El puente de Alcántara (41 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Yunus lo escuchó con muda resignación. Unos momentos después, se dejó poner de mala gana las pesadas botas de cuero, la faja de lana, que le cubría hasta la barba, y la tosca túnica, que lo convirtió en un criado de la casa. Se dejó llevar por patios traseros y estrechas callejas hasta la Puerta de Cauri, y, a través de ésta, hasta la cuadra de alquiler donde Ibn Eh lo esperaba con una mula.

El hijo de Ibn Eh lo acompañó. Cuando ya habían dejado atrás la ciudad, avanzando un buen trecho por la carretera que se dirigía a Sahagún y, luego, a Carrión y Burgos, el sol colgaba sólo dos palmos por encima del horizonte. Tenían el viento en la espalda; un viento helado y cortante, que llevaba consigo finísimos copos de nieve. Antes aún de que cayera la noche, hacía tanto frío que los copos de nieve no se derretían al llegar al suelo. La blanca alfombra de nieve hacía la noche tan clara, que no tenían dificultad en seguir el camino.

20
MURCIA

VIERNES 9 DE MUHARRAM, 456

2 DE SHEWAT, 4824 / 2 DE ENERO, 1064

—Pero no más de tres días, Abú Bakr —había decidido el príncipe heredero—. En ningún caso más de tres días. Tú sabes cuánto necesito tus consejos, sobre todo ahora, Abú Bakr.

No obstante, tres días. Tres días de vacaciones tras siete semanas en la corte. Siete semanas de servicio en la corte, día tras día, muchas noches enteras, sin descanso. No es que tuviera motivos para quejarse. Desde la fiesta en el salón del palacio de verano, había sido colmado de favores. Desde que los médicos confirmaron que Fahda Bint Ah ibn Mudjahid, princesa de Denia y ahora primera mujer del harén del príncipe heredero, había concebido, hasta los eunucos del palacio, quienes conocían mejor que nadie las relaciones de poder planteadas en la corte, lo colmaban de pequeñas atenciones y privilegios. No, en lo referente a su situación, no tenía motivo alguno de queja.

Le habían asignado unas habitaciones lujosamente amuebladas y provistas de un patio interior en la nueva ala del al–Qasr de Murcia, a la que se había trasladado el príncipe por orden de su madre, quien quería que se encontrara presente cuando muriera el qa'id. Ibn Ammar tenía allí dos criadas, un khasi que administraba la casa, un paje negro y una doncella para Nardjis. Recibía una paga mensual de cuarenta dinares y tenía el derecho de utilizar las caballerizas del príncipe heredero y de pedir la escolta de un lancero de la propia guardia del príncipe cuando quería salir a cabalgar. Se encontraba en la misma cima a la que había llegado una vez en Sevilla. Había vuelto a conseguirlo. Pero había tenido que pagar por ello. Vivía como un pájaro en una jaula dorada. Y se encontraba solo en su jaula. No tenía en todo el palacio ni un solo amigo, ni un solo hombre en quien confiar. La única persona con la que podía hablar abiertamente era Nardjis. Pero también ella se había convertido en una molestia. Una mujer joven que era de su propiedad y, sin embargo, pertenecía a otro. Una belleza tentadora que estaba con él cada día, que le parecía cada día más deseable y que lo trataba como una hermana trata a un hermano.

Ibn Ammar hubiera querido llevarla a su casa de campo mucho tiempo atrás, pero el príncipe heredero tenía la desagradable costumbre de preguntar una y otra vez por los regalos que había hecho, para cerciorarse de que eran apreciados. Por este motivo, Ibn Ammar tampoco había informado aún al sabí; no quería darle motivos para hacer alguna locura. Ahora, por fin, se verían los dos enamorados. Durante tres días. Nardjis vivía sumida en una impaciencia febril desde que se había fijado el día de la partida.

También Ibn Ammar había hecho sus preparativos. Gracias a la vieja Hafsah, ha vendedora de esponjas, había podido mantener correspondencia con Zohra. Cartas cargadas de nostalgia, cartas apasionadas, mensajes, billetes, poemas rebosantes de nostálgicos deseos. Ahora Ibn Ammar le había anunciado su llegada:

Te envío desde ya mi corazón,

cuídalo hasta que yo llegue.

Y ella le había escrito respondiéndole que lo esperaba allí, donde lo había esperado la primera vez, en el mismo pabellón, en el jardín de la casa de campo.

Tres días, tres largos días. Ibn Mundhir, el comerciante en paños, estaba en Cartagena. Nadie los molestaría cuando estuvieran juntos.

Cuando esa mañana del viernes, que debía ser el primer día de sus vacaciones, entró detrás del príncipe heredero en el madjlis de la parte vieja del al–Qasr, en el que tendría lugar la recepción del qa'id, Ibn Ammar se sentía como liberado.

Eh gran salón cubierto por una cúpula estaba lleno a rebosar. Hassún ibn Tahír había puesto como condición que él fuera el último en llegar, inmediatamente después de su padre, el qa'id. Muhammad, el hermano menor, ya estaba allí, sentado en el lugar dispuesto para él, a la izquierda del cojín elevado preparado para eh qa'id. Pero mientras los otros invitados se levantaron para saludar al príncipe heredero, él fue el único que se quedó sentado, hojeando unos papeles, como si no hubiera advertido la entrada de su hermano. No se levantó ni siquiera cuando el príncipe heredero había entrado ya hasta mitad del salón. Por unos instantes pareció como si estuviera pensando lanzarle un desafío abierto. Pero entonces, cuando ya todos contenían la respiración, se puso de pie de un brinco, se acercó radiante a su hermano, lo abrazó, se disculpó extensamente por no haber estado atento y volvió a su lugar. Una comedia fríamente calculada. A ninguno de los que llenaban el salón se le escapó con qué indecisión había reaccionado el príncipe heredero a la afrenta.

La escena tampoco se le había escapado a Ibn Ammar. Lo había puesto nervioso, como una lejana señal de alarma. Nunca antes había visto juntos a los dos hermanos. Difícilmente podía imaginarse que pudieran ser más distintos el uno del otro. Muhammad era pequeño, delgado, enjuto, casi raquítico. Hassún, en cambio, alto, pesado, blando y fláccido. Una comadreja y un conejo, pensó Ibn Ammar. La comparación le pareció desagradable.

El qa'id entró sin ser anunciado por una puerta oculta en una de las hornacinas de la pared. Caminaba doblado y con las piernas rígidas, y el hombre que le sostenía la sombrilla iba tan cerca de él que podía sujetarlo de ser necesario. Tenía el rostro desencajado, como si sufriera terribles dolores; sus ojos estaban enrojecidos, y la piel, transparente como pergamino.

Ibn Ammar lo veía por primera vez, y quedó sorprendido por el gran parecido con su hijo menor, visible a pesar de todos los rastros dejados por el envejecimiento. Los mismos dientes saltones, la misma cara afilada de nariz puntiaguda, la misma delgadez. Resultaba fácil comprender por qué el qa'id a veces había preferido a su hijo menor. Muhammad era su vivo retrato y, al parecer, no sólo en el aspecto externo.

No obstante, ahora, durante la recepción, el qa'id dejó ver sin sombra de duda que su primogénito sería su sucesor. Lo dejó claro no sólo con las muestras de respeto que le hizo a ojos de todos y con el modo en que le pedía consejo una y otra vez durante la conversación. Además de esto, dio una clarísima señal cuando, al retirarse, le cedió tanto la presidencia del madjlis como el asiento elevado del qa'id, de modo que al heredero ya sólo le faltaba el portador de la sombrilla para alcanzar toda la dignidad real.

Al final del servicio religioso en la mezquita principal, el nombre de Hassún ibn Tahir fue mencionado junto con el del qa'id e incluido en ha misma bendición. Ya nadie dudaba que pronto sucedería a su padre en el trono. La sayyida había puesto en juego toda su influencia y, por lo visto, había vencido.

Cuando Ibn Ammar regresó de la mezquita principal, Nardjis lo estaba esperando muy nerviosa, envuelta en un pesado mantón de viaje, el equipaje guardado en dos grandes alforjas; estaba lista para emprender eh camino, y temblaba de nervios, muda, pálida, los ojos muy abiertos. Parecía como si no hubiera dormido en toda la noche. Ibn Ammar, mientras mandaba traer los caballos y la ayudaba a montar, tomó dolorosa conciencia de cuánto envidiaba al sabí. No por la mujer, sino por el instante del reencuentro, en el que él no podría participar. Había informado al sabí de su inminente llegada. Pero en su carta no le había dicho a quién llevaría consigo.

Cabalgaron hacia el sur a través de las huertas. El lancero cabalgaba por delante. Soplaba el simún, como desde hacía ya unos días, y les arrojaba al rostro su aliento seco y polvoriento. En las huertas estaban trabajando muchos campesinos, podando las cepas, preparando la capa de mantillo para la primera siembra de hortalizas. Eh aire estaba impregnado de un soplo primaveral. Los primeros limones amarillos colgaban ya de los árboles; los primeros narcisos empezaban a florecer. Narciso, la flor cuyo nombre llevaba la qayna. Ibn Ammar desmontó, juntó un pequeño ramo y se lo dio. Una flor sin perfume, había dicho el príncipe heredero del narciso. Pero qué hermosa y delicada era. Y quizá el problema fuese sólo que los humanos no tenían un olfato lo bastante fino para percibir su aroma.

Tras dos horas de viaje llegaron a la casa de campo. Ibn Ammar despidió al lancero con una generosa propina, ayudó a Nardjis a desmontar y entregó los caballos al jardinero, que les había abierto la puerta. La criada salió de la casa para saludarlo. Ibn Ammar empujó a Nardjis a través de la puerta; todavía tenía el rostro cubierto por el velo para el polvo. Ibn Ammar la sentía temblar.

En el patio interior salió a recibirlos el sabí. Se precipitó sobre Ibn Ammar con el impetuoso entusiasmo de un gran perro fiel que vuelve a ver a su amo tras una larga separación.

—¡Abú Bakr, amigo, hermano, qué alegría que estés otra vez aquí! —estiró los brazos hacia Ibn Ammar, lo abrazó con todas sus fuerzas, lo besó en las dos mejillas, en la boca, lo levantó por los aires—. ¡Hermano, apenas puedo expresar mi alegría por que hayas vuelto!

Ibn Ammar consiguió por fin liberarse del abrazo.

—Hubiera querido, hubiera tenido que venir antes, Sammar —dijo—. Lo intenté por todos los medios. —Se volvió hacia Nardjis, que se había quedado en la puerta del recibidor. Estaba apoyada con una mano en la jamba de la puerta, como si necesitara un sostén.

Eh sabí no parecía haberla visto siquiera. Pasó un brazo por los hombros de Ibn Ammar y empezó a llevarlo hacia el interior de la casa.

—Ven, hermano —dijo—. Todo está preparado para tu llegada, el baño caliente, la comida lista…

—¡Espera! —lo interrumpió Ibn Ammar—. No he venido solo, Sammar. —Se quitó de encima el brazo que lo tenía cogido por los hombros, regresó a la entrada y, con una suave presión, empujó a Nardjis hacia ha puerta que llevaba al madjlis—. He traído a alguien conmigo —dijo. Hizo pasar a Nardjis a través de la puerta abierta. Vio la expresión sorprendida e interrogante en el rostro del sabí, y una centelleante esperanza en sus ojos. Vio que Nardjis se quitaba el velo para el polvo y empujó también al sabí hacia eh recibidor; cerró la puerta de golpe, haciéndola chocar duramente contra el marco.

Dios sabía cuánto los envidiaba en ese momento. No había querido ni siquiera ser testigo de su dicha.

Mantuvo la puerta cerrada. Escuchó al sabí gritar su nombre y cogió con todas sus fuerzas el pomo de la puerta al notar que tiraban de ella desde dentro.

—Nos veremos más tarde, Sammar —dijo rotundamente—. Pasadlo bien, yo no tengo nada que hacer aquí. Todo lo bueno que se nos concede viene de las manos de Dios.

Se alejó rápidamente; corrió de regreso hacia la puerta, donde el jardinero seguía ocupado en alimentar a los caballos y quitarles las alforjas. Llamó a la criada, le pidió que lo acompañase al baño y echó el cerrojo apenas la mujer volvió a dejarlo solo.

Pasó toda la tarde en eh baño. Cada vez que el sabí se acercaba a la puerta y llamaba, él le mandaba que se marchase, diciendo:

—Deja ya de echar abajo mi puerta, Sammar. Vuelve con ella. Tenéis sólo tres días. Tengo que llevármela de regreso a Murcia. Pregúntale a ella, ella te lo explicara.

Tenía que responder con aspereza para poder escapar del agradecimiento del sabí. Se alegraba de que hubiera una puerta cerrada entre ambos.

Poco antes de la puesta de sol salió sigilosamente del baño. Estaba muy bien vestido, envuelto en un capote oscuro. Se deslizó a través del patio interior bajo la sombra del emparrado y, al pasar, oyó que el sabí explicaba sus planes a Nardjis:

—Cartagena… Ceuta… Alejandría… Aidhab, y de allí a la India…

Salió sin ser visto. Encargó a la criada que atendiera a la pareja de enamorados, le dijo que a él no lo esperaran hasta dos días después y la cogió un instante en sus brazos al advertir que tenía los ojos llenos de lágrimas.

El muchacho ya esperaba a la puerta; sacó el caballo sonriendo tímidamente y sostuvo firmes las riendas del animal mientras Ibn Ammar montaba. Era el mismo muchacho que ya una vez lo había guiado. Y era el mismo camino el que seguían ahora, y el mismo objetivo: el pie de la muralla del parque, junto a la gran torre. Todo era tal como había sido ya una vez, y, sin embargo, todo era distinto. La doncella esperaba en la puerta secreta, y acompañó a Ibn Ammar por el mismo camino a través del seto de zarzas hasta el pabellón. Pero esta vez Ibn Ammar ya conocía el camino y sabía qué le esperaba. Esta vez no eran la curiosidad y la sed de aventuras las que lo empujaban, sino la nostalgia. Lo que una vez había sido excitantemente nuevo, era ahora familiar y, sin embargo, aún más excitante. Zohra, la bella. Ibn Ammar no había dejado nunca de tener frente a sus ojos la imagen de Zohra, sus ojos, su cabello brillante, el resplandor de las velas sobre su piel. Cuando volvieron a verse, él ya se había representado mentalmente lo que le esperaba. Él sabía qué le esperaba. Pero, cuando cayeron el uno en brazos del otro, todo fue distinto a como él lo había imaginado. Todo era familiar y, sin embargo, nuevo. Y ella era hermosa, incomparablemente hermosa.

—Zohra —dijo Ibn Ammar—. Zohra, Zohra.

Y Dios hizo como que no los veía mientras se amaban, y el tiempo pasó sin tocarlos y los dejó atrás. Ya no había un antes ni un después, y el universo que los rodeaba se había desvanecido. Ya sólo existía ese pabellón en el parque, como una isla en el mar, y esa doncella de cálidos ojos pardos, que venía cruzando el mar como un farero, trayéndoles fruta y vino, llenando el brasero, reemplazando las velas consumidas, calentando el agua para el baño y cuidando de ellos como un ángel protector.

Y ellos convirtieron la noche en día y el día en noche, y el tiempo se detenía y volvía a transcurrir mientras ellos dormían uno al lado del otro y despertaban juntos para decirse cosas absurdas, reír y jugar todos los juegos del amor.

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