El que habla con los muertos (13 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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Harry alzó la cabeza y miró a Jamieson a los ojos. Por un instante tuvo una expresión… ¿temerosa? Tal vez, pero al instante siguiente ya estaba a la defensiva.

—No, señor. No me ayudó nadie.

Jamieson hizo un gesto de asentimiento.

—Ya veo. ¿Y dónde están sus borradores, lo que hizo antes de resolverlo? Porque uno no adivina sin más una solución tan inteligente como ésta, ¿no es verdad?

—No, señor —respondió Harry—. El borrador está junto a la solución, tachado.

Jamieson miró la hoja, se rascó la cabeza, dirigió una rápida mirada en dirección a Hannant y volvió a fijar sus ojos en Harry.

—Pero su borrador no es más que un cuadrado con los números escritos según su orden natural. No veo cómo…

—Señor —interrumpió Harry—, me pareció que ésa era la manera lógica de comenzar. Cuando terminé de ordenar los números me di cuenta de lo que tenía que hacer.

El director y el profesor de matemáticas volvieron a intercambiar miradas significativas.

—Siga, Harry —pidió Jamieson.

—Mire, señor. Si usted escribe los números, tal como lo hice yo, todos los grandes van a la derecha y abajo. De modo que me pregunté: ¿cómo puedo pasar la mitad de los de la derecha a la izquierda, y la mitad de los de abajo a arriba? ¿Y cómo puedo hacer las dos operaciones simultáneamente?

—Sí…, parece lógico. —Jamieson se rascó otra vez la cabeza—. ¿Y qué hizo, entonces?

—¿Cómo dice?

—Le pregunté que cómo lo hizo, muchacho.

Jamieson odiaba repetir sus palabras a los alumnos; éstos tenían la
obligación
de escucharlo a la primera vez.

Harry palideció de repente. Dijo algo, pero su voz sonó como un graznido. Tosió, y su voz se hizo una octava o dos más grave. Cuando volvió a hablar, ya no parecía un chico joven.

—Lo tiene allí, ante sus ojos. ¿No puede verlo usted solo?

Jamieson abrió mucho los ojos y la boca, pero antes de que estallara, Harry prosiguió:

—Invertí las diagonales, eso es todo. Era la respuesta evidente, la única solución lógica. Cualquier otra habría sido como en un juego de azar, jugar a acertar. Y acertar por azar no es suficiente; no para mí.

Jamieson se puso de pie, se sentó de nuevo, y apuntó enfurecido en dirección a la puerta.

—¡Hannant, llévese de aquí a este chico! Y luego vuelva y hablaremos.

Hannant cogió a Keogh de un brazo y lo arrastró al pasillo. Tuvo la sensación de que si no hubiera cogido al chico, éste se habría desmayado. Lo dejó apoyado contra una pared, tras susurrar un perentorio «¡Espere aquí!». Harry parecía mareado y enfermo.

Hannant regresó al despacho de Jamieson, y encontró al director secándose el sudor de la frente con una hoja de papel secante.

El hombre miraba fijamente el problema que había resuelto Harry y murmuraba:

—¡Conque invirtió las diagonales! ¡Sí que las invirtió!

Pero cuando Hannant cerró la puerta después de entrar, Jamieson le miró y esbozó una pálida sonrisa. Era evidente que había recuperado el dominio de sí mismo, y continuó secándose el sudor de la cara y el cuello.

—¡Este maldito calor! —dijo, y le hizo señal a Hannant de que se sentara.

Hannant, que debajo de la chaqueta tenía la camisa pegada a la espalda, dijo:

—Es terrible, ¿verdad? El colegio es un horno. También los chicos lo pasan fatal.

El profesor de matemáticas permaneció de pie.

Jamieson se dio cuenta de adonde quería llegar Hannant, y asintió.

—Sí, pero eso no disculpa la insolencia, o la arrogancia.

Hannant sabía que sería mejor callar, pero no pudo.

—No creo que Harry se propusiera ser insolente —dijo—. Pienso que se limitaba a exponer un hecho. Sucedió lo mismo ayer, cuando lo interpelé. Me parece que tan pronto como uno lo apura, el chico se defiende. Es un muchacho brillante, pero intenta fingir que no lo es. Hace todo lo que puede para ocultar su inteligencia.

—Pero ¿por qué? Eso no es normal. La mayoría de los chicos de su edad están ansiosos por exhibirse. ¿Él lo hace por timidez, o tal vez hay algo más profundo?

—No lo sé —dijo Hannant con un gesto de negación—. Déjeme que le cuente lo sucedido ayer.

Cuando terminó, el director dijo:

—Una situación similar a la que hemos visto hace unos minutos.

—Así es.

Jamieson se quedó pensativo.

—Si realmente es tan inteligente como usted cree, y desde luego que parece tener intuiciones brillantes, lamentaría muchísimo haberlo privado de la posibilidad de salir adelante en la vida. —Jamieson se echó hacia atrás en la silla—. Muy bien. Ya está decidido. Keogh no pudo presentarse a los exámenes por causas ajenas a su voluntad, así que hablaré con Jack Harmon, en la Escuela de Artes y Oficios, e intentaré arreglar un examen especial para el muchacho. Claro está que no puedo prometerle nada, pero…

—Eso es mejor que nada —Hannant terminó la frase por él—. Gracias, Howard.

—Está bien, está bien. Ya le avisaré si consigo algo. Hannant salió al pasillo donde lo estaba esperando Keogh.

En los dos días que siguieron Hannant trató de olvidar a Keogh, pero no le fue posible. En medio de sus clases, o en su casa durante las largas tardes de verano, e incluso de noche, el rostro joven y a la vez viejo del muchacho estaba siempre presente, flotando en la periferia de la conciencia de Hannant. La noche del viernes sorprendió al profesor despierto a las tres de la madrugada, con todas las ventanas abiertas para que entrara un poco de aire fresco, si es que lo había, y paseándose en pijama por la casa. Se había despertado con una imagen de Harry Keogh en la mente: el chico, con la hoja del cuadrado mágico que le había dado Jamieson en la mano, mientras cruzaba el patio del colegio en dirección a la puerta de atrás, bajo la arcada de piedra; y luego, del chico al cruzar la polvorienta calle para entrar por las puertas de hierro del cementerio. Y Hannant había pensado que sabía adonde se dirigía Harry.

Y de repente, aunque la noche no estaba más fresca, Hannant se había sentido helado, con un frío al que comenzaba a acostumbrarse. Podía ser solamente un frío psicológico, sospechó, una advertencia de que algo estaba horriblemente mal. Desde luego que había algo siniestro en Keogh, pero era algo que desafiaba toda conjetura. Una cosa era cierta: George Hannant esperaba que el chico pudiera aprobar los exámenes que le prepararan Howard Jamieson y Jack Harmon, de la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool. Y no era simplemente que deseaba que el muchacho desarrollara toda su capacidad. No, su sentimiento era más primitivo. Con sinceridad, quería que Keogh se fuera, que se marchara de la escuela, que se alejara de los otros niños. De todos esos ordinarios, perfectamente
normales
chicos de la escuela secundaria de Harden.

¿Era Harry Keogh una mala influencia? ¡De ninguna manera! ¿En quién podría influir, si los demás niños lo consideraban poco menos que un tonto? ¿Algo corruptor, entonces, como una mancha que puede hacerse más grande, como la proverbial manzana podrida en el fondo del tonel? Quizá, pero aquel símil no era enteramente apropiado. O tal vez lo era. Porque, después de todo, no cambia nada que una manzana no tenga conciencia de su pudrición; la corrupción se extiende de todos modos. ¿Era ésta una comparación demasiado fuerte? ¿Cómo podía ser que hubiera algo
malo
en Harry Keogh, algo de lo que el chico no se diera cuenta, o no comprendiera? En verdad, todo este asunto comenzaba a parecerle definitivamente ridículo. Con todo… ¿qué había en Harry Keogh que tanto preocupaba a Hannant? ¿Qué había en su interior que buscaba salir a la luz? ¿Y por qué Hannant tenía la sensación de que cuando eso finalmente surgiera sería terrible? Hannant decidió investigar los antecedentes de Keogh, ver qué podía descubrir en el pasado del muchacho. Quizá la causa de las dificultades estuviera allí. Claro está que también podía suceder que en el chico no hubiera nada anormal, y que todo el asunto fuera producto de la imaginación hiperactiva del profesor de matemáticas. Podía ser consecuencia del calor, de que últimamente dormía muy mal, del trabajo monótono, repetitivo y poco agradecido del colegio; podía deberse a uno de estos factores, o a todos. Sí, quizás era así, pero ¿por qué una voz en su interior insistía en que Keogh era diferente? ¿Y por qué en algunas ocasiones sorprendía a Keogh mirándolo fijo, con unos ojos que muy bien podían ser los de su propio padre, muerto y enterrado?

Diez días y dos martes más tarde, se desencadenó la tragedia. Sucedió cuando los muchachos, acompañados por el profesor de educación física Graham Lane y las profesoras Dorothy Hartley y Gertrude Gower, hicieron la acostumbrada excursión a la playa para recoger piedras. Sargento Lane, con la intención aparente de recoger unas flores silvestres muy raras, pero más probablemente para impresionar a su amante, trepó por el acantilado. Cuando estaba por la mitad de la traicionera pendiente, se desprendieron unas piedras bajo sus pies y el profesor cayó hacia la pedregosa playa, muchos metros más abajo. Sargento había intentado agarrarse a la accidentada ladera, pero una estrecha saliente se desprendió y el hombre cayó dando vueltas en el aire. Aterrizó boca abajo, y murió en el acto.

El accidente parecía más horrible aún si se consideraba que la noche antes Sargento y Dorothy Hartley habían anunciado su compromiso. Pensaban casarse en la primavera. Y al viernes siguiente, Sargento ya estaba enterrado. Hannant recordó más tarde que, mientras miraba descender el féretro de Lane a la tumba recién abierta en el viejo cementerio, había pensado que habría sido mucho mejor para él si se hubiera quedado en el ejército.

Más tarde habían servido bocadillos, pasteles y café —y una copa de algo más fuerte para los que lo desearan— en la sala de profesores del colegio. Y, por supuesto, también había que intentar consolar a Dorothy Hartley. De modo que ninguno de los profesores se había quedado para ver al sepulturero echar las últimas paladas de tierra, y nadie había presenciado cómo el último y solitario asistente al entierro estaba sentado en una tumba cercana, la barbilla en las manos y los opacos ojos rojos, tras los cristales de las gafas, en el montículo de tierra recién removida, con una expresión que podía ser doliente, pero también de curiosidad, o expectación.

Entretanto, Howard Jamieson no se había mostrado negligente en su tentativa de conseguir una plaza en la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool, y si no una plaza, al menos la posibilidad de que el chico se la ganara. El examen —fundamentalmente un test de inteligencia que pretendía medir las aptitudes verbales y numéricas, y la percepción espacial— tendría lugar en la escuela de Hartlepool bajo la supervisión de John —también llamado Jack— Harmon, el director. Esto se había sabido en los mentideros de la Escuela Harden y Harry se había convertido en el blanco de diversas pullas.

Ya no era sólo Gafotas, sino que había adquirido otros motes, entre ellos el de «Favorito», lo que indicaba que el grandullón Stanley había divulgado que Harry era el protegido de algún profesor, o del director. Y con la retorcida lógica que Stanley sabía usar tan bien —y la velada amenaza de sus puños, regordetes pero muy contundentes—, no le había costado mucho convencer aun a los más tolerantes de que algo olía mal en la tardía revelación de Keogh como alguien por encima de lo común.

¿Por qué tenían que darle a Gafotas —o al Favorito—, la ventaja de un examen especial? Otros muchachos habían estado enfermos ese día, ¿verdad? ¿Y acaso les daban otra oportunidad? ¡Nada de eso! Aquello sucedía porque ese sonámbulo estúpido les hacía la pelota a los profesores, ésa era la razón. ¿Quién se preocupaba de buscar en la arena conchas malolientes para la vieja bruja de la Gower? Gafotas Keogh, por supuesto. ¿Y no lo había defendido siempre Sargento? Claro que sí. Y ahora, sólo porque se mostraba un poco más listo en matemáticas, el engreído de Hannant se ponía de su parte. Claro, el idiota de cuatro ojos era el favorito de todos. Pero no del grandullón Stanley, eso era seguro.

Todo esto sonaba muy lógico, y cuando se le añadieron las ofendidas voces de los que, sin quererlo, se habían perdido el examen, el matón de la clase tuvo muy pronto un nutrido grupo de chicos que lo apoyaban. Hasta Jimmy Collins parecía pensar que había algo que olía mal.

Y luego llegó el martes, exactamente una semana después de la muerte del profesor de gimnasia, y una vez más toda la escuela se dirigió a la playa a recoger piedras en la excursión que todos esperaban fuera la última de la temporada. Al principio había sido una novedad, pero ahora todos, profesores y alumnos por igual, estaban hartos de las salidas. Y la muerte de Lane no había hecho más que arruinar definitivamente el paseo. La señorita Gower estaba presente, y Jean Tasker, la profesora de ciencias —un poco más vieja que la Gower, pero menos mojigata— reemplazaba a Dorothy Hartley, que tenía unos días de permiso. También estaba George Hannant, que sustituía a Graham Lane.

Como de costumbre, los chicos tuvieron una hora libre después de recoger las piedras, y antes de regresar con ellas a la escuela. Ge Ge Gower, como la llamaban sus alumnos por sus iniciales y por su risa irónica, daba instrucciones a un grupo de chicos que no sabían nadar, y estaban junto a una de las charcas formadas por la marea; George Hannant y Jean Tasker caminaban junto al mar; charlaban, juntaban conchas y pasaban el tiempo lo mejor que podían. Fue entonces cuando el grandullón Stanley, que no podía resistir los deseos de vengarse, pensó que había llegado la ocasión de «dar una lección a Keogh».

Harry se había marchado solo, con la cabeza baja y las manos a la espalda, a buscar conchillas a la playa, y cuando volvió junto a la pila de piedras vio que Green y unos cuantos más lo estaban esperando.

—¡Mira quien viene! —se burló el matón, abriéndose paso hasta la primera fila del grupo—. ¡El mimado de los profesores, Gafotas Keogh, y trae un ramo de bonitas conchillas para la vieja Ge Ge! ¿Cómo van las cosas, Gafotas? ¿Crees que aprobarás ese examen tan especial, que te han preparado sólo para ti?: —Tú sabes que lo aprobarás, ¿verdad, Gafotas? O mejor dicho, que te aprobarán hagas lo que hagas —dijo con voz rencorosa otro del grupo.

—¡Claro, si es Favorito! —intervino un tercero—. ¡No puede fallar, si es el mimado de los profesores!

Jimmy Collins, que se acercaba secándose con una toalla, percibió el estado de ánimo de la multitud, pero no dijo nada. Se dirigió adonde estaba su ropa, se puso una toalla alrededor de la cintura y comenzó a vestirse.

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