. Los de la segunda línea ponen sus caballos de lado, cerrando el camino. —Colocó los piñones tal como había explicado—. El caballo del atacante se detiene ante la muralla de jinetes, y ya lo tienen en la trampa. —Puso la almendra entre los piñones y se recostó en su asiento.
—¿El caballo se detiene? —preguntó Yunus, sorprendido.
—Si no encuentra ninguna brecha, no le queda más remedio que detenerse —confirmó Zaquti—. El jinete no tiene ninguna oportunidad.
Volvió a inclinarse hacia delante y cogió dos almendras más.
—Esa era la situación cuando atacamos nosotros. Los dos jinetes del lado del escudo de Lope ya casi lo habían derribado de su caballo. El primero lo golpeaba en el cuello para hacerlo caer de su cabalgadura, con lo que Lope tuvo que levantar la pierna izquierda, y el segundo consiguió meterle la lanza bajo la protección de la pierna. De ahí esa extraña herida. Estaban tan concentrados en Lope que cuando nos vieron ya era demasiado tarde y no tuvieron tiempo de salir a nuestro encuentro. Derribamos a los dos primeros. Eso dio tiempo a Lope para incorporarse. Nos gritó que huyéramos. Había advertido que los caballos de los otros estaban extenuados, según me dijo más tarde. Así que escapamos los tres a todo galope, Lope todavía con la lanza clavada en la pierna. Pensé que tenía la lanza atravesada, pero Lope estiró la pierna hacia atrás y arrastró la lanza un buen trecho, hasta que ésta cayó. Por eso la herida estaba tan desgarrada. Los otros nos persiguieron, pero pudimos dejarlos atrás. Yo todavía conseguí acertar a los primeros con tres o cuatro flechas, lo que nos dio una ventaja considerable. Sólo después de eso vi la sangre en la herida de Lope. No goteaba, salía a chorros, como de un odre agujereado. Sabía que Lope no llegaría muy lejos con esa herida. Cuando ya habíamos dejado atrás la cuesta y estábamos lo bastante lejos de nuestros perseguidores, mandé al tercer hidalgo que siguiera adelante con el hijo del conde, le quité las riendas a Lope y llevé su caballo hacia el bosque. Nos internamos entre los árboles hasta donde ya no se nos veía desde el camino.
Miró pensativo los frutos secos que había acomodado sobre la bandeja y balanceó la cabeza, pesada por el recuerdo.
—Así fue —dijo—. Dios protege a quienes quiere proteger.
Karima había escuchado con perplejo interés. La expresión de su rostro era tan tensa, que Zaquti sonrió sin querer al verla. Yunus se volvió, espantado.
—¡Todavía estás aquí! —dijo—. ¡Creía que te habías ido hacía rato!
Karima se levantó obedientemente, escondió el rostro bajo el pañuelo de la cabeza y salió del madjlis sin despedirse. Al cerrar la puerta, apoyó la espalda contra ésta y se quedó petrificada, respirando hondo. Creía que sus piernas cederían bajo su peso.
LUNES 30 DE ENERO, 1071
25 DE SHEWAT, 4831 / 25 DE RABí II, 483
Yunus tenía que ir al palacio a primera hora de la mañana, y Karima lo acompañó hasta la puerta. Sabía que su padre no volvería hasta el atardecer. Tenía todo un largo día por delante. En algún momento de ese día tenía que presentársele la oportunidad de entrar en la habitación para enfermos, de ver a Lope. Había pensado tanto en el relato de Zaquti, tenía tantas preguntas. Tenía que verlo. Tenía que hablar con él como fuera.
Amparándose en todos los pretextos posibles, entró en la cocina y, con zalamera amabilidad, se ofreció a ayudar a la vieja Dada.
—¿Puedo ayudarte, Dada? ¿Voy por hierbas? ¿Barro el terrado?
Cuando la comida de Lope estuvo lista, Karima preguntó con aire inocente y dispuesto a ayudar si debía llevársela ella. Al advertir que Ammi Hassán estaba en la parte posterior de la casa, cerca de la habitación para enfermos, se inventó una pregunta que tenía que hacerle ella misma y urgentemente. Pero Dada no se dejó embaucar.
—La comida se la llevo yo —dijo la vieja criada—. Y Ammi Hassán volverá en seguida. ¡Tú pregunta tendrá que esperar un momento!
Dada tenía bien abierta la puerta de la cocina y no le quitaba ojo a Karima. Vigilaba el pasillo como un mastín. Era imposible pasar por allí sin que la vieja criada se diera cuenta.
El día fue pasando, con Karima tanto más nerviosa cuanto más tarde se hacía. Un par de veces estuvo a punto de aventurarse sin más, pasando por la cocina sin hacer tantas preguntas y desapareciendo por el pasillo. Pero al final siempre se contenía. Sabía que Dada se lo habría contado todo a su padre, y no quería parecer desobediente.
Esperó la llegada de Zaquti. Confiaba en que el hidalgo distrajese a Dada, y ella tuviera así ocasión de entrar en el patio trasero sin ser vista. Pero esperó en vano. Zaquti no apareció ese día.
Por la noche, tras el regreso de Yunus, Karima se encerró en su habitación y lloró de desilusión.
Al día siguiente, el azar vino en su ayuda. Estaba sentada en el madjlis, bordando el forro de un cojín que formaría parte de su ajuar. Por momentos trabajaba como una poseída, como si quisiera acelerar el tiempo, que transcurría con tan atormentadora lentitud; y por momentos simplemente se quedaba allí sentada, sin dar una sola puntada en media hora, con las manos colgando entre las rodillas y los ojos clavados en el suelo, sin ver nada. No podía concentrarse en su trabajo, pero tampoco conseguía fijar su mente en ningún otro pensamiento. En su cabeza, todo andaba revuelto. Ya ni siquiera se conocía a sí misma.
A mediodía llegó la mujer que pasaba todas las semanas a recoger la ropa para hacer la colada. La vieja Dada se fue con ella, porque la pila de ropa era demasiado grande y porque sabía que Karima estaba bajo la vigilancia de su padre. Pero media hora después Yunus fue llamado del palacio, y así, de pronto, todos se habían marchado. Karima se había quedado sola en casa con Ammi Hassán, y con Ammi Hassán podía hablar, siempre se había entendido con él, él era incapaz de negarle nada. No pendió el tiempo. Pero Ammi Hassán era más testarudo de lo que ella pensaba. El criado estaba amontonando leña en el cobertizo contiguo a la cocina, y tenía ocupado el pasillo. Cuando Karima salió de la despensa con un plato de dátiles y frutos secos en la mano, y pasó muy segura de sí misma junto al criado, rumbo a la puerta que daba al patio trasero, Ammi Hassán salió corriendo detrás de ella agitando los brazos.
—¡Adónde vas, niña! ¡Qué te propones! ¡Qué dirá el hakim! ¡Qué dirá Dada! —Había tenido que prometer solemnemente a los dos que vigilaría a Karima.
Ella intentó tranquilizarlo. Sólo quería llevar unas golosinas al paciente; no había nada malo en ello. Ni siquiera Dada podría oponerse. Además, Dada no se enteraría. Y Karima, sin más, dejó allí plantado al buenazo de Ammi Hassán. Sabía que tarde o temprano el criado subiría al terrado a vigilar si venía Dada. Lo conocía bien, y le constaba que él nunca la delataría.
Cuando entró en la habitación, Lope dormía, y en un primer momento Karima se sintió desconcertada, pues no se le había ocurrido la posibilidad de que Lope no estuviera despierto. No sabía si retirarse o hacer notar su presencia de algún modo, y estaba casi decidida a salir de la habitación cuando de pronto Lope abrió los ojos. El muchacho despertó de inmediato y miró fijamente a Karima, lo que la precipitó aún más en su desconcierto.
Sintió que se le subían los colores y, levantando el plato de frutos secos, murmuró algo. Sentía como si tuviera que dar inmediatamente una explicación. Luego se dio la vuelta rápidamente, buscando un objeto sobre el cual poder dejar el plato. Se sentía espantosamente insegura. Aún tenía ante los ojos la imagen de Lope de hacía dos días. En ningún momento había pensado que Lope hubiera podido recuperarse tanto en ese breve tiempo. Todavía estaba blanco como la pared, pero se lo veía inquietantemente despierto.
Arrimó un taburete a la cama, puso el plato encima, y se quedó de pie junto al enfermo sin saber qué hacer. No sabía dónde meter las manos, ahora que ya no tenía que sostener el plato.
—¿Cómo va la pierna? —preguntó, sólo para romper el silencio.
Lope la seguía contemplando, sin apartar la mirada ni un solo instante.
—Sí, la pierna —dijo Lope—. Pronto estará bien.
Ella asintió y pensó desesperada qué otra cosa decir. Se sentía indefensa. Nunca antes le habían faltado las palabras. ¿Qué le pasaba? Tiró de una hilacha del tapiz de la pared. Arrimó el taburete más cerca de la cama.
—Dice mi padre que Ibn Ammar quiere enviar una litera —dijo débilmente, mirando la pared. Sentía la minada de Lope puesta en ella, y no se atrevía a devolverla. ¿Qué le había pasado? Hacia dos días lo había mirado a los ojos sin temor, ¿por qué ahora ya no podía hacerlo?
—¿Una litera? ¿Para qué? —oyó decir a Lope. Ella seguía tiesa como una lámpara junto a la cama.
—Creo que ya debo irme —dijo, echando una rápida mirada a Lope, y vio la desilusión en su rostro. Encontró otro punto del tapiz del que podía tirar.
—Quería preguntarte algo —dijo Lope.
Karima se volvió hacia él.
—¿Si? —dijo, molesta porque su voz sonara tan indiferente.
Lope se enderezó con cuidado e intentó acomodarse un cojín debajo de la espalda. Ella se lo impidió.
—No debes levantarte —dijo con voz severa—. Si te mueves mucho la herida puede volver a abrirse. —Le acomodó el cojín debajo de la cabeza. Lope se conformó.
—¿Cómo es que sabes todas esas cosas? —preguntó Lope.
—Por mi padre —dijo Karima, y como Lope se quedó mirándola en silencio, un momento después añadió a modo de explicación—: A veces me lleva a su consultorio, cuando tiene que tratar a una mujer.
—¿Eres una hakim, como tu padre? —preguntó respetuosamente Lope.
—¡No! —respondió ella con una sonrisa complaciente—. Sólo lo ayudo a veces. Sé reconocer unas pocas enfermedades y sé tratar heridas, pero nada más. Aunque intento aprender, y leo los libros que me da mi padre.
Lope la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Puedes leer libros? —preguntó asombrado.
—¿Por qué no? No es nada raro —dijo ella sin pensar, pero calló de pronto al darse cuenta de la penosa situación en la que había puesto a Lope. Karima conocía las cómicas historias que se contaban sobre los españoles del norte. Que ni siquiera sabían escribir su nombre, y que en su lugar dibujaban una cruz. Que sus cuerpos sólo tocaban agua dos veces en toda su vida: cuando los bautizaban y cuando lavaban su cadáver. Que se alimentaban de ajos, cebollas y leche enmohecida. Que creían en hechizos y estupideces semejantes, y que no eran más cultos que los cerdos con los que compartían techo. Desde luego, Karima sabía que esas historias eran exageradas, pero no podía saber cómo reaccionaría Lope. No quería que él la tomara por una presuntuosa.
—Tuve una institutriz que me enseñó —dijo, y añadió con una amable sonrisa—: Es muy fácil. Tú también podrías aprender si alguien te enseñara.
Lope la miró, dubitativo.
—¿Yo también podría aprender? —preguntó.
—¿Por qué no? —respondió ella.
Lope se quedó pensando un rato. Luego preguntó con tímido celo:
—¿Puedes enseñarme tú?
Karima balanceó la cabeza.
—No tengo aquí mis útiles de escribir —dijo.
—¿Y no puedes ir a traerlos? —preguntó Lope.
Karima quiso disuadirlo, pero al ver la seriedad con que él la miraba flaqueó de pronto, y se levantó vacilante.
—Tienes que estarte quieto y dormir —dijo en fingido tono de reproche—. Mi padre se enfadará si te lo impido.
—No se enterará —dijo Lope.
Karima corrió al primer patio y a su habitación, reunió rápidamente sus útiles de escribir, cogió una hoja de papel y corrió de regreso.
—¡Karima! ¡Niña! —le gritó Ammi Hassán desde el terrado—. ¡No deberías hacer eso, niña! ¡Regresa!
Karima no le hizo caso. De repente se le había ocurrido la idea de pedir permiso a su padre para enseñar a Lope a leer y escribir mientras éste tuviera que guardar cama. Contuvo el paso al llegar a la puerta de la habitación de Lope y se esforzó por parecer tranquila, aunque en realidad tenía el corazón en la garganta. Vio que Lope había aprovechado su breve ausencia para ponerse un segundo cojín bajo la espalda. Hizo como que no lo había notado. Dejó el plato de frutos secos en el suelo y se sentó en el taburete; luego se puso la carpeta sobre las rodillas y extendió encima la hoja de papel.
Lope observó atentamente cómo la muchacha alisaba el papel con la moleta, cortaba una nueva punta a la pluma y la metía en el tintero.
—¿Qué escribo? —preguntó Karima.
Lope miró la pluma.
—Tu nombre —propuso.
Karima bajó rápidamente la cabeza y encaró la hoja de papel blanco que tenía sobre las rodillas. Súbitamente había recuperado toda su seguridad en si misma.
—¿En qué caracteres lo escribo? —preguntó—. ¿En caracteres árabes? ¿En hebreos? ¿En latinos? —Esperó su respuesta con la cabeza gacha, pero como Lope seguía mudo, levantó cuidadosamente la mirada y vio sus ojos dirigidos hacia ella con interrogante desconcierto. Karima sonrió sin querer—. Escribiré en caracteres latinos, como lo hacéis vosotros —dijo, y empezó a escribir su nombre en el papel con letras grandes y un tanto inseguras. No tenía mucha práctica con los caracteres latinos.
Lope observó los incomprensibles signos con una especie de sagrado respeto, y vio cómo Karima iba señalando con el dedo cada una de las letras.
—K–a–r–i–m–a —deletreó.
La mirada de Lope iba y venía entre el dedo de la muchacha, que señalaba las letras, y sus labios, que formaban los sonidos. Luego leyó él el nombre, tal como ella lo había hecho antes:
—Ka–ri–m–a. —Volvió a leerlo—: Ka–ri–m–a… —Luego miró a su profesora con ojos cargados de expectación, como si ya hubiera descifrado el misterioso enigma de la lectura, volvió a empujar el papel hacia Karima y dijo, arrebatado por la vehemencia de su entusiasmo: