El escudero Félix apareció casi de inmediato. Tal como ella sospechaba, se trataba del paje que anteriormente había azotado al príncipe Alexi con tanto vigor. Llevaba consigo la pala de oro, que colgó a un lado del cinturón cuando hizo una reverencia ante el príncipe.
«Todos los que sirven aquí son escogidos por sus atributos», pensó Bella mientras le observaba, ya que él también era rubio y su cabello ofrecía un marco excelente para su joven rostro, aunque en cierta forma era más ordinario que el de los príncipes cautivos.
—¿Y el príncipe Alexi? —preguntó el príncipe. Mostraba un color subido, sus ojos brillaban casi con malicia, y Bella se asustó aún más.
—Lo estamos preparando, alteza—respondió el escudero Félix.
—¿Y por qué os demoráis tanto? ¿Cuánto tiempo ha servido Alexi en esta casa para mostrar tanta falta de respeto?
En aquel instante trajeron al príncipe Alexi. Bella intentó disimular su turbación. Alexi estaba desnudo, como antes, por supuesto; Bella no esperaba menos, y a la luz del fuego advirtió su rostro sonrojado, y su cabello caoba que caía suelto sobre los ojos, que mantenía bajos como si no se atreviera a alzarlos ante el príncipe heredero. Ambos tenían más o menos la misma edad, ciertamente, y parecida altura, pero ahí estaba el príncipe Alexi, más moreno, indefenso y humilde, ante el heredero, que se movía a zancadas de uno a otro lado, con la expresión fría y despiadada, ligeramente perturbada. El príncipe Alexi mantenía las manos detrás del cuello, y su órgano rígido.
—¡Así que no estabais listo para mí! —exclamó su alteza. Se acercó un poco más al príncipe Alexi, inspeccionándolo. Miró el órgano tieso y, luego, con la mano, le dio un brusco manotazo, que hizo retroceder a su vasallo en contra de su voluntad.
»Quizá necesitéis un poco de instrucción para estar.. siempre... preparado —susurró. Las palabras salieron lentamente, con una cortesía deliberada.
El heredero levantó la barbilla del príncipe Alexi y le miró a los ojos. Bella los observaba a ambos sin el menor atisbo de timidez.
—Aceptad mis disculpas, alteza —dijo el vasallo. Su voz sonó con un timbre bajo, calmado, sin mostrar rebelión ni vergüenza.
Los labios del heredero esbozaron lentamente una sonrisa. Los ojos del vasallo eran más grandes y poseían la misma serenidad que su voz. A Bella le pareció que incluso podrían disipar la furia de su señor, pero esto era imposible.
El príncipe pasó la mano por el órgano de su esclavo y le dio una palmetada juguetona, y luego , otra.
El sumiso vasallo bajó de nuevo la vista pero conservó la gracia y la dignidad de las que Bella había sido testigo anteriormente.
«Así es como debo comportarme —pensó ella—. Debo tener estas maneras, esta fuerza, para aguantarlo todo con la misma dignidad.»
La princesa estaba maravillada. El príncipe cautivo se veía obligado a mostrar su deseo, su fascinación, a todas horas, mientras que ella podía ocultar su anhelo entre sus piernas; no pudo evitar dar un respingo al ver que su señor pellizcaba los pequeños pezones endurecidos del príncipe Alexi, y luego levantaba otra vez el mentón del joven cautivo para inspeccionar su rostro.
Detrás de ellos, el escudero Félix observaba la situación con indisimulado placer. Se había cruzado de brazos, permanecía de pie, con las piernas
separadas, y los ojos se le movían, ávidos de deseo por el cuerpo del príncipe Alexi.
—¿Cuánto tiempo lleváis al servicio de mi madre?—requirió el príncipe.
—Dos años, alteza —dijo el humilde príncipe con tono pausado. Bella estaba verdaderamente asombrada. ¡Dos años! A ella le pareció que toda su vida anterior no había sido tan larga; pero aún se mostró más cautivada por el timbre de su voz que por las palabras que pronunció. Aquella voz hizo que él pareciera todavía más palpable y visible.
Su cuerpo era un poco más grueso que el de su señor, el príncipe heredero, y el vello marrón oscuro de su entrepierna era hermoso. Bella veía el escroto, apenas entre sombras.
—¿Fuisteis enviado aquí por vuestro padre para prestar vasallaje?
—Como exigió vuestra madre, alteza.
—¿Y para servir cuántos años?
—Tantos como le plazca a vuestra alteza, y a mi señora, la reina.
—¿Cuántos años tenéis? ¿Diecinueve? ¿Y sois un modelo entre los demás tributos?
El príncipe Alexi se sonrojó.
Con un fuerte golpe en la espalda. El príncipe le obligó a darse la vuelta propinándole un empujón para situarlo frente a Bella, y a continuación lo encaminó hacia la cama.
Bella se irguió, notó el rubor y el calor en su rostro.
—¿Acaso sois el favorito de mi madre? —requirió el príncipe.
—Esta noche no, alteza—repuso el vasallo sin el menor atisbo de sonrisa.
El príncipe heredero recibió estas palabras con una risa apacible y dijo:
—No, hoy no os habéis comportado muy bien, ¿cierto?
—Únicamente puedo suplicar perdón, alteza —respondió.
—Haréis más que eso —le dijo el soberano al oído mientras lo empujaba más cerca de Bella—. Sufriréis por ello. Y daréis a mi Bella una lección de buena voluntad y de perfecta sumisión.
En ese momento el príncipe había vuelto la mirada hacia Bella. La escrutaba despiadadamente. Ella bajó la vista, aterrorizada ante la posibilidad de contrariarlo.
—Mirad al príncipe Alexi —le ordenó, y cuando Bella alzó los ojos, vio al hermoso cautivo a tan sólo unos centímetros de distancia. Su pelo desgreñado le velaba parcialmente la cara, y la piel le pareció deliciosamente suave. Bella temblaba. Tal como temía que sucedería, el príncipe levantó otra vez el mentón del esclavo, y cuando éste la miró con sus grandes ojos marrones, le sonrió por un instante, de forma muy lenta y serena, sin que el príncipe heredero se diera cuenta. Bella se sació de él con la vista, pues no tenía otra elección, y abrigaba la esperanza de que el príncipe advirtiera únicamente su apuro.
—Besad a mi nueva esclava y dadle la bienvenida a esta casa. Besadle los labios y los pechos —ordenó el soberano, y le retiró las manos de la nuca para que las posara silenciosa y obedientemente a los costados.
Bella jadeó. El príncipe Alexi volvió a sonreírle fugazmente mientras su sombra caía sobre ella, que sintió cómo sus labios se aproximaban a su boca y el impacto del beso que le recorría todo el cuerpo. La princesa notó cómo aquel padecimiento localizado entre sus piernas formaba un fuerte nudo y, cuando los labios del príncipe cautivo tocaron su pecho izquierdo, y el derecho también, se mordió el labio inferior con tanta fuerza que podría haber sangrado. El cabello del príncipe Alexi le rozó la mejilla y los pechos mientras él acataba la orden. Luego retrocedió, mostrando aquella ecuanimidad seductora.
Bella no pudo evitar llevarse las manos a la cara. Pero el príncipe se las retiró de inmediato.
—Miradlo bien, Bella. Estudiad este ejemplo del esclavo obediente. Acostumbraos de tal modo que no lo veáis a él, sino más bien al ejemplo que representa para vos —dijo su amo y señor. Y bruscamente volteó al príncipe Alexi para que Bella pudiera observar las marcas rojas en sus nalgas.
Era evidente que había recibido un castigo mucho peor que el de Bella: estaba magullado y sus muslos y pantorrillas cubiertos de ronchas blancas y rosadas. El príncipe observaba todo esto casi con indiferencia.
—No volváis a apartar la mirada —ordenó el príncipe—, ¿me habéis entendido, Bella?
—Sí, mi príncipe—respondió Bella al instante, demasiado ansiosa por demostrar su obediencia. En su dolorosa angustia, le invadió un extraño sentimiento de resignación. Debía mirar el joven cuerpo de exquisita musculatura; tenía que observar sus nalgas tensas y hermosamente moldeadas, pero era incapaz de ocultar su fascinación, de fingir tan sólo sumisión.
El príncipe había dejado de observarla. Asía las dos muñecas del esclavo en su mano izquierda y había tomado del escudero Félix, no la pala de oro, sino un largo bastón plano enfundado en cuero y de aspecto pesado con el que rápidamente propinó a Alexi varios golpes sonoros en las pantorrillas.
Arrastró al cautivo hasta el centro de la estancia. Puso el pie en el travesaño del taburete y empujó al vasallo sobre la rodilla al igual que había hecho antes con Bella. El príncipe Alexi estaba de espaldas a la princesa, de manera que ésta no sólo
veía su trasero sino también su escroto entre las piernas. El bastón plano de cuero golpeaba de lleno las marcas rojas que surcaban la piel de Alexi en todas direcciones. El príncipe cautivo no oponía resistencia. Apenas profirió un sonido. Tenía los pies plantados en el suelo y en su actitud no mostraba ninguna tentativa de escapar al alcance del bastón, como seguramente hubiera hecho Bella.
Pero la princesa, mientras observaba, asombrada e intrigada por su control y aguante, percibió las señales de tensión en él. Se movía de forma sumamente leve, las nalgas se elevaban y descendían, las piernas temblaban; luego oyó un minúsculo gemido, un sonido susurrado que reprimía con los labios cerrados. El príncipe se enzarzó a golpes con él. La piel adquiría un rojo cada vez más oscuro con cada enérgico azote del bastón y, luego, cuando parecía que su deseo había alcanzado el punto máximo, ordenó al cautivo que se colocara ante él apoyado sobre sus manos y rodillas, a cuatro patas.
Entonces Bella vio el rostro surcado de lágrimas, aunque el príncipe Alexi no había perdido la compostura. Éste se arrodilló ante su soberano y esperó.
Su alteza levantó la bota puntiaguda y la empujó por debajo de su vasallo, alcanzándole el extremo del pene.
Luego cogió al joven cautivo por el pelo y le levantó la cabeza.
—Desabrochadlos —dijo tranquilamente, señalando sus pantalones.
Inmediatamente, el príncipe Alexi se movió para acercar sus labios a la bragueta de su señor. Con una habilidad que asombró a Bella, soltó los broches que escondían el sexo abultado del príncipe y lo dejó al descubierto. El órgano se había alargado y endurecido y el esclavo lo besó con ternura. Pero seguía padeciendo enormemente y cuando su alteza insertó su real miembro en su boca, el príncipe Alexi no estaba preparado para ello. Cayó ligeramente hacia atrás sobre sus rodillas y tuvo que estirarse para alcanzar al príncipe heredero, con sumo cuidado, y evitar caer. Inmediatamente después lamió el órgano de su señor, con grandes movimientos hacia atrás y hacia delante que maravillaron a Bella; lo hizo con los ojos cerrados, mientras sus manos permanecían a ambos lados, atentas a la orden del príncipe quien no tardó mucho en mandarle parar.
Era evidente que no quería llevar su pasión hasta el apogeo tan rápidamente. No sería tan sencillo.
—Id hasta el cofre del rincón —ordenó su alteza— y traedme la argolla que hay dentro.
El príncipe Alexi se dispuso a obedecer moviéndose a cuatro patas, pero era obvio que su señor no estaba satisfecho, así que chasqueó los dedos y al instante el escudero Félix condujo al cautivo con su pala. Lo guió hasta el arcón y continuó atormentándolo a golpes mientras Alexi lo abría, extraía, con los dientes una gran argolla de cuero y se la llevaba a su amo.
Sólo entonces el príncipe envió al escudero Félix de vuelta al rincón. El cautivo se mostraba tembloroso y sin aliento.
—Colocadla —dijo el príncipe.
Alexi sostenía la argolla por una pequeña pieza dorada y, sujetándola de este modo con los dientes, la deslizó por el pene del príncipe, aunque sin soltar la pieza.
—Servidme, seguidme adonde yo vaya —ordenó el príncipe, que en aquel instante empezó a andar lentamente por la habitación, con las manos en las caderas, mientras miraba a su esclavo que hacía un terrible esfuerzo para seguirlo de rodillas, con los dientes en la anilla de cuero.
Parecía que el vasallo besara a su señor o que estuviera trabado a él. Retrocedía en cuclillas, con las manos estiradas. Evitaba tocar al príncipe para que su acción no fuera considerada una irreverencia.
Su dueño y señor andaba a grandes zancadas sin tener en cuenta las dificultades de su esclavo. Se aproximó a la cama, luego se dio la vuelta y caminó de regreso hasta la chimenea, con su vasallo esforzándose ante él.
De pronto, giró bruscamente a la izquierda para quedarse de frente a Bella y el príncipe Alexi tuvo que agarrarse a él para mantener el. equilibrio. Sólo se sujetó durante un instante, pero al hacerlo apretó la frente contra el muslo de su señor y éste le rozó el cabello distraídamente. Pareció casi un gesto cariñoso.
—¿Así que os desagrada esta postura ignominiosa, no es cierto? —le susurró. Pero antes de que el príncipe Alexi pudiera contestar, su alteza le asestó un fuerte golpe en la cara que lo envió hacia atrás y lo apartó de él. Luego lo empujó para que se quedara a cuatro patas.
—Recorre la habitación de un lado a otro —dijo, al tiempo que chasqueaba los dedos dándole una orden al escudero Félix.
Como siempre, el criado se mostró encantado de obedecer. Empujó al príncipe Alexi por el suelo hasta la pared más alejada y le hizo volver hasta la puerta. ¡Bella le detestaba!
—¡Más rápido! —dijo el príncipe en tono tajante.
El esclavo se movía lo más rápido que podía. Bella no soportaba oír el tono furioso de su amo y se llevó la manos a los labios para taparse la boca. Pero el príncipe quería más rapidez. La pala arremetía una y otra vez sobre las nalgas de Alexi y la orden llegó repetidamente hasta que el cautivo se retorcía para obedecer las órdenes. Bella percibía su terrible padecimiento, y vio cómo perdía toda su gracia y dignidad. Entonces entendió el sarcasmo del príncipe. La serenidad y la gracia del príncipe cautivo habían sido, obviamente, su consuelo.
Pero ¿realmente las había perdido? ¿O simplemente las entregaba también al príncipe con toda tranquilidad? Ella era incapaz de distinguirlo. Se estremecía con los golpes de la pala y cada vez que el príncipe Alexi se daba la vuelta para cruzar la estancia, Bella observaba perfectamente sus nalgas atormentadas.
Sin embargo, el escudero Félix se detuvo súbitamente.
—Le he hecho sangre, alteza.
El príncipe Alexi estaba de rodillas con la cabeza agachada, jadeando.
Su alteza lo miró y luego hizo un gesto de asentimiento.
Chasqueó los dedos para que el cautivo se levantara y una vez más le alzó la barbilla y le miró a la cara surcada de lágrimas.
—Por esta noche habéis logrado que suspenda el castigo en virtud de esa piel tan delicada—dijo. Le dio la vuelta para ponerlo frente a Bella. El príncipe Alexi mantenía las manos en la nuca y su rostro, enrojecido y húmedo, le pareció a ella de una hermosura indescriptible. Rebosaba de una emoción indecible. Cuando se lo aproximaron de un empujón, incluso oía los fuertes latidos de su corazón.