»"No tenéis control—me dijo malhumoradamente— y seréis castigado por esto. Pero habéis intentado someteros y eso ya es algo." En ese mismo momento me levanté e intenté alejarme de ella corriendo; nunca había tenido intención de acatar sus órdenes.
»Obviamente, los pajes me prendieron al instante. No debéis pensar nunca que estáis a salvo de ellos. Quizás os encontréis en una alcoba enorme, débilmente iluminada, a solas con un lord. Es posible que os creáis que sois libre en el momento en que caiga dormido con su copa de vino. Entonces intentaréis levantaros y escapar, pero de inmediato aparecerán pajes que os reducirán. Sólo ahora que soy el asistente de confianza de la reina se me permite dormir a solas en su alcoba. Los pajes no se atreven a entrar a oscuras en la habitación donde duerme la reina, así que no hay forma de que sepan que estoy aquí con vos. Pero ésta es una situación excepcional, muy excepcional, y en cualquier momento podrían descubrirnos...
—Pero ¿qué os sucedió? —insistió Bella—. ¿Os prendieron?—preguntó asustada.
—La reina tuvo pocos miramientos a la hora de castigarme. Mandó llamar a lord Gregory y le dijo que yo era incorregible. Le comunicó que, a pesar de mis finas manos y delicada piel, en contra de mi linaje real, debían llevarme de inmediato a la cocina, donde serviría todo el tiempo que ella decretara... y, de hecho, llegó a decir que esperaba no olvidarse de que yo estaba allí y de mandarme llamar en el futuro.
»Me bajaron a la cocina en medio de mis protestas habituales. No tenía ni idea de lo que iba a sucederme, pero enseguida comprobé que me encontraba en un lugar oscuro y sucio, lleno de grasa y hollín de las cocinas, en el que siempre había pucheros hirviendo y docenas de lacayos atareados cortando vegetales y limpiando, o desplumando aves y todas las demás tareas que contribuyen a que se puedan servir banquetes aquí.
—Nada más dejarme allí, el regocijo fue general. Contaban con una nueva diversión. Estaba rodeado de los seres más ordinarios y groseros qué había visto en mi vida. "Y a mí que me importa —pensé—. Yo no obedezco a nadie."
»Pero al instante me di cuenta de que estas criaturas no estaban más interesadas en mi sumisión que en la de las aves que mataban, las zanahorias que pelaban, o las patatas que echaban al puchero. Yo era un juguete para ellos y sólo en muy contadas ocasiones se dirigieron a mí como si tuviera orejas para oírles o juicio para entender lo que me decían.
»Me pusieron inmediatamente un collar de cuero, atado a los grilletes de las muñecas y, éstas, a su vez, a las rodillas, de tal manera que era imposible levantarme de mi posición a cuatro patas. Me colocaron una embocadura con una brida, tan bien sujeta a la cabeza que podían tirar de mí con correas de cuero sin que yo pudiera resistirme; mis extremidades sólo me permitían seguirles a regañadientes.
»Me negaba a moverme. Pero ellos me arrastraban de un lado a otro del sucio suelo de la cocina mientras se reían a placer. No tardaron en sacar sus palas y castigarme cruelmente. Ninguna parte de mi cuerpo se libraba, pero mi trasero les encandilaba especialmente. Cuanto más me sacudía y forcejeaba, más hilarante les parecía a ellos la situación. No era más que un perro, y precisamente así me trataban. Sin embargo, aquello no fue más que el principio. Al cabo de poco rato me desligaron lo suficiente para arrojarme encima de un gran barril que estaba tumbado sobre el suelo, donde fui violado por cada uno de los hombres, mientras las mujeres observaban sin parar de reír. Me quedé tan dolorido y mareado por el movimiento del barril que vomité, pero para ellos incluso esto fue divertido.
»Cuando acabaron conmigo y tuvieron que regresar al trabajo, me amarraron al interior de un gran tonel abierto donde tiraban la basura. Mis pies estaban firmemente apoyados sobre los desechos de hojas de col y cabezas de zanahorias, pieles de cebollas y plumas de pollo, que componían los desperdicios del trabajo del día y, a medida que arrojaban más basura, ésta subía a mi alrededor. El tufo era terrible. Cada vez que yo me retorcía y forcejeaba, ellos volvían a reírse, y pensaban en otros modos de atormentarme.
—Oh, pero esto es demasiado atroz—dijo Bella boquiabierta.
Se podía decir que todas las personas que la habían tratado y castigado, en cierta forma también la admiraban. Pero cuando pensó en su hermoso Alexi humillado de este modo, sintió que el miedo la invadía.
—Por supuesto, no se me había ocurrido pensar que ésta iba a ser mi ubicación habitual. Efectivamente, me sacaron unas horas más tarde, después de servir la cena de la noche, puesto que habían decidido volver a violarme. Sin embargo, esta vez me tumbaron y me estiraron encima de una gran mesa de madera. Me apalizaron una y otra vez, con gran deleite por su parte, pero esta vez con burdas palas de madera, pues comentaron que las de cuero que habían usado antes eran demasiado buenas para mí. Sujetaron mis piernas separándolas todo lo que pudieron y se lamentaron de no poder torturar mis partes íntimas sin correr el riesgo de
ser castigados. Aunque al parecer aquello no incluía mi pene, puesto que lo mortificaban sin descanso propinándole palmetadas y bruscos toqueteos.
»Para entonces yo casi había enloquecido. Soy incapaz de explicarlo. Eran tantos y tan ordinarios... mis movimientos, mis sonidos no significaban nada para ellos. La reina habría advertido el más mínimo cambio de expresión en mí; se habría mofado de mis gruñidos y forcejeos, saboreándolos. Pero estos groseros cocineros y pinches me frotaban el pelo, me levantaban la cara, me abofeteaban el trasero y me azotaban como si yo no me enterara de nada.
»Me decían: "qué trasero tan rellenito", y "mirad esas fuertes piernas", y ese tipo de comentarios que se hacen de un animal. Me pellizcaban, me atizaban, me punzaban a placer, y luego se disponían a violarme. Primero, con sus manos crueles, me embadurnaban bien con grasa, como la primera vez, y en cuanto acabaron me aplicaron una lavativa de agua con un rudimentario tubo unido a un odre de vino lleno de agua. No puedo describir semejante mortificación. Me lavaron por dentro y por fuera. La reina, como mínimo, me concedía intimidad en estas cuestiones, ya que las necesidades de nuestros intestinos y vejigas no le preocupaban. Pero ser vaciado por ese chorro violento de agua fría, delante de aquellos puercos, me hizo sentir débil y apocado.
»Estaba agotado cuando volvieron a introducirme en la basura. Por la mañana me dolían los brazos y estaba mareado por la pestilencia que ascendía en torno a mí. Me sacaron de allí rudamente, me ataron otra vez de rodillas y me echaron algo de comida en un plato. Hacía un día que no comía, pero de todos modos no quería aumentar su diversión, ya que no me permitían utilizar las manos. Para ellos no era nada. Rechacé las comidas hasta el tercer día en que ya no pude soportarlo más y devoré con los labios, como un cachorro hambriento, las gachas que me dieron. Ni siquiera prestaron atención. Cuando acabé, me llevaron de vuelta al montón de basura donde esperé hasta que dispusieron de otro rato para entretenerse conmigo.
»Entretanto permanecería allí, colgado. Cada vez que pasaban me propinaban una fuerte bofetada, me retorcían los pezones o me separaban aún más las piernas con una de sus palas.
»La agonía superaba cualquier sensación que hubiera experimentado en la alcoba de la reina. Muy pronto, al anochecer, corrió la voz entre los mozos de cuadra de que podían venir y disponer de mí como quisieran. Así que tuve que satisfacerlos también a ellos.
»Iban mejor vestidos, pero olían a caballo. Llegaron, me sacaron de la cubeta y uno de ellos introdujo el largo y redondeado mango de cuero de su látigo en mi ano. Con aquel instrumento, me obligó a incorporarme y me condujo hasta el establo. Entonces, me tiraron de nuevo encima de un barril tumbado y me violaron, uno a uno.
»Parecía insoportable, pero aún así lo aguanté. Del mismo modo que en los aposentos de la reina, tenía todo el día para regalarme la vista con mis torturadores aunque la verdad es que me hacían poquísimo caso de tan absortos como estaban en sus tareas.
»Sin embargo, una tarde en que todos ellos estaban ebrios y habían sido felicitados por una excelente comida celebrada en los salones de arriba, se volvieron hacia mí en busca de juegos más imaginativos. Yo estaba aterrorizado. Había perdido toda noción de la dignidad y en cuanto se aproximaron a mí empecé a gemir, a pesar de la mordaza. Me retorcí y forcejeé para resistirme a sus manos.
»Los juegos que escogieron eran tan degradantes como repugnantes. Hablaban de adornarme, de mejorar mi aspecto, de que en conjunto yo era un animal demasiado limpio y delicado para el lugar donde me alojaba. Así que me tumbaron en la cocina y no tardaron en desatar su furia sobre mí, embadurnándome con decenas de mezcolanzas elaboradas con miel, huevos, diversos almíbares y brebajes. Todo estaba a su disposición en la cocina. Enseguida me vi cubierto de esos líquidos asquerosos. Me untaron las nalgas y, cómo no, se
reían mientras yo forcejeaba. Pringaron mi pene y mis testículos. Me llenaron el rostro de aquello y me embadurnaron el pelo echándolo hacia atrás. Cuando acabaron, cogieron plumas de aves y me emplumaron de pies a cabeza.
»Estaba absolutamente aterrorizado, no por un dolor real, sino por la vulgaridad y la mezquindad de la que hacían gala. No podía soportar semejante humillación.
»Finalmente, uno de los pajes entró para ver cuál era el motivo de tanto ruido y se apiadó de mí. Hizo que me soltaran y les ordenó que me lavaran. Por supuesto, me restregaron, con la rudeza habitual, y me volvieron a azotar con la pala. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba perdiendo la razón. Agachado a cuatro patas, corría desesperadamente para escapar a los paletazos. Intentaba por todos los medios meterme debajo de las mesas de la cocina y en cualquier sitio, en busca de un momento de reposo; ellos me encontraban, si era necesario movían las mesas y las sillas para alcanzar mi trasero con sus palas. Por supuesto, si intentaba levantarme me tumbaban en el suelo a la fuerza. Estaba desesperado.
»Me escabullí al lado del paje y le besé los pies como había visto que el príncipe Gerald hacía con la reina.
»Pero si se lo contaba a la reina, no me serviría para nada. Efectivamente, al día siguiente, volvía a estar amarrado como antes y esperaba el hastío y la desazón de mis amos de siempre. A veces pasaban a mi lado y me llenaban el ano con un poco de comida en vez de tirarla. Me introducían zanahorias u otras hortalizas, cualquier cosa que pensaran que se parecía a un falo. Me violaban una y otra vez con estas cosas y tenía gran dificultad para expelerlas. Supongo que mi boca no se hubiera librado de esto de no ser porque tenían órdenes de mantenerme amordazado como a todos los esclavos de mi condición.
»Cada vez que atisbaba a un paje, me lanzaba a suplicarle utilizando todos mis gestos y gemidos.
»Durante este tiempo dejé de tener verdaderos pensamientos. Quizás había empezado a pensar en mí como el ser semihumano que ellos creían que era yo; no lo sé. Para ellos era un príncipe desobediente enviado allí porque me lo merecía.
Cualquier abuso que me infligieran formaba parte de sus obligaciones. Si las moscas les molestaban, me untaban el sexo con miel para atraerlas, y realmente creían que aquello estaba muy bien pensado, no les causaba ningún remordimiento.
»Pese al terror que me infundían los mangos de cuero de los látigos que los mozos de cuadra me introducían a la fuerza en el ano, casi anhelaba que llegara el momento en que me llevaban a los lugares más limpios y frescos de establo. Al menos a aquellos mozos les parecía maravilloso tener un príncipe de verdad a quien atormentar. Me ridiculizaban con todas sus fuerzas y durante largo rato, pero aquello era mejor que estar en la cocina.
»No sé cuánto tiempo duró. Cada vez que soltaban los grilletes sentía un terrible pavor. Al cabo del tiempo, los de la cocina empezaron a echar la basura por el suelo y me obligaban a recogerla mientras me perseguían con sus palas. No era ya consciente de que la mejor solución hubiera sido permanecer inmóvil; me movía completamente aturdido y lleno de pánico. Corría de este modo simplemente para acabar la tarea mientras ellos me azotaban. Ni siquiera el príncipe Gerald había estado nunca tan desesperado.
»Pensé en él cuando me descubrí haciendo estas cosas, por supuesto. Me dije con amargura, "está entreteniendo a la reina en sus aposentos, mientras yo estoy aquí en este lugar inmundo".
»En definitiva, los mozos de cuadra eran para mí como los miembros de la realeza. Uno de ellos quedó bastante fascinado conmigo. Era grande, muy fuerte. Podía montarme en el mango de su látigo de tal forma que mis pies desnudos apenas tocaban el suelo, y me obligaba a avanzar con la espalda arqueada y las manos atadas; casi me transportaba. Le encantaba hacer esto y, un día, me llevó a solas con él hasta un rincón apartado del jardín.
Durante un momento intenté oponerme, pero de una sacudida me puso sobre su rodilla, sin apenas esfuerzo. Me obligó a agacharme sobre la hierba y me dijo que recogiera con los dientes las pequeñas florecillas blancas que había por allí. Si me negaba me dijo que me llevaría de vuelta a la cocina. No sabría describir cuán voluntarioso me mostré en obedecerlo. Mantenía el mango del látigo dentro de mí y me obligaba a ir de un lado a otro con él. Luego empezó a atormentarme el pene. Pero aunque no cesaba de dar palmetadas y abusaba de él, también lo acariciaba. Para horror mío, sentí cómo se hinchaba. Quería quedarme para siempre con él. Me pregunté, qué podía hacer para contentarle, y esto supuso para mí una humillación más. Me sentí desesperado porque sabía que esto era exactamente lo que la reina había pretendido al castigarme. Incluso en mi locura, estaba convencido de que si ella hubiera sabido cuánto sufría, me hubiera liberado. Pero mi mente estaba vacía de todo pensamiento. Entonces sólo sabía que quería agradar a mi mozo de cuadra porque temía que me llevara de vuelta a la cocina.
»Así que cogí las florecillas con los dientes y se las llevé a él. A continuación me dijo que yo era un príncipe demasiado malo para que todo el mundo me tratara con tanta condescendencia, y me ordenó que me subiera a una mesa cercana. Era redonda, de madera, gastada por la intemperie, pero a menudo se vestía y se utilizaba cuando alguno de los miembros de la corte quería comer en el jardín.
»Obedecí de inmediato, aunque él no quería que me arrodillara sino que tenía que ponerme en cuclillas con las piernas muy separadas y las manos en la nuca, con la vista baja. Para mí era degradante hasta lo indecible y, sin embargo, sólo pensaba en agradarle. Por supuesto, me azotó en esta posición. Tenía una pala de cuero, delgada pero pesada, y con un golpazo poderosísimo. Empezó a aporrear mi trasero y aun así, continué allí, en cuclillas, con las piernas doloridas y el pene hinchado todo el tiempo mientras él me atormentaba.