El rapto de la Bella Durmiente (22 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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Flotaba en los brazos de lady Juliana. Notaba la delicada tela del vestido de la dama y, debajo de éste, sus pechos redondos.

—Oh, dulce y pequeña Bella, mi Bella. Sois tan buena, tan, tan buena—susurró. Los labios de lady Juliana abrieron los de Bella, y su lengua tocó el interior de la boca de la princesa mientras sus dedos estrujaban con más ahínco las nalgas de Bella, cuyo sexo húmedo estaba pegado al vestido de la dama. Entonces sintió el montículo duro del sexo de lady Juliana.

—Bendita Bella, oh, me amáis, ¿no es cierto? Yo os deseo apasionadamente.

Bella no pudo evitar abrazarse a lady Juliana. Sentía la picazón de aquellas trenzas rubias, pero la piel de la dama era tierna y blanda, y sus labios fuertes y sedosos. Relamían la boca de Bella, sus labios hinchados, mientras los dientes la mordisqueaban aquí y allí como si estuvieran degustándola.

Entonces Bella miró a los ojos de lady Juliana, tan grandes e inocentes y llenos de tierna inquietud. Bella gimió y apoyó su mejilla en la de su señora.

—Es suficiente —dijo la reina con tono cortante.

Lenta, muy lentamente, Bella sintió que la liberaban. Alguien la obligaba a agacharse, y se dejó caer lánguidamente, hasta quedarse sentada en el suelo, apoyada sobre sus talones, con las piernas ligeramente separadas; para ella su sexo no era más que anhelo y dolor.

Inclinó la cabeza. Por encima de todo temía que este placer creciente escapara a su control. Estaba a punto de avergonzarse, de resollar, de agitarse con él, pues se sentía incapaz de ocultarlo a los demás. Así que separó las piernas y sintió que su pubis se abría y cerraba como una pequeña boca hambrienta desesperada por obtener satisfacción.

No obstante, no le importaba. Sabía que no había alivio para ella.

Le bastaba sentir la áspera lana de la alfombra contra sus nalgas doloridas, escocidas. Toda la vida parecía reducirse únicamente a las degradaciones del placer y el dolor. Le parecía que sus pechos llevaban un peso en el extremo. Dejó caer su cabeza a un lado y le invadió una gran oleada de relajación. ¿Qué más podría hacerle con sus juegos? Había dejado de importarle. Hacedlos, pensó, y sus ojos se fundieron en lágrimas convirtiendo la luz de la antorcha en un fulgor molesto. Alzó la mirada.

Lady Juliana y la reina estaban de pie. El brazo de la reina rodeaba el hombro de lady Juliana, que estaba a su lado. Ambas la miraban mientras lady Juliana se deshacía las trenzas y los pequeños capullos de rosa caían libres a sus pies sin que les prestara atención.

Aquel momento pareció prolongarse eternamente.

Bella volvió a incorporarse sobre sus rodillas, se movió hacia delante silenciosamente, se inclinó con gran delicadeza, y recogió uno de los pequeños capullos con los dientes y levantó la cabeza para ofrecérselo a ambas.

Sintió que le cogían la rosa, y luego los tranquilos y fríos besos de ambas mujeres se posaron en ella.

—Muy bien, querida mía—la felicitó la reina dando la primera muestra de verdadero afecto hacia ella.

Bella posó sus labios contra las pantuflas de su majestad.

En medio de su somnolencia oyó que la reina ordenaba a los pajes que se la llevaran y la encadenaran hasta la mañana siguiente a la pared del vestidor que había allí al lado.

—Extendedla, mantenedla con los miembros bien estirados.

Bella supo entonces, con una dulce desesperación, que aquel ansia que sentía entre sus piernas tardaría mucho en abandonarla.

CON EL PRÍNCIPE ALEXI

Sin duda, la reina dormía, quizá con lady Juliana entre sus brazos. Todos en el castillo dormían, y también más allá, en las aldeas y ciudades, los campesinos en su casitas y chozas.

A través de la alta y estrecha ventana del vestidor, el cielo proyectaba la luz blanca de la luna sobre la pared en la que Bella estaba encadenada, con los tobillos separados y las muñecas estiradas por encima de su cuerpo. Bella apoyó la cabeza a un lado y se quedó mirando fijamente la larga fila de magníficos vestidos, los mantos en los colgadores, las diademas de oro y adornos, las hermosas y ornadas cadenas, pilas y pilas de preciosas zapatillas.

Allí estaba ella, entre estos objetos, como si no fuera más que un mero adorno, una posesión, guardada junto con otras pertenencias valiosas.

Suspiró y se frotó deliberadamente el trasero contra la pared de piedra con la intención de castigarlo todavía más para sentir cierto alivio al dejar de hacerlo al cabo de pocos segundos.

Su sexo no dejaba de palpitar. Estaba pegajoso a causa de su propio flujo. ¿Sufriría todavía más que ella la pobre princesa Lizetta, encerrada en la sala de castigos? Ella al menos no estaba sola en la oscuridad. De pronto, hasta las personas que debían de pasar junto a la princesa Lizetta, burlándose de ella, importunándola y pasándole la mano por el sexo hinchado, le parecieron a Bella una compañía deseable. Estiró las caderas y las retorció todo lo que pudo. No encontraba ningún consuelo y no entendía por qué sentía aquel anhelo cuando tan sólo hacía un instante que el dolor había sido tan enorme que incluso besó implorante las pantuflas de lady Juliana. Se ruborizó al pensar en las palabras coléricas que le lanzó, aquellos azotes de censura que en cierta forma le habían dolido más que los otros.

Cómo se habrían de haber reído los pajes, puesto que probablemente una docena de princesas habrían jugado antes que ella a este jueguecito de la recogida de rosas, y seguramente lo habrían hecho mucho mejor.

Pero ¿por qué, por qué, justo al final, Bella había recogido el último capullo de rosa y había sentido cómo sus pechos se hinchaban de calor cuando lady Juliana se la cogió de los labios? En aquel momento tuvo la sensación de que sus pezones eran pequeños tapones que impedían que el placer se desatara. Extraño pensamiento. Entonces le parecieron demasiado ajustados para sus pezones, mientras su sexo se abría cada vez más, víctima de un anhelo terrible, y la humedad goteaba por el interior de sus muslos. Cuando pensó en la sonrisa del príncipe Alexi, en los ojos marrones de lady Juliana, y en el hermoso rostro de su príncipe, e incluso en la reina, sí, incluso en los labios rojos de la reina, sintió que se quemaba de agonía.

El sexo del príncipe Alexi era voluminoso y oscuro, como todo en él, y sus pezones también eran oscuros, de un rosado oscuro.

Bella movió la cabeza, la hizo girar apoyada en la pared. Pero ¿por qué había recogido la rosa y se la había ofrecido a la hermosa lady juliana?

Se quedó ensimismada, observando la oscuridad, y al oír un crujido muy cerca de ella, pensó que era fruto de su imaginación.

Pero en la oscuridad del muro más próximo apareció una rendija de luz que fue ensanchándose poco a poco. Alguien había abierto una puerta y de pronto se deslizaba en el vestidor. Desatado y libre, el príncipe Alexi estaba de pie ante ella, y procedió a cerrar la puerta, muy cuidadosamente, tras él.

Bella contuvo el aliento.

Él se quedó inmóvil, como si necesitara acostumbrarse a la oscuridad y, luego, se adelantó y soltó las muñecas y los tobillos de Bella.

Ella siguió allí, de pie, temblando, pero enseguida lo rodeó con sus brazos. Él la sostenía contra su pecho, y su órgano erecto le estimulaba los muslos. Sintió la piel sedosa de su rostro y a continuación su boca se abrió sobre la suya, muy cerca, saboreándola.

—Bella —él suspiró profundamente y ella comprendió que él sonreía.

Bella alzó la mano para tocarle las pestañas. A la luz de la luna, vio su rostro, sus dientes blancos. Tocó todo su cuerpo lleno de ansia, desesperado, y luego lo bañó de besos sonoros.

—Esperad, esperad, mi amor, estoy tan ansioso como vos—susurró él. Pero ella no podía apartar sus manos de los hombros de él, de su cuello, de su piel satinada.

—Venid conmigo—dijo Alexi y, haciendo un esfuerzo por separarse, abrió otra puerta y la llevó por un largo pasillo de techo bajo.

La luna entraba por ventanas que no eran más que estrechas aberturas en la pared. Entonces, ante una de las numerosas y pesadas puertas, él se detuvo y Bella empezó a bajar por una escalera de caracol.

Estaba cada vez más asustada.

—Pero ¿adónde vamos? Nos atraparán, y ¿que será entonces de nosotros?—susurró.

Él abrió una puerta y la hizo pasar a un pequeño dormitorio.

Un minúsculo cuadrado de ventana les alumbraba. Bella atisbó una cama con abundante paja cubierta por una manta blanca. En la pared había un gancho del que colgaba la vestimenta de un sirviente, pero todo estaba descuidado como si el cuarto llevara mucho tiempo abandonado.

Alexi echó el cerrojo. Nadie podría entrar. —Pensaba que queríais escapar—suspiró Bella con alivio—. Pero ¿no nos encontrarán aquí? Alexi la miraba. La luna iluminaba la cara del príncipe y resaltaba la extraña serenidad que reflejaban sus ojos.

—Todas las noches, sin excepción, la reina duerme hasta el amanecer. Ha mandado retirarse a Felix, y si yo estoy al pie de su cama al amanecer, no nos descubrirán. Aunque siempre existe una posibilidad, y entonces nos castigarían.

—Oh, no me importa, no me importa—dijo Bella desesperadamente.

—A mí tampoco —empezó a decir él, pero su boca ya se había hundido en el cuello de Bella mientras ésta lo rodeaba con sus brazos.

Al instante estaban en la cama, sobre la suave manta. Las nalgas de Bella sentían las punzadas de la paja, pero no significaban nada comparadas con los besos húmedos e intensos de Alexi. Ella apretó sus senos contra su pecho, le rodeó la cadera con las piernas y se pegó a él.

Todas las molestias y tormentos de la larga noche la habían hecho enloquecer. Pero aún enloqueció más cuando él le introdujo aquel grueso sexo que ella había deseado desde el primer instante en que lo vio. Sus embestidas eran brutales, fuertes, como si él también estuviera dominado por una pasión reprimida. El sexo dolorido de Bella se quedó lleno, sus tiesos pezones palpitaban, y sacudió sus caderas, levantando a Alexi como lo hizo con el príncipe. Sintió cómo él la llenaba y la tenía firmemente amarrada.

Finalmente, Bella lanzó un gemido de alivio y sintió cómo él eyaculaba con un último y enérgico movimiento. Experimentó los fluidos calientes que la llenaban y se recostó jadeando.

Permaneció tumbada, contra el pecho de Alexi, y él la acunaba con su brazo, la mecía, sin dejar de besarla.

Cuando Bella besó sus pezones y los mordisqueó jugueteando con los dientes, el sexo de Alexi volvió a endurecerse y de nuevo se apretó contra ella.

Alexi se incorporó sobre sus rodillas, levantó a Bella y la puso sobre su órgano. Ella emitía susurros de aprobación mientras él la movía hacia delante y atrás, clavándola, con los dientes apretados.

—¡Alexi, mi príncipe! —gritó.

Su sexo húmedo, abierto sobre él, palpitó de nuevo con un ritmo frenético hasta que casi clamaba su alivio mientras él volvía a descargar en ella.

Hasta después de la tercera vez no descansaron tumbados sobre el lecho.

Sin embargo, ella seguía mordisqueando sus pezones y con las manos le palpaba el escroto, su pene. Él estaba apoyado sobre su codo y le sonreía. Le dejaba hacer todo cuanto quisiera, incluso cuando sus dedos sondearon su ano. Bella nunca antes había tocado a un hombre de esta manera. Se sentó e hizo que se diera la vuelta sobre la cama y entonces lo examinó de arriba abajo.

Después, abrumada por la timidez, se tumbó de nuevo a su lado, acurrucada en sus brazos, enterró la cabeza en su pelo cálido y perfumado y recibió plácidamente sus besos tiernos, profundos y cariñosos. Los labios de él jugaban con los suyos. El príncipe le susurró su nombre al oído y le colocó la mano entre las piernas para sellarla con la palma mientras se pegaba a ella.

—No podemos quedarnos dormidos —dijo él—, o mucho me temo que para vos el castigo podría ser demasiado terrible.

—¿Y para vos no? —preguntó Bella. Pareció reflexionar y luego sonrió: —Probablemente no —contestó—, pero vos aún sois una principiante.

—¿Y tan mal lo hago?—preguntó.

—No, sois incomparable en todos los sentidos —dijo—. No dejéis que vuestros crueles amos y amas os engañen. Están enamorados de vos.

—Ah, pero ¿cómo nos castigarían? —preguntó—. ¿Con el pueblo quizá?—bajó la voz al decirlo.

—¿Y quién os ha hablado del pueblo? —preguntó él, un poco sorprendido—. Podría ser el pueblo... —estaba pensando— aunque ningún favorito de la reina o del príncipe de la Corona ha sido nunca enviado allí. Pero no nos atraparán y, si sucediera, diré que os amordacé y os forcé. Como mucho sufriríais unos pocos días en la sala de castigos, y lo que a mí me suceda no tiene importancia. Debéis jurarme que me dejaréis asumir la culpa, o de verdad os amordazaré y os devolveré inmediatamente a vuestras cadenas.

Bella bajó la cabeza.

—Yo os traje aquí. Soy yo quien merece ser castigado si nos atrapan. Esto será un pacto entre nosotros. Y no quiero que discutáis.

—Sí, mi príncipe—susurró ella.

—No, a mí no me habléis así—le rogó—. No era mi intención daros órdenes. Para vos soy Alexi, y nada más que eso. Lo siento si he sido rudo, pero no puedo permitir que os sometan a un castigo tan terrible. Haced lo que yo os digo porque... porque...

—Porque os adoro, Alexi —dijo Bella.

—Ah, Bella, mi amor, mi amor—fue su respuesta. Volvió a besarla—. Y ahora, contadme en qué pensáis, ¿por qué sufrís tanto?

—¿Que por qué sufro? Pero ¿no lo veis con vuestros propios ojos? ¿Creéis que ni por un instante he olvidado que me estabais observando esta noche? Ya veis lo que me han hecho, lo que os hacen a vos, lo que...

—Por supuesto que os observaba y me habéis complacido —dijo—. ¿Acaso vos no disfrutasteis viendo cómo me azotaba el príncipe de la Corona? ¿No gozasteis al ver cómo me castigaban en el gran salón el primer día que os trajeron? ¿Qué haríais si os dijera que derramé el vino aposta aquel primer día para que repararais en mí?

Bella se quedó estupefacta.

—Os pregunto qué es lo que experimentáis —continuó el príncipe—. No me refiero a lo que os hace padecer la pala ni a los incesantes juegos de nuestros amos, sino a lo que experimentáis en vuestro corazón. ¿A qué se debe este conflicto? ¿Qué os impide rendiros?

—¿Os habéis rendido vos? —requirió Bella, ligeramente enfadada.

—Por supuesto —dijo él tranquilamente—. Adoro a la reina y me encanta contentarla. Adoro a todos los que me atormentan, porque debo hacerlo. Es profundamente simple.

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