Bella lloró suavemente. Se sentía demasiado apocada para contestar.
—Pero, princesa, esto es un gran privilegio. Hay esclavos que sirven durante años sin que la reina jamás se fije en ellos. Disfrutaréis de una verdadera oportunidad para hechizarla.
lo conseguiréis, querida mía, lo lograréis, es imposible que falléis en esto. El príncipe ha sido inteligente
por una vez. Lo ha comprendido y ha sabido contener sus sentimientos.
—Pero ¿qué me hará?—gimoteó Bella—. Y el príncipe Alexi, ¿lo verá todo? Oh, ¿qué me hará ella?
—Vamos, vos seréis un juguete para ella, por supuesto. Sólo deberéis complacerla.
Ya había transcurrido media noche cuando llegó la reina.
Bella había dormitado, se despertó una y otra vez, y descubrió, como si se encontrara en medio de una pesadilla, que seguía encadenada en la alcoba atiborrada de ornamentos de la soberana. Estaba sujeta a la pared: los tobillos atados con correas de cuero, las muñecas levantadas por encima de la cabeza y las nalgas apretadas contra la fría piedra que tenía a su espalda.
Al principio, el contacto con la piedra le resultó agradable. De vez en cuando se retorcía para que el aire le refrescara la irritación. Era evidente que la carne escocida había mejorado considerablemente desde que pasó la severa prueba de la noche anterior en el sendero para caballos, pero a Bella aún le dolía y sabía que el destino que le deparaba aquella noche era sufrir nuevos tormentos.
No obstante, el sufrimiento que le ocasionaba su propia pasión no era menor. ¿Qué había despertado el príncipe en ella para que, tras una noche sin satisfacción, se sintiera tan lasciva? Lo que la despertó del sueño en la sala de los esclavos fue la excitación que notó entre las piernas, y continuaba sintiéndola de vez en cuando mientras esperaba en los aposentos reales.
La habitación estaba sumida en sombras. Allí reinaba una quietud ininterrumpida. Docenas de gruesas velas quemaban en sus pesados soportes
dorados, mientras la cera se derramaba en riachuelos por las tracerías de oro. La cama, con sus tapices adornados, parecía una profunda caverna.
Bella cerraba y abría los ojos a intervalos irregulares, y cuando estaba otra vez a punto de quedarse dormida oyó cómo se abrían de par en par las pesadas puertas dobles. De pronto, apareció ante ella la alta y delgada figura de la reina.
La soberana se desplazó hasta el centro de la alfombra. Su vestido de terciopelo azul se ajustaba a sus caderas enfajadas y se acampanaba delicadamente hasta casi cubrir sus pantuflas negras puntiagudas. Contempló a Bella con aquellos ojos negros entrecerrados, sesgados hacia arriba en los extremos, lo que le confería una expresión cruel, y luego, cuando sonrió, aquellas mejillas que un instante antes parecían tan duras como la porcelana formaron unos hoyuelos.
Bella bajó inmediatamente la vista. Petrificada, observó disimuladamente cómo la reina se alejaba de ella y se sentaba ante un ornamentado tocador, de espaldas a un alto espejo.
Con un gesto informal despidió a las damas que esperaban de pie en la puerta. Sin embargo, una figura permaneció allí, de pie. Bella, aunque
no se atrevió a mirar, estaba segura de que se trataba del príncipe Alexi.
«Así que su atormentadora ya había llegado, pensó Bella. Notaba en sus oídos los fuertes latidos de su corazón, un estruendo más que una pulsación; sentía las ligaduras que la sujetaban, mostrándola tan desvalida que no hubiera podido defenderse de nadie ni de nada. También era consciente del peso de los senos, y de la humedad entre sus piernas, que la
inquietaba enormemente. ¿Lo descubriría la reina y lo utilizaría como excusa para castigarla de nuevo?
Además de miedo, aún perduraba en ella, desde la noche anterior, cierta sensación de desamparo. Sabía cómo aparecía, pero no podía hacer nada para evitarlo así que lo empezaba a aceptar.
Quizás esta aceptación era un nuevo poder. Desde luego necesitaba todas sus fuerzas, ya que estaba a solas con una mujer que no sentía ningún aprecio por ella. Evocó mentalmente el recuerdo del amor del príncipe, las caricias cariñosas de lady Juliana y sus afectuosas palabras de elogio, incluso los cuidados de las manos de León.
Pero la reina, la gran reina poderosa que lo dominaba todo, no sentía por ella sino frialdad y fascinación.
Bella se estremeció, muy a su pesar. La palpitación entre sus piernas parecía mitigarse para luego crecer levemente, cada vez con mayor intensidad. Estaba segura de que la reina la observaba, y podía hacerla sufrir puesto que no estaba el príncipe para presenciarlo, ni la corte. Nadie.
Sólo el príncipe Alexi.
Entonces lo vio salir de las sombras: una forma desnuda de proporciones exquisitas, con una piel dorada, oscura, que le hacía parecer una estatua pulida.
—Vino ——dijo la reina. Al instante él se apresuró a servírselo.
Se arrodilló al lado de su majestad y le colocó la copa con dos asas entre las manos. Mientras ella bebía, Bella levantó la vista y vio que el príncipe Alexi le sonreía abiertamente.
Se quedó tan asombrada que casi se le escapó un pequeño gemido. Sus grandes ojos marrones estaban llenos del mismo afecto tierno que le había mostrado la noche anterior en el banquete, cuando pasó a su lado. Luego, su boca formó un beso silencioso antes de que Bella, consternada, pudiera apartar la vista.
¿Podría sentir cariño por ella, cariño de verdad, incluso deseo, como ella lo deseó la primera vez que lo vio?
De pronto ansiaba tocarlo. Quería sentir tan sólo por un instante la piel sedosa, el pecho sólido, esos pezones oscuros de color rosado. Qué exquisitos se veían en aquel pecho plano esos pequeños nódulos que parecían tan poco masculinos y que le daban un toque de vulnerabilidad femenina. ¿Cómo los habría castigado la reina?, se preguntaba Bella. ¿Los habrían estrujado y adornado en alguna ocasión, como con sus propios pechos?
Aquellos pequeños pezones eran muy provocativos.
Pero la palpitación que sentía entre sus piernas la previno; necesitó todo un ejercicio de voluntad para no mover sus caderas.
—Desvestidme —dijo la reina.
Desde sus párpados entrecerrados, Bella observó al príncipe Alexi que obedecía la orden con destreza y habilidad.
Qué torpe había sido ella hacía dos noches y qué paciencia demostró el príncipe.
Alexi utilizaba las manos en raras ocasiones. La primera tarea consistía en desabrochar con los dientes los cierres del vestido de la reina, y así lo hizo. A continuación recogió del suelo la indumentaria que había caído en torno a ella.
Bella se asombró al ver los desnudos pechos plenos y blancos de la reina bajo una fina blusa de encaje. Luego, él le quitó el manto ornado de seda blanca, que dejó al descubierto el pelo negro de la reina, suelto en bucles sobre los hombros.
Se llevó las vestimentas y volvió para quitarle las pantuflas, también con los dientes. Le besó los pies desnudos antes de hacer desaparecer el calzado y, a continuación, regresó con un camisón transparente guarnecido con encaje blanco, cuyo tejido era de un lustroso color crema. Era muy amplio y estaba recogido en infinitos pliegues.
Cuando la reina se levantó, el príncipe Alexi la desprendió de la blusa que afín llevaba puesta y se estiró completamente para colocarle el camisón sobre los hombros. Ella deslizó los brazos en el interior de las mangas de amplios pliegues y la prenda le cayó sobre el cuerpo como una campana.
A continuación, y de espaldas a Bella, el príncipe Alexi, que de nuevo estaba arrodillado, procedió a atar una docena de pequeños lazos de cinta blanca que cerraban la parte delantera del camisón hasta llegar al dobladillo, justo por encima de los empeines desnudos de la soberana.
Mientras él ataba el último de los lazos, las manos de la reina juguetearon ociosamente con el cabello caoba de Alexi, y Bella se descubrió a sí misma observando aquellas nalgas enrojecidas que, por supuesto, habían recibido un castigo recientemente. Sus muslos, las pantorrillas largas y duras, todo él encendía la pasión de Bella.
—Descorred los doseles de la cama —dijo la reina— y traed a la muchacha a mi lado.
A Bella la ensordecía su propio pulso. La fuerte presión en sus oídos y en su garganta parecía aumentar. De todos modos, oyó los tapices al descorrerse, y también vio a la reina sobre la colcha reclinada en medio de un nido de cojines de seda. Parecía más joven con el pelo suelto. Su rostro no delataba ningún indicio del paso de los años. Observaba a Bella con aquellos ojos tan apacibles que parecían pintados con esmalte en su rostro.
Bella sufrió una inoportuna sacudida de placer cuando vio al príncipe Alexi ante ella. Su imagen borró la visión de la amenazadora reina. Él se inclinó para desatarle los tobillos y Bella pudo apreciar que sus dedos la acariciaban deliberadamente. Cuando volvió a ponerse de pie ante ella, con las manos levantadas para soltarle las muñecas, Bella olió el perfume de su cabello y de su piel, y tuvo la impresión de que había algo absolutamente lascivo en él. Pese a su constitución cuadrada y compacta, el príncipe le parecía una exquisita delicia aromática, y se sorprendió a sí misma mirándole directamente a los ojos. Él sonrió y dejó que sus labios le tocaran la frente, donde permanecieron apretados en secreto hasta que las muñecas quedaron enteramente libres, sólo sujetas en sus manos.
A continuación la empujó delicadamente hacia abajo para que se pusiera de rodillas y con un gesto le indicó la cama.
—No, simplemente traedla—dijo la reina.
El príncipe Alexi levantó a Bella y se la echó sobre el hombro con tanta facilidad como podría haberlo hecho un paje, o el propio príncipe de la Corona cuando se la llevó del castillo de su padre. Bajo ella, la carne de Alexi le pareció caliente y, desde su posición, colgando de su espalda, besó descaradamente sus nalgas.
Luego él la tumbó sobre la cama y Bella se halló junto a la reina, mirándola a los ojos, del mismo modo que la propia soberana la contemplaba desde su altura, apoyada en el codo.
El aliento de Bella salía entrecortado en rápidos jadeos. La reina le parecía ciertamente enorme. Bella percibió en aquel instante un gran parecido con el príncipe; la única diferencia, como siempre, era que la reina parecía infinitamente más fría. Aun así, había en su roja boca algo que en algún momento pudo haber sido un atisbo de dulzura. Tenía unas pestañas espesas, una barbilla firme, y al sonreír le aparecieron hoyuelos en las mejillas. Su cara tenía forma de corazón.
Bella, aturdida, cerró los ojos y se mordió el labio con tanta fuerza que podría habérselo cortado.
—Miradme —dijo la reina—. Quiero veros los ojos, con naturalidad. No mostréis ninguna modestia, ¿me entendéis?
—Sí, majestad —contestó Bella.
Se preguntaba si la reina podría oír los latidos de su corazón. La cama parecía blanda, las almohadas suaves, y se sorprendió observando los grandes pechos de su majestad, el
círculo oscuro de un pezón debajo del camisón, antes de volver a mirar obedientemente a los ojos de la reina.
Bella sintió una sacudida por todo su cuerpo, que finalmente se concentró formando un nudo en su estómago.
La reina se limitaba a estudiarla muy absorta. Entre sus labios aparecían los dientes perfectamente blancos, y esos ojos, oblicuos, alargados, tan profundamente negros que no revelaban nada.
—Sentaos aquí, Alexi —dijo la reina sin apartar la vista de ella.
Bella vio que el esclavo de la reina ocupaba su posición al pie de la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho y la espalda apoyada en el poste.
—Pequeño juguete—dijo la reina a Bella en voz baja—. Quizás ahora entienda por qué lady Juliana está tan embelesada con vos.
Recorrió con su mano el rostro de la princesa, sus mejillas, sus pestañas. Le pellizcó la boca. Le alisó el pelo hacia atrás y a continuación le meneó los pechos a derecha e izquierda repetidas veces.
La boca de Bella temblaba pero no profirió ningún sonido. Sus manos estaban pegadas a los lados. La reina era como una luz que amenazaba con cegarla.
Si hubiera pensado en ello, allí tumbada tan cerca de la soberana, el pánico se habría apoderado de Bella.
La mano de la reina continuó acariciando su vientre, pellizcó la carne de los muslos y luego la parte posterior de las piernas, a la altura de las pantorrillas. Allí donde la tocaba, Bella sentía un hormigueo inintencionado, como si la propia mano tuviera algún poder espantoso. De repente odiaba a aquella mujer con mucha más violencia que la que nunca sintió por lady Juliana.
Entonces la reina empezó a examinar lentamente los pezones de Bella. Los dedos de su mano derecha torcían cada pezón, primero a un lado y
luego a otro, y palpaban el suave círculo de piel que lo rodeaba. El aliento de Bella se volvió irregular; su sexo estaba empapado como si alguien hubiera exprimido una uva allí.
La reina era enormemente grande a su lado, y tan fuerte como un hombre. O, ¿simplemente se lo parecía porque enfrentarse a ella era algo impensable? Bella intentó recuperar la calma; trataba de pensar en la sensación de liberación que la invadió en el sendero para caballos, pero no lo conseguía. Fue una impresión frágil desde el principio, y ahora ni siquiera existía.
—Miradme —le ordenó la reina de nuevo con tono apacible. Bella estaba llorando cuando levantó la vista.
—Separad las piernas —ordenó la soberana. Bella obedeció al instante. «Ahora se dará cuenta —pensó Bella— y será tan desagradable como cuando lo descubrió lord Gregory. El príncipe Alexi también lo presenciará.»
La reina se rió.
—He dicho que separéis las piernas—repitió, y le propinó unas palmetadas violentas y punzantes en los muslos. Bella estiró las piernas separándolas todo lo que pudo y al instante fue consciente de su poca gracia. Cuando se quedó con las rodillas pegadas a la colcha pensó que sería incapaz de soportar aquella deshonra. Miró el artesonado que había en lo alto de la cama y se percató de que la reina le estaba abriendo el sexo igual que lo hizo León. Bella intentó tragarse sus propias lágrimas. El príncipe Alexi lo presenciaba todo. Ella recordó sus besos, sus sonrisas. Las luces de la habitación tremolaban, cuando notó su propio estremecimiento mientras los dedos de la reina palpaban la humedad de su punto secreto, al descubierto, jugaban con sus labios púbicos, alisaban el vello y cogían finalmente un mechón para estirarlo y manosearlo distraídamente.