El que habla con los muertos (16 page)

BOOK: El que habla con los muertos
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mary Keogh era una mujer vigorosa y aún muy joven. Ya había vendido la vieja casa junto al mar de la familia, y tras la muerte de su marido fue la única heredera de la fortuna de éste, bastante cuantiosa. Mary decidió marcharse por un tiempo de Edimburgo, y en la primavera de 1959 se dirigió a Harden y alquiló una casa hasta fines de julio. Pasó el tiempo dedicada a hacer las paces con su hermano y a afianzar la relación con la esposa de éste. Se dio cuenta de que los negocios de su hermano no iban bien, y le prestó el dinero necesario para salir adelante.

Fue también por esta época que Michael percibió en su hermana un aire de tristeza, de desesperanza. Cuando le preguntó qué la preocupaba —aparte, claro está, de la reciente muerte de su esposo, que aún le pesaba— ella le recordó el «sexto sentido» de su madre, sus poderes psíquicos. Mary pensaba que había heredado algo de esos poderes, y éstos le «decían» que no viviría mucho tiempo. Esto no la preocupaba demasiado, lo que habría de pasar, pasaría, pero sí la inquietaba la suerte del pequeño Harry. ¿Qué sería de él si su madre moría cuando todavía era un niño?

Era improbable que Michael Keogh y su esposa, Jenny, pudieran tener hijos. Lo supieron antes de casarse, y estuvieron de acuerdo en que esto no tenía demasiada importancia, y que lo fundamental eran los sentimientos que los unían. Más tarde, cuando su pequeño negocio estuviera bien asentado, tendrían tiempo para pensar en una posible adopción. En esas circunstancias, y si algo le sucedía a Mary —una predicción a la que Michael no concedió mucha importancia, pero que Mary parecía creer con absoluta convicción—, no tenía por qué preocuparse. Su hermano y su esposa se harían cargo del niño, y lo educarían como si fuera su propio hijo. Hicieron la «promesa» más para tranquilizarla que porque creyeran que llegaría el momento de cumplirla.

Cuando Harry tenía dos años su madre conoció, y fue subyugada, por un hombre sólo dos o tres años mayor que ella, un tal Viktor Shukshin, un supuesto disidente que había huido a Occidente en busca de un paraíso político, o al menos de libertad, tal como lo había hecho la madre de Mary Keogh en 1920. Puede que la fascinación de Mary por Shukshin se debiera a esta «conexión rusa»; de todos modos, se casó con él a fines de 1960 y vivieron en la casa cercana a Bonnyrigg. El nuevo padrastro de Harry era lingüista, y había enseñado ruso y alemán en Edimburgo los dos últimos años; pero ahora, con los problemas financieros resueltos, él y su nueva esposa llevaban una vida regalada, entregados a sus aficiones e intereses personales. Shukshin también estaba interesado en los fenómenos paranormales, y alentó a su mujer para que prosiguiera sus búsquedas parapsicológicas.

Michael Keogh había conocido a Shukshin en la boda de su hermana, y lo había vuelto a ver una vez más, por poco tiempo, durante unas vacaciones en Escocia. Después, sólo en la indagación judicial. Porque Mary Keogh había muerto, tal como lo había predicho, en el invierno de 1963, a los treinta y dos años de edad. Hannant sólo había descubierto de Shukshin que no gustaba a los Keogh. Había algo en él que les resultaba antipático; probablemente lo mismo que lo había hecho atractivo para la hermana de Michael.

Con respecto a la muerte de Mary: la joven patinaba, y le gustaba mucho el hielo. Un río cercano a su casa se había cobrado su vida cuando Mary cayó al agua tras romper una capa de hielo demasiado delgado mientras patinaba. Viktor estaba con ella pero no pudo hacer nada. Desesperado —casi enloquecido de horror— fue a buscar ayuda, pero…

Había una fuerte corriente debajo del hielo en la época del accidente. Río abajo había una serie de brazos de río adonde podría haber sido arrastrado el cuerpo de Mary, para permanecer allí hasta el deshielo. Las aguas arrastraban además una gran cantidad de fango, que sin duda la había cubierto. De todas formas, nunca encontraron su cadáver.

Michael cumplió su promesa antes de que transcurrieran seis meses: Harry Keogh fue a vivir con sus tíos en Harden. Esto era muy conveniente para Shukshin; Harry no era su hijo, a él no le gustaban los niños y no estaba dispuesto a criar él solo al pequeño. Mary había asegurado en su testamento el porvenir del niño; la casa y el resto de sus propiedades fueron para el ruso. Por lo que sabía Michael Keogh, Shukshin todavía vivía allí, no se había vuelto a casar y se dedicó otra vez a la enseñanza privada del ruso y el alemán. Todavía daba sus clases en la casa cercana a Bonnyrigg donde, al parecer, vivía solo. En todos aquellos años, el ruso no había solicitado ver a Harry; ni había preguntado por él. A pesar de lo trágica que parecía ser la historia de su familia, los comienzos de Harry Keogh no habían sido muy singulares. Lo único que había llamado realmente la atención de Hannant era la afición de la abuela y la madre del muchacho por lo paranormal, pero tampoco esto era en sí mismo muy extraordinario. Aunque, pensándolo mejor, quizá lo fuera. Mary Shukshin parecía convencida de que Natasha le había transmitido sus «poderes». ¿Y si ella, a su vez, se los hubiera transmitido a su hijo? ¡Ésa sí que era una idea! O podría haberlo sido, si Hannant hubiera creído en semejantes cosas. Pero el profesor de matemáticas no creía.

Y tres semanas más tarde, cuatro o cinco días después de que Keogh dejara el colegio de Harden para ir a la Escuela de Artes y Oficios, Hannant dio con algo muy extraño y que tenía que ver con Harry Keogh.

El profesor de matemáticas tenía guardado en el trastero un viejo baúl de su padre, que contenía cuadernos de notas, chucherías y recuerdos que su padre había ido acumulando a lo largo de su carrera. Hannant había subido al trastero para arreglar una teja que se había soltado en una tormenta, vio el baúl y le pareció muy hermoso. Construido para durar siglos, su oscura madera y sus herrajes de bronce tenían el encanto de las cosas antiguas. Podía ponerlo junto a la librería, en el salón, y quedaría muy bien.

Hannant arrastró el baúl escaleras abajo y comenzó a vaciarlo; una vez más miró viejas fotografías que no había visto durante años, y puso a un lado algunas cosas que podían serle de utilidad en el colegio (varios libros de texto, por ejemplo) hasta que dio con una gran libreta encuadernada en cuero, y llena de notas y gráficos escritos por la mano de su padre. Al repasar las páginas algo le llamó la atención y retuvo su mirada por un instante… hasta que advirtió de qué se trataba.

De inmediato un escalofrío inexplicable volvió a recorrer la espalda de Hannant e hizo que se sentara, tembloroso, con el libro abierto sobre las rodillas. Luego…, luego cerró el libro de un golpe y fue hasta el salón del frente, donde un fuego de hulla ardía en la chimenea. Una vez allí arrojó el libro a las llamas, sin volver a mirarlo, y dejó que ardiera.

Ese mismo día Hannant había recogido los viejos cuadernos de matemáticas de Keogh para enviárselos a Harmon a la Escuela de Artes y Oficios. Ahora cogió el más reciente, abrió sus páginas para echarles una última ojeada, después lo cerró con un estremecimiento, y lo arrojó a las llamas para que se reuniera con la libreta de su padre.

Antes del «despertar» de Keogh, su trabajo era desaliñado, falto de orden, y de ninguna manera exacto. Después, durante las seis o siete semanas siguientes…

Bueno, ahora los cuadernos ya no existían; habían desaparecido entre las llamas de la chimenea, no eran más que humo perdido en la noche.

Ya no había manera de compararlos, y esto era probablemente lo mejor que podía suceder. Era grotesco, absurdo pensar que hubiera sido posible establecer alguna comparación entre ellos. Ahora Hannant podía olvidarse del asunto para siempre. En primer lugar, porque esa clase de pensamientos estaban fuera de lugar en una mente en su sano juicio.

Capítulo cuatro

En el verano de 1972 Dragosani estaba de regreso en Rumania. Iba a la última moda, con una camisa de un azul desteñido y abierta en el cuello, pantalones grises pata de elefante, de un estilo muy occidental, zapatos negros, relucientes y puntiagudos (muy diferentes de los cuadrados zapatones rusos que se veían en las tiendas locales) y una chaqueta a cuadros beige con grandes bolsillos exteriores. En el cálido mediodía rumano, sobre todo en esa granja en las afueras de un villorrio cercano a la autopista Corabia-Calinesti, no puede decirse que pasara inadvertido. Apoyado en su coche, contemplando los tejados puntiagudos y las cúpulas redondeadas de la población, que se alzaban poco antes de los ondulados campos que se extendían hacia el sur, Dragosani sólo podía ser una de estas tres cosas: un rico turista de Occidente, de Turquía o de Grecia.

Por otra parte, su coche era un Volga negro como sus zapatos, y esto sugería otra posibilidad. Además, Dragosani no tenía la expresión de inocente asombro de los turistas sino un plácido aire de familiaridad, de pertenecer al lugar. Hzak Kinkovsi, el «propietario» de la granja, que se acercó al Volga desde el patio, donde había dado de comer a los pollos, no sabía qué pensar. Esperaba turistas para el fin de semana, pero este hombre lo desconcertaba. Lo miró con expresión de sospecha. ¿Sería un funcionario del Ministerio de Tierras y Propiedades? ¿O un chivato de esos industriales bolcheviques de cara de piedra del otro lado de la frontera? Era evidente que tendría que andarse con cuidado, al menos hasta que supiera quién —o qué— era el recién llegado.

—¿Kinkovsi? —preguntó el joven mientras lo miraba de arriba abajo—. ¿Hzak Kinkovsi? En lonestasi me dijeron que alquila habitaciones. Supongo que ésa es su posada —dijo señalando con un gesto una antigua casa de piedra de tres plantas que daba al camino empedrado que llevaba al pueblo.

Kinkovsi lo miró con un rostro deliberadamente inexpresivo, y luego frunció el entrecejo. El posadero no siempre declaraba los ingresos que obtenía de los turistas; o al menos, no lo declaraba todo. Por fin dijo:

—Soy Kinkovsi, sí, y alquilo habitaciones, pero…

—Dígame si puede o no darme alojamiento —preguntó Dragosani, que ahora parecía cansado e impaciente.

Kinkovsi observó que sus ropas, a primera vista elegantes y modernas, estaban muy arrugadas, como si llevara viajando muchas horas.

—Ya sé que he llegado un mes antes, pero no creo que usted tenga tantos huéspedes.

¡Un mes antes! Esto hizo que Kinkovsi se acordara.

—¡Ah!, usted debe de ser el señor de Moscú, el que en abril reservó habitaciones pero no envió ningún dinero por adelantado. ¿Es usted el señor Dragosani, el que se llama igual que el pueblo? Llega usted muy adelantado, pero sea bienvenido de todos modos. Tendré que prepararle una habitación. Aunque tal vez pueda darle por una noche o dos la habitación inglesa. ¿Cuánto tiempo se quedará?

—Por lo menos diez días —respondió Dragosani—, si las sábanas están limpias y la comida es soportable… y su cerveza rumana no es demasiado amarga.

La expresión de Dragosani era innecesariamente severa; había algo en su actitud que irritó a Kinkovsi.


Mein Herr
—gruñó—, mis habitaciones están tan limpias que se podría comer en el suelo. Mi esposa es una cocinera excelente. Mi cerveza, la mejor de los Cárpatos meridionales. Y hay algo más; en estos lugares tenemos muy buenas maneras, algo que no siempre se puede decir de ustedes, los moscovitas. ¿Quiere la habitación, o se marcha?

Dragosani sonrió y le tendió la mano.

—Le estaba tomando el pelo —dijo—. Me gusta saber cómo es el carácter de la gente. ¡Y me gustan los espíritus luchadores! Usted es típico de esta región, Hzak Kinkovsi: se viste con ropas de campesino, pero tiene el corazón de un guerrero. ¿Pero me llama moscovita? ¿Con un nombre como el mío? Algunos dirían que aquí el extranjero es usted, Hzak Kinkovsi. Se nota en su nombre, en su acento, en su manera de decir
Mein Herr
. ¿Es usted húngaro?

Kinkovsi estudió un instante el rostro de su interlocutor, lo miró de arriba abajo, y finalmente decidió que aquel hombre le gustaba. Tenía sentido del humor, algo poco frecuente y muy de agradecer.

—El abuelo de mi abuelo era de Hungría —dijo mientras cogía la mano que le tendía Dragosani y le daba un firme apretón—, pero la abuela de mi abuela era de Valaquia. En cuanto al acento, es el de la región. Hemos recibido a muchos húngaros en el curso de los años, y muchos se han establecido aquí. Soy tan rumano como usted, aunque no tan rico. —Se rió, mostrando una dentadura amarilla y deteriorada en un rostro de cuero curtido—. Usted dirá que soy un campesino. Pues bien, soy lo que soy. ¿Prefiere que le llame «camarada» antes que
Mein Herr
?

—¡Por Dios, no! ¡Eso no! —respondió de inmediato Dragosani—.
Mein Herr
está bien, gracias. —Él también rió—. Y ahora, enséñeme esa habitación inglesa que mencionó antes…

Kinkovsi lo condujo hacia la casa de huéspedes, muy alta y de techo puntiagudo.

—¿Habitaciones? —rezongó—. ¡Tengo muchísimas habitaciones! Cuatro en cada planta. Puede alquilar una suite, si lo desea.

—Con una habitación está bien —contestó Dragosani—, si tiene cuarto de baño.

—¡Ah, una habitación tipo
suite
! Bien, hay una en la última planta. Una habitación con cuarto de baño completo. Es muy moderna.

—Mejor así —respondió Dragosani, sin demasiada ironía.

Dragosani observó que los muros de la planta baja habían sido enlucidos y luego enguijarrados, probablemente debido a la humedad, pero en los pisos superiores podía verse la primitiva construcción de piedra. La casa debía de tener por lo menos trescientos años. Muy adecuada; lo hacía retroceder en el tiempo, volver a sus orígenes… y aún más lejos.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera? —preguntó Kinkovsi mientras lo hacía pasar y le mostraba una habitación en la plana baja—. Tendrá que permanecer aquí un rato —dijo—, hasta que le preparen la habitación de arriba. Estará lista en una hora o dos.

Dragosani se quitó los zapatos, colgó la chaqueta del respaldo de una silla de madera y se dejó caer sobre la cama, iluminada por el sol que entraba por una ventana oval.

—He estado fuera la mitad de mi vida —dijo—, pero siempre es agradable el regreso. He venido de visita los tres últimos veranos, y vendré los próximos cuatro.

—Parece que tiene su futuro programado, ¿no? ¿Cuatro veranos más? ¿Por qué lo ha decidido así?

Dragosani se recostó con las manos detrás de la cabeza y miró al otro con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz del sol.

—Investigo la historia del lugar —contestó por fin—. Y como sólo puedo estar aquí dos semanas por año, me llevará otros cuatro.

Other books

A Gift for All Seasons by Karen Templeton
PATTON: A BIOGRAPHY by Alan Axelrod
Camelot & Vine by Petrea Burchard
A Hope for Hannah by Eicher, Jerry S.
A World Elsewhere by Wayne Johnston
Fires of Winter by Roberta Gellis