»La reina seguía encontrándome fascinante. Me dijo que superaba en belleza a cualquier otro esclavo que le hubieran enviado antes, y me tenía amarrado a la pared en sus aposentos, día y noche, para poder observarme. Aunque, para ser más precisos, en realidad era para que yo pudiera observarla a ella y acabara deseándola.
»Yo, en un principio, ni la miraba. Pero poco a poco empecé a estudiarla. Aprendí cada uno de sus detalles: sus ojos crueles y su espesa cabellera negra, sus pechos blancos y sus largas piernas, la forma en que se tumbaba en la cama, caminaba o comía; todo lo hacía con suma delicadeza. Por supuesto, ordenaba que me azotaran regularmente con la pala, y poco a poco empezó a suceder algo muy curioso. Los paletazos eran lo único que rompía el hastío de aquellos días, aparte de observarla a ella. De manera que, contemplarla y ser castigado se convirtió en algo interesante para mí. —Oh, qué perversa—dijo Bella con un jadeo. Entendía todo aquello a la perfección.
—Por supuesto, lo es, y está infinitamente segura de su propia belleza.
»Bien, durante todo ese tiempo ella continuaba con sus asuntos de la corre, iba y venía. A menudo me quedaba solo sin nada que hacer, aparte de forcejear y maldecir con la mordaza en la boca. Luego ella regresaba, como una visión de suaves bucles y labios rojos, y mi corazón empezaba a latir con fuerza cada vez que se quedaba desnuda. Me encantaba especialmente el momento en que la mantilla se desprendía de sus pliegues y veía su pelo. Para cuando estaba completamente desnuda y se introducía en el baño, yo ya estaba fuera de mí.
»Por supuesto, todo esto era secreto. Yo hacía todo lo que podía para no revelar nada e intentaba aquietar mi pasión. Pero soy un hombre, así que en cosa de días la pasión empezó a multiplicarse, a dejarse ver. La reina se reía de todo esto, y me atormentaba. Luego me decía que iba a sufrir mucho menos cuando me encontrara sobre su regazo y aceptara obedientemente la pala. Ése es el entretenimiento favorito de la reina, pegar una simple zurra encima de su regazo, como habéis tenido la penosa oportunidad de sufrir esta misma noche. Le encanta la intimidad de esta acción. Para ella todos sus esclavos son sus hijos.
Esto la dejó perpleja, pero Bella, no quería interrumpir a Alexi, que continuó con su relato: —Como os decía, me azotaban con la pala, siempre de las formas más incómodas y distantes. Solía mandar llamar a Félix, a quien yo despreciaba...
—¿Y ahora no? —preguntó Bella. Pero de inmediato se ruborizó al recordar la escena que había presenciado en la escalera, cuando Félix chupaba el miembro de Alexi con tanta ternura.
—Ahora no lo desprecio en absoluto —contesto el príncipe Alexi—. De todos los pajes, él es uno de los más interesantes. Eso es algo que aquí se llega a apreciar enormemente. Pero entonces lo despreciaba tanto como a la reina.
»Ella ordenaba que me azotaran. Él me retiraba los grilletes que me mantenían sujeto a la pared, sin que yo dejara de patalear y forcejear como un loco. Luego me arrojaba sobre su rodilla, con mis piernas separadas, y los paletazos se sucedían hasta que la reina se cansaba. Dolía terriblemente, ya lo sabéis, y todavía aumentaba más mi humillación. Pero a medida que el aburrimiento se hacía cada vez más desesperado en mis horas de soledad, empecé a tomarme las palizas como un intervalo. Pensaba en el dolor, y en las diversas fases que atravesaba. En primer lugar, los estallidos iniciales de la pala, que para nada eran tan dolorosos. Luego, a medida que se volvían más fuertes, sentía el dolor, el escozor, y culebreaba e intentaba escapar a los golpes, aunque me había jurado no hacerlo. Me recordaba que debía permanecer quieto pero acababa cayendo en forzados zigzagueos, lo cual divertía inmensamente a la reina. Cuando ya estaba muy irritado, me sentía tremendamente
cansado, sobre todo del forcejeo. La reina sabía que era más vulnerable, y entonces me tocaba. Sus manos resultaban una delicia sobre mis moratones a pesar del odio que sentía por ella. Luego pasaba la mano suavemente por mi órgano, al tiempo que me decía al oído que podría disfrutar del éxtasis si la servía. Me contaba que yo sería objeto de toda su atención, que los criados me bañarían y me mimarían, en vez de restregarme con rudeza y colgarme de la pared. A veces, yo empezaba a lloriquear al escuchar esto porque ya no podía contenerme. Los pajes se reían, y a la reina todo aquello también le hacía bastante gracia. Luego me devolvían a la pared para que mi ánimo decayera aún más a causa del hastío interminable.
»Durante todo este tiempo, nunca vi que los demás esclavos fueran castigados directamente por la reina. Ella practicaba sus diversiones y juegos en sus muchos salones. Yo, en raras ocasiones oía gritos y golpes a través de las puertas.
»pero, a medida que empecé a exhibir un órgano erecto y ansioso, muy a mi pesar, empecé a esperar con anhelo las terribles palizas... en contra de mi voluntad... sin que ambas cosas estuvieran conectadas en mi mente... Ella se traía un esclavo de vez en cuando para divertirse.
»No tengo palabras para describir el ataque de celos que sentí la primera vez que presencié cómo castigaba a un esclavo. Fue con el joven príncipe Gerald, al que ella adoraba en aquellos días. Tenía dieciséis años y las nalgas más redondas y pequeñas que se puedan imaginar. A los pajes les parecían irresistibles, y también a los criados, igual que las vuestras.
Bella se ruborizó al oír esto.
—No os consideréis desdichada. Escuchad lo que tengo que decir acerca del hastío— añadió Alexi, y la besó con ternura.
»Como os decía, trajeron a este esclavo y la reina lo acarició y lo importunó sin ningún pudor. Lo colocó sobre su regazo y le propinó una zurra con la palma de la mano, como hizo con vos. Yo veía su pene erecto y cómo intentaba mantenerlo apartado de la pierna de la reina por temor a derramar su pasión y contrariarla. La sumisión y devoción que sentía por ella eran absolutas. Carecía de toda dignidad en su entrega; más bien todo lo contrario, correteaba para obedecer cada una de sus órdenes, con su hermosa carita siempre sonrojada, la piel rosa y blanca llena de marcas de castigo. Yo no podía apartar la vista de él. Pensé que nunca podrían conseguir que yo hiciera esas cosas. Jamás; antes preferiría morir. Pero continué observando cómo la reina lo castigaba, lo pinchaba y lo besaba.
»Cuando él ya la hubo satisfecho bastante, ¡cómo lo recompensó! Había traído a seis príncipes y princesas entre los que debía escoger con quién copularía. Por supuesto, él siempre escogía complacerla, así que elegía a los príncipes. »Mientras la reina presidía la actuación con su pala, él se colocaba sobre uno de los esclavos, que se arrodillaba obedientemente y, sin dejar de recibir los golpes de la reina, llegaba al éxtasis. El espectáculo era sumamente provocador: su pequeño trasero que recibía una sonora zurra, el sumiso esclavo con la cara roja, de rodillas, se preparaba para recibir al príncipe Gerald, y el miembro erecto del muchacho estaba listo para entrar y salir del ano indefenso. A veces la reina azotaba en primer lugar a la pobre víctima, le concedía una alborozada persecución por la estancia o una oportunidad de escapar a su destino si podía traerle un par de pantuflas con los dientes antes de que ella consiguiera propinarle diez buenas paladas. La víctima se escabullía precipitadamente para obedecer. Pero en contadas ocasiones era capaz de encontrar las pantuflas y traérselas antes de que la reina finalizara la sonora paliza. De modo que se tenía que doblar para satisfacer al príncipe Gerald, que desde luego estaba muy bien dotado para tener dieciséis años.
»Por supuesto que yo me decía para mis adentros que aquello era una asquerosidad y que era indigno de mí. Yo nunca me prestaría a tales juegos —Alexi se rió tranquilamente, atrajo a Bella hacia su pecho con el brazo y le besó la frente—. Pero desde entonces he jugado a estos pasatiempos bastante a menudo—dijo.
»A veces, muy de vez en cuando, el príncipe Gerald elegía a una princesa, y esto contrariaba levemente a la reina, que hacía que la víctima femenina ejecutara alguna tarea con la esperanza de escapar, ya fuera el mismo juego de las pantuflas, traerle un espejito de mano o algo por el estilo, y durante todo el rato la soberana la dirigía despiadadamente con la pala. Luego la tumbaban de espaldas y el vigoroso joven príncipe la poseía para diversión de la reina. A veces también la colgaban boca abajo, doblada como en la sala de castigos.
Bella dio un respingo. Ser poseída en esta posición era algo que no se le había ocurrido. Pero seguro que una princesa cautiva sería forzada y sometida a algo así.
—Como os podéis imaginar —continuó Alexi—, estos espectáculos se convirtieron en una tortura para mí. Durante mis horas solitarias, los ansiaba. Mientras observaba, sentía los golpes contra mis nalgas como si yo también estuviera siendo azotado, y notaba que mi pene se excitaba muy a pesar al ver que las muchachitas eran perseguidas, o incluso cuando un paje acariciaba al príncipe Gerald y a veces le lamía el miembro para diversión de la reina.
»Debo añadir que a Gerald todo esto le resultaba muy duro. Era un príncipe ansioso por complacer, siempre se afanaba por satisfacer a su majestad y se castigaba a sí mismo mentalmente, por temor al fracaso. Parecía que no se daba cuenta de que muchas de las tareas y juegos se concebían deliberadamente para aumentar especialmente la dificultad para él. Por ejemplo, la reina le obligaba a que le peinara el cabello con el cepillo entre los dientes. Esto era sumamente difícil, y él lloraba cuando no conseguía hacerlo con cepilladas bastante largas, que recorrieran toda la melena. Por supuesto, la reina se enfadaba, lo arrojaba sobre su regazo y utilizaba un cepillo con mango de cuero para sacudirle. Él lloraba de vergüenza y desdicha, y temía la peor de sus cóleras: que lo entregara a otros para que disfrutaran de él y lo castigaran.
—¿Os entrega a vos alguna vez a otros, Alexi? —preguntó Bella.
—Cuando está disgustada conmigo —continuó—. Pero yo ya me he rendido y lo he aceptado. Me entristece pero lo he aceptado. Nunca pierdo el control como le sucedía al príncipe Gerald. Él era capaz de implorar a la reina y cubrir sus pantuflas con besos silenciosos. Por eso nunca sirve para nada. Cuanto más suplicaba, más lo castigaba ella.
—¿Qué fue de él?
—Llegó el día en que fue enviado de vuelta a su reino. Ese momento llega para todos los esclavos. También para vos, aunque quién sabe cuándo; depende de la pasión que el príncipe sienta por vos. Además, en vuestro caso fue él quien os despertó y os reclamó. Vuestro reino era aquí toda una leyenda—dijo el príncipe Alexi.
»De cualquier modo, Gerald volvió a su casa sumamente recompensado y creo yo que también muy aliviado de que le dejaran marchar. Por supuesto, antes de partir, le vistieron exquisitamente, fue recibido por la corte y luego todos nos reunimos para despedirlo. Es la costumbre. Creo que para él fue tan humillante como todas las demás cosas. Era como si recordara su desnudez y su subyugación. Pero aunque por diversos motivos, otros esclavos también sufren cuando los liberan. Quién sabe, quizá las incesantes preocupaciones del príncipe Gerald le salvaron de algo peor. Es imposible decirlo. A la princesa Lizetta la salva su rebelión. Seguro que para el príncipe Gerald fue interesante...
Alexi hizo una pausa para volver a besar a Bella y tranquilizarla:
—No intentéis comprender ahora mismo todo lo que os digo. No busquéis un significado inmediato —le repitió—. Limitaos a escucharme y aprender, y quizá lo que os digo pueda libraros de cometer algunos errores; tal vez os proporcione diferentes ideas para el futuro. Oh, sois tan tierna conmigo, mi flor secreta.
Él la hubiese abrazado de nuevo, quizá se hubiera dejado arrastrar una vez más por la pasión, pero ella lo detuvo posando los dedos en sus labios.
—Pero decidme, mientras estabais amarrado a la pared, ¿en qué pensabais... cuando estabais solo? ¿En qué soñabais?
—Qué pregunta tan extraña—respondió. Bella parecía muy seria:
—¿Pensabais en vuestra vida anterior, deseabais estar libre para disfrutar de tal o cual placer? —No, en realidad no —contestó lentamente—. Más bien me preocupaba lo que me sucedería a continuación, supongo. No sé. ¿Por qué me preguntáis esto?
Bella no contestó, pero había soñado en tres ocasiones desde que había llegado y en todas ellas su antigua vida le había parecido tétrica y llena de vanas preocupaciones. Recordaba las horas que había dedicado a sus labores y las interminables reverencias que había hecho en la corte a los príncipes que le besaban la mano. Revivía las interminables horas en las que estuvo sentada, absolutamente inmóvil, en banquetes donde otros charlaban y bebían, mientras que ella lo único que había sentido era aburrimiento.
—Por favor, continuad, Alexi —dijo con dulzura—. ¿A quién os entrega la reina cuando está descontenta?
—Ah, ésa es una pregunta con varias respuestas —dijo—. Pero permitidme seguir con mi relato. Podéis imaginaros cómo era mi existencia, horas de hastío y soledad rotas únicamente por estas tres diversiones: la propia reina, los castigos infligidos al príncipe Gerald, o los furiosos azotes que me propinaba Félix. Bien, al poco tiempo, en contra de mi voluntad y a pesar de toda mi rabia, empecé a mostrar mi excitación cada vez que la reina entraba en la alcoba. Ella me ridiculizaba por ello, pero lo tenía presente, y de vez en cuando tampoco podía ocultar mi excitación cuando veía al príncipe Gerald tan descaradamente erecto, disfrutando de los otros esclavos, o incluso cuando recibía la pala. La reina lo observaba todo, y cada vez que veía que mi órgano estaba duro, fuera de mi control, hacía que Félix me propinara inmediatamente una dura paliza. Yo forcejeaba, intentaba maldecirla, y al principio estas zurras mitigaban mi placer, aunque al poco tiempo no lo reprimían en absoluto. Además, la reina se sumaba a mi padecimiento con sus propias manos: daba palmetadas contra mi pene, lo acariciaba, y luego volvía a palmetearlo a la vez que Félix me castigaba. Yo me retorcía y forcejeaba, pero no servía de nada. Al cabo de muy poco tiempo, anhelaba tanto el tacto de las manos de la reina que gemía en voz alta e incluso en una ocasión, terriblemente atormentado, hice todo lo que pude mediante gestos y movimientos para demostrar que iba a obedecerla.
»Por supuesto no tenía intención de someterme; lo hacía únicamente para ser premiado. Me pregunto si podéis imaginaros lo difícil que fue esto para mí. Me desataron, me dejaron a cuatro patas y me ordenaron que besara sus pies. Era como si acabaran de dejarme completamente desnudo. Nunca había obedecido una sola orden, ni me habían obligado a acatarla sin llevar los grilletes. No obstante, la necesidad de aliviar aquella torrara era tal, mi sexo estaba tan hinchado a causa del deseo, que me obligué a mí mismo a arrodillarme a sus pies y a besarle las zapatillas. Nunca olvidaré la magia de sus manos cuando me acarició. Pude experimentar el estallido de pasión que recorrió mi cuerpo, y en cuanto ella me pasó la mano y jugueteó con mi sexo, la pasión se liberó de inmediato, lo que la enfureció terriblemente.