—¿Y no sentís dolor, ni humillación?
—Siento un gran dolor y una gran humillación.
Eso es algo que nunca dejará de suceder. Si así fuera, incluso durante poco tiempo, el talento inagotable de nuestros amos discurriría alguna otra manera de hacérnoslo sentir. ¿Creéis que no me sentí humillado en el gran salón cuando Félix me puso cabeza abajo y me azotó ante toda la corte, tan de improviso y por tan poco? Soy un príncipe poderoso, mi padre es un rey poderoso. Nunca lo olvido. Y, desde luego, fue doloroso ser tratado con tanta rudeza por el príncipe de la corona en consideración a vos. ¡Y pensó que con eso me amaríais menos!
—¡Estaba equivocado, tan equivocado! —dijo Bella que se sentó y se llevó las manos a las mejillas, consternada. Amaba a los dos, ahí radicaba la desgracia del asunto. Incluso en aquel preciso momento podía imaginarse al príncipe de la corona, con su delgado rostro blanco, las manos inmaculadas y aquellos ojos oscuros tan llenos de turbulencia y descontento. Para ella fue una agonía que no se la llevara a su cama después de haber superado la prueba del sendero para caballos.
—Deseo ayudaros porque os amo —dijo Alexi—. Quiero orientaros, pero veo que oponéis resistencia.
—Sí, pero no siempre —admitió ella con un vago susurro, apartando la vista, como si de repente se avergonzara de reconocerlo—. Experimento... tantos sentimientos.
—Contadme —dijo Alexi con autoridad.
—Bueno, esta noche... la rosa, el último capullo rosa... ¿Por qué lo recogí con los dientes y se lo ofrecí a lady Juliana? ¿Por qué? Ha sido tan cruel conmigo.
—Queríais satisfacerla. Es vuestra ama. Sois una esclava. Lo más elevado que podéis hacer es complacer, y en consecuencia procurasteis hacerlo, no sólo como respuesta a sus azotes y a sus órdenes, sino que en aquel momento lo hicisteis por propia voluntad.
—Ah, sí—dijo Bella, de eso se trataba—. Y, en el sendero para caballos... no sé cómo confesarlo, sentí cierto alivio en mi interior, como si me hubiera liberado de mi lucha; era simplemente una esclava, una pobre y desesperada esclava cuyo deber es esforzarse, pura y llanamente, sólo eso.
—Sois elocuente —le contestó con cariño—. Habéis aprendido mucho.
—Pero no quiero sentir esto. En el fondo quiero rebelarme, quisiera insensibilizarme contra ellos. Me atormentan sin cesar. Mi príncipe, si sólo fuera él...
—Pero aunque lo fuera, él siempre encontrará nuevas maneras de atormentaros, y no es el único. Decidme, ¿por qué no queréis rendiros a ellos?
—Bueno, seguro que lo sabéis. ¿Acaso vos no os rebelabais? ¿No? León dijo de vos que tenéis un núcleo al que nadie puede llegar.
—Tonterías. Simplemente lo entiendo y lo acepto todo. No hay resistencia.
—Pero ¿cómo puede ser?
—Bella, tenéis que aprenderlo. Debéis aceptar y ceder, y entonces lo veréis todo más claro. —No estaría aquí con vos si cediera, porque el príncipe...
—Sí, podríais estar aquí conmigo. Yo adoro a mi reina y estoy aquí con vos. Os amo a las dos.
Me entrego a ello por entero, como a todo lo demás, aun cuando sé que puedo ser castigado. Y cuando me castiguen, sentiré un gran temor, sufriré, y lo entenderé y lo aceptaré. Bella, cuando aceptéis, floreceréis en el dolor, resurgiréis en vuestro sufrimiento.
—Anoche había una muchacha delante de mí en la fila que corrió el sendero para caballos justo antes que yo. Estaba resignada, ¿no es verdad? —preguntó Bella.
—No, olvidadla, ella no es nadie. Se trata de la princesa Claire: es tonta y traviesa, siempre lo ha sido y no tiene sensibilidad. No tiene profundidad, ningún misterio. Pero vos tenéis todo esto y siempre sufriréis más que ella.
—¿Adquiere todo el mundo, tarde o temprano, esta habilidad para aceptar?
—No, algunos nunca lo hacen, pero es muy difícil decir quién lo ha conseguido. Yo soy capaz de distinguirlo, pero nuestros señores no siempre son tan despiertos, os lo aseguro. Por ejemplo, Félix me dijo que ayer visteis a la princesa Lizetta amarrada a la viga en la sala de castigos. ¿Creéis que ella está resignada?
—¡Desde luego que no!
—Ah, pues lo está, y es una gran princesa esclava v una valiosa sierva. Pero adora estar atada, no poder moverse; y cuando está muy aburrida, tolera el enfado de sus superiores, tanto mejor si se divierten cuando ella permite que la castiguen. —Ah, no, no habláis en serio.
—Por supuesto que sí. Ése es su estilo. Cada esclavo tiene el suyo, y vos debéis encontrar el vuestro. A vos nunca os resultará fácil. Sufriréis mucho antes de descubrirlo, pero ¿no os dais cuenta de que en el sendero para caballos y también esta noche, cuando le disteis la rosa a lady juliana, ya sentisteis el comienzo? La princesa Lizetta es una luchadora. Vos deberíais ser condescendiente, como yo en gran parte lo soy. Ése debería ser vuestro estilo, una devoción exquisita y personal. Una gran calma, gran serenidad. En su momento quizá conozcáis a otros esclavos que sean ejemplares en este tipo de comportamiento. El príncipe Tristán, por ejemplo, el esclavo de lord Stefan, es incomparable. Su señor está enamorado de él, así como el príncipe de la Corona lo está de vos, lo que a la vez dificulta las cosas.
Bella suspiró profundamente. De repente la invadió la sensación que experimentó al arrodillarse ante lady Juliana y ofrecerle la rosa. Sintió que corría por el sendero para caballos, la brisa la rozaba, y su cuerpo ardía sin parar debido al esfuerzo.
—No sé, siento vergüenza cuando me entrego, siento como si me perdiera completamente a mí misma.
—Sí, eso es. Pero escuchad, tenemos esta noche para nosotros, aquí, en este pequeño cuarto. Quiero contaros la historia de mi llegada aquí y cómo conseguí encontrar el camino del que os hablo. Cuando acabe, si todavía os sentís rebelde, os pido que reflexionéis sobre ello. Continuaré amándoos, no importa, y seguiré luchando para disfrutar de los momentos en que pueda veros en secreto. Pero, si prestáis atención, veréis que podéis conquistar todo lo que esté a vuestro alrededor.
»No intentéis comprender de una vez todo lo que digo. Limitaos a escuchar y ya me diréis si, al final, la historia no os aporta cierta calma. Recordad que no es posible escapar de este lugar. No importa lo que hagáis, la corte encontrará la forma de obtener alguna diversión de vos. Incluso el esclavo más indómito y lleno de coraje puede ser atado y utilizado de mil maneras diferentes para divertir a todo el mundo. Así que aceptad esta barrera, y luego intentad comprender vuestros propios límites y cómo debéis ampliarlos.
—Oh, si sé que me amáis podré aceptarlo, aceptaré cualquier cosa.
—Os amo. Pero el príncipe os ama también. No obstante, debéis buscar vuestra propia senda de aceptación.
La abrazó, luego empujó dulcemente la lengua entre sus labios y la besó con violencia.
Le relamió los pechos hasta dejarlos casi irritados, mientras ella arqueaba la espalda, volvía a gemir y sentía crecer su pasión. Alexi la levantó por debajo de él y una vez más introdujo en ella su miembro.
Cuidadosamente, le dio la vuelta de modo que los dos permanecieran tumbados de costado, cara a cara.
—Mañana no habrá forma de estimularme y sólo por eso seré castigado —el príncipe sonrió—. Pero no me importa. Poseeros, abrazaros, y estar con vos merece la pena.
—No soporto la idea de que os castiguen.
—Podéis estar segura de que me lo merezco. Debo satisfacer a la reina. Yo le pertenezco, así como vos también pertenecéis al príncipe. Si os descubriera aquí tendría todo el derecho a castigarme aún más.
—Pero ¿cómo puedo pertenecerle a él y a vos al mismo tiempo?
—Tan sencillamente como pertenecéis a la vez a la reina y a lady Juliana. ¿No le disteis la rosa a lady Juliana? Apuesto a que antes de que acabe este mes, estaréis loca por contentarla. Os asustará la idea de disgustarla, ansiaréis su pala igual que la teméis.
Bella apartó la cara y la enterró en la paja porque aquello ya era cierto en aquel momento. Esa noche se había alegrado al ver a lady Juliana. Y el príncipe de la corona le inspiraba los mismos sentimientos.
—Ahora escuchad mi historia y lo entenderéis mejor. No es una explicación clara, pero veréis cómo se desentraña un misterio bastante complicado.
—Cuando llegó el momento de prestar vasallaje a la reina —explicó el príncipe Alexi—, yo no me resignaba en absoluto a ser uno de los escogidos, aunque otros príncipes habían sido seleccionados para ir conmigo. A todos nos dijeron que nuestro tributo no duraría más de cinco años, como mucho, y que cuando volviéramos habríamos mejorado enormemente en sabiduría, paciencia, autocontrol y todo tipo de virtudes. Naturalmente, conocía a otros que habían prestado vasallaje y, aunque a todos les prohíben hablar de lo que aquí sucede, sabía que era una prueba severa y yo estimaba mi libertad. De modo que, cuando mi padre me dijo que mi obligación era ir, me escapé del castillo y vagué de pueblo en pueblo.
»La verdad, no sé cómo se lo tomó mi padre cuando se enteró. El hecho es que un destacamento de soldados de la reina hizo una batida en el pueblo donde yo me encontraba y se me llevaron junto con unos cuantos muchachos y muchachas plebeyos que iban a prestar otras formas de vasallaje. A ellos los entregaban a nobles y damas de menor rango para servir en sus mansiones particulares. Los príncipes y princesas como nosotros servimos sólo en la corte, como ya habréis observado.
»El día era soleado, resplandeciente. Yo caminaba solo por un campo al sur del pueblo e iba componiendo poesías mentalmente cuando descubrí a los soldados. Llevaba mi espadón, por supuesto, pero al instante me vi rodeado por unos seis jinetes. Supe que pertenecían a la reina en cuanto me percaté de que su intención era llevarme como esclavo. Arrojaron una red sobre mí y de inmediato me desarmaron, me desnudaron y me tiraron sobre la silla del capitán.
»Aquello bastó por sí solo para indignarme y hacerme pelear por mi libertad. Imagináoslo: los tobillos atados con una basta cuerda, el trasero al aire, desnudo, la cabeza colgando. Con cierta frecuencia, el capitán no dudaba en ponerme la mano encima cuando no
tenía otra cosa que hacer. Me pellizcaba y me pinchaba según le venía en gana, y parecía disfrutar de su superioridad.
Bella dio un respingo al oír todo esto. No le costó demasiado imaginarse la escena.
—El viaje hasta la corte de la reina era largo. Me trataban rudamente, como a casi todo el equipaje. Por la noche me ataban a un palo en el exterior de la tienda del capitán y, aunque no permitían que nadie me violara, los soldados no paraban de atormentarme. Cogían cañas y palos y me punzaban los órganos, me tocaban la cara, los brazos, las piernas y todo lo que podían. Tenía las manos atadas por encima de la cabeza, y todos esos ratos permanecía derecho. Dormía de pie. No hacía frío por las noches, pero aquello era una verdadera tortura.
»No obstante, todo esto respondía a algo. Me habían prometido como esclavo de la propia reina, en virtud del tratado que acordó con mi padre. Yo, por supuesto, estaba impaciente por librarme de aquellos rudos soldados. El trayecto durante el día era siempre igual: tumbado encima de la silla del capitán. A menudo me azotaba con sus guantes de cuero sólo para divertirse. Permitía que los lugareños se acercaran al camino cuando nosotros paseábamos y entonces me ridiculizaba, me revolvía el pelo y se dirigía a mí utilizando apodos cariñosos. Pero en realidad no podía usarme.
—¿Pensabais en escapar?—preguntó Bella.
—Siempre —dijo el príncipe—. Pero en todo momento me encontraba entre soldados y completamente desnudo. Aunque hubiera conseguido llegar a la casa de algún lugareño o a la cabaña de algún siervo, me habrían apresado y entregado para hacerse con el dinero del rescate. Sólo hubiera conseguido padecer nuevas humillaciones y más degradaciones. Así que me dejé llevar, atado de pies y manos y arrojado ignominiosamente sobre el caballo, corroído por la furia.
»Pero finalmente llegamos al castillo. Una vez allí, me lavaron a fondo, luego me pusieron ungüentos y me llevaron ante su majestad. La suya era una belleza fría. Me impresionó desde el primer momento. Nunca había visto unos ojos tan preciosos, ni tan distantes. Cuando me negué a permanecer en silencio y a obedecer, ella se rió. Ordenó que me amordazaran con una embocadura de cuero. Estoy seguro de que ahora ya sabéis de qué os hablo. Pues bien, la mía la colocaron muy ajustada para que no pudiera deshacerme de ella, y luego me pusieron grilletes con abrazaderas de cuero para que no pudiera levantarme de la posición a cuatro patas que me habían obligado a adoptar. Podía desplazarme sólo si me lo ordenaban, pero estaba firmemente amarrado por las cadenas a los grilletes de cuero colocados en mis muñecas, y éstos a los que llevaba en las piernas, por encima de las rodillas. Los tobillos estaban ligados de tal forma que apenas podía separar las piernas. No era un mal sistema—dijo con ironía.
»A continuación la reina tomó su largo bastón de guía, como ella lo llama, para llevarme de un lado a otro. Era una vara con un largo falo forrado de cuero en el extremo. Nunca olvidaré lo que sentí cuando por primera vez lo introdujo en mi ano. Lo impulsó hacia delante y, a pesar mío, avancé delante de ella como un animalito obediente, tal como me ordenaba. Una vez que me eché al suelo y me negué a obedecer, se limitó a reírse de mí, y entonces empezó su faena con la pala.
»La verdad, me rebelaba con una gran furia. Cuanto más me zurraba ella, más refunfuñaba yo y más me negaba a obedecer. Así que ordenó que me colocaran boca abajo y que me azotaran con la pala durante horas. Podéis imaginaros todo lo que sufrí. Pero fijaos, había otros esclavos que me observaban confusos y atónitos. Para ellos, estar desnudo y con grilletes, y ser apaleado, era suficiente para obligarlos a obedecer, ya que además sabían que no podían escapar, que debían servir durante varios años y que estaban indefensos.
»De todos modos, esa magia no funcionaba conmigo. Cuando me soltaron tenía las nalgas y las piernas totalmente irritadas por la pala, pero no me importaba. Todos los intentos para estimular mi órgano habían fallado. Era demasiado testarudo. »Lord Gregory me
sermoneó a fondo. Me dijo que era mucho más fácil aguantar la pala con el órgano erecto, que si la pasión recorría mis venas, comprendería el sentido de satisfacer a mi señora. Yo ni le prestaba atención.