El rapto de la Bella Durmiente (20 page)

Read El rapto de la Bella Durmiente Online

Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
5.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Parecía que la reina estaba utilizando ambos pulgares para abrir brutalmente a Bella, quien a su vez intentaba mantener inmóviles las caderas. Ansiaba incorporarse y escapar, como una princesa miserable en la sala de adiestramiento que fuera incapaz de soportar que la examinaran de este modo. Sin embargo, no protestó; sus gimoteos sonaban débiles e imprecisos.

La reina le ordenó que se diera la vuelta.

¡Oh, bendito escondrijo!; podría esconder la cara entre las almohadas.

Pero aquellas manos frías, dominantes, estaban jugando en aquel instante con sus nalgas, abriéndolas, y tocándole el ano. «Oh, por favor—rogó en silencio, con desesperación. Sus hombros se agitaban con aquel llanto silencioso—. ¡Oh, esto es espantoso, espantoso!»

Cuando estaba con el príncipe al menos sabía qué quería de ella. Incluso en el sendero para caballos le habían dicho finalmente cuál era su cometido. Pero ¿qué pretendía esta malvada reina: que sufriera y que se rebajara ofreciéndose a sí misma, o simplemente que aguantara? ¡Y aquella mujer la despreciaba!

La reina friccionó la carne, la pinchó, como si comprobara su grosor, su suavidad, su elasticidad. Inspeccionó los muslos de Bella con los mismos movimientos precisos y luego le separó a la fuerza las rodillas y las levantó. También se elevaron sus caderas y Bella se quedó en cuclillas sobre la colcha, tendida boca abajo, con el sexo que sobresalía, colgando, y las nalgas separadas de manera que parecerían una fruta madura.

La mano de la reina reposaba debajo de su sexo como si lo sopesara, palpando la redondez y el volumen de los labios mientras los pellizcaba.

—Arquead la espalda —dijo la reina— y levantad el trasero, gatita, pequeña gatita en celo. Bella obedeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas de vergüenza. Temblaba violentamente, respirando a pleno pulmón. Sintió, muy a su pesar, que los dedos de la reina dominaban su pasión, apretaban la llama para que ardiera con más fuerza. Bella estaba segura de que sus labios púbicos se estaban hinchando y sus jugos fluían. No importaba cuán penosamente oponía su voluntad. No quería darle nada a esa mujer malvada, a esa bruja de reina.

Estaba dispuesta a entregarse al príncipe, a lord Gregory, e incluso a nobles y damas sin nombre y sin rostro que la colmaran de lisonjas, pero ¡a esta mujer que la despreciaba...!

La reina se había sentado en la cama al lado de Bella.

La recogió con presteza como si se tratara de una blanda muñeca y la echó sobre su regazo, con el rostro alejado del príncipe Alexi, y las nalgas

todavía expuestas, con toda seguridad, a la mirada escrutadora del hermoso esclavo.

Bella soltó un gemido boquiabierta. Sus pechos se restregaban contra la colcha y el sexo palpitaba contra el muslo de la reina. Era una especie de juguete en sus manos.

Sí, parecía exactamente un juguete, sólo que ella estaba viva, respiraba y sufría. Podía imaginarse qué debía de parecer ante los ojos del príncipe Alexi.

La reina le levantó el pelo y recorrió la espalda con el dedo hasta el extremo de la espina dorsal.

—Todos los rituales —dijo la reina con voz baja—, el sendero para caballos, las estacas en el jardín, las cacerías en el laberinto, así como los demás juegos ingeniosos son concebidos para mi diversión. Pero ¿he conocido alguna vez a un esclavo sin tener esta familiaridad con el siervo, la intimidad del esclavo sobre mi regazo listo para el castigo? Decidme, Alexi, ¿debo azotarla sólo con

la mano para estar al nivel de esta familiaridad, sentir así su carne escocida, su calor, mientras observo cómo cambia de color? ¿O debo usar el espejo de fondo de plata, o una de las doce palas, todas ellas tan excelentes para este propósito? ¿Qué preferís, Alexi, cuando vos os encontráis sobre mi regazo? ¿Qué es lo que anheláis cuando no podéis contener las lágrimas?

—Si la azotaseis de ese modo podríais lastimaros la mano—fue la respuesta serena del príncipe Alexi—. ¿Queréis que os traiga el espejo de plata?

—Ah, pero no respondéis a mi pregunta—dijo la reina—. Traedme el espejo. No la azotaré con él. Más bien lo utilizaré para ver su rostro mientras la castigo.

Con los ojos llorosos, Bella vio cómo el príncipe Alexi se dirigía al tocador.

Luego, ante ella, apoyado en un cojín de seda, apareció el espejo, ladeado de tal forma que podía ver reflejado claramente en él el fino rostro blanco de la reina, cuyos ojos oscuros y su sonrisa la aterrorizaron.

«No debo revelarle nada», se dijo Bella con desesperación, cerrando los ojos mientras las lágrimas caían inevitablemente por sus mejillas.

—Ciertamente, la palma de la mano tiene algo superior —decía la reina, friccionando con la mano izquierda su cuello. Deslizó la mano bajo

los pechos de Bella, los apretó entre sí y tocó los dos pezones con sus largos dedos—. ¿No es cieno que os he azotado con la mano con tanta fuerza como cualquier hombre, Alexi?

—Desde luego, majestad—respondió serenamente. Se encontraba otra vez detrás de Bella. Quizás había vuelto a su lugar, apoyado en el poste de la cama, pensó la princesa.

—Ahora enlazad las manos a la espalda, por la cintura, y mantenedlas así —dijo la reina. Entonces cubrió sus nalgas con la mano como lo había hecho anteriormente con sus pechos—. Contestad a mis preguntas, princesa.

—Sí, majestad —Bella respondió con un esfuerzo aunque, para mayor humillación, su voz rompió en sollozos y se estremeció al intentar reprimirlos.

—Y guardad silencio —ordenó la rema con tono severo.

Empezó a azotarla.

Sus nalgas recibieron un gran palmetazo seguido de otro. Si alguna vez una pala había sido más dolorosa, lo había olvidado. Bella intentó permanecer quieta, callada, sin que se le notara nada en absoluto, repitiéndose mentalmente aquella palabra una y otra vez, aunque sentía sus propios retortijones.

El proceso era idéntico al que le explicó León acerca del sendero de caballos: forcejeaba como si pudiera escapar a la pala; se escabullía para intentar evitarla. Y, de pronto, oía sus propios gritos jadeantes mientras los azotes la requemaban. La mano de la reina parecía inmensa, dura, y más pesada que la pala; se adaptaba a Bella mientras la zurraba. Bella estaba como loca, lloraba a lágrima viva, a gritos, y todo aquello para que la reina lo viera en su maldito espejo. Sin embargo no podía pararlo.

La otra mano de la reina le estrujaba los pechos, estiraba sus pezones una y otra vez, los soltaba y volvía a tirar de ellos, mientras continuaba azotándola y Bella sollozaba ininterrumpidamente.

Hubiera preferido cualquier otra cosa: precipitarse ante la pala de lord Gregory por el pasillo, el sendero para caballos; incluso el sendero para caballos era mejor, ya que el movimiento ofrecía cierta escapatoria. Aquí no había nada más que dolor, las nalgas inflamadas y desnudas para disfrute de la reina, que ahora buscaba nuevos puntos de ataque. Azotaba la nalga izquierda, y luego la derecha, y a continuación cubría los muslos de Bella con resonantes manotadas mientras las nalgas parecían hincharse y palpitar de modo insoportable.

«La reina tendrá que cansarse, deberá parar», se decía Bella.

Pero hacía un buen rato que se repetía esto y el tormento continuaba. Las caderas de Bella se levantaban y caían, se retorcía a un lado y sólo conseguía como premio recibir golpes más sonoros, más rápidos, como si la reina se violentara cada vez más. Era como cuando el príncipe de la Corona la azotó con la correa. La paliza se tornaba más violenta.

La reina se concentraba en aquel momento en la parte inferior de las nalgas, esa porción que lady Juliana había levantado con tanta intención con la pala; la azotaba con fuerza,

durante largo rato, a ambos lados, antes de volver a subir y desplazarse a un lado, y luego a los muslos y todavía más arriba. Bella apretó los dientes para ahogar sus gritos.

Abrió los ojos con implorantes súplicas desesperadas, pero únicamente vio el perfil severo de su majestad reflejado en el espejo. Los ojos de la reina estaban entrecerrados, su boca torcida, y, súbitamente, se quedó mirando fijamente a través del espejo, sin dejar de castigarla.

Las manos de Bella evitaron su firme apretón y forcejearon para cubrirse el trasero, pero la reina las sujetó de inmediato.

—¡Cómo os atrevéis! —susurró, y Bella volvió a estrecharlas con fuerza detrás del cuello, mientras sollozaba con la cara hundida en la colcha. La paliza continuaba.

Luego la mano de la reina se apoyó, inmóvil, en la carne ardiente de Bella.

Los dedos parecían aún fríos, pero lo cierto era que quemaban.

Bella no podía controlar su acelerada respiración ni aquellas lágrimas incontenibles.

No quería volver a abrir los ojos.

—Tendréis que ofrecerme vuestras disculpas por ese pequeño desliz indecoroso—dijo la reina. —Yo, yo...—balbuceó Bella—. Lo siento, mi reina.

—Lo siento, majestad—susurró Bella frenéticamente—. Lo único que merezco es vuestro castigo por ello, mi reina. Sólo merezco vuestro castigo, majestad.

—Sí —susurró la soberana—. Lo tendréis. Pero, pese a todo... —La reina suspiró—. ¿No se ha portado bien, príncipe Alexi?

—Yo diría que se ha comportado muy bien, majestad, pero aguardaré vuestra opinión.

La reina se rió.

Con un movimiento brusco tiró de Bella hacia arriba.

—Daos la vuelta y sentaos en mi regazo —le dijo.

Bella estaba perpleja. No dudó en obedecer, y al sentarse se encontró de frente al príncipe Alexi. En esos momentos él no le importaba. Se hallaba tiritando sobre los muslos de la reina, temblorosa e irritada.

Notó la seda del camisón de la reina, fría bajo las nalgas ardientes, mientras la soberana la mecía con su brazo izquierdo.

Bella miró a través de las lágrimas para ver aquella mano derecha cuyos dedos blancos tiraban otra vez de sus pezones.

—No creí que fuerais tan obediente —dijo la reina, apretando contra sus amplios pechos a Bella, cuya cadera estaba pegada al estómago plano de la reina.

Bella se sintió empequeñecida e impotente, como si en los brazos de aquella mujer no fuera nada, tal vez algo pequeño, quizás un niño, pero no, ni siquiera un niño.

La voz de la reina se volvía cada vez dulce y envolvente.

—Sois dulce, como lady Juliana me dijo que erais —susurró con ternura al oído de Bella, que se mordió el labio.

—Majestad... —musitó, pero en realidad no sabía qué decir.

—Mi hijo os ha adiestrado bien, y hacéis gala de una gran percepción.

La mano de la reinase hundió entre las piernas de Bella y palpó el sexo que no se había enfriado ni se había secado en ningún momento. Bella cerró los ojos.

—Ah, decidme, ¿por qué os asusta tanto mi mano si os toca con tanta dulzura?

La reina se inclinó para besar las lágrimas de Bella, saboreándolas en sus mejillas y en sus párpados:

—Azúcar y sal—dijo.

Bella estalló en nuevos sollozos. La mano situada entre sus piernas friccionaba la parte más húmeda de ella. Sabía que estaba ruborizada, y el

dolor y el placer se entremezclaron. Se sintió subyugada.

Su cabeza cayó hacia atrás contra el hombro de la reina, su boca cedió y se dio cuenta que la reina le besaba la garganta.

Murmuró algunas extrañas palabras que no pronunció para que la reina las oyera sino que eran una especie de súplica.

—Pobre esclava—dijo la reina—, pobre esclava obediente. Quería mandatos a casa para deshacerme de vos, para librar a mi hijo de su pasión; mi hijo, que está tan hechizado como vos lo estuvisteis, bajo el encantamiento de la que él liberó del hechizo, como si toda la vida fuera una sucesión de encantamientos. Pero poseéis un temperamento tan perfecto como él dijo, sois tan perfecta como los esclavos mejor adiestrados y, con todo, más pura, más dulce.

Bella jadeó, inundada por el placer que se acentuaba entre sus piernas, que aumentaba y crecía sin cesar. Creyó que sus pechos hinchados iban a explotar, y las nalgas, como siempre, no dejaban de palpitar. Sentía sin descanso cada centímetro de su carne abrasada.

—Vamos, venid. Decidme, ¿os azoté con mucha fuerza?

Apoyó sus dedos en la barbilla de Bella y le volvió la cara para que la mirara a los ojos. Aquellos enormes, negros e impenetrables ojos cuyas pestañas se rizaban hacia arriba y parecían una gran envoltura de vidrio de tan espesas y brillantes que eran.

—Y bien, respondedme —requirió la reina con sus labios rojos, y llevó su dedo a la boca de Bella tirándole del labio inferior—. Contestadme.

—Con... fuerza... mucha fuerza... mi reina... —dijo Bella dócilmente.

—Bien, sí, quizá para unas nalguitas tan puras. Pero hicisteis sonreír al príncipe Alexi con vuestra inocencia.

Bella se volvió como si la hubieran invitado a hacerlo, pero cuando lo miró fijamente, éste no sonreía, más bien se limitaba a mirarla con la más extraña de las expresiones. Era al mismo tiempo remota y afectuosa. Entonces, él miró a la reina sin prisa ni temor y sus labios esbozaron una sonrisa, como si eso fuera lo que ella quería de él.

Pero la reina volvió a ladear la cabeza de Bella hacia atrás y la besó. El oscuro y perfumado cabello ondulado cayó a su alrededor, y, por primera vez, Bella sintió la blanca piel aterciopelada del rostro de la soberana, sus pechos apretados contra ella.

Las caderas de Bella se agitaban rítmicamente hacia delante, empezó a jadear, pero justo antes de que esta sacudida que penetraba su sexo húmedo

y palpitante fuera demasiado para ella, la reina se retiró y se apartó sonriente.

Cogió los muslos de Bella, que tenía las piernas abiertas, aunque lo que el pequeño sexo hambriento deseaba más que nada en el mundo era que las piernas se comprimieran contra él.

El placer se calmó ligeramente tornándose de nuevo en el gran ritmo interminable del anhelo. Bella gimió, sus cejas se fruncieron, y de repente la reina la apartó de nuevo, abofeteándola en la cara con tal fuerza que Bella no pudo impedir soltar un grito.

—Mi reina, es tan joven y tierna—dijo el príncipe Alexi.

—No pongáis a prueba mi paciencia —contestó la reina.

Bella permanecía tumbada boca abajo llorando sobre la cama.

—Será mejor que llaméis a Félix y que traiga a lady Juliana. Ya sé lo joven y tierna que es mi pequeña esclava, y cuánto tiene que aprender, pero hay que castigarla por su pequeña desobediencia. Sin embargo, eso no es lo que me preocupa. Debo conocerla más, entender su talante, sus esfuerzos por complacer y bien, se lo he prometido a lady Juliana.

Other books

Chicken Pox Panic, the by Beverly Lewis
Do Less by Rachel Jonat
No Place of Safety by Robert Barnard
My Year Off by Robert McCrum
Half-Blood Blues by Edugyan, Esi