El que habla con los muertos (12 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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Hannant miró al muchacho con un rostro sin expresión. Contempló luego el diagrama del libro. La cabeza le daba vueltas, y tuvo la sensación de que un viento helado soplaba sobre su columna vertebral y lo hacía estremecer. ¿Qué diablos pasaba…? ¡Por Dios, el profesor de matemáticas era él! Pero el razonamiento de Keogh era impecable. Para resolver aquel problema no hacían falta fórmulas, ni siquiera eran necesarias las matemáticas. Era cuestión de cálculos mentales… y de comprender la naturaleza de la circunferencia… y no dejar que los árboles impidieran ver el bosque. ¡Seguro que la respuesta de Harry era correcta! ¡Tenía que serlo! Si Hannant se hubiera olvidado de sus fórmulas y hubiera pensado un poco, él también habría podido llegar a ella. Pero Keogh la había resuelto en un instante. ¡Y su mofa había sido sincera!

Hannant se dio cuenta de que si no manejaba bien la situación, probablemente perdería al chico allí mismo. Y también se dio cuenta de que si esto sucedía, la pérdida no sería sólo de él. Aquí había una mente potencialmente brillante. A pesar de que su confusión era grande, tenía que arreglárselas para conservar su autoridad.

Se obligó a sonreír, y dijo:

—¡Muy bien! Pero yo no pretendía evaluar su cociente intelectual, Harry Keogh. Sólo quería saber si usted sabía las fórmulas. Pero usted realmente me intriga. ¿Por qué, siendo tan inteligente, son tan pobres sus trabajos en clase?

Harry se puso de pie. Sus movimientos eran rígidos, casi automáticos.

—¿Puedo marcharme, señor?

Hannant también se puso de pie, y tras encogerse de hombros, se hizo a un lado.

—Su tiempo libre le pertenece —dijo—. Pero cuando tenga cinco minutos, tal vez le convenga repasar las fórmulas.

Harry se alejó, muy erguido y con movimientos envarados. Tras dar unos cuantos pasos, se dio la vuelta y miró hacia atrás. Un rayo de sol que se filtraba entre el follaje se reflejó en los cristales de sus gafas, y sus ojos parecieron estrellas.

—¿Fórmulas? —preguntó con su nueva y extraña voz—. Podría darle fórmulas que usted ni siquiera se ha imaginado.

Y Hannant, sacudido por un estremecimiento, tuvo la certeza de que Keogh no estaba fanfarroneando.

El profesor de matemáticas hubiese querido gritarle el chico, ir corriendo hacia donde se hallaba, golpearlo quizá. Pero sus pies parecían haber echado raíces en el lugar. Las fuerzas parecían haberle abandonado. Este asalto lo había perdido por K.O. Se sentó otra vez, tembloroso, en el bloque de piedra, y apoyó la cabeza contra la lápida mientras Harry Keogh se alejaba. Permaneció allí un instante, y luego se puso en pie de un salto, con un movimiento convulsivo, y se apartó de la tumba. Tropezó y cayó boca abajo sobre la hierba. Keogh ya había desaparecido, perdido entre las hileras de tumbas.

La tarde era cálida —no, era horriblemente calurosa—, pero George Hannant se sintió frío como un muerto. Había algo en el aire, en su corazón, que lo helaba. Aquí, exactamente en este lugar. Y entonces recordó dónde y cuándo había oído a alguien hablar como Harry Keogh, con su autoridad, su precisión y su lógica. Hacía ya casi treinta años, y Hannant había tenido poco más o menos la edad de su alumno. Y el hombre había sido su héroe, casi su dios.

Se puso en pie, todavía estremecido, recogió los libros de Keogh y los guardó en su cartera. Después, con cautela, retrocedió alejándose de la tumba.

Grabada en la lápida, con letras parcialmente cubiertas por líquenes, había una sencilla inscripción que George conocía de memoria:

JAMES GORDON HANNANT

13 de junio de 1875 — 11 de septiembre de 1944

Profesor en el Colegio Harden durante treinta años,

director del mismo durante diez años, es ahora uno más

entre los habitantes del paraíso.

El epitafio había sido una broma —o lo que él creía una broma— de su padre. Su principal interés, al igual que el de su hijo, habían sido las matemáticas. Pero George nunca sería tan bueno como él.

Capítulo tres

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, George Hannant tenía una breve clase de matemáticas, pero antes de empezar el profesor había hecho una pausa para reflexionar, para intentar dar una explicación lógica a lo sucedido el día anterior, de modo que cuando los muchachos ya estaban trabajando, y sólo se oía el ruido de las plumas sobre las hojas del papel, Hannant tenía la convicción de tener una respuesta racional para lo que la noche antes le había parecido un incidente muy extraño. Keogh era, evidentemente, una de esas personas especiales que podían ir derecho a la raíz de las cosas,
un pensador
y no un
hacedor
. Y un pensador cuyos procesos mentales, aunque opuestos a los de la mayoría, eran correctos.

Si conseguía que se interesara profundamente en un tema, como para sentirse impulsado a hacer algo, el resultado sería sin duda extraordinario. Claro está que seguiría cometiendo errores en una simple suma o en una resta —dos más dos en ocasiones sumarían cinco— pero soluciones que para los otros eran invisibles, a Harry le resultarían evidentes de inmediato. Por ello, Hannant lo había hallado parecido a James G. Hannant, su propio padre. También él había poseído una extraordinaria intuición, era un matemático nato. Y tampoco se había preocupado por las fórmulas.

Para Hannant también era evidente que él había convertido una chispa en una verdadera hoguera en el cerebro de Keogh, porque el chico parecía estar trabajando duro —o al menos lo había estado durante los primeros quince minutos de la clase—. Después… bueno, se había puesto a soñar despierto, como en tantas otras ocasiones. Pero cuando Hannant se puso a sus espaldas y revisó el trabajo, todos los problemas que había dado estaban correctamente resueltos, a pesar de que Keogh no les dedicara mucho tiempo. Iba a ser interesante, cuando esa semana comenzaran con trigonometría, ver de qué era capaz Keogh. Ahora que la circunferencia no tenía misterios para él, tal vez se interesara por el triángulo.

Pero todavía había algo que intrigaba a George Hannant, y para encontrar la respuesta debía ver a Jamieson, el director del colegio. Dejó a los muchachos trabajando solos por unos minutos —con la habitual advertencia sobre el comportamiento deseado durante su ausencia— y se dirigió al despacho de su superior.

—¿Harry Keogh? —Jamieson parecía un tanto sorprendido—. ¿Cómo le fue en el examen de la Escuela de Artes y Oficios? —El director cogió una delgada carpeta de un cajón de su mesa, la hojeó y luego dijo—: Me temo que Keogh no se presentó al examen. Al parecer estaba enfermo, con fiebre del heno, o algo semejante. Sí, aquí está: fiebre del heno, hace tres semanas. Faltó dos días al colegio. Desgraciadamente los exámenes tuvieron lugar en Hartlepool, el segundo día que Keogh estuvo ausente. Pero ¿por qué me lo pregunta, George? ¿Usted cree que el chico hubiera tenido alguna posibilidad?

—Creo que hubiera aprobado sin ningún esfuerzo —respondió Hannant, franco hasta el punto de parecer grosero.

Jamieson lo miró desconcertado.

—¿No cree que ya es un poco tarde?

—¿Para preocuparse por eso? Sí, supongo que sí.

—No, me refería a su interés por Harry Keogh. No sabía que usted tuviera una buena opinión de él. —Jamieson cogió de un archivador una carpeta, esta vez bastante más gruesa—. Éstos son los informes del último año —dijo mientras pasaba las hojas; en esta ocasión no estaba sorprendido—: ¡Tal como yo pensaba! Por lo que aquí veo, ninguno de sus colegas pensaba que Keogh tuviera la menor posibilidad en nada… y esto lo incluye también a usted, George.

—Tiene razón —respondió Hannant, y su cuello se puso rojo—, pero eso era el año pasado. Además, los exámenes de la Escuela de Artes y Oficios tienen más en cuenta la inteligencia que los conocimientos académicos. Si usted le tomara a Harry Keogh un test de inteligencia que midiera su cociente intelectual, creo que se llevaría una sorpresa. Al menos, en cuanto a sus dotes para las matemáticas. Lo hace todo por instinto, por intuición, pero de manera brillante, se lo aseguro.

Jamieson hizo un gesto de asentimiento.

—Bueno, debe de ser notable para que un profesor se interese de verdad por un chico de Harden —dijo el director—. Y que conste que no quiero menospreciar a nadie, y menos a los chicos, pero los pobres provienen de un medio que no los favorece nada. De paso, ¿sabe cuántos de nuestros muchachos aprobaron ese examen? ¡Tres! Y eso significa que la proporción es de un aprobado entre sesenta y cinco.

—Habrían sido cuatro si Harry Keogh se hubiera presentado.

Jamieson no parecía convencido, pero sí impresionado.

—Está bien. Supongamos que usted está en lo cierto con respecto a sus condiciones para las matemáticas. Y en verdad, usted tiene razón cuando dice que ese examen apunta más a evaluar la inteligencia natural que los conocimientos memorísticos. Pero ¿y qué me dice de las otras materias? Según estos informes, Keogh fue un fracaso en casi todas. El último de la clase en la mayoría.

Hannant asintió con un suspiro, y luego dijo:

—Mire, siento haberle hecho perder el tiempo con este chico. De todos modos, ya no se puede hacer nada, puesto que no se presentó al examen. Pero pienso que es una pena; el chico es realmente capaz.

—Le diré qué vamos a hacer —dijo Jamieson, mientras acompañaba a Hannant hacia la puerta, su mano en el hombro del profesor de matemáticas—: Dígale que venga a verme por la tarde. Hablaré con él, y veré qué me parece. No, espere; quizá pueda hacer algo un poco más constructivo. ¿De modo que es un matemático intuitivo? Muy bien…

Jamieson regresó a su mesa, cogió la pluma y garrapateó algo en una hoja en blanco con membrete del colegio.

—Tome —dijo—. Vea cómo resuelve esto. Que lo haga a la hora del almuerzo. Si obtiene una respuesta, hablaré con él y veremos qué se puede hacer por el chico.

Hannant cogió la hoja y salió al pasillo. Miró lo que el director había escrito e hizo un gesto de decepción. Plegó la hoja, la guardó, y luego volvió a sacarla, la abrió y se quedó mirándola. Bueno, tal vez era precisamente el tipo de problema que Keogh podía resolver. Hannant estaba seguro de que él podía hacerlo —pensando un poco, y tras probar unas cuantas veces—, pero si Keogh podía resolverlo, entonces estaban frente a algo grande. Su alegato a favor del muchacho estaría más que fundamentado. En caso de que Keogh fracasara, Hannant simplemente dejaría de preocuparse por el chico. Había otros alumnos igualmente merecedores de su atención; de eso estaba seguro…

Hannant llamó a la puerta de Jamieson a la una y media en punto, y entró rápidamente al despacho tan pronto como el director le dijo que pasara. Jamieson acababa de entrar, tras haber ido a comer, y apenas si se había acomodado. Se puso en pie cuando Hannant fue en dirección a su mesa, y cogió la hoja que le tendía el profesor de matemáticas.

—He hecho lo que usted me ha sugerido —dijo Hannant, emocionado—, y ésta es la solución que ha encontrado Keogh.

El director del colegio leyó deprisa el enunciado del problema que había dado al muchacho.

Cuadrado mágico

Un cuadrado está dividido en 16 cuadrados iguales, más pequeños. Cada cuadrado pequeño contiene un número, de 1 a 16 inclusive. Ordénelos de manera que la suma de las líneas horizontales, de las verticales y de las diagonales dé siempre el mismo número.

La respuesta, en lápiz —junto a algo que parecía un comienzo erróneo que el chico había descartado— estaba escrita bajo el enunciado, y llevaba la firma «Harry Keogh».

Jamieson contempló la hoja, abrió la boca para hablar, no dijo nada y siguió mirándola. Hannant vio que sumaba rápidamente las columnas, las líneas horizontales y las verticales; casi podía oír el ruido de su cerebro en marcha.

—Esto está muy, muy bien —dijo por fin el director.

—¡Más que bien! —respondió Hannant—. ¡Es perfecto!

El director lo miró sonriente.

—¿Perfecto, George? Todos los cuadrados mágicos lo son; ésa es precisamente su magia, su atracción.

—Sí —estuvo de acuerdo Hannant—, pero la perfección tiene grados. Usted le pidió que las verticales, las horizontales y las diagonales sumaran lo mismo. Él le ha dado eso, y más. Los cuadrados de los ángulos suman lo mismo. Los cuatro del centro también. Si consideramos al cuadrado dividido en cuatro bloques de cuadrados menores, los cuatro bloques también suman lo mismo. ¡Si hasta los números de los cuadrados de los bordes, sumados de dos en dos, suman lo mismo que sus opuestos! Y si lo estudia con más cuidado, eso no es todo. ¡Es perfecto!

Jamieson inspeccionó de nuevo el cuadrado, frunció el entrecejo durante un momento, y luego sonrió complacido.

—¿Dónde está Keogh? —preguntó por fin el director del colegio.

—Está esperando fuera. Pensé que usted tal vez querría verlo…

Jamieson se sentó a su mesa y suspiró.

—Está bien, George; haga entrar a su niño prodigio.

Hannant abrió la puerta e hizo pasar a Keogh. El chico entró y se quedó de pie frente a la mesa de Jamieson; parecía inquieto.

—Keogh —dijo el director del colegio—, el señor Hannant me ha dicho que usted tiene talento para los números.

Harry no respondió.

—Por ejemplo, este cuadrado mágico. Yo me he dedicado a cosas como esa, por puro entretenimiento, ¿sabe?, desde que tenía su edad, poco más o menos. Y me parece que nunca encontré una solución tan buena como la suya. Es notable. ¿Le ayudó alguien?

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